domingo, 13 de junio de 2010

De pelotas y naufragios


En la película Náufrago (2.000) el actor Tom Hanks (extraordinario, como casi siempre) queda varado en una isla desierta. Con mucho ingenio y harta penuria logra sobrevivir y entre las cosas que ha podido rescatar del mar se encuentra una pelota, una pelota de fútbol u otro deporte -no lo recuerdo y es irrelevante- pero más o menos de esas dimensiones. En un momento dado pinta o tiñe parte de esa pelota blanca con su propia sangre (no, no es un abstruso rito iniciático sino una simple herida accidental) y dibuja en ella un rostro o apenas el esbozo grosero de un rostro. La (o lo) bautiza Wilson y hace de él su interlocutor: la analogía es evidente, otro Viernes pero no humano, mudo y estático. Pasan cuatro años y durante el transcurso de ese periodo se nos va mostrando por distintos medios la transferencia progresiva: por ejemplo en un acceso de cólera –imaginando un desacuerdo- el náufrago arroja la pelota fuera de la cueva y un momento después sale desesperado a buscarla, en plena noche, gritando “Wilson, Wilson” y pidiéndole perdón. Prosigue la historia con sus distintas peripecias hasta que logra construir una balsa rudimentaria y sortear el escollo de los rompientes en los arrecifes abandonando la isla y quedando a la deriva en alta mar. Y así pasan los días hasta una ocasión en que, exhausto de remar y de semejante travesía, queda profundamente dormido. Y Wilson se desprende del soporte donde estaba precariamente sujeto y se va flotando, llevado por las aguas. Cuando despierta el náufrago nota de inmediato la ausencia y lo descubre, muy lejos, por encima de las olas. Sin dudarlo un instante se lanza al mar, da unas brazadas, recapacita, vuelve a la balsa a buscar una cuerda que le permita seguir unido a ella y nada desesperado tras el inalcanzable Wilson al que no puede recuperar porque la cuerda no es lo bastante larga y sollozando, sumido en la desesperación le grita también ahora que lo perdone, que lo siente, que no puede más. Vuelve a bordo y se tiende sacudido por el llanto y el dolor. Después –no se sabe cuánto después- un buque lo rescatará y la película sigue con otro derrotero que aquí ya no hace al caso porque lo que realmente importaba era volver a subrayar lo que ya está destacado en el filme y que es su verdadero núcleo: la necesidad absoluta de comunicación del ser humano y, por ende, de compañía. Ciertamente se podría plantear el interrogante siguiente a modo de ejercicio especulativo: si no hubiera habido la pelota ¿habría establecido esa relación con una roca o una rama o un cangrejo? Y la respuesta es no y es no por la simple y obvia razón de que la pelota es una creación humana, viene de lo humano y por eso puede (llegar a) ser el soporte del vínculo o elemento mediador del ser a sí mismo, un soliloquio reenviado que se decide interpretar como diálogo (*). Porque lo que aquí subyace, no explícito, es el terror cerval a perder el habla que, con la estación vertical, es lo que diferencia al ser humano y esa pérdida significaría lisa y llanamente la regresión a un estado ya inconcebible para la especie pero sin duda todavía oscuramente vigente en su memoria genética y ancestral. Así pues Wilson se convierte en el pretexto para hablar, para seguir recordando y practicando el lenguaje. Pero también en la ilusión de una compañía merced a la misma mecánica que ha llevado al hombre a crear a los dioses, en su desamparo y solo y desvalido como estaba ante el cosmos, ajeno y hostil. Por lo tanto el náufrago está a un paso, apenas a un paso de un retorno al animismo (la adoración de los elementos naturales entendidos como pares protectores en la travesía común) sólo que no acaba de franquearlo por dos motivos: carece de la inmediatez psíquica y física (espiritual también desde luego) que le permitiría establecer semejante contacto con la naturaleza habituado (programado) como está culturalmente a la idea excluyente de someterla y hacerla servir a sus fines y segundo, el ya apuntado, porque cuenta con un objeto que pertenece a su ámbito cultural, que le es, éste sí, inmediatamente familiar y casi podría decirse consubstancial y por ende tanto más apto para fundar una “comunicación” susceptible de no ser percibida como, justamente, lo que es: un monólogo lindando en el delirio y dictado por la adicción enfermiza al otro y su evidente consecuencia directa: el rechazo absoluto a la soledad. En efecto, nuestra sociedad y particularmente nuestra época nos han enajenado la soledad, nos han hecho dependientes totales del otro o, más bien (y esto es lo verdaderamente perverso) de la ilusión del otro. Por eso Wilson puede asumir un papel para el que a todas luces y huelga decirlo no ha sido concebido. Y esa atribución falaz no es en modo alguno privativa de la tesis de la película, más bien se la podría considerar como una derivación parcial de otra infinitamente más falsa y nefasta: el lugar que la pelota asume como tótem (sí, ya en calidad de agente) en un mundo no sólo desacralizado sino lo que es mucho más siniestro desespiritualizado, vaciado de sus valores esenciales y del único objetivo digno de la especie en su conjunto, a saber la superación paulatina y progresiva de su propia animalidad. No estaba de más enfatizar esa noción, tal vez algo manida pero que adquiere, en un contexto socio-histórico como el presente, una dimensión todavía más acusada: un momento o época en que la verdadera finalidad de Wilson se ha desvirtuado y convertido en otra enfermedad tan ubicua como patética; la dependencia de otra ilusión, llamada fútbol (habiendo fracasado el malhadado intento hispanizante del balompié), en algún lejano y nebuloso periodo deporte y hoy práctica sórdida y puramente comercial que apela, sobre todo en ocasiones magnas (como la actual Sudáfrica) a la más nauseabunda y mefítica demagogia asistida invariablemente con los golpes más bajos de la más zafia patriotería y un remedo grotesco de la antigua lealtad al clan (otra vez lo tribal). Y sirva como colofón la exposición nada novedosa tampoco de esta otra realidad frente a aquélla: en un país como éste que se auto-designa católico (y acaso sí lo haya sido, a su modo y en algunas épocas) e impone ese credo como el oficial son muchos los ateos, agnósticos o cristianos de otras iglesias o los que profesan otra religiones: ¿por qué deben costear con sus impuestos a la Iglesia católica, pagar sueldos a sus curas y monjas y hasta desvaríos tales como el que se paga (en grado de general o generala) a la Virgen de la Merced en su advocación eminentemente guerrera de patrona del Ejército argentino? Y esto no es más que la punta del iceberg. Pues con el deporte mencionado sucede lo mismo; desde una concepción absolutamente fascista y autoritaria se decide que todo el mundo participa y debe participar (y por ello se entiende obviamente sufragar) de este naufragio no ya de la razón sino del más elemental sentido común y por ende se le destinan de modo discrecional recursos sustanciales (aparte de los propios, propios de toda mafia exitosa) que mejor servirían para tantos otros fines urgentes y esenciales y –lógicamente- siempre dilatados y postergados.


Así pues estamos ante dos (de las múltiples) funciones de la pelota; en ambas se trata de un vehículo de transferencia pero con significado muy diferente. No deja de ser revelador, ya para concluir, el dictamen popular, como una especie de recóndita conciencia de su propia representación –para nada lucida- en el asunto y que ha inventado y sancionado por el uso un derivado de ese sustantivo cuya trayectoria y fortuna nos exime de mayores comentarios: "Pelotudo,a: adj. y n. Argent., Par. y Urug., Vulg.: estúpido, imbécil." (Pequeño Larousse).


(*)-Ahora bien Michel Tournier, el notable novelista francés, al abordar el mismo tema (en Vendredi ou les limbes du Pacifique - Viernes o los limbos del Pacífico) plantea la teoría opuesta: Robinson está o queda finalmente enamorado de la isla, de la isla misma e incluso en un sentido físico; la siente como una inmensa hembra que lo ha acogido en su seno. Y desde luego la isla no es producto del ingenio humano pero tampoco puede pasarse por alto el hecho fundamental de que la obra de Tournier contiene un marcado sesgo metafísico y por lo tanto su protagonista participa de una mística que no es ni puede ser ajena al erotismo en su más estricto sentido. Estamos, por consiguiente, ante un gráfico de dos visiones diversas de concebir el mundo: una que incide en el afán de trascendencia y la otra, más terre-à-terre que se centra en determinadas necesidades inmediatas y, como en este caso, más que primitivas netamente animales









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lunes, 7 de junio de 2010

El patito feo





Érase una vez un patito, negro y distinto a los demás. Por querer a toda costa parecerse a ellos no llegó nunca a ser cisne. Peor aún, no llegó nunca a darse cuenta de que ya era un cisne: más bello, talentoso y magnífico que sus supuestos hermanos. Cuando murió algún inspirado bardo popular inventó por él la después proverbial expresión “el canto del cisne”, es decir la más conmovedora y espléndida despedida.





Su generación lo conoció como Michael Jackson.