jueves, 27 de diciembre de 2012

El niño de la puerta doble (*)

¿Con qué podría compararse hoy aquello que los antiguos conocían como el furor sagrado? Aquella descontrolada y transitoria insania que se apoderaba de los integrantes del tiaso o cortejo de Dionisos (y tan certeramente caracterizado en sus componentes esenciales desde los mismos calificativos: Ménades violentas, Bacantes alborozadas y Tíades impetuosas). Aparentemente las religiones monoteístas ulteriores no han conocido tales transportes; los medios de alcanzar el éxtasis son distintos (acaso la noción misma de éxtasis también) ya se trate de la pura contemplación y el inmovilismo o de los derviches danzantes, de la mística o del martirio, incluso en los casos en que se haya podido llegar hasta la auto-inmolación (1), en tanto que la flagelación, el cilicio, las disciplinas y los métodos afines de mortificación de la carne se situarían de hecho en el extremo más opuesto. Todo eso parece en efecto tener muy poco y nada en común con este furor dionisíaco o sagrado. Por otra parte existieron, es verdad (y aún existen) cultos y prácticas rituales que posibilitaban salir de sí para pasar a un estado extático -el chamanismo o la misma brujería medieval, por ejemplo, entre otros -pero tampoco son éstos, ni con mucho, fenómenos asimilables. Y no procede establecer comparación porque estaría faltando, amén de la exaltación y la desmesura que en última instancia bien pueden ser comunes, una como fusión inmediata y absoluta, puramente animal y primaria con el mundo natural (las potencias que lo rigen) que sería la determinante del sentido real de la ofrenda, del sacrificio y el anonadamiento (en dicho mundo) y que desde luego es ajena por completo y desconoce incluso hasta la noción de trascendencia o la voluntad de llegar a formar parte -por ínfima y desdeñable que se pretenda- y mediante la entrega, cualquiera sea la modalidad que ésta adopte- (lo que no deja de ser, en el fondo, una negociación: do ut des) de la esencia divina. En otras palabras: lo que distinguiría entonces al furor sagrado de otras formas de éxtasis (o cualquier símil y denominación de esta enajenada exaltación tan particular) sería precisamente y valga la perogrullada el furor mismo, compendio de esas características explícitamente formuladas antes: la violencia, el alborozo y el ímpetu que desembocan en el arrebato y el acceso que se traducen a su vez en el estado furibundo, extremado y henchido del frenesí, del estallido de la pasión desorbitada y la pérdida de toda facultad de raciocinio: en otros términos la locura más vertiginosa y desenfrenada.
     Sirva lo que precede como una somera introducción, más bien presentación apenas esbozada pero imprescindible para adentrarse en tema tan complejo y fascinante. El pretexto lo brinda (con mayor detalle y otro sesgo) el poema de Catulo sobre Atis (nº 63), composición notable en más de un concepto, que se abre bruscamente sobre el extraño e impresionante episodio en la floresta cuando el joven acometido súbita y precisamente por dicho furor se automutila (2). De manera harto sorprendente y cuando tan sólo acaba de cometer ese acto contra sí mismo  el poeta inmediata y automáticamente lo transforma en mujer: "Entonces, al sentir su cuerpo privado de la virilidad y la tierra manchada con su sangre aún caliente, ella tomó apresuradamente en sus manos de nieve el ligero tamboril..."; a partir de este momento y de tan arbitraria decisión le asignará indistintamente uno u otro sexo. No deja tampoco de llamar poderosamente la atención esa atribución instantánea de rasgos femeninos (ya que es de todo punto forzoso que antes de la castración -un minuto antes- Atis tuviera -licencia poética aparte- esas mismas "manos de nieve") que se va reiterando y reforzando a lo largo del poema. Catulo se cuida asimismo de dejar constancia expresa de otro factor no menos perturbador: Atis no se emascula por amor a Cibeles (diosa que preside, como Dionisos, estas celebraciones de las fuerzas elementales cósmicas y su renovación periódica, particularmente en sus aspectos terrestre y subterráneo. De paso cabe señalar que el episodio de la castración de Urano por Cronos está también estrechamente relacionado con este culto) sino por un "odio excesivo hacia Venus".
     Es entonces éste un repudio frontal y definitivo tanto del amor físico como de la mujer objeto del deseo, ya que Venus preside y representa ambos aspectos. Pero ¿a qué obedece? ¿O surge de la sola gratuidad? Sea como fuere lo indudable es que la mutilación tiene lugar para indicar que no sólo se rechaza a la mujer (hubiera bastado con apartarse o evitarla) sino que también y por sobre todo se renuncia expresamente a la condición masculina. Se aspira, ergo, a un estado asexuado, lo que  de ningún modo implica la abolición del deseo ni la extinción de la pulsión erótica. Se ha pasado -tomando prestada su terminología a la botánica- de la condición de fanerógamo a la de criptógamo. Por otra parte, ya se lo ha dicho, el culto mismo exige este sacrificio tan excepcional. Quizás porque es lo máximo que se pueda ofrendar, abstracción hecha de la vida misma. (Y es muy probable que se trate de un vestigio o reminiscencia subyacente de la homofagia inicialmente asociada con el culto de Dionisos que se ampliará y corroborará luego a la luz de otros ejemplos). El estado furibundo, ese trance frenético y demencial impulsa a la comisión y deja así una criatura que ya no es ni hombre ni mujer -siempre, huelga decir, desde el punto de vista morfológico- pero que nada tiene tampoco en común con determinadas costumbres y prácticas observadas un poco en todas partes que van desde la institución de los eunucos en distintas culturas y para diversos fines (del serrallo a los castrati) hasta los cantantes de ópera en China y Japón o bien incluso usos análogos entre las tribus amerindias (3), esto es, sea la ablación de los atributos de la virilidad o si no la supresión de su apariencia ya para anular al hombre (física y funcionalmente se entiende) o bien la sola imagen masculina y poder, en consecuencia, asignarle una función y papel (supuestamente) femeninos con objeto justamente de prescindir de la mujer pero rehuir al mismo tiempo todo reconocimiento de homoerotismo. No es éste el caso de Atis y sus compañeras (así se designan en el poema otros hombres que procedieron de idéntica manera) que no procuran transformarse en mujeres impulsados por una inclinación homoerótica. Pareciera más bien que el factor decisivo es una voluntad de acompañar (y completar) la asexualidad con la deserotización. Pero Catulo va más allá: "Tan pronto como Atis, mujer de sexo incierto, hubo animado a sus compañeras con estas palabras...". ¿Qué significa referirse a un hombre como mujer de sexo incierto? En verdad es una pirueta fantástica que da la impresión de que se intenta agotar la interminable gama de la indefinición porque es de todo punto imposible aceptar sin más que un hombre, aun emasculado y concediendo incluso la orientación homosexual, deje por ello de ser un hombre. Si bien no es menos cierto que una actitud parecida subsiste en nuestras sociedades actuales, las cuales, mediante una suerte de pase de prestidigitación se obstinan en reconocer (en seguir reconociendo) sólo la apariencia: un travesti por ende se asimila preferentemente al género femenino y un transexual es considerado ya prácticamente una mujer. ¿Cómo disimular la coartada implícita y flagrante?  Dejando de lado -que ése es ya otro asunto- la aspiración de la persona individual (que por lo demás está igualmente determinada por una sanción sociocultural) lo que se advierte es cómo, de esta manera, se reafirman y apuntalan los valores tradicionales más elementales. En efecto, al decretar que ya no son hombres se abren de par en par las puertas para que puedan devenir objeto erótico para otros hombres que, muy curiosamente, buscan estos sucedáneos y no a la mujer misma (pero por supuesto se hace caso omiso de esta evidencia tan gruesa como de tantas y tantas otras y se la pasa por alto con el mayor desenfado). Desde luego que Atis no es mujer y su sexo, por incierto y no explícito que se quiera sigue de todos modos estando. Catulo intensifica gradualmente esa aparente femineidad: "Pero cuando se acerca (el león de Cibeles) a la húmeda ribera blanqueada por la espuma de las aguas y contempla a la tierna Atis junto al marmóreo piélago, la ataca; ella enloquecida huye hacia las salvajes forestas (sic). Allí, por siempre mientras vivió, fue esclava". Su destino se resuelve pues en una fórmula tan neutra como subordinada (recóndita, por tanto escamoteada; esclava, destituida luego de toda estimación social) que culmina en la negación última y absoluta de sus posibles funciones y papel no quedando a su alcance ninguno que pueda sustituirlos con cierta eficacia. Viene así a encallar en una segunda castración -ésta no visible- que anula ya totalmente hasta la proyección misma de cualquier realización sexual. En otros términos se nos está diciendo que las posibilidades eróticas y sexuales son poco menos que infinitas pero están recortadas y reducidas drásticamente por un imperativo cultural que decide legitimar unas pocas y sólo éstas y condena todo el resto al goinjang (4). Y así como no existe ni puede existir condición heterosexual absoluta sí existen en cambio alternativas múltiples para ese curioso ser único y demediado que es el hombre-mujer. Se va retornando pues al comienzo si se postula que la sexualidad es parangonable con la locura (o, para el caso, que tanto da, la convencional cordura) porque ¿quién y cómo determina las fronteras? (5).
     Atis carece de finalidad y objeto; ha pasado por diversos estadios (pero no por todos) y topa al término con la pura negación de una sentencia que lo excluye pero porque en definitiva no es reconocible socialmente.
      Y de entonces acá no hemos progresado en un solo paso: siguen siendo los otros quienes determinan la sexualidad. La mirada del otro confiere o niega su valor a la condición sexual, la estima y la tasa. Y con arreglo a esa valoración o depreciación (que en nada difieren de las asignadas a otros bienes comerciales o de trueque en ferias y mercados) se darán las oportunidades y con ellas la plenitud, la mediocridad o la miseria de esta otra vida paralela.
     Con acento plañidero y desolado Atis resume sus metamorfosis sucesivas y aunque -lógicamente- habla desde su condición presente ésta es la única que no nombra (por la simple razón de que no tiene ningún término válido para ella): "¿Qué clase de figura existe que yo no haya revestido? He sido mujer, he sido adolescente, he sido efebo, he sido niño, he sido la flor del gimnasio y fui también destacado atleta". Así pues se sabe todo lo que fue pero se ignora qué es ahora. La mirada ajena (social) se ha apartado, vencida: no puede reconocer lo que está viendo y por ende es impotente para atribuirle un valor, un precio, una categoría. Acaba, por tanto y como cabía esperar por relegarlo como a todas las demás zonas de la sexualidad y el erotismo que su limitada visión no puede clasificar a ese mismo goinjang, es decir en la ocurrencia a la más densa profundidad del bosque y del olvido. Con claridad meridiana la fábula advierte, entonces, que más allá de la mera capa superficial sólo hay ignorancia, error, ceguera y confusión. Dicho de otro modo: que no es posible conocer si no cambia la mirada.
     El mito ejemplar de Eros y Psiqué ilumina mejor y complementa este concepto. De manera más poética y con mayor intensidad aún refuerza esa noción central: no es posible conocer la verdadera cara -naturaleza- del amor-sexualidad  (porque en cuanto Psiqué /alma, espíritu, mente/ ve al dios dormido /deseo-sexo/ lo pierde para siempre) sino a través de la libre, directa e incondicional aceptación de todas y cada una de sus manifestaciones por extrañas que puedan parecer e incomprensibles que puedan resultar en un momento y época determinados. Dice más, por cierto, pero ahora interesa resaltar su indudable y marcada analogía con el nacimiento de Dionisos. Sémele (la luna) embarazada por Zeus y siguiendo el malévolo consejo de la celosa Hera importuna a su divino amante para que se le muestre bajo su verdadera forma. Éste, finalmente irritado, se manifiesta al cabo como una pavorosa tormenta de truenos y rayos en la que Sémele perece consumida. La enseñanza es hasta aquí y salvando detalles secundarios exactamente la misma. El mito prosigue con la oportuna intervención de Hermes (divinidad que invariablemente tiene un sentido positivo) quien salva al niño seismesino extrayéndolo del cadáver de su madre e introduciéndolo en el muslo de Zeus, cosiendo luego la abertura para que madure los tres meses restantes. Ésta es la razón por la que se lo conoce como "el nacido dos veces" o "el niño de la puerta doble" (¿y no nace acaso dos veces quien, como Atis, cambia su forma?). Pero los Titanes, a instigación de la implacable Hera, despedazan al recién nacido y cuecen los pequeños trozos en un caldero (indicio manifiesto del canibalismo ritual señalado antes); esta vez lo rescata y reconstruye su abuela Rea (relación transparente con el mito de Osiris). Al llegar a la edad viril nuevamente aparece Hera y lo enloquece dando así comienzo al ciclo del furor dionisíaco (vinculado igualmente y muy evidentemente con la invención de la vid y el vino y su consecuencia: la embriaguez). Otro rasgo adicional que confirma la antropofagia del rito arcaico es aquel de las hermanas extraviadas convertidas en sus adeptas: Alcítoe, Arsipe y Leucipe, cuando esta última ofrece a su propio hijo en sacrificio y entre las tres lo despedazan y devoran. Por último Dionisos desposa en Naxos a Ariadna que había sido abandonada allí por Teseo y corresponde mencionar asimismo su carácter menos conocido como conquistador y codificador, particularmente de la India. Tras múltiples avatares, azarosa y errabunda existencia Dionisos termina por ganar su lugar entre los dioses (6). Se han reseñado estos aspectos sobresalientes del mito dionisíaco para poner de relieve esa constante de exaltación y total desmesura a lo largo de la trayectoria del dios y porque explican a su manera aquello que excede la comprensión y alcance humanos: el mecanismo que mueve a las potencias de la generación y la regeneración y entremezclado íntima e indisolublemente con ellas ese goce sin límites ni fronteras y de una intensidad y desenfreno tales que sólo puede desembocar en la destrucción y el anonadamiento (la supresión del instrumento o medio del goce). Volviendo a Eros el mito órfico de la creación acaba de revelar lo que ya se podía intuir: "La Noche de alas negras, una diosa por la que el propio Zeus siente un temor reverente, fue cortejada por el Viento y puso un huevo de plata en el seno de la Oscuridad; y /.../de este huevo salió Eros y puso en movimiento el Universo. Eros era bisexual y tenía alas de oro..." (7). (Quede planteado incidentemente el interrogante ineludible: si Eros es bisexual ¿cuál es entonces la verdadera condición de Psiqué?).
     Según otra versión -y la más difundida- Eros es el hijo de Afrodita y de Hermes o sea de la diosa del amor físico y la belleza y de uno de los dioses más hermosos e inteligentes: el inventor, entre otros, de la lira y la flauta, de la escala musical, de los pesos y medidas, de la astronomía y del cultivo del árbol por excelencia: el olivo. Es también el mensajero y escriba de los dioses. Gobierna asimismo todo el orden civilizado y artístico y además el saber críptico y vedado. Estas características que son suma y compendio de lo mejor y más amable, a saber: la hermosura, sexualidad plena, ingenio, sabiduría, refinamiento, disposición para el placer y el juego se transmiten naturalmente a Eros. Esta pareja singular también engendró a Hermafrodito pero tal vez éste no sea más que otro nombre de Eros. De lo que se sigue por tanto que el hermafrodita o andrógino es la representación más cabal de la perfección (y no por otra razón los griegos le atribuyeron tales padres: calipedia). Se basta a sí mismo; puede amarse, poseerse y auto-fecundarse y dar a luz -realmente a luz- (en un acto tan gozoso como el de su propia cópula consigo) a otro sí mismo. En este triste y miserable bajo mundo pasa por un monstruo y sin duda lo es en cuanto excepción radiante. Porque el colosal y trágico error del ser humano fue el de querer (y continuar queriendo) a toda costa profundizar la separación y acentuar la negación de su otra parte. Nada puede ser más aberrante,en efecto, que un hombre que no reconoce a la mujer que hay en él ni una mujer que niega al hombre que hay en ella. Los auténticos monstruos, pues, los deformes y lisiados por dentro y por fuera son (somos) éstos que se quieren absurdamente cada vez más diferenciados y no el andrógino que irradia su perfección completiva. Ya se expresó que Atis en realidad se castra para renunciar expresamente a la condición masculina y ahora se puede añadir: para no ser más un hombre semejante. Su gesto significa inequívocamente: si no puedo ser todo entonces no quiero ser y mucho menos lo que soy. Si he sido privado de una parte de mi sexualidad, de su mitad complementaria, ya no quiero seguir padeciendo la verdadera mutilación que es ésta que se me ha infligido desde un comienzo (8). Ésta es la sobrecogedora revelación de Atis y esto es lo que la mirada monstruosa y deformada del ser humano no puede comprender ni aceptar.



(*)- De mi libro:  El Bello Sino de Oro (Fábula operística en tres sueños), Ed. Alción, Córdoba, Argentina, 2002.

(1)- Para apreciar hasta dónde llega la diferencia conviene tener presente el origen etimológico que no puede ser más revelador: mártir, del término griego que significa "testigo" o sea aquel que da testimonio. La muy considerable distancia que va de esa mirada a lo que vio y presenció porque estuvo presente (que es lo que registra y lega) comparada con la enajenación dionisíaca que prácticamente se desintegra (la ya lábil estructura anterior del yo cesa ahora por completo en la indiferenciación) en la fusión constituye la diferencia.
(2)- Desde una perspectiva religiosa cristiana el caso de Klingsor, según lo expone Gurnemanz en el Parsifal de Wagner sería exactamente el opuesto: "...siendo impotente para matar en sí mismo el pecado/con mano criminal mutilóse".
(3)- "En esta batalla se tomó preso un hermano de Torecha en hábito real de mujer que no solamente en el traje, pero en todo lo al (lo demás) salvo en parir, era hembra". Francisco López de Gómara -en: Escritores de Indias, Ed. Ebro, Zaragoza, 1981- vol. I, pág. 118.
(4)- En los monasterios (budismo tántrico o vajrayana) se reserva "una habitación pequeña y oscura en un rincón solitario, en cuya tétrica tiniebla se suspenden grandes pieles y los dientes y pezuñas de animales, así como los restos de víctimas sacrificadas o de enemigos muertos, con sus armas y armaduras". Estas habitaciones destinadas a los habitantes del mundo demoníaco se llaman goinjangs.
(5)- No debe asombrar por consiguiente (aunque sea preciso hacer hincapié tantas veces como cuadre) que justamente la locura y la sexualidad sean los ámbitos en que menos se ha avanzado (y ya decir avance es excesivo) en Occidente en relación con los progresos espectaculares en otras muchas disciplinas científicas y la razón no puede ser más clara y contundente: ésta es la zona de la interioridad por excelencia y aquí no valen los métodos y enfoques empíricos usuales.
(6)- Ahora bien, ese niño nonato que nace una primera vez y luego una segunda como adnato de Zeus; que en la primera nace de la muerte misma (el cadáver de Sémele) y en la otra del muslo, es decir de la región inferior más animal y rijosa del cuerpo (en franco contraste con el nacimiento de Palas Atenea) de donde se deriva justamente esa denominación ya apuntada de la "puerta doble" es también y a todas luces una transposición alegórica del ciclo terrestre de la semilla que nace de la oscuridad, crece y es triturada a su vez para volver a nacer transmutada en alimento.
(7)- Robert Graves- Los mitos griegos, Ed. Hyspamérica, Buenos Aires, 1985.
(8)- Afrodita, como es sabido, nace de la espuma oceánica. Pero como lo especifica Hesíodo en su Teogonía esa blanca espuma es la que expide el miembro viril cortado de Urano (que fuera emasculado, como ya se mencionó, por Cronos). A ello se debe entonces que uno de los nombres de la diosa sea Filomedes (Mêdos designa a los genitales masculinos). Este aspecto (aunque desde luego con un tratamiento mucho más detenido) podría acaso completar el círculo del episodio de Atis.
También interesa recordar muy brevemente la diferencia expresa que Pausanias establece en El Banquete entre la Afrodita celeste -Urania- diosa primigenia, arcaica y sin madre, hija de Urano y la otra más joven, hija de Zeus y de Dione, conocida como Pandemos (popular) y los distintos tipos de amor que ambas inspiran.
Por último resulta asimismo reveladora la interpretación "racional" de Diotima que identifica a Eros como un demonio o entidad intermediaria entre los dioses y los hombres (y viceversa). En esa misma línea se lo considera hijo de Penia (la Pobreza) y de Poros (el Ingenio). Finalmente conviene tener presente que en griego, como es bien sabido, la misma palabra designa al dios: Eros y también al sentimiento del amor.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Peroratas del mentidero

 -I-      De la sublimada necrofilia

¿Qué habrá pensado el espíritu de Isidoro de esta iniciativa? Quiero creer (por él y por esta añeja, sostenida devoción que le tengo) que no se habrá molestado; es incluso más que probable que le haya parecido grotesca y a la vez conmovedora. En cualquier caso es innegable que en su momento -es decir, en 2004, en el momento en que se formuló oficialmente- la iniciativa parecía arrancada de alguna de sus propias páginas. De tantos enigmas que han quedado en la historia de la literatura el de la vida de Isidoro Ducasse es, quizás, el más denso, impenetrable y perturbador. ¿Qué hizo este joven aparte de aparecer en algunos datos administrativos -certificado de nacimiento, ciertas constancias de distintas residencias, certificado de defunción-consignados en Uruguay y en Francia- enviar algunas cartas, enterarnos fortuitamente de su afición al piano y morir de una muerte tan enigmática como todo el resto a la inconcebible edad de 24 años? Sí, claro, escribió nada menos que Los Cantos de Maldoror. La comparación es tan obvia que se  impone por sí misma: otro Rimbaud. Sólo que menos conocido, nada conocido. Su desaparición, en la vida y en la muerte, es absoluta; cabe presumir que él lo habría deseado así. Maguer y con todo hay ciertos pasajes en esos Cantos...susceptibles de sugerir motivos que entonces importaban para fabricar semejante anonimato pero son meras suposiciones que nada sólido vendría eventualmente a  confirmar. Según la crónica ese personaje tan curioso (otra clase de curiosidad) y más que curioso estrafalario conocido como Shishaldin (¿tomó el nombre del volcán?) pidió a Jacques Chirac, a la sazón presidente de Francia, que autorizara su matrimonio -evidentemente post-mortem y en virtud de una facultad especial que había inaugurado de Gaulle- con Isidoro Ducasse, Conde de Lautréamont. No sé si esta petición se concedió ni en realidad hace al caso. Lo que sí hace al caso es el planteo inicial que, como todo lo relacionado con Lautréamont, quedará suspendido en un paréntesis de incertidumbre: muerto desde hace unos 130 años ya habrá visto tanto más de lo que ya había visto durante su corta vida (y que fue mucho, a juzgar por su obra). Tal vez por alguna dispensa o privilegio apenas despunta cada día se convierte en Maldoror (Enfermedad o Dolencia de la Aurora) y baja a besar discreto la frente dormida de esta alma gemela pero para nada anónima que tuvo el inspirado talento de servirse de él -es decir apenas de su nombre-(y tan luego de él que publicó una primera edición ¡de diez ejemplares! costeada por él mismo) como trampolín a una notoriedad equívoca en una sociedad infinitamente más sórdida que la que a él le tocó en suerte.

Conde de Lautréamont- Obras completas- (Los Cantos de Maldoror- Poesías- Cartas)- Ed. BOA, Buenos Aires, 1964. Se trata de la muy excelente traducción al español de Aldo Pellegrini, con un ensayo introductorio y notas.  Habría en justicia que "rescatar" a Pellegrini de un probable olvido como el notable y lúcido apasionado que fue de la poesía .

-II- Te Deum (*)

En 1545 en virtud de un edicto del Parlamento convalidado por Francisco I veinticuatro pueblos y ciudades de Provenza considerados heréticos son arrasados y sus habitantes asesinados. Por su parte la Sorbona envía a la hoguera a aquellos de sus miembros que se niegan a firmar los famosos "artículos de fe". En 1549  Enrique II (hijo y sucesor del anterior) establece en el Parlamento de París una Cámara Ardiente para juzgar los casos de herejía. En el edicto correspondiente se prevé una "purga" de los jueces y también la recompensa a los eventuales delatores que recibirán una tercera parte de los bienes confiscados. En 1562 el Duque de Guisa, jefe del partido católico, dirige la matanza en masa de hugonotes en Vassy. En 1572 provoca un sonado escándalo el casamiento, sin dispensa papal, de Marguerite de Valois, hermana de Carlos IX (hijo y segundo sucesor de Enrique II tras la muerte de Francisco II. Los últimos Valois terminan con Enrique III, hermano y sucesor a su vez de Carlos IX; todos ellos, así como Isabel de Valois -casada luego con Felipe II de España-/Cervantes le dedicó una bella elegía y de ella queda, entre otros, el extraordinario retrato del extraordinario Sánchez Coello/  son hijos de Enrique II y de Catalina de Médicis) con el Borbón protestante Enrique de Navarra (futuro Enrique IV de Francia). El clima en París se hace cada vez más enrarecido, sobre todo después del atentado del 22 de agosto contra Coligny (uno de los jefes más prestigiosos del partido hugonote). A pesar de que se habían hecho promesas y pactos solemnes de tolerancia religiosa y de que el mismo Coligny era un eminente consejero del rey Catalina de Médicis (al menos eso quiere la historia oficial de Francia) acaba convenciendo a su hijo Carlos IX de que es necesario asestar un golpe decisivo; así, en la noche del 24 de agosto se desencadena la masacre de San Bartolomé: obedeciendo a la señal -toque a rebato- de St. Germain-l'Auxerrois se asesina en un ambiente de entusiasmo popular a los desprevenidos y confiados hugonotes (entre 3.000 y 4.000 según las estimaciones) de la capital y luego se procede del mismo modo en el interior del país. Al llegar a Roma la noticia de estos crímenes alevosos el papa Gregorio XIII manda cantar un Tédeum.

(*)- Tédeum: Himno de alabanza y de acción de gracias de la Iglesia católica que empieza con las palabras: Te deum laudamus. ( Larousse)-
 Francis Jeanson -Montaigne par lui-même- Ed. du Seuil, France, 1959.


-III- El verdadero parque Jurásico


Decía Oscar Wilde, entre tantas cosas ocurrentes y atinadas que dijo, que todo hombre a los cuarenta años tiene el rostro que se merece. Él lo sabía bien. Pero como tantas fórmulas generalizadoras ésta admitirá también sus excepciones. Y lo más importante aquí, sus extensiones. Porque así como un fabulista atribuye una personalidad humana (o varias) a un animal (o varios) así puedo decidir aplicar la sentencia de Wilde a una institución, en este caso el FMI (sí, es evidente que institución es un término que todavía puede revestir un mínimo de dignidad y por ende resulta poco conveniente en la ocurrencia pero también es evidente que algún nombre hay que darle a esta...entidad). Y ese rostro al que ha llegado el FMI después de tantos años de infatigable y encomiable desempeño no es en verdad, como suele ocurrir en la mayoría de los casos, muy halagüeño. No, nada halagüeño. Porque tras pasar por la turbulenta y sórdida etapa (después de todo tan sólo una más) del episodio de Dominique Strauss-Kahn (y no se la califica por el asunto de la supuesta agresión sexual sino por lo que verdaderamente significó y a quiénes favoreció) la meritoria entidad encontró un sucesor mucho más digno y sobre todo confiable y que de paso le sirvió para darse aires de ir con los tiempos porque se trató (se trata) de una sucesora: Christine Lagarde. Y para no desviarme demasiado dejo al cuidado de cada quien asomarse a cualquier sitio que contenga imágenes de la susodicha y podrá corroborarse sin dificultad cómo la nueva cara del FMI refleja y más que eso denuncia (a su pesar sin duda) la fealdad grotesca del alma de la entidad. Sí, porque aunque parezca imposible tiene un alma. Y sensible, además. Y vaya como prueba irrefutable del precedente aserto la salida sentimental (es cierto que cabría asimismo la posibilidad de que se haya tratado de un proceso osmótico: entidad-efigie/mascarón representativos) de la buena Christine cuando se enteró, como nos enteramos todos, de que un jubilado griego se había auto inmolado en Atenas por no poder ya vivir gracias a las políticas de ajuste (se emplea este pudoroso eufemismo -y tanto se lo emplea que ya se lo acepta sin más cuestiones como ocurre con tantísimos otros abusos lingüísticos timadores- para designar el saqueo, la depredación y el latrocinio: está muy cerca de ajusticiar) preconizadas e infligidas precisamente por el FMI; la buena Christine, decía, con una lágrima como un cairel de lacre colgando de su pupila  financiera y que recordaba extrañamente a esos ojos escleróticos de los saurios (con los que tiene más de un parecido para seguir en el ámbito encantado de la fábula) declaró estar profundamente conmovida por tan trágico asunto. Pero dejando de lado estas comprensibles manifestaciones de su sensibilidad femenina conviene echar un rápido vistazo a las demás prendas (no es que quiera asestar un golpe bajo subliminal con una palabra intencionada que se asocia de inmediato con aquello que se da en prenda) personales que le valieron tan significativa promoción en ese prístino y mágico ámbito en el que se mueve como pez (o saurio) en el agua. Primera mujer en dirigir el FMI (directora gerente) sus estudios versaron, como es lógico, en economía. Procedente de un hogar en el que la influencia del inglés fue decisiva -su padre era profesor de ese idioma- muy pronto la despabilada Christine debe haber comprendido que en un mundo dominado por los machos -y de éstos los peores- sólo hay dos caminos para progresar: o ser muy bella (lo que a todas luces no era su caso) o volverse a su vez una suerte de macho alfa, que es lo que hizo siguiendo muy aplicadamente el ejemplo de las Margaret Thatcher y demás ralea de similar pelaje mutante. También parece haber comprendido muy rápido por dónde soplaba el viento del oportunismo y de qué lado estaban los saurios gananciosos (T-Rex) y ni lerda ni perezosa dirigió sus desgarbados pasos hacia la meca: los USA donde, por supuesto, llegó a ser socia de un bufete internacional con sede en Chicago. Siempre con esa misma tan feliz y flexible disposición abandonó a continuación ese puesto para ocupar diversos cargos ministeriales durante la presidencia de Nicolas Sarkozy (este dato por sí solo supondría ya la culminación de cualquier carrera en el parque jurásico). Por descontado que no todo fueron rosas en este edificante itinerario; siendo ministra de Economía se la investigó por el notorio caso de Bernard Tapie (personaje singular con un frondoso y añejo prontuario judicial); claro está que hasta ahora, como sucede en tantas otras partes del mundo con las personalidades expectables nada se ha podido concluir al respecto. Si se tiene el temple que requiere la lectura de Paris-Match se verá en la edición del 26 de julio de 2010 una emotiva nota sobre la vida doméstica de esta triunfante secreción del sistema; divorciada (y aquí hay que tributar un asombrado homenaje a sus parejas masculinas por el solo hecho de haber sido o seguir siendo eso: sus parejas), con dos hijos, mantenía o mantiene   una relación con un empresario marsellés de origen corso. Lejos de insinuar nada ni remotamente peyorativo o que induzca a alentar la más leve sospecha cabe sin embargo señalar que en Francia la asociación Córcega-Marsella tiene de vieja data una connotación muy especial (salvo en el caso del engendro Napoleón, máximo héroe nacional). Una última  acotación: el apellido Lagarde (que no es el suyo original) suena en francés con melodiosos ecos, esos sí subliminales: la garde se refiere, como es obvio, a la guardia pero en ese contexto conlleva por reflejo varias acepciones, todas con la misma carga semántica y que van desde el Garde des Sceaux (literalmente Guardián o Custodio de los Sellos: ministro de justicia) hasta la Garde Républicaine (republicana) lo que sugiere seguridad, tradición, derecha, derecha, más derecha, un toque militarista del mejor tono y sobre todo Orden y cada cual en su sitio. En una palabra el credo -ya genético- de alguien que puede ser ministro de Sarkozy, después dirigir el FMI y por qué no (viendo sus dientes) presidenta de Francia un día no tan lejano como fuera muy de desear.

NB: ni todas las mujeres que se han destacado en la vida pública internacional son como ésta y sus pares; basta y sobra con compararlas (para seguir en Francia) con alguien de la talla intelectual y el curriculum vitae de Simone Veil, sobreviviente de Auschwitz, ministra de salud (en diversos gobiernos) y Presidenta del Parlamento Europeo para reseñar lo mínimo.











                                                                                                                                                                 

viernes, 9 de noviembre de 2012

Ojos ausentes, puertas negadas

"Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Si tu ojo recibe la luz, toda tu persona tendrá luz, pero si tu ojo está oscurecido, toda tu persona estará en oscuridad".
Evangelio de San Lucas, 11; 34.

La única vez que te detuviste a mirarme había tanta distancia en tus ojos, tanto indiferente desdén por esta partícula polvorienta que se cruzaba en tu camino. Y esa mirada que duró un instante, apenas un segundo me traspasó de parte a parte, heló mi pecho y suspendió mi aliento. Conozco desde hace tiempo el tormento de no existir para quien fue (en ese momento y luego en ese momento y luego en ese otro momento y así sucesivamente…) toda mi vida y también sé desde siempre el tormento anexo (que viene a complementar el anterior como una especie de toque ultra refinado)  del reconocimiento fugaz, instantáneo y atroz del menosprecio que en un relámpago se resume y confunde con la indiferencia anterior. Sólo dura un parpadeo pero hiere hasta la médula y esa herida queda abierta y socarrada durante toda la eternidad de lo que todavía me toque vivir. Vivir: con el recuerdo de tu mirada ahora, hoy que se suma a todas las otras miradas.  Ésta y aquéllas se condensan, espesan en mi sangre transmutándola en un grito incendiado, en una llaga al rojo vivo. Que te sean devueltas (que les sean devueltas) con creces, con usura las mismas úlceras, las mismas lágrimas, la misma impotente abyección.  Que otros ojos se te nieguen y siembren la desolación en tu alma, que la sola vez que se rebajen a posarse en los tuyos sea para rehuirlos en un mohín asqueado y que otra presencia largamente, agónicamente anhelada  cierre su puerta cuando pases, en tu cara, en tu propia cara para que no haya equívoco, para que sientas y entiendas (para que esas espadas se claven hasta el pomo) que esa puerta se cerró para cerrarte hasta la esperanza de alguna vez albergar la más remota ilusión de hallarla franca. Que así sea y que cuando así sea en tus ojos nublados por el dolor y la ira, por la humillación y el odio aparezca, nítida, recortada y tal como fue en aquel momento mi cara, desde entonces y ya para siempre tu único espejo.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Los jardines de la Villa d'Este (*)

                                                                       -I-

Surgidos de la mente, creados por la mano
no estaban destinados a morada del hombre
que tan sólo en su mantenimiento los gozó.
Sumidad de ingenio, de arte acrisolado
último refugio de latebrosos huéspedes
que aletargados duermen y ensimismados
en el agua, el silbo, la roca y el mirto
insuflando leves su hálito de antaño
al recortado espacio un aire diáfano
de augustas transparencias habitado.

                                                                         -II-


No los percibe el visitante
desde las amplias terrazas miradores
sorprendido
por la variedad toda del verde
los plateados cursos, los celestes fijos,
algún ocre de clivoso tejado,
los blancos dispersos del mármol y la piedra.
Mas luego al recorrerlos lento
comienza
a penetrarse de su sentido exacto:

lo que era sólo bosque es idea tallada
que le encubría la ubicuidad del agua
y las formas precisas del mármol y la piedra.
La hiedra se prodiga en líneas proyectadas,
se ciñen a un trazado las fuentes y canales
y a un designio esciente obedece el complejo
plan de los errátiles y estrictos laberintos.

Nada es espontáneo y empero todo natural
tocado apenas: logro sutil del artificio
por un potente, eternal sueño sustentado
que en la piedra y el soto, en el sibil y el agua
serenamente sueñan diosas y dioses olvidados.

                                                                         
                                                                           HONTANAL


Realza este espejismo de fronda umbría y zubia
una fugaz imagen de lluvias, de mares aquietados de arena
que evocan con su presencia trasplantadas esfinges
de cuyos senos mana y silba un agua pródiga.

Escoltan las acequias-barandas de escalinatas-sendas
que conducen

a una larga avenida-ringlera en la que alternan
monolitos, lirios y águilas de piedra,
entre los que estallan variables como artificiales fuegos
los mágicos juegos de girándulas
(o hidrogogía en pirotecnia prodigiosa lograda de
llamas y sones acordados).

Más lejos, secretas se ensilvecen las fuentes de
Baco y Proserpina.

En un inminente vuelo retenido, Pegaso con sus alas desplegadas
de su pisada, casco que apenas en la tierra se posa
surge la fuente y es la misma Hipocrene que inspiradora fluye
a través de un mínimo Helicón.
En su silvano santuario, una geoda, la fecunda Diana
nutre de sus múltiples senos los bosques y jardines.

Y en lo alto, origen que se va reflejando en los sucesivos
estanques en que muere:








(*)- De mi libro Crónicas de Meudon, Ed. Mundi, Córdoba, Argentina,1988.


martes, 23 de octubre de 2012

Addenda (im)pertinentes al Elogio de la Estulticia.

“Pensé en mi corazón en el estado de los hombres que Dios les hará conocer, y verán que son sólo bestias. Pues el accidente que sucede a los hombres y el accidente que sucede a las bestias es el mismo accidente: así es la muerte del uno, así es la muerte de la otra y ambos tienen el mismo aliento y el hombre no tiene ventaja sobre la bestia, pues todo es vanidad”. (1)



Resulta fascinante observar cómo la personas han sido formadas y permanecen en ese estado pre-determinado hasta el final de sus vidas, con las contadas excepciones que se imponen y que no son sino las que además de confirmar la regla sirven precisamente para que la regla exista, siga existiendo. Porque esas excepciones a la norma son justamente aquellos que han logrado romper el formato, que se han alzado contra la mecánica que origina ese formato –ya sea por dentro o fuera del sistema- y en consecuencia han supuesto una válvula de escape, un exutorio para los demás. Por ende la figura del héroe (y asimismo y necesariamente la del anti-héroe) sirve sólo como contraste que es en realidad un refuerzo del sistema; está siempre diciendo a los demás: “esto es lo que admiras (ya se anticipó, tanto en sentido positivo como negativo: el esquema binario bien-mal) pero esto es justamente lo que no debes, en ningún caso hacer, so pena de correr la misma suerte” intensificando así todavía más –como si hiciera falta- el adoctrinamiento y el acondicionamiento. Porque en efecto son muy pocos los héroes que han salido con bien de sus correrías; tan pocos que casi casi se diría no los hay. En su tiempo el muy notable –en más de un concepto- Erasmo escribió su célebre tratado usualmente (muy mal) traducido al español como Elogio de la locura. En realidad de lo que se trata ahí es de la estupidez, la estulticia que rige el mundo y la humanidad al amparo, sí, de la locura, que es quien lleva el parlamento. Claro está que la una no difiere tanto de las otras y que locura puede ser sinónimo de estolidez pero el término no deja de ser equívoco: no es la misma la locura de Hamlet que la del Licenciado Vidriera o Alonso Quijano. Por descontado la sátira de Erasmo se puede aplicar a toda época y lugar; lo que específicamente se quiere resaltar aquí es el carácter inmutable de la necedad, quizá su rasgo más pronunciado (hay al respecto diversos experimentos posibles, al alcance de cualquiera. Por mi parte suelo recurrir a uno en especial: decir la verdad. Después de toda una vida van quedando pocas gentes, de tantas que pasaron; algunas de ellas dejaron huellas que los años no han podido ni siquiera atenuar. Pues bien, hace poco y de modo fortuito supe de alguien que había sido, en mi vida, una de esas personas y que vive actualmente en otra ciudad. Somos, por supuesto, ya mayores y con escasa diferencia de edad entre nosotros. Intercambiamos algunos e-mails y decidí, de pronto, decirle todo lo que durante tantos años había callado. Prácticamente descontaba la reacción y fue tal cual: la callada por respuesta o el silencio más denso. Sí, ya lo conozco bien -es el silencio del desconcierto: en el manual impreso a sangre y fuego desde nuestra llegada al mundo no figura ninguna situación parecida: cómo reaccionar ante la verdad. Y lo más notable es que en la ocurrencia se trataba, reitero, de personas ya viejas o en el umbral mismo de la vejez, que han vivido y que podrían intentar salir al menos una vez de la cárcel mental y espiritual, aunque sólo fuera para una experiencia tan modesta como la referida: decir la verdad y aceptar /reconocer y cuestionar/ la verdad del otro. (No se me escapa la otra probabilidad, a saber: la manifiesta inutilidad de decir lo dicho y de responder cuando parece no tener ya ningún sentido pero es que es justamente ahí donde radica la razón de ser del experimento: en la pura gratuidad del asunto y en la reacción que suscita). No es, por supuesto ni con mucho el único caso –he procedido del mismo modo en diferentes ocasiones y por diferentes motivos y siempre con idéntico resultado. Y en cierta manera el hecho mismo de escribir esto que estoy escribiendo supone igualmente otro ensayo basado en ese principio. Y como tal tendrá, a no dudar, la misma y sólita respuesta).

 Leviatán

El sistema, en una de sus tantas mutaciones, necesitó otro tipo de trabajo del ganado humano (periodos pre-industrial e industrial) y para ello se vio forzado (filantrópicamente, como todo lo que emprende desde la noche de los tiempos) a capacitar a la masa, ergo, a educarla para sus fines y con ello inculcó de manera indeleble la noción de que el trabajo dignifica y que el cometido de una vida consiste, precisamente, en trabajar todo lo posible y más aún: en efecto, tanto más el individuo trabajaba tanto más se hacía valer ese ejemplo (basta con recordar aquella penosa atrofia llamada Stajanov que resume y condensa –pero obviamente sin quedar de ninguna manera cantonada a su ámbito específico sino a nivel mundial- el ideario). Ahora bien, en otra de sus mutaciones recientes (cada una más perversa que su precedente lo que es ya en sí mismo un prodigio si se calcula a simple vuelo de pájaro cuántas lleva cumplidas ya) el sistema decidió que se bastaba a sí mismo en la pura especulación financiera (que siempre fue su verdadera razón de ser sólo que hoy, por primera vez en la historia conocida, cuenta con los medios además de imprescindibles idóneos); en consecuencia el ganado humano –su trabajo- comenzó a ser prescindible, descartable. Y aquí emerge la necedad en uno de sus estados más nítidos: ese individuo (todos) creyó, como de costumbre, lo que el sistema le decía. Creyó que su trabajo lo dignificaba, pero todavía más y peor, creyó –pero creyó con uñas y dientes, con alma y vida- que tenía el derecho a trabajar. Como tantos otros de sus supuestos derechos éste sirvió cuando sirvió y hoy el ganado asiste, atónito, a su negación y desconocimiento lisos y llanos–por el sistema-y a su reivindicación –estúpida por inútil y huera de sentido- por parte de los millones de damnificados (como nota ilustrativa cabe traer a colación pero no es ni siquiera una gota en el océano sino por su solo valor altamente representativo la serie de suicidios ocurridos hace poco y por causa de despidos tan masivos como –aparentemente- intempestivos en la central parisina de Telecom (*) que los medios de comunicación piadosamente velaron todo lo posible, lo que no puede ni debe sorprender: los medios de comunicación son en su inmensa mayoría sirvientes del sistema –en realidad sus excrecencias - y al mismo tiempo auténticos gendarmes de la así llamada opinión pública: la forman y deforman a su antojo, vale decir, al antojo del sistema). Otro de estos tan cacareados derechos es el del voto. Porque una fracción importante del ganado humano cree que vive en democracia y que esa democracia es el mejor de los sistemas (esto es, la democracia del sistema). Así se lo condena a elegir (una vez más: cree que elige) entre Juan malo y Juan peor, que se alternan en el poder (que tampoco es ya el poder sino sólo la fachada visible del mismo) y aunque vea y se le diga desde hace décadas y décadas que en las tan ensalzadas y ejemplares democracias  (Inglaterra: liberales y conservadores, Francia: derecha o izquierda –la sola diferencia estaba y está en el sector del recinto donde se sentaban los representantes- y lo mismo en España, Italia, Escandinavia, Países Bajos, etc. y los USA: republicanos y demócratas, etc.etc.) sólo hay dos partidos y nunca hubo otros ni los habrá sino meras expresiones minoritarias que jamás llegarán al poder o a su re-presentación porque están justamente para eso, para hacer creer en una supuesta diversificación (el caso de Suiza es aparte y único por una serie de factores que sería largo enumerar y analizar aquí) no por eso cejará la necedad en su convicción férrea de que el sistema es cuasi perfecto e irá a votar como si su vida dependiera de ello. Y luego creerá, como secuencia lógica, que eligió y creerá por añadidura todo lo que el sistema tenga a bien decirle respecto de las demás partes del mundo que no se ajustan o son renuentes a plegarse a este esquema (**). En particular lo que se denomina la derecha –es decir sucintamente los sectores más retrógrados y necios con sus distintos matices dentro de este vasto (cada vez más vasto) espectro de la estupidez- es un exponente curioso de este fenómeno: gracias a la así llamada “movilidad social” (provocada, sí, por el sistema en una fase específica: baste con recordar la feliz asociación Ford-Emerson, por dar un ejemplo) se produjo un relativo progreso en las condiciones materiales de vida y huelga decir que se fue intensificando por obra y gracia de esa fase aludida llevada hasta su paroxismo: el consumismo más irracional y desenfrenado (que ya va tocando a su fin) al que había que incorporar cada vez más consumidores que lo hicieran posible- y  entonces el minero pasó a la fábrica y el obrero a la pequeña y mediana empresa y el labriego al ciclo urbano industrial y así sucesivamente y cada uno de estos estratos llevaba –y sigue llevando- la impronta de sus orígenes marcada a fuego y de ahí su pavor y su fobia, bien conocidos sociológicamente, a cualquier cambio que pueda suponer, ni de lejos, una regresión socioeconómica; de ahí también su grotesca, patética identificación con los “valores” de la derecha o las clases dominantes visibles. Y como anexo necesario en esas nuevas capas también se da una suerte de delirio o esnobismo que las lleva a adherir a los privilegios, exclusiones y formas de vida parasitarias de esas élites, como si les fueran propios (algo así como ese otro proceso de insania colectiva que consiste en apropiarse, en una auténtica confusión alucinatoria, de los resultados de un partido de fútbol cuando su equipo gana y recurrir a una voz plural cuando el hablante es uno solo: “les ganamos”. Y no vale la pena insistir en la pandemia futbolística a nivel planetario) y de este modo se asiste a la penosa exhibición de gentes del común más común posible que admiran arrobadas y mentalmente de hinojos a los integrantes de la aristocracia y la realeza o bien a los magnates o dinastas y sus desvaríos de derroche y despilfarro que son no sólo aceptados sino implícita o explícitamente compartidos y aplaudidos. Para estas gentes en particular resulta “natural” (en el sentido de no haber sido jamás cuestionado) que para que un individuo de ésos posea miles de millones miles de millones de individuos deban pasar hambre o perecer. La estupidez conservadora ni siquiera se plantea este escándalo, a tal punto está adoctrinada en la reverencia ciega al poder y sus símbolos de prestigio como tampoco se le alcanza en modo alguno que todo lo que provisionalmente –y hay que subrayar el término- disfruta en condiciones materiales (que es otro derecho que puede –y de hecho así sucede- desaparecer de la noche a la mañana, como el relativo a la educación o a la salud o incluso al libre tránsito, etc.) significó, amén del interés ya señalado en las etapas pre e industrial y la más reciente de incremento del consumo, luchas interminables, sacrificios cruentos y abnegación –de la auténtica, no de la religiosa- de esos adversarios lúcidos denunciados como parias y terroristas por el sistema al que fueron no obstante y con todo arrancando una a una y palmo a palmo esas concesiones a lo largo de las épocas. La estulticia media, mediocre y de una ignorancia supina está convencida de que estas condiciones relativamente muy recientes siempre fueron su patrimonio y también de que el sistema las concedió de buen grado desde siempre.
 Volver a ver por enésima vez la tan difundida fotografía del Che Guevara muerto, tendido con la cabeza algo soliviada y los ojos abiertos fijos. Rodeado por excrementos vestidos con uniformes militares (el solo instante en que se habrán asomado a un atisbo de vida efímera y rastrera será justamente ése, el de la foto). ¿Qué ve ahora Ernesto Guevara? Acaso ya se ve reproducido en millones de pósters, remeras, banderines, souvenirs. Su rostro noble enarbolado en pancartas y banderas de manifestaciones multitudinarias, en una palabra: ve su total recuperación por parte del sistema que él tanto combatió y que acabó, como era previsible y probablemente él lo sabía,  eliminándolo. Pero ahora –y eso es lo que Ernesto ve desde detrás de sus ojos vidriados- su muerte es doble: ésta en la que yace tendido para una fotografía obscena y la otra, lenta, inexorable de su asimilación como ícono, como imagen idealizada y romántica –ergo, totalmente desvirtuada- de una revolución imposible. Porque esto es lo que el sistema hace con todos los que no se pliegan. El verdadero Che ni siquiera habrá podido quedar como un ejemplo eficaz, digno de emulación, como tampoco Gandhi, como tampoco Mao, como tampoco Espartaco o Robespierre. Y es así porque en realidad no son los verdaderos enemigos del sistema aunque sí lo hayan combatido encarnizadamente. El enemigo del sistema, el único temible en verdad  se llama Sócrates, Lao Tse, Diógenes, Confucio, Sade, Tristan Tzara (y sus Manifiestos Dadaístas –leerlos o releerlos), Rimbaud, Dickens, Kafka o W. Reich entre tantos otros pero su acción subversiva –en el estricto sentido del término- es tan lenta y circunscrita que resulta casi  inoperante y en todo caso no representa un riesgo para el sistema porque éste sabe, después de las costosas lecciones de Rousseau, Voltaire, Marx o Lenin que la mejor manera de neutralizar a estos oponentes es consiguiendo –y a eso se aplica con un éxito innegable-que las vacas sean cada vez más vacas y que el mundo entero quede confinado –como ya lo está siendo a ojos vistas- a una ubicua  Vaquilandia.
Y puesto que se habla del sistema también corresponde intentar alguna definición del mismo, sin pretenderla en modo alguno absoluta; dicho de modo expeditivo y básico: toda forma de asociación encaminada a la concentración de poder, ya sea civil, militar o religiosa (usualmente van de par) y tendiente por lo tanto al beneficio de unos pocos en detrimento de los demás es el sistema. De ahí que resulte tan difícil percibir este cáncer permanente y ya adnato al ser humano porque asume características tan diferentes en la superficie y por su ubicuidad misma. Puesto que se deriva de lo dicho que el sistema (una vez más: sus caras visibles) es tanto Nabucodonosor como Salomón, Ramsés II como Alejandro Magno, Napoleón como Stalin, Hitler como Truman, los papas y los popes, etc. Y también presta a confusión la parcelación: en cada provincia del imperio romano (o del persa: las satrapías o, para el caso, cualquier otro) se libran batallas por el poder y entonces en Siria se cree que se lucha por los intereses sirios, en Egipto por los egipcios, en Palestina por los palestinos, en Galia por los galos, en Germania por los germanos, etc., etc. En realidad son distintas facciones mafiosas del sistema que se afrontan pero el imperio romano mismo no se toca (claro que caerá cuando los tiempos estén maduros pero eso será cuando esté pronto el relevo). Y se puede aplicar la misma fórmula a cualquier periodo y lugar en la historia: por ejemplo hoy se dirimen conflictos en Medio Oriente, en el norte de Africa, se asiste a verdaderas hecatombes nacionales económicas en Europa etc., y en todos los casos se cree que son conmociones locales. Pero como para Roma en su momento ahora tampoco el imperio, el verdadero, ni siquiera se amenaza.
En una película memorable: Un hombre llamado Viernes (Man Friday del director Jack Gold, 1975) los actores Peter O'Toole y Richard Roundtree interpretan con el mayor talento una parodia de Robinson Crusoe y de su compañero Viernes. Es, por descontado, una sátira al imperialismo inglés muy bien llevada en un aparente plano de comedia que expone una a una todas sus lacras y en primer término el delirio  de creer  (creencia más que inducida machacada) que la raza blanca es superior y como corolario en semejante escala que la especie inglesa es la mejor; a partir de semejante credo es obvio que toda acción llevada en detrimento del resto de la humanidad y en provecho de los mejores está justificada de antemano (Rule, Britannia!); tampoco falta como sólito complemento la complicidad de la religión (el rey lo es por derecho divino, ergo es quien debe gobernar al resto; el rey inglés por lo tanto...and so on) y las tácticas que emplea el blanco para someter al aborigen no por groseras y burdas son menos reales y eficaces: son exactamente las del imperio. Y como ya se dijo también  en este contexto actúa la siempre aliada del colonialismo y la opresión al inculcar los fundamentos cristianos a las poblaciones locales y todo lo que va en su zaga: prohibir la desnudez, prohibir toda espontaneidad, prohibir el sexo, prohibir todo lo que no sea el código blanco/europeo (código funesto si los hubo en la historia) y a este respecto cabe una mínima digresión que no lo es tanto: ésta actual nuestra es la "civilización" que más se ha apartado de la condición natural del hombre, es decir, de su animalidad; la que más ha negado ese origen en una especie de esquizofrenia espeluznante que llega hoy hasta el extremo de querer a toda costa borrar o eliminar todo vestigio o recordatorio del mismo: la innumerable producción de desodorantes, antisudorales, lociones y perfumes, aromas de ambientes, de vehículos, de las partes íntimas de hombres y mujeres, de miríadas de productos de limpieza, de asepsia doméstica, etc., etc. es simplemente sobrecogedora (que obedezca a intereses económicos ni hace falta decirlo: laboratorios, farmacopea, cosmetología y medicina secundados -como en todos los demás rubros y apartados afines- por algo que se ha convenido en llamar publicidad  realizada por las más siniestras, retorcidas y cretinas mentalidades y dirigida a descerebrados analfabetos pero todo eso no altera el hecho cultural en sí). Todas las especies emparentadas de cerca o de lejos con la humana se reconocen en primer lugar por el olfato, es decir por el olor particular y propio de cada uno de sus miembros: nosotros ya hemos perdido eso y aunque no se trata en ningún modo de reivindicar ni hedores ni olores ofensivos es evidente que incluso en un aspecto tan poco relevante (al parecer) como éste hemos dejado atrás parte considerable de nuestra propia naturaleza añadiendo una atrofia más a las infinitas infligidas a nosotros mismos y al entorno. Volviendo a la película y a nuestro tema central interesa apuntar que también pone de relieve, aparte de los dardos satíricos ya señalados, cómo el ser humano sigue siendo igual a sí mismo (es decir, a la sociedad que lo fabricó) incluso en condiciones tan extremas como ésas y continúa hasta el final obedeciendo ciegamente a códigos absurdos que ya ni siquiera sabe que lo son.

No hay una sola página de Dickens que no sea una acerba crítica  del imperio inglés. Incluso algunos textos en apariencia tan ajenos al tema como Un villancico de Navidad (A Christmas Carol) contienen una mirada demoledora, ácida y satírica disimulada y atenuada por la poesía y algunos finales redentores. Se pasa revista así en el conjunto de su obra a las auténticas bases de este modelo social: desde la despiadada explotación infantil hasta las atroces condiciones de vida del campesinado, de los mineros y de las incipientes clases obreras urbanas, desde la codicia más sórdida exaltada al rango de primera virtud hasta la hipocresía feroz de una sociedad implacable, tan petrificada en castas que por comparación la misma India que también sometieron y explotaron resultaba una utopía social encarnada. Desde luego otros denunciaron asimismo y desde dentro a esta pesadilla (que la estolidez local –la británica en este caso- y universal ha tomado usualmente como ejemplo de ejemplos de estructura social. Es la estolidez que ve en Oliver Twist o David Copperfield o Nicholas Nickleby novelas románticas y emotivas) como Swift o Thackeray o las hermanas Brönte o Jane Austen pero después se sumaron los que padecieron el imperialismo inglés desde afuera y aportaron su enfoque coincidente y distinto –el caso de un asimilado (supuestamente) Henry james o más recientemente el muy notable autor japonés de educación británica Kazuo Ishiguro y su célebre novela The Remains of the Day  (Lo que queda del día) para citar sólo éstos. Como se ha señalado ya –y es además una obviedad- la transferencia de este imperio fue a su heredero natural: los Estados Unidos. Estamos aquí y ahora: ¿hace falta abundar en más detalles? Pero sí cabe volver a destacar ese rasgo común a ambas sociedades: la veneración excluyente del dinero (o lo que sea su equivalente) palmariamente reconocida y directamente derivada de su concepción del comercio como actividad “divina” (en otro lugar nos hemos referido a este curioso tópico que se puede rastrear desde Hobbes hasta su ya franca exposición en Daniel Defoe, por ejemplo). Toda la evolución espiritual de esta estructura llega hasta ahí, es decir,  hasta aquí donde estamos parados y varados por obra y gracia de la contaminación planetaria que han logrado imponer y que parece (al menos por un periodo considerable) ya irreversible. Pero ¿qué otra cosa se podía esperar de un sistema que estampa en lo más vil y caro que posee –el dinero- su divisa existencial: In God we trust (En Dios confiamos)?

Alguien que adolescente todavía ve y denuncia a voz en cuello lo que ve y además con una claridad y una lucidez implacables es sin duda alguien muy raro. Porque Arthur Rimbaud ve muy pronto; sabe pero lo sabe con una certeza agónica que la vraie vie est ailleurs aunque no pueda entonces determinar dónde está ese ailleurs aunque sí lo determinará después sin dar lugar al menor equívoco. Porque Rimbaud es, como ya se adelantó, el revolucionario absoluto, que no hace concesiones de ninguna índole, que no cede ni un palmo y mucho menos claudica. Pero tampoco pide ni tregua ni clemencia. Por eso resulta tan incomprensible para la estolidez, por eso ésta lo ha clasificado en un torpe intento de asimilación (al no haber podido ignorar ni esa voz ni ese clamor ni esa trayectoria vital que en sí misma es un suicidio y un repudio) entre los poetas malditos y así etiquetado y estampado supuso que lograba escamotear lo que fue el hombre Rimbaud, lo que significó y sigue significando en su soledad sideral el hombre Rimbaud para la estupidez abroquelada. Porque el poeta (y aquí tampoco se restituye esa totalidad cerrada en sí misma que fue Rimbaud sino apenas un atisbo, los poemas menos peligrosos y más accesibles para el entendimiento medio) es simplemente tan inabarcable como imposible de asimilar. Y de la sonada relación con Verlaine se rescata el sempiterno sonsonete: la burguesía bovina tolera a regañadientes un escándalo que lejos de ocultarse temeroso se exhibe desafiante y acaba sintiendo una pizca de compasión por ese pobre Lelian, víctima del golfo adolescente (porque obviamente Paul Verlaine pertenece por derecho propio a la estulticia: es casado, padre y además lo que se considera un buen poeta, es decir un poeta de salón). Una vez que la estulticia les haya asestado todos los golpes posibles (en paralelo con el último Oscar Wilde) consagrará a Verlaine y después a Rimbaud como si fueran semejantes (y no hay en esto la más mínima exageración; en París, en una calle del Barrio Latino hay una placa en una puerta que anuncia al pasante que ahí convivieron ambos poetas y después, hacia el final, se dirá que en su agonía en Marsella Rimbaud se convirtió al catolicismo, como lo había hecho también Verlaine. Esas conversiones ya se sabe cómo son y cómo fueron; ésta de Rimbaud la avaló el testimonio de Isabelle, la hermana, una obtusa sometida a la tan católica madre y terminó de fabricarla nada menos que Paul Claudel. A primera vista parece imposible que alguien logre concluir que Rimbaud fue un místico cristiano pero eso es subestimar a este sector del ganado porque Claudel lo consigue. Una vez más, así opera el sistema). Pero toda la vida de Rimbaud es una denuncia constante de la vida que se ha de vivir (y una exigencia tan desmesurada como irracional de la otra vida, la ausente) y si ésa –la francesa, la europea- es la sociedad que determina semejante mandato entonces sólo queda abandonarla. Y si esa misma sociedad es la que en su hipocresía esencial dice indignarse contra el belicismo y las tratas mientras los sigue practicando y lucrando con ellos entonces el hombre Rimbaud será traficante,  será cuando menos mercader de armas. En su breve trayectoria de cometa incendiario nada habrá quedado por omisión. Su legado –además de su propia vida- es tal vez un solo poema insoslayable (incluso más que Les Illuminations o Une saison en enfer en su conjunto): Le Bateau Ivre, manifiesto del inconformismo más radical y también la nostalgia de un ser superior condenado a vivir en este mundo-establo: “J’ai vu des archipels sidéraux! Et des îles/Dont les cieux délirants sont ouverts au vogueur/-Est-ce en ces nuits sans fonds que tu dors et t’exiles/Million d’oiseaux d’or, ô future Vigueur?” (***).




Ilustración a manera de apólogo (muy orwelliano).

Y érase que se era una granja y en ella vivían y prosperaban muchos animales  pero sobre todo vacas. Todos los días el granjero las sacaba a pastar en las extensas y ubérrimas praderas y luego las volvía al establo a la caída de la noche. En el establo tenían abrigo, heno y pienso y se encontraban cómodas y felices. En cierta ocasión una de ellas le comentaba a otra antes de dormirse, temblándole una furtiva lágrima: “Viste anoche cómo el amo y su mujer ayudaron a la Eleuteria en su parto. ¡Qué precioso ternerito tuvo, dicho sea de paso! Y cuando el otro día la Patrocinio estuvo tan enferma que no podía ya ni mugir la pobre ¡cómo la cuidaron! Hasta que gracias a sus desvelos se repuso…¡Somos tan afortunadas en estar aquí! Sí, contestó la otra: ¿Y cuando nos duelen las ubres cómo acuden presurosos a aliviarnos? Parece que adivinaran lo que precisamos en el momento justo. Yo agradezco cada noche a San Vaco por tanta gracia concedida y al Hacedor del mundo vacuno también, por supuesto”. Y en esta disposición tan amable como reconocida ambas se durmieron. Cuando las sacaban a pastar las praderas eran tan varias y dilatadas que jamás vieron las cercas de alambres de púas y por consiguiente se estimaban libres. Cuando de tanto en tanto unas cuantas amigas o parientas eran subidas a un camión y desaparecían las demás se regocijaban: sabían que el amo, en su infinita bondad, las llevaba de viaje para su solaz y esparcimiento a un lugar ignoto pero paradisíaco llamado Disneylandia. Claro está que nunca las volvían a ver pero eso no importaba nada; a los pocos días las habían olvidado por completo y seguían rumiando satisfechas sus plácidas vidas aguardando vagamente que les tocara también, cuando el granjero así lo dispusiera en su sabiduría y gentileza, ir a su vez de viaje para conocer el ancho y venturoso mundo.
Conclusión del tratado:
“Veo que estáis esperando el epílogo; pero habríais perdido el juicio por completo si imaginaseis que después de haber echado de mi boca tal fárrago de palabras me acuerdo de una sola de ellas. Antiguamente se decía: “Detesto al convidado con memoria”; hoy debe decirse que es aborrecible el oyente que la tenga. Y con esto, salud, aplaudid, vivid y bebed, creyentes celebérrimos de la necedad”. (2)


(1)- citado en Eliette Abécassis Qumrán- Ed. B. S.A., Buenos Aires, 2006- pág. 323.
 (2)- D. Erasmo- Elogio de la locura-Ed. EDAF, Madrid, 1973, pág. 203.
(*) Queda siempre pendiente (y seguirá quedando por mucho, mucho tiempo sin duda) una evaluación seria y exhaustiva de las muertes, suicidios y "daños colaterales" catastróficos imputables a estos despidos masivos en todo el mundo producto directo de las estafas desembozadas y a plena luz del día con la complicidad activa de los gobiernos, las maniobras fraudulentas y las “estrategias” si cabe semejante término  del sistema para no hablar ya de las consecuencias conexas y menos evidentes: la delincuencia y la violencia en progresivo y explosivo aumento, la erosión lenta pero inexorable de todos los valores que regían y/o apuntalaban la convivencia, etc., y sería por demás prolijo proseguir.

(**) Que Occidente (es decir el área de influencia que abarca el término) se permita hablar del ”fanatismo” islámico  no deja de ser irónico, no porque no exista ese fanatismo o algo que tal vez podría llamarse así sino porque una sociedad caracterizada en sus distintas expresiones por la intolerancia más cerril y el exterminio sistemático de todo lo que parezca a priori una oposición no debería incurrir en semejantes abusos de lenguaje. En efecto, todas las iglesias “cristianas” de Occidente y en primer término la católica deberían ser mucho más cautas a la hora de abrir la boca y los gobiernos que se identifican con ellas también. Y de modo paralelo: ¿no resulta curioso, por decir lo menos, que las así llamadas “revoluciones” en los países árabes o, mejor dicho, islámicos se hayan producido gracias a la tecnología digital, los teléfonos celulares y las redes sociales sólo en los regímenes no adictos incondicionalmente a Occidente o bien con algún desacuerdo en asuntos sensibles como Libia, Túnez, Egipto o la que se está eternizando en Siria? Nadie dice que fueran o sean modelos democráticos, desde luego, pero que se haya tardado décadas para caer en la cuenta de algo tan flagrante no deja de llamar la atención como también que no se haya producido -y con mayor razón- algo similar en Arabia Saudita o los Emiratos , por ejemplo, para no mencionar ya otras regiones del mundo con panoramas análogos.


(***) A.Rimbaud- Poésies complètes- Éditions Gallimard, Paris, 1960-
“He visto archipiélagos siderales! Y también islas/Cuyos cielos delirantes se abren al navegante/¿Es acaso en esas noches sin fondo que duermes y te exilias/Millón de pájaros de oro, oh futuro Vigor?”- (la traducción quasi literal es mía). 










martes, 18 de septiembre de 2012

Cambio de e-mail

Anuncio urbi et orbe (que reitera uno similar -una semana atrás- pero por correo electrónico): Microsoft bloqueó el 1º de septiembre (2012) mi cuenta de e-mail de Hotmail y me ha sido imposible desde entonces ingresar a la misma o recuperar documentación y contactos. Me valgo pues de este otro medio para comunicar esta situación y alertar sobre posibles e indebidos usos de dicha cuenta. Y también, por supuesto, solicitar tengan a bien tomar nota de mi nueva cuenta de e-mail: edamarna@yahoo.com.ar Vale             Carlos                 

lunes, 27 de agosto de 2012

El gigante dormido y su ninfa Egeria



Es éste un texto conmemorativo, es decir que en el marco de los objetivos de este blog procura también rescatar momentos, situaciones; es decir simplemente lo vivido, es decir, ciertos instantes de eso vivido que dan la ilusión de una supuesta continuidad. Quiero referirme a Julio Cortázar y a Aurora Bernárdez como los entrañables seres humanos que fueron –y que ella es- y con ellos necesariamente a algunos otros (presentes todavía o con ausencia justificada por el más alto certificado) que compartieron esos días, esos momentos, esos años. Por consiguiente este texto conmemora la amistad y deja de lado, por ociosa e irrelevante en la ocurrencia toda veleidad de crítica o comentario literarios. Porque además y en realidad: ¿qué puede decirse a estas alturas de la obra de Julio que no se haya ya dicho y vuelto a decir? (Qué significó Rayuela para mi generación –y sin duda para las sucesivas- está ahora más allá de toda ponderación). ¿Qué caso tiene insistir en subrayar la influencia decisiva de Aurora en su obra y en su vida? Así quedan pues enunciadas las intenciones y punto final por ende a estos preliminares (con todo y puesto que, una vez más, es éste asunto de amistades, quien procure un enfoque riguroso académico y crítico de la obra de Julio Cortázar hará muy bien en leer Cortázar para cómplices de mi amiga de siempre Rosalba Campra).


Un atardecer soleado, apacible. Salgo de la Unesco, como siempre, atravesando el jardín japonés y al llegar a la avenida de Saxe me topo de pronto con ellos. Él está sentado en la cerca de piedra, sus largas, larguísimas piernas estiradas hasta mitad de la vereda y ella, por comparación casi diminuta, está de pie, a su lado, con un brazo apoyado en sus hombros. Los saludo, es decir, lo saludo porque a ella no la conocía sino de oídas. Y él, que de inmediato se hace cargo, me la presenta con esa afabilidad habitual tan suya. Charlamos un momento, al calor del sol, en ese París que siempre parece mágico o más bien irreal. Ya no recuerdo qué dijimos ni tiene importancia; sin duda algún comentario sobre el trabajo en la Unesco o sobre amistades comunes. Volví a estrecharles la mano y los dejé ahí, en la media tarde, acaso esperando a alguien, ambos la más viva y perfecta imagen de una pareja feliz. Y fue la última vez que los vi; a ella, como ya dije, la primera y última. A él, la última. Es decir, vivo. Tan vivo. En efecto, Carol Dunlop murió unos meses después de una extraña enfermedad que no sé si alguna vez se supo qué era. Tampoco eso importa. Y lo que quedó a partir de entonces de Julio se fue consumiendo de pena hasta un relativamente prematuro pero sin duda deseado final.


Conocí a Aurora Bernárdez poco después de llegar a París, en 1970 y fuimos amigos muy cercanos hasta mi último día en esa ciudad, en octubre de 1985. Después y como solía suceder antes del correo electrónico (aunque desde luego también con éste, de otro modo) la comunicación se fue espaciando hasta diluirse pero siempre estuvo ella muy presente para mí, incluso hasta hoy. He conocido pocas personas tan inteligentes sin presunción ni fatuidad, tan sensatas y equilibradas para vivir (que ya se sabe es la empresa más difícil y disparatada), tan cultivadas y con un interés ágil y actualizado en todo y por todo (y cabe resaltar un rasgo tan decisivo como concluyente al respecto: con tales y tantas cualidades jamás se le ocurrió escribir). Con Aurora se podía hablar de cualquier tema y las más de las veces imperaba el buen humor; muy a menudo se terminaba en una fiesta de risas sin importar cuán grave o solemne hubiera sido el debate precedente. Para no hablar ya de su excelencia como traductora (entre otras cosas prácticamente la entera obra narrativa de Italo Calvino) equiparable a la de Julio (pienso por supuesto en la celebérrima traducción de E.A. Poe y sobre todo en la no menos célebre de Las memorias de Adriano). Muchas de estas características se debían sin duda al medio familiar, a su hermanastro Francisco Luis Bernárdez y a las relaciones con tantos intelectuales y artistas. No conocí tanto –ni de lejos- a Julio. No fui su amigo en el sentido exacto del término pero sí lo traté en diversas ocasiones y compartimos –a veces simplemente por el hecho de trabajar ambos en la Unesco- charlas y otros encuentros casuales. Era, como ya dije, afable, llano y también con un alto sentido del humor que se advierte en sus obras pero me refiero más específicamente al arte de la conversación y recuerdo en particular aquella salida suya para nada exenta de cierta punzante ironía que lo pinta tal cual y que quedó registrada como es debido; en una reunión alguien mencionó que un tal estaba con úlcera del duodeno y él, afectando inocencia preguntó: “¿Quién es ésa, otra poetisa uruguaya?”.


También Eduardo Jonquières formaba parte del grupo unesquiano. He conocido pocas personas tan agradables, tan amables en el sentido primigenio de este término (insisto: es éste un texto consagrado a la amistad). Una vez, en su casa, me mostraba sus últimos cuadros; uno se titulaba Midi le juste. -“¿Le Cimetière marin? pregunté” –sí-, me respondió y añadió: “¡Qué literario! ¿no?” Su observación era acertada. Tanto como apreciaba su poesía me dejaba indiferente su pintura. Adolecía de la (para mí) detestable influencia de Mondrian, la todavía peor de Juan Gris y algunos otros de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero se trataba tal vez de esos tributos que todos pagamos, de un modo u otro, a los diktats culturales de la época que nos toca. En cambio en sus poemas era él mismo; en este blog, en una sección titulada Pecios hay una entrada en la que reproduzco una nota sobre la poesía de Jonquières que publiqué en La Voz del Interior el 4 de abril de 1971. Y todo lo precedente viene muy a cuento porque hace poco (en 2010) Aurora y un colaborador publicaron la correspondencia de Julio con los Jonquières y además durante agosto y septiembre de este año en el museo Sívori de Buenos Aires hay una exposición de Eduardo que testimonia un merecido reconocimiento: “50 años después, de París a Buenos Aires”.


Ese singular escritor que fue hasta hace poco Gore Vidal quedó resumido en una temprana anécdota casi premonitoria. Figura en esa deliciosa novela juvenil en la que parodiando de algún modo a Cervantes se proponía –sin decirlo- acabar con la novela histórica romántica al estilo de Walter Scott y compañía. En efecto, En busca del rey trata de las andanzas y avatares de un trovador, Blondel, que busca a Ricardo Corazón de León, secuestrado a su regreso de la cruzada por Leopoldo en Austria. En cierto pasaje el trovador errante se topa con un gigante (no tiene nada de extraño; antes de su captura el mismo Ricardo y sus compañeros se enfrentaron a un dragón y después habrá también, entre otros prodigios, unicornios y una condesa vampira en franca actitud iconoclasta con el tema). Más insólito todavía: la criatura es gentil y se expresa en un latín muy elegante -la lengua franca de entonces. Y también -como en Frankenstein- se explican las razones de ese bagaje cultural tan sorprendente ya que además conoce al dedillo a los clásicos griegos y latinos y él mismo es un poeta y trovador entendido. Blondel lo acompaña a la caverna en que vive y ahí debe soportar la interminable lectura de la obra poética del gigante; por fin cenan ambos en la mejor disposición y luego, al azar de la conversación el trovador le pregunta si no se siente solo en esos parajes inhóspitos y desolados. No, responde el gigante, ya me acostumbré y además hay siempre por aquí pastores adolescentes que me gustan mucho. Alarmado Blondel repara en que jamás se le había ocurrido que este tipo de personajes tuvieran necesidades sexuales y mucho menos así orientadas. Comienza a preguntarse cómo hará para evadirse (es un hombre todavía joven y bien parecido) cuando el gigante aclara: “Por ejemplo este último que acabamos de comer. Estaba muy tierno”. En este pasaje ya está en germen el autor de esa obra tan memorable –un monumento de erudición en su mejor aspecto- que sería Juliano el Apóstata. Claro está, amén de su evidente comicidad, la anécdota es un disparo de gruesa artillería contra el saber canonizado, contra el argumento de autoridad, la reverencia a las apariencias: la talla del gigante, su condición descomunal, es decir fuera de lo común y la realidad: un pedante devorador de los impulsos verdaderamente creativos. En resumidas cuentas y simplificando: ese gigante representa el ámbito académico en su condición consagratoria tan nefasta que va de par con una erudición muchas veces inútil, grotesca y castrante al exclusivo servicio del sistema. Y se lo trajo a colación porque ilustra, por contraste, todo lo que Julio no era (además de sí ser un gigante) y que ya quedó plasmado de una vez para siempre en esa oposición binaria de los cronopios y los famas. El gigante de Vidal es evidentemente un fama avant-la-lettre y la cultura que él representa y que Vidal denuncia es justamente la cultura dominante de los famas.

Las evocaciones tienen una ventaja indiscutible: son totalmente arbitrarias. La memoria elige –en realidad ya eligió- lo que a su leal saber y entender valía la pena retener; lo demás se descarta y pasa a formar parte del cúmulo de errores y omisiones que constituyen la esencia y la trayectoria del ser humano, la verdadera. La otra, la que se eligió es la que ha ido y va tramando la personalidad social: falsa por definición. Así planteado el mecanismo y para no ser más prolijo paso abruptamente a dejar constancia de otro recuerdo que aflora según los rigores del azar antes mencionado cuando se celebró la 19ª. reunión de la Conferencia General de la Unesco, en Nairobi, en 1976. Porque allá coincidimos si no todos sí varios y en particular los protagonistas de estas memorias.

Un grupo de unos 15 amigos y/o conocidos –entre los cuales Julio y Aurora- nos pusimos de acuerdo y organizamos una excursión para visitar Amboseli. El lugar era, por descontado, notable. Varias cabañas alrededor de una mucho más grande que albergaba el restaurante y un centro de reunión y desde la que también se hacían –en una especie de balcón-terraza que la circundaba- “avistamientos”. En efecto, los animales llegaban por la noche hasta un pozo de agua situado a pocos metros e iluminado por potentes reflectores y desde la galería-balcón se los distinguía perfectamente. La primera noche después de cenar fuimos a pasear por los alrededores a la luz de la luna (las damas todas muy elegantes con vestidos largos como para función de gala) y mientras charlábamos caminábamos con la mayor despreocupación. Había una especie de senda o línea de demarcación formada por piedritas pintadas de blanco más allá de la cual no se debía pasar según advertían los letreros. De pronto vimos que un empleado vestido con saco blanco (y lo digo porque eso era lo que en realidad se distinguía a la distancia) corría hacia nosotros agitando los brazos y gritando algo pero era tan confuso y encajaba tan mal en nuestro bucólico y peripatético paseo que no le prestamos mayor atención y proseguimos. Hasta que sentimos un rumor detrás, apenas un confuso y sordo rumor. Cuando nos volvimos teníamos casi encima a una inmensa elefante hembra que –después nos enteramos- conducía a una manada entera y venían directo hacia nosotros, es decir, estábamos en medio de su camino. Y allí fue la desbandada general; en un santiamén se acabaron las elegancias de los vestidos largos y la flemática apreciación del lugar e intercambio de generalidades por parte de los caballeros. En un verdadero sálvese quien pueda cada cual corrió como un guepardo a refugiarse donde se ofreciera y recuerdo que acabé aplastándome contra las puertas de una construcción –probablemente algún depósito- y viendo aterrado cómo la manada pasaba a un par de metros escasos de donde me encontraba. Muy felizmente los elefantes ni se dignaron registrar nuestra presencia y prosiguieron imperturbables hacia su objetivo: un huerto abundante en coles y situado más allá de la estúpida línea blanca (es cierto y hay que decirlo en su descargo –de los elefantes y la línea- que los letreros sólo estaban escritos del lado nuestro).

Entre otros personajes estaba Amparo, traductora free-lance en el sistema de Naciones Unidas (lo que significaba ir constantemente de un país a otro durante casi todo el año habida cuenta de que siempre había una conferencia, un simposio, una reunión de algún órgano ejecutivo o deliberativo o científico, etc. en las distintas organizaciones dependientes diseminadas por el mundo aparte de los eventos organizados por los Estados mismos) que ahora se encontraba allí, en Nairobi, sentada en el piso de la oficina y escribiendo en una pequeña máquina portátil colocada sobre su regazo. Una mujer muy bella con ojos espléndidos, de unos 50 años, esbelta, refinada y muy vivaz en su trato –como toda buena española que se respete- y de varia y considerable lectura. La oficina estaba en el piso 12 de la Torre del Kenyatta Centre (Kenyatta International Conference Centre- en el tope había lo que entonces era toda una novedad: un restaurante giratorio). Amparo adolecía de una extraña enfermedad: no podía estar de pie o sentada en medio de una habitación situada a más de un piso de altura porque el vértigo la desvanecía. Por eso trabajaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Para que pudiera viajar en avión había que doparla y ya inconsciente subirla en camilla o silla de ruedas. Formaba parte de la ronda nocturna y elefantina y ciertamente su problema de equilibrio no le impidió salir también de estampida como un gamo buscando refugio y aún ganarle a los demás.


Cuando por fin terminó la pesadilla de la Conferencia cada cual emprendió el regreso por etapas. Julio, Aurora y otros fueron rumbo a las Seychelles, a la sazón de moda. Yo, con otro grupo entre los que figuraban Clara, Consuelo, Rosita y otra Aurora (ésta española) para Sudán y Egipto. Y aquí corresponde que dedique también estos párrafos a la memoria de esa Consuelo (Consuelo Iriarte en la dedicatoria de un poema en Los libros y la noche). Esta colombiana tan bella –evocaba en su rostro y sobre todo en sus ojos a Ava Gardner en su mejor época- murió pocos meses después de nuestro regreso a París cuando sus ropas se incendiaron al pasar cerca de una estufa, en su casa, en vísperas de Navidad. Sólo la vi una vez tras su prolongado tratamiento en el hospital y nunca pude olvidar esa impresión. La reconocí porque me habló y porque estaba con ese grupo de amigas de nuestro viaje a Egipto. No puedo añadir ningún otro calificativo a su apariencia y su calvario que no sea el de atroz. Se suicidó poco después.


Ese 12 de febrero era mi cumpleaños. Me llamaron por teléfono y con mi amigo Raúl Boyle fuimos de inmediato al departamento de Julio. Saludamos a Aurora mientras seguían llegando otras personas (recuerdo a Saúl Yurkievich, Ugné Karvelis, los cubanos, etc). Luego pasamos a una pequeña habitación contigua a la sala. Allí, en una modesta cama de una plaza estaba tendido Julio. Apenas cabía. Lo habían vestido con una polera (así se denominaba entonces a una especie de remera de mangas largas y cuello en bote) color celeste y pantalones oscuros. Con su cabello y barba apenas encanecidos seguía pareciendo mucho más joven que su edad. Y su expresión era muy serena. La analogía ya es por supuesto el lugar común más trillado pero no por eso menos real: parecía dormir. Realmente parecía dormir. Una larga, estilizada figura yacente durmiente. Última imagen de un auténtico creador y, lo que es mucho más raro, de un ser humano todavía mejor.


Lo demás es una mañana helada en el cementerio de Montparnasse. Mucha gente y estamos, del brazo, Aurora, Chichita Calvino y yo. Los ánimos están tan congelados como la mañana. Un individuo ignoto se dirige a Aurora para darle el pésame en nombre del presidente argentino. Un funcionario de segundo orden de la embajada. Que representaba a quien no recibió a Julio Cortázar cuando estuvo, ya muy enfermo, en Buenos Aires (como en la del gigante vidaliano también en esta anécdota -olvidable aunque porque existió se la consigna- quedó reflejada la verdadera condición del personaje, después consagrado a su vez por los demás famas). Otros se acercan, amistades, conocidos, intelectuales, lectores devotos. Nos adelantamos hacia la fosa. Trato de infundir calor al brazo de Aurora. Pero la mañana sigue siendo fría, muy fría.


Añado a guisa de complemento ilustrativo algunas fotos-jalones seleccionadas entre tantas y tantas. Cada cual con su indicación-leyenda-escudo contra el tiempo. Fotos-escudo como estrellas fugaces. El tiempo ¿existe acaso per se o cuando cada uno muere, cuando cada cometa o estrella fugaz desaparecen desintegrados también el tiempo se cierra y muere? Sea como quiera de todas las facultades-invenciones humanas la noción del tiempo es –por lejos- la más inútil y perversa.






Cumpleaños de Aurora (chez elle) -febrero de 1982








Reunión en casa de amigos- París, mayo de 1982








Graciela Brenna, Aurora, Bernardo Schiavetta, Yvonne Gauqué, Italo Manzi (reunión del cumpleaños feb/1982).










reunión en casa de amigos (octubre de 1981).











Chartres, agosto de 1981










En casa de Aurora (no es un baile étnico- El delantal es por ayudar en la cocina).










(íbid.)












En mi casa -Aurora y Luisa Futoransky- 30 de abril de 1985












Cementerio de Montparnasse, 14 de febrero de 1984

(con Chichita Calvino)







Edición de "El País" de Madrid del 20 de febrero de 1984