miércoles, 11 de mayo de 2011





La condición humana













Tomo prestado el título de la memorable obra de André Malraux porque, como el de Balzac, lo abarca todo, dice claramente que es una generalidad y en consecuencia no hace falta agregar nada más. Y también, lógicamente, porque los breves textos que siguen pueden aspirar a integrarse en ese marco.





















-I- El delfín















En Francia, país en el que suceden estos distintos episodios, existe la provincia del Delfinado, de donde procedía el título del heredero al trono (como en España el de Asturias o en Gran Bretaña el de Gales) y se podría ampliar la analogía con el estereotipo del pez, mejor dicho mamífero, siguiendo al barco (el príncipe que sigue al trono) pero éstas ya son meras divagaciones. En un pueblo de esta provincia vive Jacques. Ya ha tenido una larga y plena vida y en su ocaso goza de un merecido reposo, al menos en lo que a los afanes de este mundo se refiere. Y ésta es una tarde, cualquiera entre todas, en la vida de Jacques. Tras una ligera siesta se levanta, toma su frugal merienda, da un corto paseo por las calles aledañas y vuelve a casa cuando el sol se está poniendo. Se lava, cambia y pasa a la mesa para su magra cena. Si es invierno su hija (una viuda sola que vive con él desde hace años) ha encendido la gran chimenea del salón-comedor. Si es verano las ventanas están abiertas de par en par para capturar hasta la más mínima brisa. En este lugar todavía hoy no se conocen cerraduras ni rejas durante el día. Terminada la cena Jacques se instala en su sillón preferido, alto, hondo, mullido y cómodo y ve las noticias en la televisión. Al amable calor de la digestión y el hogar no es raro que se adormezca pero lo que nunca ha sucedido es que deje pasar la hora señalada. Que es la de reunir toda su energía y decisión para arrancarse al suave deleite del confort (*), subir a su dormitorio y volver a cambiarse. A la hora señalada Jacques ya está listo, siempre listo y los vecinos, cuando le ven salir a la calle, pueden sin temor a fallar decir con exactitud qué hora es. Saluda a unos y otros en el pueblito que ya se recoge y camina vivamente unos diez minutos hasta llegar al Centro de deportes municipal. Ahí Jacques, tras saludar nuevamente a cuantos se topa en su camino, se dirige presto hacia el vestuario y las duchas. Nuevos saludos, la ducha y otra vez a cambiarse. Ahora sí está listo. Se encamina descalzo hasta la piscina de dimensiones olímpicas y después de unos cuantos ejercicios de preparación es ayudado por alguno de los presentes a subir al trampolín (y éste es el momento que menos le agrada: esa asistencia solícita que ni siquiera debe pedir pero de la que no puede prescindir). Y salta.





Ya en el agua, su auténtico elemento natural, nada con brío y elegancia, sin prisa, brazada a brazada hasta llegar al otro extremo de la piscina. Descansa unos instantes, vuelve a sumergirse y emprende el camino inverso y así una y otra vez, con brevísimas pausas y el mismo sostenido ritmo. El número de veces que cruza varía según los días pero nunca menos del mínimo que se ha impuesto y exigido desde hace ya mucho tiempo (un mínimo que a los más –y mucho más jóvenes- les parecería un máximo arduo). Al cabo un Jacques algo fatigado pero sonriente, fresco, sonrosado y feliz sale del agua: parece en verdad un delfín albino. Porque éste es el sobrenombre por el que se le conoce familiar y cariñosamente en el pueblo y en los círculos deportivos. Jacques es campeón olímpico de natación, es decir, lo fue; en su casa está la medalla de oro que lo atestigua junto con muchas otras que ha ganado a lo largo de su vida. Después de charlar un rato con los amigos vuelve al vestuario, se cambia y sale a la calle, con hielo y nieve en invierno y temperaturas varios grados bajo cero o todavía ardiendo el pavimento por los calores muchos grados sobre cero en verano. Ahora su paso es más vivo que a la ida, casi como si fuera levitando. Es que el agua provoca ese efecto en él, lo rejuvenece, lo nutre con una energía distinta, más incorpórea como quitándole algo de la gravedad terrestre. Ya en casa sube sin hacer ruido –su hija ronca plácidamente en su dormitorio de la planta baja- y se desviste. Se pone su pijama y entra en la cama; antes de apagar la luz del velador besa el retrato de su esposa, muerta hace mucho. Y se duerme inmediatamente en paz consigo y con el mundo y si se lo pudiera contemplar entonces se podría más que percibir intuir alrededor de su cabeza calva y rosada con unos pocos mechones de pelo blanco atrás una especie de levísimo resplandor, una luminosidad muy tenue, sutil y como difuminada. Porque Jacques es, siendo un delfín del Delfinado, como el principito, es decir la esencia misma de la niñez y del candor pero también de la voluntad y el tesón más férreos. Y porque Jacques ha cumplido ya los 96 años y en ésta, su apenas bosquejada semblanza, sólo pueden trazarse las gruesas líneas de lo anecdótico aunque sin incurrir en la menor deformación. Y, con todo, lo que verdaderamente importa es que de ese bosquejo alcanza a desprenderse un hálito que, por un instante al menos, nos limpia el vivir.













(*)- Sí, es galicismo pero dice mejor la idea que bienestar o cualquier otro término no equivalente en español. Además los franceses lo tomaron a su vez de los ingleses (que a su vez lo habían tomado del antiguo francés pero modificando el sentido original) y ya se sabe, por penosas y repetidas experiencias, que el galicismo (o, todavía más, el anglicismo) vituperable de hoy será el encomiable casticismo de mañana.













-II- La estudiante















Agnès nació en un pueblito, poco más que un caserío, a unos sesenta kilómetros de Poitiers. Ahí creció, estudió sólo hasta la secundaria, se casó, tuvo sus hijos, trabajó en una pequeña empresa, enviudó, sus hijos se casaron, se jubiló, fue abuela y bisabuela. Y se encontró de pronto viviendo sola en una casa demasiado grande y con ochenta y tres años a cuestas. Siempre, desde que podía recordar, le había apasionado el arte y sobre todo la historia del arte. Su única frustración digna de ese nombre en su vida había sido, justamente, no haber podido continuar sus estudios a nivel universitario. Ahora estaba sola, vieja y cansada. Sin embargo un día Agnès decidió que hasta ahí había llegado con su frustración, su soledad, su vejez y su cansancio. Se dijo que ya había cumplido con todo, con todos y con creces y que a partir de ahora su vida le pertenecía; su vida, es decir, lo que quedara de ella. Comunicó su decisión a su familia y marchó incontinenti a inscribirse en la universidad pero no en una de ésas para la tercera edad que son sólo un depósito para viejos disfrazado sino en la universidad estatal. Dos veces por semana hacía el viaje de ida y vuelta para asistir a los cursos pero eso era sólo el comienzo, el despuntar apenas del sacrificio y el esfuerzo. Todos sus compañeros de curso eran jóvenes, chicos y chicas que la trataban –los más- con respeto y consideración y algunos con cierta guasa pero ese respeto y consideración le dolían y humillaban más que lo otro porque hubiera anhelado un trato igualitario. Sin embargo entendía que era lo lógico y que no podía cambiar las cosas. Hacía esfuerzos inauditos para no tener que preguntar ciertos aspectos que le resultaban oscuros e incluso francamente incomprensibles pues habían pasado muchos, muchos años desde sus estudios y nunca había podido mantener una relativa disciplina mental que le sirviera ahora; jamás interrumpía una exposición de los profesores y prefería acudir después a alguna de las chicas para pedirle una explicación y aún eso no era muy a menudo. No quería ser la octogenaria de la clase y después de todo sabía perfectamente que no se le hubieran concedido favores ni facilidades especiales por su edad; la imparcialidad, en ese sentido, era más bien implacable. Así fue aprobando una materia tras otra (las llamaban unidades de valor y nunca mejor dichas en su caso) y al cabo, en el mismo tiempo que sus otros compañeros, obtuvo su diploma de licenciatura. Fue un gran momento para Agnès, el logro de un sueño acariciado durante décadas y duramente conquistado habida cuenta de que para entonces ya había cumplido ochenta y siete años pero se sentía mejor y como más renovada que cuando comenzara. La entrevistaron en el periódico regional, al poco tiempo también se presentó la televisión nacional. Con sencillez y dignidad explicó su caso, habló sobre sí misma; cuando el periodista le preguntó qué pensaba hacer a continuación su respuesta fue tan contundente como un disparo: el doctorado. El periodista se la quedó mirando con la boca abierta y ella le devolvió la mirada con una celeste dulzura que no bastaba, sin embargo, para disimular el pedernal.











Cuando comenzó el nuevo ciclo se inscribió, en efecto, para su doctorado, habló con la profesora que sería su “madrina” de tesis, habiendo previamente escogido su tema y por último puso sus muebles en un guardamuebles, alquiló su casa y alquiló también en la misma ciudad un departamento minúsculo (studio). Así se ahorraba los interminables y fatigosos viajes de ida y vuelta y estaba más disponible para las obligadas visitas a la facultad y a las bibliotecas y museos. Dormía en un colchón sobre el piso mismo y también en ese colchón se sentaba para escribir en su antediluviana máquina Olivetti portátil. Todavía sigue ahí, Agnès la indómita, yendo a clases con la humildad impropia de quien trabaja en una tesis doctoral y escribiendo sobre los maravillosos pintores de la escuela veneciana del Quattrocento. Ya no cuenta sus años porque está cada vez más joven o menos vieja, visita muy de tarde en tarde a sus hijos e hijas, nietos y bisnietos y tiene muchos amigos y amigas que van a su departamento-campamento para compartir con ella una charla, una comida, un té o, si es la estación, un beaujolais. No sé si Agnès llegará a recibir finalmente su doctorado ni tiene eso la menor importancia. Basta y sobra con haber visto a esa mujercita menuda y fibrosa, pura energía y tesón, pura inteligencia y espiritualidad, puro sentimiento estético y superación de las miserias y abyección de la vida común y corriente. Esa sola visión ya es digna de toda la historia del arte y, más aún, de todas las historias en las que en realidad haya algo digno de contar.














-III- La hermanita menor















Nicole vive en Nancy, una bella ciudad y ella tiene la suerte de habitar en un sector privilegiado, muy cerca de la notable y bellísima plaza Stanislas. Ya hace muchos años que vive en esa callecita que parecería extraída de una novela de Balzac, con su aire provinciano, calmo y recogido. Nicole es afortunada pues posee tres departamentos cada uno con dos dormitorios, baño, cocina y además –y esto es digno de destacar ya que obviamente están en planta baja- un pequeño patio, lujo supremo en semejante zona. Estos tres departamentos fueron comprados por su hermano menor François que se dedicaba –y sigue dedicándose- al comercio como representante internacional de una importante empresa, lo que le exigía y continúa exigiendo viajar constantemente, aún ahora con sus 60 años. Para invertir sus ganancias o parte de ellas François compró pues, como decíamos, estos departamentos y además desembolsó otra buena suma para renovarlos y equiparlos. También en la misma ocasión y para evitar ulteriores problemas legales con cesiones de poderes especiales y demás trámites engorrosos resolvió inscribirlos a nombre de Nicole y ésta quedó por lo tanto como propietaria legítima y única del conjunto. Se mudó a uno y se alquilaron los otros dos yendo esas rentas una para Nicole y la otra para François. Como se advierte el hermano hizo un verdadero obsequio a la hermana asegurándole la vivienda y además una renta. Nicole trabajaba como enfermera y en ese ambiente encontró un buen día, después de años de fracasos sentimentales y de soledad mal aceptada y peor llevada una amiga con la que pronto se entendió y comenzaron a compartir veladas y salidas de fin de semana y al cabo de unos pocos meses ya eran amantes y decidieron habitar juntas. Así Émilie se mudó al departamento de Nicole y fueron fortaleciendo diariamente su relación. Transcurridos unos años de esa armoniosa convivencia se presentó un día François para comunicar que había decidido vender los tres departamentos y con esa suma más otra que ya tenía reservada comprar una importante propiedad en el sur de Francia, que le ofrecían a precio ventajoso y era, por tanto, una verdadera oportunidad. Desde luego esta noticia no cayó bien pero Nicole no objetó nada en ese momento, teniendo en cuenta los beneficios recibidos y se limitó a decir a Émilie que debían comenzar a buscar alojamiento. Pero Émilie tenía otro criterio bastante distinto y ya desde hacía cierto tiempo venía insinuando a Nicole que puesto que ella vivía ahí y se había ocupado siempre de velar por la propiedad los departamentos eran en toda justicia y en última instancia suyos. Falacia que por supuesto Nicole rechazaba oponiéndole lo apuntado antes y que era la estricta realidad: la beneficiada era ella, que había habitado gratis tantos años y además disfrutado de la renta generosamente cedida por su hermano. Pero Émilie no sólo era tenaz sino que lógicamente tenía gran influencia; representó una y otra vez cuán cómodas y despreocupadas vivirían si se quedaba Nicole con los departamentos y pudieran contar además con la otra renta; sería entonces posible jubilarse anticipadamente y disfrutar a pleno de su mutua compañía y, por qué no, viajar y darse otros gustos hasta entonces impensables. ¿Es necesario decirlo? Cuando François volvió con los documentos para efectuar el traspaso y la venta se quedó petrificado de estupor ante la rotunda negativa de Nicole; por supuesto no podía hacer nada, legalmente los departamentos estaban a su nombre, figuraba en las escrituras como la legítima compradora y François ni siquiera había soñado con tomar la menor precaución, tanta era la confianza que tenía en ella y tanta era su propia buena fe. En resumidas cuentas el hermano generoso perdió los departamentos, perdió la oportunidad de adquirir la propiedad con la que soñaba y desde luego perdió a una hermana a la que amaba y por la que tanto había hecho. En cuanto a Nicole sigue viviendo muy feliz con Émilie, sólo que a instancias de ésta ha puesto a su vez a nombre de ambas los departamentos por si algo le sucediera o, en claro, llegara a fallecer antes. Por ende Émilie es ya co-propietaria pero lo que Nicole no sabe es que desde hace un tiempo Émilie tiene una amante más joven y agraciada. Tampoco François lo sabrá nunca pero los molinos de la justicia –de esa otra justicia que no es la burda y grosera farsa instituida por la estupidez humana- no por moler muy despacio muelen menos.








-IV- Otra versión de la inversión inmobiliaria















Jean-Claude tenía casi cincuenta años cuando conoció en una reunión a Adolphe, que no pasaba de los treinta. No podía haberse dado pareja más despareja; en todo se oponían. Jean-Claude provenía de una familia no sólo rica sino poderosa, que como todas las de su clase había forjado su posición con métodos más que cuestionables y alianzas menos confesables todavía; no obstante y como es natural gozaba de la mayor consideración social. Él era arquitecto aunque no ejercía ya su profesión sino que “trabajaba” en la empresa familiar, en algún nebuloso proyecto que jamás pasaba de ese estado pero lo cierto es que vivía si no con fasto sí con harta holgura. Adolphe, por el contrario, era a sus casi treinta años mensajero en una oficina; alto, rubio, tenía buena planta sin ser en modo alguno apuesto. Se decía escritor y en realidad lo era: todo su abismal rencor de huérfano recogido por una pobre vieja a la que había renegado se volcaba en encendidas y disparatadas páginas de alabanza a su homónimo Hitler; este nazi de nuevo cuño, más primitivo e ignorante todavía que sus arquetipos (aunque lo disimulaba tras unos modales ya no afables sino francamente untuosos) se decía también de ascendencia aria, aunque no tenía la menor prueba pues, como se dijo, era un huérfano recogido y lo mismo hubiera podido ser de origen polaco o gallego y porqué no para su consternación si lo hubiera sabido, judío. Pero –y esto no debe pasarse por alto- ambos congeniaron inmediatamente porque Jean-Claude, apenas hace falta decirlo, era asimismo un nazi larvado y por supuesto un reaccionario feroz, también disimulado tras una máscara de refinada urbanidad. Para resumir: al poco tiempo Adolphe se había mudado con sus pobres y escasos bártulos al suntuoso piso de Jean-Claude, en la rue de Poitiers, en el séptimo distrito (arrondissement) de París. Exteriormente era una relación tan bonancible como adecuada y parecía de una rara afinidad. Por dentro la realidad no era quizá tan halagüeña; Jean-Claude, sin decirlo, hacía sentir en todo instante que él era el amo y señor, alardeaba, viniera o no a cuento, de la posición de su familia y daba a entender por múltiples alusiones no muy sibilinas cuánto costaba mantener a Adolphe pues éste, a instancias suyas, había abandonado su anterior trabajo. La ilustre familia del despótico filántropo había aceptado a regañadientes esta situación, convencidos de que era más ventajosa al fin y al cabo que las aventuras incesantes y muchas veces peligrosas de Jean-Claude. Se los invitaba, pues, como a un matrimonio más, en las festividades familiares y hay que reconocer que Adolphe cumplía bien su papel, discreto, atildado y obsequioso. Para sostener una fachada se lo presentaba como una especie de secretario privado de Jean-Claude; ambos tenían su propio escritorio en la biblioteca del piso; allí por las tardes Adolphe seguía con sus delirios neo-nazis y Jean-Claude seguía proyectando su proyecto. Trabajaban, pues. Así fue pasando el tiempo y en una ocasión Jean-Claude sorprendió gratamente a Adolphe en su cumpleaños con un regalo poco usual: un departamento en pleno Marais. No era nada del otro mundo pero ese barrio se hallaba en plena renovación y se habían cotizado mucho las propiedades; se le hicieron los arreglos indispensables y se lo alquiló yendo la renta para Adolphe, que era por supuesto su propietario legítimo. Posiblemente y a medida que envejecía Jean-Claude se daba cuenta cada vez más de lo notoria que se iba haciendo y resaltando la diferencia de edad y aunque no tenía motivos fundados para ello temía que algún mecenas en mejores condiciones físicas y socioeconómicas viniera a arrebatarle un día su tan preciado tesoro. A estas alturas el tesoro había ingresado de pleno a la categoría de alcohólico, tal vez la sola que le permitía sobrellevar tan pesada esclavitud. A su debido tiempo, pues, otro departamento, esta vez en el distrito quince, vino a apuntalar el frágil edificio. Prosiguieron así ora con viento a favor ora en contra y un tercer departamento y luego un cuarto y después un quinto tuvieron por misión la de sellar una y otra vez el tácito pacto. Pero el último tuvo en realidad y justamente el efecto contrario al deseado porque apenas se habían terminado de firmar las escrituras el flamante y quíntuple propietario desapareció del piso de la rue de Poitiers. Se llevó sus pertenencias aprovechando las horas vespertinas en las que Jean-Claude estaba en la empresa siempre proyectando y cuando éste regresó encontró los lugares vacíos. Tan vacíos que ni siquiera había una nota de despedida. Aún para Jean-Claude fueron evidentes el agravio y el bofetón: que alguien se marche de nuestro lado después de casi veinte años sin dignarse ni decir adiós o al menos insultarnos está más allá de lo humanamente aceptable. El esclavo dipsómano se había emancipado y partido con esta última puñalada trapera de desprecio infinito y el ex amo y señor se encontró otra vez solo, pero más viejo, ya casi un viejo y sumido en la dolorosa perplejidad de una ingratitud tan escandalosa como (oscura y voluntariamente) incomprensible.









-V- La jefatura

















Chantal recaló en París con las perspectivas más promisorias. A sus cuarenta años se le ofrecía al fin la oportunidad tan largamente anhelada; la empresa –una multinacional con ramificaciones (metástasis) en todo el mundo- le había ofrecido la jefatura de la sucursal parisina. Era una promoción notable y Chantal, sin dudarlo un instante, aceptó y abandonó la sede de Nueva York. Además de lo que significaba en términos de prestigio y ascenso social y económico el puesto ofrecido tenía la ventaja adicional de la residencia en París y aunque Chantal era francesa, de un ignoto pueblo de la Bretaña, apenas si conocía la capital. El puesto tenía también otra ventaja quizá más importante aunque no mensurable: la posibilidad de ejercer el poder, de estar por encima de los demás. A sus cuarenta años cumplidos esta oscura apetencia era quizá lo esencial para Chantal, aunque desde luego no lo hubiera reconocido en modo alguno e incluso de buena fe si se la hubiera interrogado al respecto (o en el caso, muy improbable, de que ella misma se lo hubiera planteado para sí). La sucursal parisina era la más importante de todas, sólo menor en relación con la sede neoyorkina. Después de una recepción entusiasta y cálida, de diversas entrevistas y de encontrar sin mayor problema (gracias a los servicios especiales de la empresa) un departamento elegante Chantal comenzó verdaderamente su trabajo. Pues aún debía transcurrir cierto tiempo para que ocupara efectivamente la jefatura; puras formalidades, le dijeron, pero era indispensable una evaluación de los superiores tras comprobar cómo se desempeñaba. Por consiguiente se hizo cargo de funciones intermedias entre su anterior posición y la que sería llamada a desempeñar eventualmente. Chantal se esmeró, se dedicó de lleno, más, con toda su alma al trabajo y olvidó hasta la existencia del descanso y el solaz. Iba a su oficina incluso los fines de semana para ponerse al día con legajos y expedientes atrasados, para adelantar y por supuesto también impresionar favorablemente a quienes deberían dar su visto bueno en última instancia. Su único defecto era el apuntado: obligó prácticamente al personal a sus órdenes a hacer lo mismo, introdujo un sordo régimen de terror, presiones y chantaje no explícitos pero por descontado tenía para sí la excusa de que ella era la primera en sacrificarse y después de todo los de abajo no importaban. En realidad para Chantal no era muy complicado: simplemente carecía de vida personal. Su marido, un pobre individuo totalmente opaco, casi inexistente y bastante mayor que ella no tenía otra misión que atender sus caprichos o suplir las tareas de un ama de llaves y en las raras ocasiones sociales –que siempre dependían de la empresa de ella pues Louis, su esposo, no trabajaba y vivía de una modesta renta- hacía las veces de chevalier servant. En todo otro aspecto el matrimonio era más blanco que el manto de la Inmaculada. Se fue acercando el momento del nombramiento y Chantal se multiplicaba siempre impecable y con una sonrisa estereotipada a flor de labios. Cuando llegó el gran día se puso su mejor vestido –comprado especialmente para esa ocasión- se hizo peinar y maquillar y con el corazón palpitante de emoción y el sabor del triunfo anticipado se presentó en las oficinas. Pero pronto olisqueó una nota extraña; Chantal, como todos los burócratas, había desarrollado una especie de sexto sentido: un olfato especial, una sensibilidad única y orientada específicamente a detectar el más mínimo cambio en la particular y concentracionaria atmósfera laboral y ello le advertía ahora de manera un tanto alarmante. Sobreponiéndose empero y con un encogimiento de hombros se dirigió a la oficina de la jefatura donde ya la esperaban los máximos responsables de la sucursal. Y además –y esto era realmente inesperado- un alto ejecutivo venido expresamente de la sede neoyorkina. Tras los saludos y ceremonias de rigor se procedió a las explicaciones: la empresa estaba muy satisfecha con Chantal y su desempeño pero atendiendo a razones de fuerza mayor e imprevistas que competían a la política de personal la jefatura parisina se destinaba al Sr. Dupont, allí presente (aquí se levantó de su asiento el aludido –hombre elegante, de mediana edad- que hizo una graciosa inclinación de cabeza y volvió a sentarse) en tanto que Chantal continuaría en sus actuales funciones. El mazazo fue devastador pero Chantal no era precisamente una principiante y no acusó visiblemente el impacto; por el contrario fue cordial y correcta, agradeció, felicitó al Sr. Dupont, se puso a su entera disposición y participó acto seguido y con el mejor de los ánimos en la recepción ofrecida con motivo del nombramiento. En una palabra: su papel fue magnífico. Logró sonreír incluso cuando sus subordinados, ahora liberados de la ominosa perspectiva de semejante jefa, le lanzaron cuantas pullas y dardos envenenados pudieron sin faltar al decoro y las buenas maneras; ella no sólo sonreía sino que agradecía y hasta devolvía de vez en cuando algún chiste o una broma. Regresó a su departamento que no era un hogar, a su marido que no era un marido y a su vida que no era una vida pero ahora, además, vaciada de su resorte principal y prácticamente único. Y se derrumbó de manera estrepitosa pero siempre puertas adentro. Pudo todavía volver a su trabajo un par de semanas y una mañana ya no se levantó. Murió cinco días después y ningún médico pudo explicar satisfactoriamente de qué ni porqué.













VI- La explosión de quintillizos











Valérie era una mujer bastante atractiva, rubia, bien formada, muy despabilada y con un raro talento. A pesar de todo eso, que no es poco, al cumplir los 30 años la administración le dio como regalo su despido del empleo. No era una cuestión personal sino, como sucede en todas partes, se trataba de una simple “reestructuración”. De ésas tan simples que dejan a miles y miles sin trabajo de la noche a la mañana y que son una de las caras, no la más ingrata sino tan sólo visible, del capitalismo triunfante. Dos años había trabajado Valérie en esa oficina y como era un puesto público conseguido gracias a influencias de parientes y amigos se encontró no sólo en la calle sino sin ninguna calificación especial y la vida comenzó a parecerle muy negra al cabo de unos contados meses de búsqueda de empleo cada vez más desesperada y acuciante y cada vez más difícil. Pero de pronto y como suele pasar en los mejores cuentos de hadas una noche de insomnio entendió que la solución estaba al alcance de su mano, más aún, que estaba en su mano misma. La mujer que se levantó a la mañana siguiente ya no era la de la víspera; habían desaparecido sus ojeras, la mirada era brillante y donde antes imperaba el desánimo ahora exultaba una energía radiante. Había encontrado su camino. Cierto, el principio, como todos, fue bastante arduo y ello porque con sus escasos recursos debía comprar algunos elementos indispensables y “entrenar” sus muy hábiles manos en ejercicios sumamente delicados y que no admiten errores. Porque lo que comenzó a hacer Valérie fue lisa y llanamente falsificar.



No dinero porque era demasiado lista y sabía que no estaba a la altura, ni otras cosas que ya en el pasado algunos le habían sugerido; no, ella quería por sobre todo el anonimato y la soledad, no tener socios ni testigos ni ojos indiscretos y lenguas más indiscretas todavía y mucho menos a la misma policía, que en ciertas categorías del delito era una competencia temible. Porque la revelación de esa noche había consistido en darse cuenta de que podía aprovechar su increíble talento innato para la falsificación y a la vez su preciosa experiencia en el departamento de expedientes especiales en que había trabajado hasta su despido. Desde luego le llevó su tiempo y mucha paciencia y agotó hasta el último ochavo en la empresa pero al término valió la pena. En efecto, un día una Valérie levemente transformada, de rubia a cabello castaño oscuro y unos pocos detalles más apenas perceptibles se presentó en la Agencia de la Seguridad Social de una pequeña ciudad cuyo nombre no importa; iba a reclamar una indemnización extraordinaria por sus tres hijos recién nacidos y también la mensualidad que el gobierno pagaba por cada hijo menor de edad porque Francia, como casi todos los países europeos, afrontaba el problema del envejecimiento de su población y ésta era una de las políticas destinadas a fomentar el índice de natalidad. Exhibió cuanto documento era menester –todos, desde luego, confeccionados por ella- desde el de identidad, a otro nombre, por supuesto, hasta el de residencia, que era un modesto departamento rentado por un mes y para la ocasión y del que se despidió una vez cumplida la visita de inspección reglamentaria que verificó la dirección. Todo marchó sobre rieles y sin el menor contratiempo y al cabo de un par de meses Valérie pudo devolver a una amiga la pequeña suma que le había prestado y comenzó a vivir sin sobresaltos. Huelga decir que con tan auspicioso principio ni se le ocurrió siquiera detenerse ahí; repitió la experiencia una vez tras otra y en diversas ciudades de mediana importancia, luego en las más grandes y después en París y no sólo en la capital misma sino en varios de sus distritos. Porque Valérie contaba con la enorme ventaja de saber, por su anterior trabajo, que la administración llevaba un control prácticamente decimonónico, compartimentado, en el que cada sección tenía su propio presupuesto cuyo balance elevaba periódicamente a otra sección mayor y así sucesivamente hasta que en el ministerio se reunía todo y archivaba después del visto bueno. Pero como reza el refrán español: la codicia rompe el saco y así Valérie no pudo resistir ir más allá, siempre más allá. De modo que comenzó a tener quintillizos y como era evidente que la cosa se salía de lo rutinario argumentaba que no quería la menor publicidad pues era madre soltera y el escándalo mataría a su anciana madre y otras historias por el estilo; por lo demás como presentaba certificados de nacimiento debidamente autenticados ante escribano público y todas las garantías habidas y por haber pasado el primer momento de sorpresa a nadie se le ocurría mirar más de cerca y Valérie ya no vivía cómodamente sino con harta holgura. Pero siempre hay alguien –generalmente inspirado por el diablo- que se encarga de arruinar las empresas más brillantes y atrevidas (esto también sucede en todos los cuentos de hadas) y esta vez fue un celoso funcionario de un departamento de control en el ministerio de economía que un buen día se dio cuenta de lo evidente: a saber, que en efecto las cosas se estaban llevando como en el siglo XIX y que ahora existía algo llamado informática y computadoras y decidió actualizar todo el procedimiento para hacerlo más eficaz. Con el resultado –nefasto para Valérie- de que se empezaron a cruzar los distintos informes y ejercicios presupuestarios y de ahí a poco saltó –como una verdadera bomba- un dato increíble. Y bien podía ser increíble porque demostraba que a lo largo de los últimos diez años había habido una verdadera explosión de quintillizos en toda Francia y nadie se había siquiera enterado. Pero lógicamente el asunto no resistió a la investigación más elemental: siempre se trataba de una madre soltera, solitaria y sin familia a excepción de una madre muy anciana (ésa tan chapada a la antigua que moriría del bochorno si las gentes se llegaran a enterar…etc.), con características físicas muy similares, una vez rubia, otra vez morena, ahora con lentes, ahora con dientes prominentes según las diversas fotos de los distintos documentos de identidad, etc. Así los sabuesos fueron trazando un mapa de los diferentes –y numerosos- lugares de pago y determinaron a cuál se dirigiría Valérie en una fecha determinada. Y ése fue el último de los pagos, que no alcanzó a cobrar, de esta madre ejemplar y tan prolífica que hubiera sido el orgullo de su patria de no haberse interpuesto tanta discreción y recato en su persona.












-VII-











Louise erige su propio baluarte















Louise vivía en el distrito parisino XIX, zona más bien modesta, de obreros y empleados. Su departamento en un HLM ( sigla críptica que designa una realidad con ribetes más bien sórdidos: Habitation à Loyer Moderé o vivienda de alquiler moderado) tenía un largo y ancho pasillo oscuro en la entrada, una sala-comedor, dos dormitorios, cocina y baño. Louise rondaba la cuarentena y era un tanto descuidada, los cabellos siempre desgreñados, la ropa burda y colgando de cualquier manera y todo su aspecto poco aseado y para nada atractivo. Solterona, hasta un par de años atrás había convivido allí mismo con un individuo de características bastante semejantes aunque todavía más acusadas: tosco, basto y enemigo declarado de la higiene. Con todo se habían entendido y la relación duró unos cuantos años, con sus más y sus menos inevitables. Pero con quienes continuamente había más menos que más era con los vecinos del edificio y por múltiples motivos; ora porque su Nicolas se emborrachaba todos los fines de semana y ponía música a todo volumen, de preferencia javas (*) y otras expresiones análogas del sentimiento popular y de las más estridentes, ora porque Louise nunca bajaba la basura a tiempo y la dejaba en la puerta de la concierge (o portera, toda una institución en Francia y las más de las veces fauna temible) lo que enfurecía a ésta o bien porque estando ella en la cocina y Nicolas tumbado en la cama se hablaban a grito pelado después de las diez de la noche (hora límite en que se supone deben cesar todos los ruidos) y los vecinos exasperados golpeaban las paredes hasta que se callaban y otros mil incidentes y detalles que sería enojoso enumerar. Con tales antecedentes decir que una alegría malsana cundió entre la vecindad cuando Nicolas abandonó abruptamente y sin explicaciones el lugar resulta perfectamente comprensible. La misma o mayor alegría se asomaba a los ojos escrutadores (el calificativo apenas les hace justicia: convendría mejor el verbo esculcar) cuando la devastada Louise pasaba escaleras abajo con la cabeza gacha, más descuidada que nunca. A partir de entonces todo lo fue haciendo maquinalmente, por reflejo y por hábito; iba a su trabajo en una fábrica de calzado y era poco más que otra máquina, por dentro estaba vaciada hasta la médula y día a día la iba cubriendo una capa de inmensa indiferencia. Así fueron transcurriendo un par de años en los que la opacidad de Louise no cesó de aumentar; su vida se había reducido a ir al trabajo, regresar, comer y dormir. Ni siquiera mantenía ya una conversación mínima con sus compañeras en la fábrica y éstas tampoco la buscaban y ni la advertían, cansadas de haber intentado infructuosamente alguna aproximación. La soledad de Louise era por ende absoluta; en algún momento un poco menos catatónico se le cruzó la idea de tener una mascota, un perro o un gato o tan sólo un canario pero la desechó de inmediato al considerar brumosamente el trabajo que supondría. Su aspecto era ya francamente calamitoso y tanto que varias veces recibió reprimendas del supervisor pero eso, como las pullas o la murmuración de los vecinos, la dejaba indiferente también. Hacia esa época su casi inexistente andamiaje moral terminó de derrumbarse. Se abandonó por completo. Continuaba yendo automáticamente a su trabajo, en verano con el mismo vestido manchado, viejo y maloliente y en invierno con el mismo vestido y encima un gastado abrigo igualmente manchado y descolorido. Hacia esa época también sucedió algo extraño pero que pasó completamente inadvertido para el vecindario a pesar de su vigilia sin falla y sin desmayo: se terminaron de un día para otro las querellas con la portera a propósito de la basura. Siguió el tiempo su curso, la figura lamentable de Louise ya ni siquiera merecía una mirada o un comentario; estaba cada vez más delgada, más desastrada, más gris. Hasta que un día cualquiera los vecinos se dieron cuenta de que hacía bastante que no la veían; terminó de alertarlos un olor más acentuadamente acre que salía del departamento de Louise.







Cuando derrumbaron la puerta los bomberos y la policía se encontraron con lo previsible: su cuerpo estaba de través en la cama y ya bastante descompuesto. Pero eso en sí no tenía nada de extraordinario como tampoco el indescriptible hedor que despedían las sábanas ocres y la mugre generalizada: lo verdaderamente extraordinario era cómo habían podido llegar hasta ahí. Y fue nada más ni nada menos que por un estrecho pasillo despejado en el pasillo de acceso cuyas paredes y piso estaban tapados de bolsas y bolsas de basura hasta llegar al techo. Idéntico espectáculo ofrecía el resto del lugar: todo estaba lleno de bolsas de basura comprimidas una contra otra; en la cocina sólo el inmundo fregadero quedaba descubierto y en el baño el inodoro, todo lo demás se encontraba literalmente sepultado bajo la basura. Eso y el olor del cadáver a lo que se sumaban las numerosas moscas y seguramente (a juzgar por los ruidos que se percibían tras de las montañas de bolsas) otras tantas ratas hacían la atmósfera irrespirable. Pero curiosamente ese hedor se atenuaba en la entrada, parecía concentrarse puertas adentro. Los vecinos apenas si lo habían notado, es cierto que un poco más que de costumbre pero ya estaban habituados a pasar por la puerta de Louise reprimiendo el olfato porque no era precisamente agua de rosas lo que se aspiraba pero resultaba en verdad notable que semejante acumulación de desperdicios y focos de putrefacción y quién sabe desde cuánto tiempo atrás no se hubieran advertido antes. Si no hubiera mediado la ausencia prolongada de la ocupante tal vez las cosas hubieran continuado así porque lo cierto –y sumamente extraño, como ya se dijo- era que en la puerta del departamento apenas si olía un poco más desagradable que lo habitual. ¿Qué llevó a este tan singular desenlace? ¿Fue acaso una lenta y progresiva venganza, como un mero reflejo, contra la portera y, de rebote, contra los demás vecinos? ¿O más probablemente una renuncia sobrecogedora a todo gesto que pudiera recordar ni de lejos los menesteres y obligaciones utilitarias de las gentes vivas? ¿O acaso la intuición, en un ser tan primario (y justamente por eso) que arropándose en la basura lograría por fin comunicar con la verdadera esencia de este mundo? Louise la desastrada se llevó consigo la respuesta pero el interrogante que quedó no por eso desasosiega menos.











(*)- Java: baile popular en tres tiempos.













VIII -Viaje al fin de la noche





















Denis tenía problemas (trastornos) de conducta bastante serios. Ningún trabajo le duraba ni tampoco ninguna relación. Era un depresivo grave y a veces caía en verdaderos abismos de los que le era muy difícil salir. Si se puede decir así su estado normal era el de una ansiedad casi incontrolable que, por supuesto, sobrellevaba gracias a una verdadera batería farmacéutica. Ahora ya tenía treinta años y el cuadro no parecía que fuera mejorando para nada; más bien todo lo contrario. Su última pareja, Sophie, acababa de dejarlo hastiada y hasta atemorizada de sus bruscos cambios de humor, de sus saltos imprevistos y temperamentales y sobre todo de sus periodos cada vez más sombríos. Y eso a pesar de que no habían convivido porque Denis sabía demasiado bien, por experiencias previas (todas malogradas, huelga decir) que compartir su departamento era una empresa que estaba más allá de sus posibilidades. Sí le hubiera gustado despertar por las mañanas con una amable y cálida compañera a su lado en el lecho, sí le hubiera gustado volver a su hogar después del trabajo y encontrar una voz amiga, una sonrisa, poder compartir la cena y una charla amena, una película en la televisión o simplemente permanecer juntos, asidos de la mano, viendo la noche estrellada a través de la ventana. Pero había tenido que renunciar a eso como a tantas otras cosas. Tampoco en su trabajo iba todo como hubiera deseado; le era muy arduo entablar relaciones y más arduo todavía hacer el esfuerzo (ímprobo en su caso) para mantenerlas, intercambiar saludos y comentarios, decir una palabra amable y oportuna, en fin, todas esas nimiedades que hacen superficialmente amable el ámbito laboral pero que para Denis suponían pruebas casi sobrehumanas. Ahora llegaba también ahí a una especie de repliegue personal neurótico y continuo y, como es evidente, a un rechazo igualmente sostenido por parte de los demás. Por todo esto sufría, no es que fuera indiferente o que las personas no le importaran; al contrario, sí le importaban y demasiado: su drama era no saber ni poder llegar a ellas ni abrirse tampoco si alguna llamaba a su intimidad.





Y al cabo la erosión pudo más (siempre lo puede). Y Denis se consagró ya por entero a la búsqueda definitiva; sabía que debía terminar y también sabía que para él sólo debería haber una forma y sólo una y no cualquiera sino la que representara la desolación de su vida de una manera tan inequívoca como inolvidable. Ciertamente hay muchos modos de morir, desde un kamikaze o un bonzo auto inmolado hasta una huelga de hambre, las clásicas pastillas o arrojarse al vacío o al agua o recurrir al gas, etc., para no mencionar, por supuesto las más torpes y cruentas y, peor aún, antiestéticas como abrirse las venas o pegarse un tiro. Para Denis la salida de este infierno debía ser no sólo única sino elegante y, como ya se dijo, elocuente. Noche tras noche buscaba y revolvía en su magín comparando ventajas y desventajas. Al fin dio con la solución ideal y era tan simple (siempre sucede así) que se maravilló de que no se le hubiera ocurrido antes.





Lo encontraron una mañana después de una intensa búsqueda y se puede decir que por casualidad pura y simple. Uno de los policías que participaba en la pesquisa del departamento tuvo de pronto sed y queriendo beber agua fresca abrió la heladera. Se le cayó el vaso de la mano. Dentro, totalmente desnudo, encogido en posición fetal, estaba Denis, su carne ya azulada. Un finísimo alambre de cobre casi imperceptible había sido atado a la manija de la puerta y de él se había valido para cerrar por dentro y quedar atrapado definitivamente en ese útero congelado. Cuánto habrá tardado en perder la conciencia, cuánto en medio de la tortura de su posición, de la oscuridad y el frío. De esa forma regresó Denis a su lejano y fallido nacimiento y así terminó su largo y penoso viaje hacia el fin de la noche.





Encontraron más tarde dentro de un armario los pocos alimentos –ya inservibles- y los estantes de vidrio y demás compartimientos de la heladera cuidadosamente ordenados.











PS: con este último título tomado en préstamo a la singular novela de L.F. Céline (para cerrar en perfecta simetría) concluyen estos relatos.









PS2: todos los casos aquí consignados son reales, tomados de la crónica cotidiana. Sólo se han modificado los lugares y nombres propios y algunos detalles circunstanciales porque así convenía a los fines narrativos.