lunes, 27 de agosto de 2012

El gigante dormido y su ninfa Egeria



Es éste un texto conmemorativo, es decir que en el marco de los objetivos de este blog procura también rescatar momentos, situaciones; es decir simplemente lo vivido, es decir, ciertos instantes de eso vivido que dan la ilusión de una supuesta continuidad. Quiero referirme a Julio Cortázar y a Aurora Bernárdez como los entrañables seres humanos que fueron –y que ella es- y con ellos necesariamente a algunos otros (presentes todavía o con ausencia justificada por el más alto certificado) que compartieron esos días, esos momentos, esos años. Por consiguiente este texto conmemora la amistad y deja de lado, por ociosa e irrelevante en la ocurrencia toda veleidad de crítica o comentario literarios. Porque además y en realidad: ¿qué puede decirse a estas alturas de la obra de Julio que no se haya ya dicho y vuelto a decir? (Qué significó Rayuela para mi generación –y sin duda para las sucesivas- está ahora más allá de toda ponderación). ¿Qué caso tiene insistir en subrayar la influencia decisiva de Aurora en su obra y en su vida? Así quedan pues enunciadas las intenciones y punto final por ende a estos preliminares (con todo y puesto que, una vez más, es éste asunto de amistades, quien procure un enfoque riguroso académico y crítico de la obra de Julio Cortázar hará muy bien en leer Cortázar para cómplices de mi amiga de siempre Rosalba Campra).


Un atardecer soleado, apacible. Salgo de la Unesco, como siempre, atravesando el jardín japonés y al llegar a la avenida de Saxe me topo de pronto con ellos. Él está sentado en la cerca de piedra, sus largas, larguísimas piernas estiradas hasta mitad de la vereda y ella, por comparación casi diminuta, está de pie, a su lado, con un brazo apoyado en sus hombros. Los saludo, es decir, lo saludo porque a ella no la conocía sino de oídas. Y él, que de inmediato se hace cargo, me la presenta con esa afabilidad habitual tan suya. Charlamos un momento, al calor del sol, en ese París que siempre parece mágico o más bien irreal. Ya no recuerdo qué dijimos ni tiene importancia; sin duda algún comentario sobre el trabajo en la Unesco o sobre amistades comunes. Volví a estrecharles la mano y los dejé ahí, en la media tarde, acaso esperando a alguien, ambos la más viva y perfecta imagen de una pareja feliz. Y fue la última vez que los vi; a ella, como ya dije, la primera y última. A él, la última. Es decir, vivo. Tan vivo. En efecto, Carol Dunlop murió unos meses después de una extraña enfermedad que no sé si alguna vez se supo qué era. Tampoco eso importa. Y lo que quedó a partir de entonces de Julio se fue consumiendo de pena hasta un relativamente prematuro pero sin duda deseado final.


Conocí a Aurora Bernárdez poco después de llegar a París, en 1970 y fuimos amigos muy cercanos hasta mi último día en esa ciudad, en octubre de 1985. Después y como solía suceder antes del correo electrónico (aunque desde luego también con éste, de otro modo) la comunicación se fue espaciando hasta diluirse pero siempre estuvo ella muy presente para mí, incluso hasta hoy. He conocido pocas personas tan inteligentes sin presunción ni fatuidad, tan sensatas y equilibradas para vivir (que ya se sabe es la empresa más difícil y disparatada), tan cultivadas y con un interés ágil y actualizado en todo y por todo (y cabe resaltar un rasgo tan decisivo como concluyente al respecto: con tales y tantas cualidades jamás se le ocurrió escribir). Con Aurora se podía hablar de cualquier tema y las más de las veces imperaba el buen humor; muy a menudo se terminaba en una fiesta de risas sin importar cuán grave o solemne hubiera sido el debate precedente. Para no hablar ya de su excelencia como traductora (entre otras cosas prácticamente la entera obra narrativa de Italo Calvino) equiparable a la de Julio (pienso por supuesto en la celebérrima traducción de E.A. Poe y sobre todo en la no menos célebre de Las memorias de Adriano). Muchas de estas características se debían sin duda al medio familiar, a su hermanastro Francisco Luis Bernárdez y a las relaciones con tantos intelectuales y artistas. No conocí tanto –ni de lejos- a Julio. No fui su amigo en el sentido exacto del término pero sí lo traté en diversas ocasiones y compartimos –a veces simplemente por el hecho de trabajar ambos en la Unesco- charlas y otros encuentros casuales. Era, como ya dije, afable, llano y también con un alto sentido del humor que se advierte en sus obras pero me refiero más específicamente al arte de la conversación y recuerdo en particular aquella salida suya para nada exenta de cierta punzante ironía que lo pinta tal cual y que quedó registrada como es debido; en una reunión alguien mencionó que un tal estaba con úlcera del duodeno y él, afectando inocencia preguntó: “¿Quién es ésa, otra poetisa uruguaya?”.


También Eduardo Jonquières formaba parte del grupo unesquiano. He conocido pocas personas tan agradables, tan amables en el sentido primigenio de este término (insisto: es éste un texto consagrado a la amistad). Una vez, en su casa, me mostraba sus últimos cuadros; uno se titulaba Midi le juste. -“¿Le Cimetière marin? pregunté” –sí-, me respondió y añadió: “¡Qué literario! ¿no?” Su observación era acertada. Tanto como apreciaba su poesía me dejaba indiferente su pintura. Adolecía de la (para mí) detestable influencia de Mondrian, la todavía peor de Juan Gris y algunos otros de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero se trataba tal vez de esos tributos que todos pagamos, de un modo u otro, a los diktats culturales de la época que nos toca. En cambio en sus poemas era él mismo; en este blog, en una sección titulada Pecios hay una entrada en la que reproduzco una nota sobre la poesía de Jonquières que publiqué en La Voz del Interior el 4 de abril de 1971. Y todo lo precedente viene muy a cuento porque hace poco (en 2010) Aurora y un colaborador publicaron la correspondencia de Julio con los Jonquières y además durante agosto y septiembre de este año en el museo Sívori de Buenos Aires hay una exposición de Eduardo que testimonia un merecido reconocimiento: “50 años después, de París a Buenos Aires”.


Ese singular escritor que fue hasta hace poco Gore Vidal quedó resumido en una temprana anécdota casi premonitoria. Figura en esa deliciosa novela juvenil en la que parodiando de algún modo a Cervantes se proponía –sin decirlo- acabar con la novela histórica romántica al estilo de Walter Scott y compañía. En efecto, En busca del rey trata de las andanzas y avatares de un trovador, Blondel, que busca a Ricardo Corazón de León, secuestrado a su regreso de la cruzada por Leopoldo en Austria. En cierto pasaje el trovador errante se topa con un gigante (no tiene nada de extraño; antes de su captura el mismo Ricardo y sus compañeros se enfrentaron a un dragón y después habrá también, entre otros prodigios, unicornios y una condesa vampira en franca actitud iconoclasta con el tema). Más insólito todavía: la criatura es gentil y se expresa en un latín muy elegante -la lengua franca de entonces. Y también -como en Frankenstein- se explican las razones de ese bagaje cultural tan sorprendente ya que además conoce al dedillo a los clásicos griegos y latinos y él mismo es un poeta y trovador entendido. Blondel lo acompaña a la caverna en que vive y ahí debe soportar la interminable lectura de la obra poética del gigante; por fin cenan ambos en la mejor disposición y luego, al azar de la conversación el trovador le pregunta si no se siente solo en esos parajes inhóspitos y desolados. No, responde el gigante, ya me acostumbré y además hay siempre por aquí pastores adolescentes que me gustan mucho. Alarmado Blondel repara en que jamás se le había ocurrido que este tipo de personajes tuvieran necesidades sexuales y mucho menos así orientadas. Comienza a preguntarse cómo hará para evadirse (es un hombre todavía joven y bien parecido) cuando el gigante aclara: “Por ejemplo este último que acabamos de comer. Estaba muy tierno”. En este pasaje ya está en germen el autor de esa obra tan memorable –un monumento de erudición en su mejor aspecto- que sería Juliano el Apóstata. Claro está, amén de su evidente comicidad, la anécdota es un disparo de gruesa artillería contra el saber canonizado, contra el argumento de autoridad, la reverencia a las apariencias: la talla del gigante, su condición descomunal, es decir fuera de lo común y la realidad: un pedante devorador de los impulsos verdaderamente creativos. En resumidas cuentas y simplificando: ese gigante representa el ámbito académico en su condición consagratoria tan nefasta que va de par con una erudición muchas veces inútil, grotesca y castrante al exclusivo servicio del sistema. Y se lo trajo a colación porque ilustra, por contraste, todo lo que Julio no era (además de sí ser un gigante) y que ya quedó plasmado de una vez para siempre en esa oposición binaria de los cronopios y los famas. El gigante de Vidal es evidentemente un fama avant-la-lettre y la cultura que él representa y que Vidal denuncia es justamente la cultura dominante de los famas.

Las evocaciones tienen una ventaja indiscutible: son totalmente arbitrarias. La memoria elige –en realidad ya eligió- lo que a su leal saber y entender valía la pena retener; lo demás se descarta y pasa a formar parte del cúmulo de errores y omisiones que constituyen la esencia y la trayectoria del ser humano, la verdadera. La otra, la que se eligió es la que ha ido y va tramando la personalidad social: falsa por definición. Así planteado el mecanismo y para no ser más prolijo paso abruptamente a dejar constancia de otro recuerdo que aflora según los rigores del azar antes mencionado cuando se celebró la 19ª. reunión de la Conferencia General de la Unesco, en Nairobi, en 1976. Porque allá coincidimos si no todos sí varios y en particular los protagonistas de estas memorias.

Un grupo de unos 15 amigos y/o conocidos –entre los cuales Julio y Aurora- nos pusimos de acuerdo y organizamos una excursión para visitar Amboseli. El lugar era, por descontado, notable. Varias cabañas alrededor de una mucho más grande que albergaba el restaurante y un centro de reunión y desde la que también se hacían –en una especie de balcón-terraza que la circundaba- “avistamientos”. En efecto, los animales llegaban por la noche hasta un pozo de agua situado a pocos metros e iluminado por potentes reflectores y desde la galería-balcón se los distinguía perfectamente. La primera noche después de cenar fuimos a pasear por los alrededores a la luz de la luna (las damas todas muy elegantes con vestidos largos como para función de gala) y mientras charlábamos caminábamos con la mayor despreocupación. Había una especie de senda o línea de demarcación formada por piedritas pintadas de blanco más allá de la cual no se debía pasar según advertían los letreros. De pronto vimos que un empleado vestido con saco blanco (y lo digo porque eso era lo que en realidad se distinguía a la distancia) corría hacia nosotros agitando los brazos y gritando algo pero era tan confuso y encajaba tan mal en nuestro bucólico y peripatético paseo que no le prestamos mayor atención y proseguimos. Hasta que sentimos un rumor detrás, apenas un confuso y sordo rumor. Cuando nos volvimos teníamos casi encima a una inmensa elefante hembra que –después nos enteramos- conducía a una manada entera y venían directo hacia nosotros, es decir, estábamos en medio de su camino. Y allí fue la desbandada general; en un santiamén se acabaron las elegancias de los vestidos largos y la flemática apreciación del lugar e intercambio de generalidades por parte de los caballeros. En un verdadero sálvese quien pueda cada cual corrió como un guepardo a refugiarse donde se ofreciera y recuerdo que acabé aplastándome contra las puertas de una construcción –probablemente algún depósito- y viendo aterrado cómo la manada pasaba a un par de metros escasos de donde me encontraba. Muy felizmente los elefantes ni se dignaron registrar nuestra presencia y prosiguieron imperturbables hacia su objetivo: un huerto abundante en coles y situado más allá de la estúpida línea blanca (es cierto y hay que decirlo en su descargo –de los elefantes y la línea- que los letreros sólo estaban escritos del lado nuestro).

Entre otros personajes estaba Amparo, traductora free-lance en el sistema de Naciones Unidas (lo que significaba ir constantemente de un país a otro durante casi todo el año habida cuenta de que siempre había una conferencia, un simposio, una reunión de algún órgano ejecutivo o deliberativo o científico, etc. en las distintas organizaciones dependientes diseminadas por el mundo aparte de los eventos organizados por los Estados mismos) que ahora se encontraba allí, en Nairobi, sentada en el piso de la oficina y escribiendo en una pequeña máquina portátil colocada sobre su regazo. Una mujer muy bella con ojos espléndidos, de unos 50 años, esbelta, refinada y muy vivaz en su trato –como toda buena española que se respete- y de varia y considerable lectura. La oficina estaba en el piso 12 de la Torre del Kenyatta Centre (Kenyatta International Conference Centre- en el tope había lo que entonces era toda una novedad: un restaurante giratorio). Amparo adolecía de una extraña enfermedad: no podía estar de pie o sentada en medio de una habitación situada a más de un piso de altura porque el vértigo la desvanecía. Por eso trabajaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Para que pudiera viajar en avión había que doparla y ya inconsciente subirla en camilla o silla de ruedas. Formaba parte de la ronda nocturna y elefantina y ciertamente su problema de equilibrio no le impidió salir también de estampida como un gamo buscando refugio y aún ganarle a los demás.


Cuando por fin terminó la pesadilla de la Conferencia cada cual emprendió el regreso por etapas. Julio, Aurora y otros fueron rumbo a las Seychelles, a la sazón de moda. Yo, con otro grupo entre los que figuraban Clara, Consuelo, Rosita y otra Aurora (ésta española) para Sudán y Egipto. Y aquí corresponde que dedique también estos párrafos a la memoria de esa Consuelo (Consuelo Iriarte en la dedicatoria de un poema en Los libros y la noche). Esta colombiana tan bella –evocaba en su rostro y sobre todo en sus ojos a Ava Gardner en su mejor época- murió pocos meses después de nuestro regreso a París cuando sus ropas se incendiaron al pasar cerca de una estufa, en su casa, en vísperas de Navidad. Sólo la vi una vez tras su prolongado tratamiento en el hospital y nunca pude olvidar esa impresión. La reconocí porque me habló y porque estaba con ese grupo de amigas de nuestro viaje a Egipto. No puedo añadir ningún otro calificativo a su apariencia y su calvario que no sea el de atroz. Se suicidó poco después.


Ese 12 de febrero era mi cumpleaños. Me llamaron por teléfono y con mi amigo Raúl Boyle fuimos de inmediato al departamento de Julio. Saludamos a Aurora mientras seguían llegando otras personas (recuerdo a Saúl Yurkievich, Ugné Karvelis, los cubanos, etc). Luego pasamos a una pequeña habitación contigua a la sala. Allí, en una modesta cama de una plaza estaba tendido Julio. Apenas cabía. Lo habían vestido con una polera (así se denominaba entonces a una especie de remera de mangas largas y cuello en bote) color celeste y pantalones oscuros. Con su cabello y barba apenas encanecidos seguía pareciendo mucho más joven que su edad. Y su expresión era muy serena. La analogía ya es por supuesto el lugar común más trillado pero no por eso menos real: parecía dormir. Realmente parecía dormir. Una larga, estilizada figura yacente durmiente. Última imagen de un auténtico creador y, lo que es mucho más raro, de un ser humano todavía mejor.


Lo demás es una mañana helada en el cementerio de Montparnasse. Mucha gente y estamos, del brazo, Aurora, Chichita Calvino y yo. Los ánimos están tan congelados como la mañana. Un individuo ignoto se dirige a Aurora para darle el pésame en nombre del presidente argentino. Un funcionario de segundo orden de la embajada. Que representaba a quien no recibió a Julio Cortázar cuando estuvo, ya muy enfermo, en Buenos Aires (como en la del gigante vidaliano también en esta anécdota -olvidable aunque porque existió se la consigna- quedó reflejada la verdadera condición del personaje, después consagrado a su vez por los demás famas). Otros se acercan, amistades, conocidos, intelectuales, lectores devotos. Nos adelantamos hacia la fosa. Trato de infundir calor al brazo de Aurora. Pero la mañana sigue siendo fría, muy fría.


Añado a guisa de complemento ilustrativo algunas fotos-jalones seleccionadas entre tantas y tantas. Cada cual con su indicación-leyenda-escudo contra el tiempo. Fotos-escudo como estrellas fugaces. El tiempo ¿existe acaso per se o cuando cada uno muere, cuando cada cometa o estrella fugaz desaparecen desintegrados también el tiempo se cierra y muere? Sea como quiera de todas las facultades-invenciones humanas la noción del tiempo es –por lejos- la más inútil y perversa.






Cumpleaños de Aurora (chez elle) -febrero de 1982








Reunión en casa de amigos- París, mayo de 1982








Graciela Brenna, Aurora, Bernardo Schiavetta, Yvonne Gauqué, Italo Manzi (reunión del cumpleaños feb/1982).










reunión en casa de amigos (octubre de 1981).











Chartres, agosto de 1981










En casa de Aurora (no es un baile étnico- El delantal es por ayudar en la cocina).










(íbid.)












En mi casa -Aurora y Luisa Futoransky- 30 de abril de 1985












Cementerio de Montparnasse, 14 de febrero de 1984

(con Chichita Calvino)







Edición de "El País" de Madrid del 20 de febrero de 1984






















































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































lunes, 6 de agosto de 2012

En el principio fue Dante (*)

Al rastrear los orígenes del género gótico lo primero que acude a la mente es el periodo histórico en el que precisamente floreció este estilo arquitectónico con sus correspondientes derivaciones (caligrafía, mobiliario, entre otras). Asimismo se ve prosperar en esta época un bestiario exuberante del imaginario popular que se perpetúa en las ilustraciones miniadas y esculpido en la piedra (quimeras, grifos, dragones, gárgolas, etc.) que al ser retomado por Dante alcanza su paroxismo en La Divina Comedia. Apenas un siglo más tarde sus máximas expresiones encarnarán en las obras portentosas de Jerónimo Bosch (o el Bosco) y Brueghel el Joven y este legado tan específico constituirá la base, física y psíquica (piedra y humus) sobre la que se levantará el inconfundible y espléndido edificio de la novela gótica. Ahora bien, atendiendo a las características propias del periodo debe tenerse muy presente su particular clima intelectual y cultural que propende a un ordenamiento fundamental y definitivo del mundo. Nadie lo representa y expone mejor que Dante. Su obra es la materialización de una concepción cósmica estructurada en un sistema de categorías prácticamente estratificadas, sin grietas ni fisuras, esto es, sin dudas y cerrada en sí misma como remate y perfección últimos (la misma interrogación constante a lo largo del poema, dirigida ya a Virgilio, a Beatrice o bien a las sombras y a las luces espirituales puede también ser entendida como un pretexto para afirmar y reafirmar una y otra vez una verdad que ya de antemano se tenía como incuestionable) conforma el equivalente –y valga aquí el poco original símil- de la catedral gótica en su desmesura controlada, en su acabamiento precioso, en esa a modo de convicción indeleble que lleva estampada de expresar –más, proclamar e imponer- la única y absoluta verdad. Parece ocioso, en efecto, señalar que no se emprende la construcción de la catedral de Chartres o la de Colonia o la de Notre-Dame de París sin tener una certidumbre inconmovible en la obra que se lleva a cabo y resulta todavía más obvio advertir que sólo así fue posible que se llegaran a alcanzar tales extremos de refinamiento, gracia y maestría. Como tampoco hubiera sido factible, sin esa misma monolítica fe, edificar La Divina Comedia. Y llevando todavía más lejos el paralelismo cabe acotar que así como la catedral hunde sus raíces-cimientos en el pueblo no sólo en lo que a la devoción se refiere sino más concreta y terrenalmente en lo tocante a peones, albañiles, herreros, talladores, maestros de obra, vidrieros y tantos otros necesarios, indispensables participantes (las cofradías o hermandades especializadas –por oficios- que darían lugar ulteriormente a las distintas expresiones de la masonería) para elevar sus torres y agujas al empíreo, así, de manera deliberada, la obra de Dante se basa y nutre en y de la lengua vulgar o del pueblo (no sólo en el caso del poema mayor –fundacional de la lengua italiana- sino en lo que atañe a todo el soporte teórico: El Convivio es el primer ensayo escrito en la lengua popular. La concepción de Dante, tal como la expuso justamente en su singular estudio: De la lengua vulgar se tradujo en una coherencia y rigor ejemplares) para de ahí subir –como la catedral contemplada desde abajo- hasta los círculos beatíficos pero pasando antes por el filtro purificador de la filosofía, la teología, las ciencias y la historia. La Divina Comedia es así también una catedral gótica incluso en un sentido todavía más restringido y riguroso por puramente físico; en efecto, su estructura contiene el subterráneo-laberinto: cripta (los círculos del infierno), la nave central y las laterales (purgatorio) y las torres y agujas (cielo) (**).

Asimismo se le debe a Dante (y el género gótico, en particular, le debe en lo que atañe a la noción del doble) el haber instalado definitivamente, ya de una vez para siempre, el patrón de un “protagonista” flanqueado por un a látere –fórmula cuya fortuna en la literatura occidental ha sido tal que exime holgadamente de toda demostración. Así, el par o la pareja servirá como ilustración gráfica de la dualidad: naturaleza terrestre-naturaleza espiritual, con todas sus derivaciones; una parte que al tiempo que hace las veces de contraste realza y explica a la otra. Dante, empero, va todavía mucho más allá ya que Virgilio es, como se sabe, su propia proyección y esta característica tan determinante instaura a su vez el tema del doble que informará igualmente –de modo soterrado y subconsciente- las expresiones literarias más diversas y elaboradas. A este respecto y desde otro ángulo cabe incluso advertir una connotación manifiestamente ambigua en esa relación Dante-Virgilio y ello tanto más habida cuenta de un factor esencial: Virgilio no es la parte espiritual de esa entidad sino el elemento todavía terreno y sensible –sensual- que promueve el movimiento hacia, la apetencia de la elevación. Es decir: aún no lo es pero eventualmente sí lo será (como Beatrice desde luego sí lo es pero ya en un plano más allá de todo vestigio terrenal o sensual: tan espiritual que es sólo idealización pura) si bien mientras tanto la suya es una naturaleza absolutamente
indefinida en todo sentido ya que participa de los opuestos sin pertenecer resuelta y definitivamente a ninguno: ni pagano del todo ni cristiano, ni terrestre ni celeste, ni réprobo ni elegido (una proyección similar se percibe de modo más notorio aún en pasajes como el del sueño del águila y el efebo –o el rapto de Ganímedes por Zeus- en el canto nono del Antepurgatorio: “parecióme ver entre sueños un águila con plumas de oro suspendida del cielo, con las alas abiertas y preparada a bajar y creía estar allí donde Ganimedes abandonó a los suyos cuando fue arrebatado a la celestial asamblea” y resto del periodo).


Lo que antecede en cuanto al tema del doble de tanta significación y consecuencia ulterior, pero ello no debe opacar o hacer perder de vista esa otra vertiente del legado dantesco, de tanta o mayor significación; la oposición o, para emplear un término actual más procedente (y hasta no hace mucho reprensible galicismo): la contestación. En efecto, sería una parcelación muy errónea minimizar su ahincado proyecto político: su partidismo gibelino se ha vuelto ya una obsesión que desemboca en esos curiosísimos y encendidos ejercicios especulativos, por llamarlos de algún modo: De la Monarquía que procuran, situados siempre entre la razón y la verdad revelada, ora apoyándose, como queda dicho, en la argumentación filosófica y científica que la época ofrece, ora solicitando directamente a las Escrituras o la mitología, según convenga (un ejemplo ilustrativo entre mil: sobre la salvación –“La razón humana no puede comprender cómo esto sea justo pero puede hacerlo si es ayudada por la fe” (3). Asimismo recurre a Virgilio, a los autores griegos y romanos; trae a colación el duelo de Dios que emplea como argumento incontrastable {también existía el juicio de Dios equivalente en cuanto a los efectos prácticos. “El “juicio de Dios” es una costumbre bárbara, pero la Iglesia la admitía en el siglo XII y acababa de aplicarla, precisamente, a mujeres de Colonia y Estrasburgo sospechosas, con razón, de catarismo. La prueba consistía en asir con la mano desnuda una barra de hierro al rojo vivo: únicamente se quemaban los mentirosos y los perjuros” (4)} y la victoria de David sobre Goliat se vuelve también prueba irrebatible) procuran, decíamos, investir al Imperio y al pueblo romanos con el beneplácito divino para enseñorearse del mundo y hacer de la figura del emperador, en este caso Enrique VII (***) el delegado directo de Dios por encima del Papa (la deposición de Saúl por Samuel) que era la verdadera cuestión de fondo. Y a este respecto no puede caber duda alguna; Dante denuncia reiteradamente a la Iglesia y al papado y muy en particular en el explícito parlamento de San Pedro (Canto 27°, cielo 8°, Paraíso). Esta parcialidad política le hace empero incurrir en algunas contradicciones flagrantes como en el Canto 34° -Infierno- donde lleva el encomio de Catón al punto de designarlo como guardián del Purgatorio (recuérdese que se suicidó en Utica para no sobrevivir a la pérdida de las libertades romanas tras el entronizamiento –por llamarlo así- de Julio César). ¿Cómo se concilia luego esto con el hecho de reservar el peor sitio del Infierno –las fauces mismas de Lucifer- para Bruto y Casio, al lado, nada menos, que de Judas si no a la luz, justamente, de esa parcialidad? Si se ha examinado con alguna prolijidad este aspecto es porque forma parte substancial
 del legado; la contestación y en numerosos casos la subversión misma tan propias de las obras adscritas a la vertiente gótica. De todos modos y en conclusión importaba a los fines de este análisis dejar claramente sentados todos estos antecedentes pues, como ya se precisó, constituyen los fundamentos mismos del género en su conjunto. (****).


(*)- de mi libro Un oscuro esplendor - El doble y el laberinto en la novela gótica- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2008. págs. 44-50.

(**)- Por cierto no es Dante la única figura determinante en este movimiento singular aunque sí desde luego la más representativa. J. Burckhardt describe así ese proceso evolutivo del lenguaje: “En los días áureos de la Edad Media, la nobleza de todas las naciones occidentales procuró afianzar el uso de un lenguaje “cortesano”, tanto para el trato corriente como para la poesía. Así, también en Italia, cuyos dialectos se disgregaron tan pronto, había en el siglo XIII un estilo llamado “curiale” que era común a las cortes y a sus poetas. Pero el hecho decisivo es que procuró hacerse de él, con consciente empeño, el lenguaje de todas las personas educadas y el lenguaje literario al mismo tiempo. En la introducción a las Cien novelas antiguas, compuestas antes del 1300, se confiesa abiertamente este propósito, con la circunstancia de que el lenguaje es aquí tratado explícitamente como elemento emancipado de la poesía; lo supremo es la expresión espiritual y bella en breves discursos, réplicas o máximas, que suscita un culto como acaso sólo lo haya tenido entre los griegos y los árabes” (1). Y en lo tocante a la influencia del mismo Dante así se expresa Barbara W. Tuchman: “Los escritores contemporáneos eran bien acogidos y muy conocidos. En vida de Dante los herreros y muleros cantaban sus versos; cincuenta años después, en 1373, la intensificación de la lectura hizo que la Señoría de Florencia, a petición de los ciudadanos, ofreciese un curso anual de lecciones públicas sobre la obra de Dante, por las cuales se pagó al conferenciante, quien debía hablar a diario salvo en los días festivos, la cantidad de cien florines de oro, que se reunió por suscripción general. La persona elegida fue Boccaccio, que había escrito la primera biografía de Dante y había copiado toda La Divina Comedia para regalarla a Petrarca” (2).
(***)- en particular Epístolas V y VII.

(****)- También se encuentran antecedentes –y notables- en Chrétien de Troyes. Algunos episodios como el de la capilla, el caballero muerto y la mano negra; el de los guerreros que asedian a Gorneman y que muertos en combate por la tarde regresan al día siguiente al campo de batalla (5) o el del huerto cerrado por un “muro de aire infranqueable” con la hilera de yelmos lucientes sobre las cabezas clavadas en
estacas (Erec et Enide) (6) son otros tantos ejemplos de esa temprana tendencia.



(1)- J. Burckhardt- La Cultura del Renacimiento en Italia- Ed. Losada, Buenos Aires, 1942. pág. 305.
(2)- Barbara W. Tuchman- Un espejo lejano- J. Vergara Editor S.A., Buenos Aires, 1980- pág. 75.
(3)- Dante- De la Monarquía y otros textos (De la lengua vulgar- El Convivio- Epístolas- De la forma y lugar de los elementos)- Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1984.
- Dante -El Convivio- Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1948.
- Dante- La Divina Commedia- Elrico Hoepli Editore, S.p.A, Milano, 1979.
- Dante- La Divina Comedia- Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1957.
(4)- Dante- De la Monarquía- Libro segundo, VII.
(5)- Chrétien de Troyes- Perceval ou le roman du Graal- Ed. Gallimard, Paris, 1974.
(6)- Chrétien de Troyes- Romans de la Table Ronde- Ed. Gallimard, Paris, 1975.