viernes, 26 de noviembre de 2010

Del aedo al (in) finito enciclopedismo

Según una anécdota los amigos de Victor Hugo solían practicar una suerte de ritual que también era un juego: sometían al escritor (célebre por su erudición y su memoria prodigiosas) a un implacable interrogatorio del que salía invariablemente airoso. Llegado un punto se permitía incluso la bravata de retarlos a que continuaran "hojeándolo". El término no es inocente ni casual: equivalía a una inequívoca identificación con la Enciclopedia y retomaba así la milenaria tradición del "hombre libro": aquel que acopiaba en su memoria el acervo fabuloso, mítico, legendario e incluso histórico de la comunidad y lo transmitía a su vez en una cadena ininterrumpida. Esas primeras bibliotecas ambulantes encarnaron después, a lo largo de sus sucesivas transmigraciones, en fenómenos como Victor Hugo y otros semejantes. Con la diferencia, claro está, de que ahora se trataba de otra forma de archivo: el del alarde, el de la demostración práctica de hasta dónde podía llegar el cerebro (y desde luego -se podrá objetar lícitamente- bastante vana, máxime teniendo en cuenta la plena expansión y difusión popular del libro -el comienzo de su verdadera época de oro que duraría hasta las estribaciones del siglo XX- pero con todo y eso innegablemente fascinante).


En español existe un refrán que, como tantos otros, enuncia una verdad parcial y que presta a confusión; reza así: "el saber no ocupa lugar". Falacia demolida sin contemplaciones por ese equivalente hispano (en la erudición y la pasión combativa) de Victor Hugo, Miguel de Unamuno, que la refutaba afirmando que, muy por el contrario, el saber sí ocupa lugar y mucho. Le asistía, sin duda, toda la razón; en efecto el cerebro llega a un punto de saturación tal que comienza a borrar y "enterrar" capa tras capa la información considerada prescindible llegada cierta etapa (etapa cierta) de la existencia -qué preserva y qué desecha sigue siendo un misterio insondable y lo será probablemente por largo tiempo aún, pero resulta evidente que esa tarea de limpieza y selección termina por traducirse forzosamente en una limitación cada vez mayor. Por consiguiente Victor Hugo comenzará a fallar una y otra vez, el ritual y el juego acabarán esfumándose. Unamuno estaba pues en lo cierto pero como de costumbre es Borges quien viene a asestar la apostilla final que remacha esa certeza: "el saber es todo lo que se ha olvidado".



de mi libro: Nacer cada mañana. Ed. Babel, Córdoba, 2009.