domingo, 27 de noviembre de 2011

El príncipe de arena o el sueño de una mañana de verano



“Pero ¿vendrás conmigo? ¿Te desgarrarás por la mitad esa cola gruesa, lisa, negra y brillante para transformarla en pies que te lleven a las altas planicies junto a mí?” (*)




A L.G., a modo de adiós



Tu nombre desconocía. Y de tu vida, todo. Todo, salvo esa fugaz visión de la mañana. Surgías de improviso a contraluz, deslumbrante y te llamé, para mí, el príncipe de arena. Ahora estabas y ya no estabas, cualquier brisa apenas podía dispersar la magia de tus ojos en la opalescente mañana de verano y entonces mi único recurso era guardarte en la memoria arrobada, celarte ahí donde no llega el mundo, ahí donde agonizaban mis éxtasis. Tal era tu magia y tal sigue siendo. Y en mi desamparo de tu mirada tomé prestado tu otro nombre, para mí tu otro nombre (el propicio): Oberón. Y soñé, tantas mañanas de verano soñé que por gracia de tu belleza y piedad de mi laceria me auxiliaba otro Puck u otro elfo con aquella misma flor mágica cuya savia frotada en los párpados del durmiente hace que, cuando despierte, se enamore del primer ser que ve. Sí, sé bien que si este delirio o ensueño se cumpliera entonces yo sería el príncipe de la noche que verías despertando pero tendría cabeza de asno (aquélla del tejedor Bottom) y –créeme, créeme- no sería una máscara. Cierto, también la muy refinada Leprince de Beaumont escribió sobre esta tragedia o su sosías pero su bestia estaba encantada y la diferencia, la insondable, insalvable diferencia es que ella (o él: la bestia o el bestia) podía deshacer el hechizo rescatándose por el amor pero yo, en parecido lance, en vez de liberarme quedaría más subyugado todavía. Cierto (una vez más) despertarías y me amarías asno pero ¿cómo podría amarte yo dejándote que me amaras así? Y se resolvería también al cabo –pues eres Oberón- con el contra-hechizo y te devolverías a Titania, quien quiera que sea ésa, tu reina y reina de la bienaventuranza pues (¡qué duda puede haber!) te tendrá y la tienes y yo encallaría ya apartado del sueño pero soñando en él con la tenacidad exasperada y desesperada del náufrago suberoso regresado a mi lóbrego pesebre cuya única luz es tu imagen, tu imagen ésa en la que agonizan mis éxtasis. Príncipe de arena que estás en todas partes, como el desierto interminable y que como él mudas de aspecto y de talante con la noche gélida y el caliginoso día, el sol ciego y blanco de ardor y los vientos bravíos que ondulan y recrean una y otra vez, una y otra vez tu epifanía dorada, príncipe más allá de mi condición y de mi sino, astro de otras constelaciones, lucero esquivo y fugaz de algunas, de tan sólo algunas mañanas señaladas de verano: ahora sé tu nombre y supe cuando lo supe que te perdía y la fuerza en mí que te guardaba ya inclinaba abatida su cabeza por saberte, adivinarte más y más ausente a cada instante a partir de ese instante. Por eso y antes de que se apague para siempre la memoria viva y en su encono acre, en su llaga punzante y terebrante viva, de tu aleteo matutino lo quiero estampar aquí indeleble, aquí en este vacío y esta transparencia, aquí en la pura nada colmada hasta rebosar de mi atribulado sueño veraniego mientras escucho al lenitivo Kairos (por otro nombre Mendelssohn) y sumo así la magia a la magia, el dolor al dolor y van surgiendo de mis manos cuádruples estas hadas de arena, este bosque feérico en tu nombre plantado (palmo a palmo, brote a brote) y por amor de tu nombre que me extingue donde sé también empero que jamás pondrás el pie para que pueda al fin arrodillarme y en la pasión clavar sin lamento y sin lágrima pero socarrada de acongojado silencio mi frente, mi frente marcada a fuego con la luz acerada de tus ojos sobre tu inasible huella de toda imposibilidad imposible, para siempre y para nunca.



…y habré amado…de aquella llamarada apenas efímera moscella…






(*) Doris Lessing –Instrucciones para un descenso al infierno- Ed. B.S.A., Barcelona, 2007, pág. 43.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Vivo (?) en Alta Córdoba

Vivo en Alta Córdoba. Mejor dicho vivía en este barrio. Porque hasta hace no tanto era un barrio, un barrio de gentes de clase media, con algunos sectores más holgados que otros pero en líneas generales sin extrema pobreza ni su sordidez ni la opulencia ostentosa y su insolencia y por lo tanto el paisaje urbano era más bien amable aunque sin pretensiones: de una dorada medianía (ver: Plúmbea mediocritas en este mismo blog). Recuerdo muy especialmente el perfume de los paraísos en primavera: eran una nota distintiva. Ya quedan muy pocos y siempre menos. Y cuando dije vivía quise significar justamente eso: que ahora sobrevivo. Porque sólo se puede sobrevivir en un entorno que se ha vuelto peor que hostil: se ha vuelto neutro, indiferente, extraño. Unos veinte años atrás uno iba al almacén, a la verdulería, al kiosco de diarios, al videoclub, a la farmacia, a la celebérrima Cabaña santiagueña en la calle Lavalleja, a la panadería Córdoba también en Lavalleja; todos nos conocíamos más o menos, nos saludábamos, comentábamos sobre esto y aquello. En verano al caer la tarde los vecinos sacaban sillas y sillones plegables a la vereda. Aunque no fuéramos en verdad amigos sí se trataba a casi todos los habitantes de la cuadra y a muchos otros en la cercanía. Hoy ya casi no conozco a nadie, las casas han sido (y siguen siendo) demolidas una tras otra, reemplazadas por edificios y más edificios en los que no se oye tan siquiera un buen día: se han instalado el anonimato y la desconfianza; no que no existieran antes pero eran la excepción al paso que ahora son la norma –la despersonalización se ha vuelto ubicua y con ella todos sus efectos secundarios más indeseables. El añejo encanto del barrio se ha desvanecido y hoy es indiscernible de cualquier otro sector igualmente uniforme y globalizado de cualquier ciudad, intercambiable y en serie: un perfil urbano que podría estar en Buenos Aires o Chicago o Tokio o San Paulo. Y el tráfico, la proliferación metastásica de autos, ómnibus y motos, el estruendo y la estridencia, a todas horas del día y de la noche. Recuerdo que cuando yo venía a pasar un par de días con mi abuela, en el mismo departamento que ocupo ahora, sólo se escuchaba de tarde en tarde el rumor apagado de un auto o más apagado todavía el inconfundible sonido metálico del tranvía que pasaba por la calle Bedoya. Y otro tanto sucede con la plaza; la plaza Rivadavia con su fuente y el monumento a Mariano Fragueiro (algunos pretenden que es obra nada menos que de Lola Mora). Era lugar apacible, vecinal, convivial si este término intruso sigue teniendo algún sentido; se reunían los viejos y las comadres en las tardes y los niños jugaban. Después se instalaron los artesanos, después la versión autóctona de la comida chatarra: los infaltables carros de choripán; después los ponys y los autitos para los niños y después se terminó de aniquilar la plaza; proliferaron los boliches, las discotecas, los bares, los restaurantes. El clásico café de la esquina (Fragueiro y Baigorrí) –renovado- es el solo vestigio de otras épocas; ahora la vieja plaza está asfixiada por un tráfico infernal, por los altos edificios en Saráchaga, Baigorrí y Urquiza; las bellas casonas de otrora fueron transformadas en restaurantes o discotecas y otras simplemente demolidas para levantar más y más torres. Actualmente sólo puedo pasar de largo por la plaza y ni soñar con sentarme un rato a descansar: el tumulto y la vocinglería imperan. Sé bien que lo que digo sobre mi antigua Alta Córdoba puede decirse de muchos otros barrios que ya no lo son; los condenó su proximidad al centro, su relativa seguridad (ya también extinta), su relativa holgura y condición socioeconómica. Lo que ahora se llama -se sigue llamando- Alta Córdoba no es más que una extensión penosa y desalmada de la depredación inmobiliaria que sumerge y desvirtúa toda veleidad de diferencia o distinción; ser de tal o cual barrio carece ya de sentido como muy pronto carecerá de sentido ser de tal o cual ciudad (pero no de tal o cual país: los designios no van precisamente en ese sentido) en este mundo cada vez más uniformizado –en lo físico y lo mental (no se me pasaría siquiera por el magín emplear la noción de espiritual en semejante marco) que destruye sistemáticamente las diferencias y la individualidad bien entendida (es decir el desarrollo de la personalidad y no la exacerbación del egocentrismo) para instalar en su lugar una capa de plomo tan gris como neutra.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El globicéfalo




Globicéfalo: globicephala melas. Odontocete de tamaño mediano con evidente dimorfismo sexual. El nombre se debe a la desproporcionada dimensión de su cabeza.







“Somos lo que hacemos de nosotros, y hacemos de nosotros lo que da la materia de la que estamos hechos”. (*)





Éste es un caso realmente extraordinario. Sin llegar a sostener que es único porque sería sencillamente imposible de demostrar sí puede decirse y lógicamente hasta donde sabemos que no se conoce antecedente. Desde luego no se lo aborda aquí desde el punto de vista médico, bien documentado después y también sumamente raro sino como curiosidad y prueba, una vez más (y una vez más innecesaria) de lo que puede la naturaleza en comparación con la menesterosa imaginación. Lucas (no tiene importancia el apellido) nació y creció como cualquier otro chico. Su vida fue razonablemente feliz hasta la adolescencia y a partir de ahí su vida fue irracionalmente infeliz. Pero hay que precisar algunos detalles: un común hogar de clase media y padres y hermanos comunes, lo que equivale aproximadamente a: gentes algo informadas, algo ilustradas, poco curiosas, mediocres, el padre cerrado en sí mismo, escudando su timidez y miedo enfermizos a la vida y al mundo tras la clásica imagen machista y patriarcal, la madre aquejada gravemente del más ñoño romanticismo de los melodramas en boga en los años 50, en el teatro y mucho más en el cine. Nociones de higiene pero un tabú absoluto en todo lo referente a la sexualidad, que ni siquiera se mencionaba. Así Lucas que había heredado una buena dosis de la ejemplar timidez del padre y de las cacatúas mentales de su madre asistió horrorizado a su primera eyaculación cuando le ocurrió por puro accidente a los trece años. Y no porque no hubiera sentido placer pero habida cuenta de las características apuntadas el goce quedó irreparablemente arruinado por la culpa y la abismal y ciega ignorancia en la materia. Huelga decir que tampoco con sus hermanos –ambos un poco mayores que él- se trataban estos temas y como no tenía ni primos ni tíos ni nadie, en una palabra, a quien confiarse (sus padres ni siquiera eran imaginables) se replegó con su vergonzoso secreto y continuó con los mismos toqueteos, el mismo placer y una culpa cada vez más atroz. Pero su infierno apenas comenzaba. Cuando intentó más tarde, acuciado por la urgencia y tras infinitos rodeos, vacilaciones y temor penetrar a una amiga (un par de años mayor que él y unos cuantos más en sostenida práctica) que se había ofrecido muy complacida -porque Lucas era bastante atractivo- comprobó que no le era posible. Su fracaso y los corrosivos comentarios de la avezada compañera frustrada lo forzaron a una retracción ya casi definitiva. Y sólo tenía 16 años. Pasemos por alto todos los detalles de su vía crucis (la soledad, en primer término; los amigos y amigas se volvieron pronto peligrosos, no hablaban ni pensaban más que en el sexo y en más de una ocasión escapó por un pelo a una encerrona promiscua; el tedio, porque ir a una reunión o una fiesta era siempre una posibilidad muy probable de un encuentro comprometedor; tener que evitar todo deporte porque un gimnasio o una piscina o una cancha de tenis significaban un vestuario y duchas compartidos; el miedo y la incomprensión de porqué a todos los demás o, al menos, a todos los que él conocía les resultaba tan simple algo para él imposible, etc., etc.) y lleguemos a los veinte años y siempre en las mismas condiciones. Lucas crecía físicamente, se desarrollaba pero su pene seguía siendo el de un niño de 10 años. A esa edad Lucas todavía no sabía dos cosas elementales; una, que el órgano que no se usa se atrofia y la segunda: jamás había oído hablar de una fimosis (y mucho menos en su hogar). Y con su tendencia cada vez mayor a eludir la realidad, a culparse por lo que le pasaba y consecuentemente a recluirse más y más se hallaba tan lejos de resolver su problema como al principio. Siguió pues siendo solitario –solitario en su vida y en su sexualidad.




Buscó primero por instinto y después ya como estrategia la compañía de personas mayores y preferentemente ancianas y, obligado como cada quisque a estar y luchar en el mundo, desarrolló una segunda personalidad más social y totalmente falsa. Terminó sus estudios, incluso los universitarios –la prosaica contabilidad- y consiguió un empleo satisfactorio. Se independizó y se fue de su casa –en realidad huyó y con harto alivio- a un pequeño departamento. Ya desde su infancia y seguramente como parte indisociable de su temperamento le había apasionado la lectura; frecuentar a los poetas y escritores suponía ingresar a mundos salvos, que no le pedían ni exigían participación activa y le ofrecían en cambio tantas otras vidas paralelas, sin riesgo, sin moverse de su cama o su sillón. En una palabra empezó a vivir por procuración y si bien eso lo ayudó al hacerle más llevadera su miseria íntima también lo perjudicó haciendo cada vez más alto e infranqueable el muro que lo aislaba de la realidad circundante; en efecto, sus lecturas crecían y se multiplicaban en la misma proporción que se agravaba su recogimiento. Parece que el globicéfalo tiene, entre otras, la particularidad acaso única de renovar constantemente su piel evitando así la molestia de que se alojen parásitos y otros huéspedes indeseables; pues bien, cada libro, cada novela, cada poemario, cada ensayo u obra de filosofía eran para Lucas nuevas y nuevas pieles que impedían la fijación de la parásita realidad pero esa parásita realidad lo hubiera también limpiado de tanto lastre mental y emocional heredado y adquirido y le hubiera permitido salir de sí mismo lo suficiente como para mirar de frente su daño o al menos atreverse a pedir ayuda profesional para ello. No fue así, su propia personalidad y los libros le taparon el mundo y siguieron cegándole para verse a sí mismo, para admitir ante sí mismo lo que una parte suya soterrada y sofocada demasiado bien sabía y le constaba.




Y ahora demos un salto de 25 años. En todo ese periodo Lucas consiguió llevar más o menos la misma vida, anclada además en una rutina de un rigor implacable. En sólo un par de ocasiones tuvo que afrontar la mirada ajena en su zona más sensible y fue en sendas consultas médicas por imposición laboral, es decir, el simple examen de salud obligatorio para continuar trabajando en la empresa. En ambas ocasiones también al tener que descubrirse vio la sorpresa en la cara del facultativo e incluso y para mayor padecimiento la segunda vez le tocó en suerte una médica y fue muy perceptible el asombrado respingo, pero los dos pasaron en silencio esa particularidad y Lucas nunca supo si constaba en su registro personal. Así su buena salud lo protegió a lo largo de todos esos años preservando su condición y al mismo tiempo y nuevamente el supuesto beneficio tuvo también su lado negativo porque acabó de confinarlo en la estrechez de sus propias fronteras físicas. Es evidente asimismo que padeció una verdadera y siempre renovada tortura pues no faltaba nunca alguna muchacha, después alguna mujer que se le acercaban y no pocas veces se le ofrecían abiertamente pero aunque él las deseaba y se desesperaba por ellas sólo tenía su imaginación y su práctica solitaria, ya devenida perfectamente regular y normal. A ello hay que añadir, como no puede ser de otro modo, los comentarios y rumores que circulaban sobre él en la oficina y en su mismo barrio y de los que tenía conocimiento, ya por confesiones bienintencionadas de algunos, ya por haber desarrollado una percepción muy aguda a ese respecto. Pero hacia los 35 años comenzó a perder el cabello y a los 40 estaba ya prácticamente calvo. Este detalle que no es por cierto nada original marcó sin embargo el principio de una extraña metamorfosis: desde lo alto de su frente se dibujaba cada vez más nítidamente una división, primero como una línea y luego como una incipiente saliente alrededor de todo el cráneo. Como todos los cambios físicos debidos al paso del tiempo fue poco menos que imperceptible al principio, luego y muy lentamente se fue marcando más y más pero Lucas no le dio mayor importancia porque ni siquiera molestaba. Para cuando cumplió 45 años la anomalía era ya evidente: su cabeza desguarnecida parecía coronada con otra coronilla, como una especie de boina, que sobresalía de un modo extraño y algo repulsivo. A los 50 años la deformación se había casi duplicado y convertido ya en un verdadero suplicio porque ir a trabajar o sólo salir a la calle o tener que responder las preguntas de gentes indiscretas le resultaba sumamente penoso. Y ello para no mencionar su propia visión de sí mismo como un auténtico fenómeno de circo. Casi sin haberse dado cuenta (o más probablemente sí pero habiéndolo relegado a la última capa subterránea del subconsciente como era su hábito adquirido) el hasta ayer atractivo Lucas se había transformado en una criatura desconocida y grotesca. Vivió hasta los 65 años y cuando murió en un accidente –lo atropelló un camión descontrolado mientras iba caminando por la calle- los médicos que le practicaron la autopsia quedaron estupefactos ante ese extraño ejemplar: un pene y testículos diminutos y una cabeza monstruosa, como duplicada en sí misma. Desde luego estudiaron y consignaron el caso dadas sus características tan especiales pero no llegaron a ninguna explicación satisfactoria. Ni hubieran podido. Porque obviamente no conocían la historia de Lucas, ni su soledad, ni su sufrimiento, ni sus agónicos anhelos e impulsos reprimidos ni tampoco sus vastísimas lecturas y mucho menos la formación gradual , sostenida y solapada de una forma de inteligencia no cerebral, no mensurable, desconocida y que podría llamarse orgánica, una inteligencia agazapada y oscura que trabajó lenta y diligentemente, a todas horas, en alguna ignota región de su interior y que fue creando esa segunda cabeza exagerada fuera de toda proporción para compensar, a su modo y de ese modo, la anormal, aberrante (e inaceptable) insignificancia de los atributos viriles.








(*)- Gisbert Haefs- Troya- Ed. Alfaguara, Buenos Aires, 2006; pág. 458.































































































































viernes, 11 de noviembre de 2011

La lucidez de la agonía y la agonía de la lucidez


Según ciertas teorías atendibles el momento más lúcido en la vida de todo ser humano es el que precede inmediatamente a su muerte. Para una inmensa mayoría es, tal vez, el único momento lúcido en toda su vida. Que, como es lógico, llega demasiado tarde. En efecto, parece extraño –y lo es, de hecho- que se pueda ver la vida como realmente es justo en el instante en que se la debe abandonar. Y parece y es extraño porque desde que venimos a este mundo (con muy poco agrado por cierto para no decir de muy mal talante) se nos condiciona sin tregua ni pausa para no ver la vida, para asistir a una representación (sí, pieza de teatro dentro de la obra de teatro como en Hamlet) que, como todas, es ilusoria y ficticia y a la que no obstante terminamos aferrándonos porque es la única que creemos tener. (Ni tampoco la tenemos como no tenemos nada; muy por el contrario todo nos tiene, que es harto diferente). Así se nos imbuye de supuestas ideas, preconceptos, nociones desvirtuadas, consejas y demás futesas que son el árbol que impide ver el bosque. Y, en consecuencia, el bosque nos resulta así tan sobrecogedor que es simplemente imposible soportar no su visión sino ya la mera noción (aunque la preclara María Zambrano, entre otros, nos haya dejado algunos valiosos indicios (*)). De ahí vienen pues esas colosales imposturas que acaban haciéndonos (no somos ellas, pero estamos hechos de ellas). Como es evidente las hubo siempre y desde siempre; desde el primer chamán o el primer iluminado o embaucador que pintó –re-presentó- en las grutas prehistóricas. Y desde entonces –cualquiera haya sido ese primer entonces hemos visto cientos de dioses, todos con un mensaje trascendente (es decir irreal). Los egipcios, babilonios, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, chinos, hindúes, africanos, polinesios, mayas, toltecas, aztecas, incas, etc., etc., tuvieron su panteón y como es natural masacraron (galicismo por asesinar en masa) y exterminaron a cuantos no creían en él o simplemente eran distintos: otras etnias, otras costumbres. Aquellos que sostienen que las religiones han hecho más daño que todo lo demás imputable a la humanidad, por atroz que haya sido ese demás, están, desde luego, en lo cierto. En particular y en lo que nos atañe en este ámbito nuestro que la historia (o sea la fabulación y el asiento por excelencia de la ilusión lisa, llana y mal intencionada) nos presenta como el ciclo más logrado y sin comparación posible con cualquier otro, a pesar de la evidencia misma, no ha habido facción más carnicera y bestial que las distintas iglesias cristianas, con la católica en primer término. Huelga decir que sus adeptos no reconocerán jamás algo tan obvio por la sencilla razón apuntada antes: el condicionamiento implacable y sin desmayo encaminado a escamotearnos la realidad y que nos priva de la magra ventaja (pero ventaja al fin) del entendimiento. Y siempre en relación con lo precedente: estas gentes ¿verán en verdad en el momento de agonía, que es –será- su único momento de lucidez? (Al pasar corresponde relevar, por constituir la excepción misma, que la única religión que no se haya impuesto por el filo de la espada es el budismo, en sus diversas expresiones. Pero claro está: apela a las facultades de la intelección y al arduo trabajo personal en la superación de la miserable condición que tanto nos limita y aflige. No es por tanto una verdad revelada a seres totalmente primarios privados de juicio propio y que, encima, los exime (anula por prohibición expresa) de antemano de cualquier veleidad en ese sentido). Y en esa misma línea todas las batallas, las hecatombes, la bestialidad intrínseca del humano, la maldad, el daño gratuito y por ende doblemente repulsivo, son nuestros arquetipos erigidos en ejemplos edificantes: ni qué decir tiene que ni uno solo resistiría el menor examen elementalmente objetivo- Pero ese trampantojo, ese decorado de utilería tan tosco y barato que abruma de humillación por su mismo sostenido éxito a pesar –y a causa- de su grosera basteza se desvanece y cae de golpe, al parecer, en el último instante y el agonizante, tanto el ser individual como cualquier civilización (la celebérrima expresión de Valéry: “Ahora, nosotras, las civilizaciones, sabemos que somos mortales”) ve y comprende o intuye al mismo tiempo el engaño, la celada, la estafa descomunales que le vedaron la vida, que le sustrajeron desde el comienzo con malas y arteras artes su posibilidad de ser (que no está de más precisar no era ya en sí ningún regalo fastuoso pero por comparación hubiera supuesto un edén) y ya no hay remedio y es otra víctima, una más entre los miles de millones a lo largo de las eras que es inmolada en el altar de la imbecilidad humana, de la pobreza humana y de la necesidad humana de asentarse en algo que pueda –y asume que elige- creer perdurable aunque sepa que –sea lo que sea ese algo- está condenado a la caducidad desde su misma concepción. Sí, esa lucidez (recuérdese la etimología tan reveladora: brillo, resplandor además de claridad conceptual) se paga muy cara y es más que probable que tanto la persona como la civilización que muere hubieran preferido –si se les hubiera concedido el don- no ver, seguir en la misma ceguera y pasar su tránsito como pasaron su inexistencia. Y para concluir pero con un sesgo un tanto menos solemne aunque no menos verdadero traemos a colación un par de anécdotas asaz ilustrativas y que resaltan también esa otra tara conexa: la manía de registrar las frases póstumas, las palabras memorables –y por descontado imperecederas o yendo al paroxismo de la cursilería: inmarcesibles- de los próceres de toda laya y ralea para seguir apuntalando el agrietado y destartalado edificio del culto al vacío ornado de la nada. Una la consigna Chateaubriand en ese monumento testimonial –a su manera- que son las Memorias de Ultratumba; la otra procede del elegante humor satírico de Daniel Samper Pizano (no recuerdo –cito de memoria- en cuál de estas dos obras suyas pero sin duda en una de ellas: A mí que me esculquen o Llévate esos payasos). Una vieja marquesa estaba ya en sus últimos momentos y los parientes y amigos rodeaban su lecho. Para pasar el tiempo y también distraerla de algún modo se pusieron a charlar sobre una creencia, entonces en boga, según la cual si una persona, hallándose en los umbrales de la muerte, se esforzara en concentrarse con todas sus energías en aferrarse a la vida, sin descuidarse ni un segundo, entonces resultaría imposible morir. En esto la marquesa abrió los ojos y dijo: “Lo que Vds. están diciendo es muy cierto pero me temo que ahora mismo tengo una distracción”. Y expiró. Por su parte Samper narra la anécdota sobre un general colombiano también en su lecho de muerte. A su alrededor se agolpaban todos los próximos ansiosos de escuchar las últimas palabras del gran hombre para legarlas a la posteridad. En el postrer instante el general abrió los ojos, miró a todos y dijo muy alto y claro: “Ahí les dejo su mundo de mierda”. Esta perfecta despedida sirve como corolario también perfecto de la presente divagación.



(*)- María Zambrano- Claros del bosque- Ed. Seix Barral, Barcelona, 1977. Y en la misma dimensión aunque con otros acentos no olvidar otros hitos: Djuna Barnes –El bosque de la noche, Rafael Alberti –La arboleda perdida…Y en ámbito distinto al poético y filosófico aunque no tanto repasar (o ingresar, según el caso) la obra única de Wilhelm Reich supone un ejercicio de desintoxicación bastante recomendable.







jueves, 3 de noviembre de 2011

Grecia: ¿principio y final?


Hay que salvar a Grecia. Hace meses que se nos viene repitiendo y asestando esta cantilena. Porque Grecia resultó ser la fámula díscola y mal agradecida (pequeño país, nula importancia política o económica, sólo turismo y folclore). Y ahora, para colmo, respondona. Sus patrones –tan nobles y generosos que hasta le concedieron una quita de su deuda (que, como en tantas y tantas otras partes del planeta nadie investiga ni se sabe cómo se originó ni cómo se multiplicó de manera tan extraña y astronómica)- no están satisfechos para nada con esta doméstica que hasta se permite convocar un referéndum sobre ese mismo asunto, el de la deuda, que ya se sabe sólo atañe a las pirañas, tiburones y demás depredadores políticos y financieros –esto es, los especialistas- y de ningún modo a los pueblos. Bueno, sí, sí les atañe en última instancia porque serán –como es natural- quienes terminen pagando. Los patrones mencionados son quienes dan lecciones de ética y de administración ejemplar a nivel mundial: el FMI, en primer término, calificado como el que más en ambas materias aunque sus recetas económicas están llevando –ya lo han hecho, de hecho-el mundo entero al caos y al desastre pero eso no es más que un mero detalle; a su vez su patrón directo, los EE.UU, con la deuda más sideral de la historia, también da lecciones de cómo no vivir por encima de los propios medios y la Unión Europea, con países tan ejemplares como Gran Bretaña o Irlanda o Francia o Italia o España…y la lista es demasiado extensa y no vale la pena repasarla. Lo que sí vale la pena, en cambio, es resaltar algo que por lo demás debiera ser ya obvio: esta seudo civilización comenzó con Grecia –sería, por ende, una ironía, una paradoja y una justicia poética que fuera esa misma Grecia la que, a la postre, terminara arrastrando en su caída a todo el sistema. Empezó con Grecia, termina con Grecia: a todas luces, una ecuación perfecta. Claro está que hay de por medio muchos interrogantes y además errores conceptuales mayúsculos creados y sostenidos deliberadamente. Porque, en primer lugar Occidente no es Grecia, no es heredero de Grecia sino de una Grecia pasada por el tamiz de Roma, lo que es muy distinto. Occidente es, sí, el legado de Roma una vez que ésta desvirtuó y envileció –a su imagen y semejanza- el legado griego. Porque sin idealizar a la Hélade cabe la distinción: ésta no fue el Imperio romano; la Atenas de Pericles no tuvo ni siquiera un intento de pobre remedo en Roma, (el foro no es el ágora) que pasó de la monarquía a la República y luego al Imperio; Roma no tuvo ni filósofos ni trágicos; sólo deformadas y tardías copias en los estoicos y en la comedia en vez de un Aristófanes tuvo a Plauto y Terencio. Virgilio, Ovidio y Horacio no son los equivalentes de Sófocles, Esquilo o Eurípides ni mucho menos de Homero así como Séneca no es ni en sueños el equivalente de los presocráticos ni mucho menos de Aristóteles o Platón. La mitología griega fue directamente importada por Roma, que careció por completo de la originalidad o el genio para reformarla y ni siquiera para re-crearla; lo que sí es indiscutiblemente romano es el legado cristiano: no es casual que esa religión haya podido prosperar en semejante entorno y no es casual tampoco que Constantino la instituyera religión oficial del Imperio al tiempo que trasladaba la cabeza a Bizancio. Ni es casual que otro personaje igualmente dudoso nos legara dos siglos después ambas cosas groseramente amalgamadas: nada menos que esa suma del absurdo que se denomina el derecho romano (con la dimensión –ahora católica- incorporada) es decir, el código de Justiniano (que mucho después, siempre en Occidente, llevaría a su punto de perfección otro aventurero preocupado-como todos estos benefactores- por la legalidad: Napoleón). Y mucho menos casual es que el Vaticano, desde sus mismos orígenes, se haya enquistado en Roma. Nada tiene todo esto que ver con la cultura y la civilización helénicas: la de Fidias, la de Praxíteles, la de Parménides, Heráclito, Zenón y Sócrates. Por otra parte tampoco Julio César es Alejandro (como, en otro contexto pero siempre tratándose de Roma Aníbal – en realidad el partido de los Bárcidas - no fue vencido por Escipión el Africano sino por la propia élite de Cartago que dio pruebas de una miopía y torpeza prodigiosas. Lección que hoy convendría refrescar a más de uno). Y aquí procede una digresión aunque pertinente: Grecia no fue un imperio (de ahí la desvalorización en Occidente con respecto a Roma). El mismo Alejandro era un bárbaro (a pesar de su preceptor y su frecuentación de Homero) y a Macedonia ni siquiera se la consideraba griega. Las ciudades-estado tenían una verdadera y auténtica individualidad: Atenas, Esparta, Tebas, Micenas, Corinto, etc., que en conjunto sí colonizó pero de otro modo y el resultado fue lo que se denominó la Magna Grecia. Por eso sólo se puede hablar del imperio –efímero- de Alejandro. La confusión se instala con toda intención a partir (probablemente aunque por fuerza hubo otros antecedentes) de Dionisio de Halicarnaso que pretende que los romanos descienden directamente de los griegos; falacia reforzada por Virgilio en La Eneida, ya que Eneas es, como se sabe, hijo de Príamo; el otro propagandista mayor del Imperio, Tito Livio, abunda en interpretaciones tendenciosas y distorsionadas encaminadas a fomentar las bases “históricas” romanas y en mayor o menor medida lo hacen también Tácito y Polibio, entre otros. Así se va instaurando una noción muy particular que desembocaría, por fuerza, en otra igualmente fantasiosa: la sucesión del imperio, que conlleva, obviamente, la justificación occidental de sus propios orígenes. Y esto viene a colación porque está directamente relacionado con ese otro delirio de Occidente: el Sacro Imperio Romano Germánico, pomposo título que la mayor parte del tiempo encubría apenas nada y que en su origen procede de la megalomanía de Carlomagno y de su imperio, ése sí, carolingio. Luego se intentó reconstituir los restos en esa especie de fórmula poco afortunada, es decir, la continuidad de lo mismo pero añadiéndole la nota religiosa. Su único momento de verdadero auge –también efímero- fue con los Habsburgo y Carlos V (la prolongación, el austro-húngaro fue sólo eso: una prolongación y, una vez más, es muy revelador que todos estos personajes y otros sus semejantes se dieran a sí mismos el título de César: o Káiser o Zar que son lo mismo (*)). En resumidas cuentas y para no abundar ya en lo evidente y volver al punto de partida: por todo lo expuesto si por ventura este simulacro desnaturalizado que llamamos la civilización occidental viniera a desplomarse y el detonante fuera Grecia entonces, reiteramos, se cerraría de manera perfecta uno de los más penosos paréntesis en la historia de la humanidad.




(*)- La transcripción fonética española no es ni siquiera aproximada. El carácter cirílico no existe, por supuesto, en los idiomas de alfabeto latino pero los franceses e ingleses lo han restituido con mayor propiedad al hacer Tsar, que sí está mucho más acorde con la pronunciación rusa.