sábado, 14 de enero de 2012

Cecilio


Todas las mañanas, a la misma hora, incluso los feriados y domingos el viejo señor pasaba lentamente delante de la casa con su pequeño jardín delantero. Ahí estaba invariablemente Cecilio y ambos se saludaban cordialmente pero sin mediar palabra; era una simple inclinación de cabeza por parte del señor y una sonrisa por parte de Cecilio. Pero la sonrisa de Cecilio tenía siempre una expresión muy simpática, con un toque algo travieso y esto hizo que, con el tiempo y la costumbre, el viejo señor comenzara a contarle (en realidad y a causa de su timidez no hablaba con él; era más bien mediante una suerte de telepatía o simple soliloquio que se justifica) algunas anécdotas y pasajes relevantes de su vida. Cecilio escuchaba atento, sin que variara su continente afable y hasta podría decirse que con empatía. Lo que por supuesto alentaba al paseante. Se trataba de un personaje un tanto grotesco, algo ventrudo, con un andar estrafalario y una cabeza ovoide y calva que no dejaba de recordar la de Pepín Cascarón (o Humpty Dumpty). Así pues una mañana entre tantas, tras saludar como de costumbre con una leve inclinación, se dirigió en su forma particular: “Muy buenos días, estimado Cecilio. ¿Cómo estás hoy? Te veo muy bien, como siempre. Yo, también como siempre, gracias. Ni mejor ni peor yendo mi camino. Imagínate, este itinerario lo he seguido ya por tantos años. Y también hace ya tantos años, Cecilio, allá abajo, en la otra calle, solía vivir un gran amor mío. Me la cruzaba todos los días y nunca pude ni siquiera saludarla –debo decir que siempre he sido muy tímido. Bueno, en realidad sí lo hice, una sola vez. Cómo junté coraje para eso hasta hoy no lo puedo saber pero recuerdo claramente que la miré directo a los ojos y le dije: “Buenos días”. Ella bajó la mirada y…siguió sin tan sólo esbozar un gesto como de reconocimiento. Yo también continué mi camino, con la sangre hecha un torbellino de vergüenza y humillación. Y después, por fuerza, nos cruzábamos, casi cada mañana, ella a lo suyo, yo a lo mío. Y nos mirábamos pero supongo que la diferencia era que yo la veía a ella y lo que ella veía en mí no era más que otro elemento del paisaje, como las casas, indiferentes o los autos, igualmente indiferentes. Ahora hace mucho tiempo que no la veo; ya soy viejo y ella seguramente no es más aquella joven. Sin embargo debo decirte, Cecilio amigo, que siempre (e inmediatamente después de reponerme de aquel sofocón) entendí y disculpé su negativa. Preferí pensarla como una muestra de prudencia instintiva, de una retracción instantánea y a pesar de su inmediatez calculada para no dar pie a ninguna otra familiaridad o tentativa de acercamiento eventuales y no como una vulgar y desabrida falta de educación. Ésa fue la última aventura romántica de mi vida –que no ha sido por cierto la de un Casanova o un Don Juan- y te la cuento porque sé que comprendes y porque en realidad no tengo ni amigos ni parientes a quienes decirles nada y mucho menos algo tan íntimo. También debo confesarte, aquí entre nosotros, que no me interesan ya los demás, salvo muy contadas excepciones. Los humanos cansan, Cecilio, lo humano cansa –tanto lo propio como lo ajeno. Pero otro día proseguimos”. Y fiel a su palabra, porque las gentes de su época se hacían un punto de honor en respetar lo prometido, otro día cualquiera el paseante, tras saludar a Cecilio a la sólita hora, retomó su confidencia: “Verás, amigo, a propósito de lo anterior. Pensé mucho en ello durante años. Las gentes dicen que el amor es ciego y en verdad no se equivocan. Bueno, no del todo. Es una verdad parcial. Te contaré un bello mito; no creo que lo conozcas dado que te pasas la vida confinado en las cosas de tu jardín. Ante todo un mito es una invención que urdimos los seres humanos para explicar de un modo más inmediatamente comprensible asuntos muy hondos y arduos de nuestra naturaleza (y que, por ende, sirven asimismo como exutorios. Este término que tomamos a la medicina quiere decir que descargamos nuestras culpas en esas proyecciones). Éste se refiere a Eros y Psiqué. Eros era un adolescente muy bello y dios del amor, como corresponde a un hijo de Afrodita, diosa, a su vez, del amor. Y Psiqué significa en griego algo así como alma. El punto es que ellos supieron el uno del otro y se amaron al instante y como se dice perdidamente pero con la particularidad de que Eros desde un comienzo hizo saber a su amada que le prohibía expresamente lo mirara bajo cualquier circunstancia que fuera y entonces sólo se encontraron y amaron de noche, en una habitación a oscuras. Ni qué decir tiene que Psiqué, vencida por la curiosidad y también por el temor de la posibilidad de estar yaciendo al lado de un monstruo repugnante desconociendo la prohibición una noche encendió luz y vio a Eros. Y él era lo más bello que se podía imaginar y Psiqué quedó maravillada pero lamentablemente el dios adolescente despertó y comprendió que había sido traicionado. Abandonó a la joven en ese mismo instante y para siempre y ella tuvo que vivir con su amor y su arrepentimiento, también para siempre. ¿Qué quiere decir esta fábula o mito Cecilio? Que sí, el amor debe ser ciego pues una vez que se ve a la persona amada el amor se desvanece y es sustituido por el conocimiento, que es su enemigo natural. Pero también nos dice que quien ama ve algo muy diferente de lo que el mundo ve y eso es porque se halla como en un estado de gracia que lo preserva (que lo enaltece, más bien) de la condición humana común y corriente. Por eso es una ceguera relativa: no ve lo que los demás pero sí ve lo único que realmente importa. Ahora, cuando le acaece que ve de pronto como los demás eso significa que su amor ya se ha perdido”. “En mi caso –prosiguió- me parece que fue más bien a la inversa: yo hubiera podido ser Eros y aquella muchacha Psiqué pero ella me había prohibido a mí que la mirara y yo no respeté esa prohibición, con el agravante, como para Psiqué, que cuando la vi (es decir, cuando la saludé mirándola directamente a los ojos) quedé todavía más enamorado. Y así sigo hasta hoy, aunque sea un Eros senescente, grotesco y ridículo, tal como me ves, Cecilio, pero por dentro, en alguna parte que no sé nombrar, sigo siendo Eros, sigo siendo Psiqué y sé que así será hasta mi último instante”.


Con un suspiro el narrador solitario siguió su camino calle abajo y Cecilio quedó sumido en, al parecer, silenciosa meditación acerca de lo que había oído y en medio del universo acotado de su jardincillo.


Pasaron unos cuantos días hasta que volvió el paseante. Estando algo enfermo no había podido salir a caminar. Pero ahora le aguardaba una penosa sorpresa. Al ir a saludar a Cecilio con el gesto habitual lo vio tumbado en medio del mezquino jardín, con las patas en alto y una marcada grieta en su cuerpo que decía bien a las claras que se había partido en dos. El viejo señor acusó el impacto; tambaleó un poco y se aferró unos instantes a la reja, mirando a su amigo yacente. Sólo podía ver un lado de su cabeza y un ojo que seguía mirándolo alerta. Con un leve temblor y alguna lágrima pugnando por brotar el anciano se retiró, apelando a un esfuerzo de voluntad recobró su compostura y se alejó con una sonrisa triste reflexionando en cuán patético era en realidad él y todo lo demás. Pero aún a pesar de eso tuvo una última cortesía: “Adiós, Cecilio amigo. Me alegrabas las mañanas y te lo agradezco muy sinceramente. La calle ya no será igual sin tu presencia y los paseos que me queden todavía habrán perdido su principal relieve. Sí, te extrañaré y tal vez tú a mí, estés donde estés”. En ese mismo momento un hombre corpulento, vestido con un overol y munido de una maza terminaba de desmenuzar el cuerpo de Cecilio que iba metiendo en una bolsa de residuos. “¡Qué bicho tan feo éste!” pensaba mientras proseguía su tarea. “No sé cómo la gente puede tener estas tortugas de adorno en el jardín y todavía he visto peores y no sé si más grotescos: enanos, cisnes, etc., todos de yeso o resina pintada. Bueno, al menos a éste le cayó una teja encima”. Lo último que entró en la bolsa con la palada definitiva fue un costado de la cabeza de Cecilio, siempre con su ojo pintado alegre y optimista, simpático y travieso.