domingo, 26 de febrero de 2012

Aclaración

En el preciso momento en que ponía punto final a España, aparta de mí este cáliz (ver infra) con muchas cosas más por decir pero reconociendo que el tema es inagotable la coincidencia o la casualidad o el azar volvieron a instalar el punto tocado antes -en Moloc no murió en Fenicia…y en el texto precitado- suscitado esta vez por el deceso del arzobispo Storni. Para los eventuales lectores no argentinos va entonces la siguiente aclaración. Este prelado, arzobispo de Santa Fe (Argentina) fue acusado de abuso sexual en base al testimonio de 47 seminaristas. Ante el cariz que tomaban las revelaciones en 1994 el Vaticano inicia una investigación pero gracias a su jerarquía y a los buenos oficios del nuncio Ubaldo Calabresi Storni puede viajar al Vaticano donde es ratificado en su cargo por Juan Pablo II, a pesar del escándalo ya notorio. Entre 1991 y 1999 habría sido también culpable de malversar fondos públicos (colecta Más por Menos de la Iglesia católica argentina en el distrito de Santa Fe. Hubo denuncias penales al respecto). En 2002 Olga Wornat, una periodista, recopila todos los procedimientos sobre este obispo en el libro Nuestra Santa Madre. Ahora transcribo directamente de Wikipedia: “En 2009 la jueza María Amalia Mascheroni lo condenó a 8 años de prisión por abuso sexual agravado por el vínculo contra el ex seminarista Rubén Descalzo aunque no fue a la cárcel sino que –debido a su edad- cumplió arresto domiciliario. En 2011 la Cámara Penal de la Provincia de Santa Fe dispuso la anulación de la sentencia y que la causa volviera a fojas cero”. A continuación del diario Página 12 (ed. del 21/02/2012): “un sacerdote que habría denunciado los hechos “fue presionado a retractarse por sus superiores jerárquicos”. El fallo señalaba también que los hechos eran conocidos por el cardenal Raúl Primatesta, por el nuncio apostólico Ubaldo Calabresi y otros dignatarios de la Iglesia”. Luego hay otras consideraciones pero hasta aquí se ve claramente cómo estas gentes cierran filas y cómo la complicidad de la justicia sustrae a alguien no sólo del castigo sino de la pena misma. Cabe preguntarse: ¿el Papa hubiera apoyado así a un simple sacerdote? Los demás cardenales y prelados involucrados ¿lo hubieran hecho? Cada cual puede responder por sí, nosotros hemos respondido en Moloc no murió en Fenicia…(en este mismo blog). Pero este triste asunto no termina ahí. Por si hiciera falta una prueba más de la impunidad y el autismo soberbio de estas gentes: “El arzobispo de Santa Fe, José María Arancedo, celebrará el próximo domingo 26 de febrero una misa en memoria del fallecido ex titular de la Iglesia santafesina, condenado por abuso sexual agravado por su condición de sacerdote, Eduardo Gabriel Storni. La misma tendrá lugar a las 20, en la Catedral”. (diario Actualidad y Política, Santa Fe-Entre Ríos, ed. del 23/02/2012- el subrayado es del diario). Ahora bien, Arancedo, además de ser arzobispo de Santa Fe es el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA). A estas alturas cualquier comentario es superfluo. Y para concluir: “Storni residía en una residencia (sic) adquirida por el Arzobispado de Santa Fe en la localidad cordobesa de La Falda, donde llevaba una vida alejada de toda exposición pública y se sostenía con su jubilación”. (mdz –Mendoza- ed. del 20/02/2012). Vale la pena releer la redacción de la noticia, cómo se transmite. Dice, sí, que se compró una residencia y quién la compró y para qué se compró. Pero lo que no aclara en ese cuadro bucólico es que esa jubilación gracias a la cual subsistía Storni es equivalente al salario de un legislador nacional. Pagada, como es obvio, por el Estado argentino y en consecuencia por todos nosotros.




España, aparta de mí este cáliz

“Si cae –digo, es un decir- si cae


España, de la tierra para abajo,


Niños ¡cómo vais a cesar de crecer!


¡cómo va a castigar el año al mes!


¡cómo van a quedarse en diez los dientes,


en palote el diptongo, la medalla en llanto!”- César Vallejo: España, aparta de mí este cáliz



Como ya hice en otras ocasiones me sirvo ahora del conciso y atinado título del libro de César Vallejo porque tiene la virtud de condensar las dos nociones rectoras del siguiente texto: la hispanidad y su legado (cultural obviamente pero haciendo hincapié en la vertiente religiosa, que hasta hoy –por increíble que pueda resultar- le sigue siendo indisociable). Y también porque el peruano fue acaso el menos castellano de los poetas en lengua española. Ya a partir de su mismo origen mestizo, de su país, de su larga residencia en Francia, de su matrimonio con una francesa (Georgette) y, sobre todo, de su particular relación con el lenguaje. En efecto, se trata de una expresión única, tan alejada de Quevedo como de Góngora, de una sobriedad rayana en la aridez pero de un efectismo (en el buen sentido del término) siempre impactante. Extraño a las elegancias y refinamientos de un Rubén Darío, extraño a los acentos folclóricos de un García Lorca, un Jiménez, Alberti o un Hernández, extraño a la amarga y lúcida ironía de un Cernuda, extraño a todo y a todos (menos, o en menor grado acaso, a Juan Larrea, nuestro Juan Larrea, que fue su amigo y exégeta más esclarecido) hubiera debido César Vallejo (si, claro está, ello hubiera sido posible) escribir en quechua, que sin duda le habría resultado más conveniente. Y no es chanza porque andando se verán las razones de haber elegido al más extrañado y más al margen de una herencia –la suya y la nuestra- tan amada y al mismo tiempo y de manera tan palmaria aborrecida y rechazada.


Hacia los 18 años publiqué un breve ensayo sobre Miguel de Unamuno (*). Ese solo dato basta y sobra para resaltar cómo, desde un comienzo, los autores españoles influyeron de manera determinante en mi formación. Cómo abrevé en esas obras tan diversas y en su, a veces, áspera y a veces, muchas veces, apasionada y lúcida letra. Y, desde luego, por su intermedio en la magia de la lengua y el deslumbramiento poético. Esta exposición liminar me pareció procedente, más aún, oportuna, porque lo que sigue es un buceo personal (pero en el que estamos supuestos todos los hispano hablantes) en esos ámbitos que delimitan, de algún modo, lo que es España. Lo que esa España –o, mejor, esas Españas- dejaron como legado, positivo y negativo y en la obviedad de nuestros verdaderos orígenes de hispanos trasplantados que fuimos y seguimos siendo a pesar de todos los sofismas y pretensiones en contrario. Porque esa condición vale tanto para el descendiente de gallegos y extremeños como de polacos y franceses, alemanes, galeses, japoneses o italianos en la medida, claro está, en que hayan nacido en estos tristes trópicos y hablen esta lengua. La carencia de identidad es, en principio, el rechazo a una identidad impuesta pero no menos propia, que se lo quiera o no y, más complejo todavía, la búsqueda desatentada de otra imposible identidad fabricada a partir de retazos que no se sostienen por incoherentes y desvalidos (y por tanto y con toda propiedad, ésos sí inconsútiles). Así como estamos condenados a ser argentinos -que ya se sabe no es más que una entelequia (**)- y en sentido más lato hispanoamericanos estamos condenados a ser españoles sin España y a pesar de España.


Indudablemente poseer un idioma que un día fue idéntico es una trampa. Tenemos que esperar que el habla americana se desarrolle en forma tal que se llegue a la necesidad del estudio recíproco”. (1)



El Unamuno del que trato es el autor de obras tan memorables y entrañables como Contra esto y aquello, Del sentimiento trágico de la vida, Andanzas y visiones españolas, El Cristo de Velázquez, Niebla, Abel Sánchez, La tía Tula pero sobre todo de Vida de Don Quijote y Sancho (2) libro esencial que me contagió de una vez para siempre el amor por la obra de Cervantes, que se tradujo en varias lecturas de ese libro único, cada una una experiencia distinta y sin embargo renovada y otra, con nuevas emociones y nuevas explosiones de risa, a veces hasta las lágrimas; lágrimas nobles, de comprensión, compasión y fiesta. ¡Cómo no estar de acuerdo con ese otro extraordinario escritor que fue Stendhal, cuando pedía que se le concediera la gracia de poder olvidar cada año Don Quijote y Las mil y una noches para tener el placer y la alegría de volver a descubrirlos! El Unamuno que representa, mejor que ningún otro, a esas dos Españas y, para seguir con Stendhal, la roja y la negra. La roja en la pasión y la generosidad, la negra en el arrebato y la negación de la realidad, esto es, de la condición real. Porque no acepta ser relegado a criatura, a lo efímero, a lo perecedero y a ser, en una palabra, un capricho pasajero de alguna divinidad; y se rebela y esa rebelión es irracional y como tal va también de la mano con la pasión (el padecer) y el arrebato que acomete en su ceguera…contra la pared de la nada y ésta es la España negra, la sin sentido, la irracional y acometedora (no en vano la imagen estereotipada que mejor la representa es la de la tauromaquia). La sola diferencia es que ésta no sabe que es inane y Unamuno no sólo lo sabe sino que lo vive agónicamente.



El libro más unamuniano, aparte de la precitada Vida de Don Quijote y Sancho es sin duda alguna Del sentimiento trágico de la vida pero en general planea en toda su obra la sombra ubicua y señera de Sören Kierkegaard, a la sazón el escritor y filósofo más influyente. En particular su noción de un cristianismo pervertido por la institucionalización –aquí se trata obviamente de la iglesia dinamarquesa- resulta aplicable y con tanta mayor razón al catolicismo. Esta influencia –tan perceptible no sólo en Unamuno sino en la época misma- llevará al colmo de la ironía y, una vez más, a la calificación de la Iglesia católica, que no vaciló en incluirlo en el Index (de infausta memoria, como tantos y tantos otros de estos instrumentos) dos décadas después de su muerte. Al autor, nada menos, que de El Cristo de Velázquez (aunque no haya sido por este título la dicha inclusión).


“La angustia del judaísmo es la angustia de la culpa. La culpa es un poder que se extiende en todas direcciones y que, sin embargo, nadie puede comprender en su sentido profundo, mientras descansa sobre la existencia. Lo que deba explicarse ha de ser, por tanto, de la misma naturaleza, así como el oráculo responde al destino. En el judaísmo llena el sacrificio el lugar que en el paganismo ocupa el oráculo. Por eso tampoco puede entender nadie el sacrificio. Análogamente a la situación del paganismo frente al oráculo, es ésta la profunda tragedia del judaísmo”- (3)



Este párrafo comprende, como es evidente, al cristianismo en tanto que derivación directa del judaísmo y al catolicismo como su prolongación totalmente distorsionada y corrompida en esa connotación tan profundamente negativa que tanto lesionaría a Occidente y de la que España, en particular, se hizo la depositaria y propagadora, como si del otro pueblo elegido se tratase. Porque no bastó con desconocer el Nuevo Testamento, es decir, al Cristo mismo sino que se optó por la rigidez y el fanatismo implacables del Antiguo Testamento (notas éstas que tampoco faltan por cierto en el Nuevo, que después de todo de ahí procede, aunque estén comparativamente atenuadas) y, con ello, su obligada secuela de intolerancia, persecución, abusos, exterminios y suplicios. En efecto y para retomar el concepto citado supra el sacrificio ocupó –desde la crucifixión misma- (téngase en cuenta el vestigio concluyente que subyace en la transubstanciación y todavía más su enunciación anticipada con toda nitidez: Este es mi Cuerpo que va a ser ” (Lucas22,19); “Esta es mi Sangre de la Alianza que va a ser…” (Mateo 26,28)), el lugar del oráculo. Culto y credo que nacen de la sangre y exigen sangre y que van más allá, siempre de la mano del catolicismo y, como queda dicho, del español en especial, de la aberrante y bestial ley del talión como axioma primero. Entonces, si ésta es la cara de una España –la negra- corresponde contrastarla con esta otra, que más que la roja propiamente dicha sería su contracara: “Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes –éstos suelen ser tan intransigentes como aquéllos- que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos” (4).


Si es que se puede aventurar alguna interpretación de un tramo apenas de un drama tan complejo, tan laberíntico, tan casuístico en el estricto sentido como el de la pasión se podría decir desde una lectura llana que esa protesta (El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo, lo acepta a continuación de manos del Padre en la agonía de Getsemaní haciéndose “obediente hasta la muerte”. Jesús ora: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz...”) implica el límite del sufrimiento y con él el rechazo de plano al dolor y a su insensatez tan gratuita como esencial: Padre, aparta de mí este cáliz…pero para que la moraleja (que en la ocurrencia no es más que el sólito acatamiento nunca cuestionado: “obediente hasta la muerte”) sea salva el crucificado añade de inmediato, corrigiéndose: “pero hágase tu voluntad y no la mía”( Ev. de Lucas, 24, 42 “diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.»). Ni tampoco es ésta la única negación del Cristo, achacada a su condición humana; sus últimas palabras también encierran un claro reproche: “Padre mío, ¿por qué me has abandonado?” (ya se sabe que existen diferencias notorias entre los mismos evangelistas, propias de quienes escribieron de oídas y no fueron testigos presenciales y ni siquiera contemporáneos de los hechos -ni Juan ni Lucas registran esta frase; sí Mateo /27, 46/ y también Marcos: 15, 34: “Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? Que traducido es: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?”). En ambos ejemplos se plantea el mismo interrogante; el mismo que cada hombre, en su hora extrema, no puede no plantearse y que desde luego no es para nada exclusivo del cristianismo ni de religión alguna sino de la especie en sí desde que en algún ignoto momento de su evolución aprendió a enunciar algo parecido a un concepto. Y ese interrogante –que se lo quiera o no- cuestiona a la divinidad, cuestiona la condición del ser desvalido y miserable, cuestiona la vertiginosa nada que surge cuando la vida deja de ser distracción y necesidad. De ahí entonces el título de Vallejo, salvando las distancias: el mismo planteo, el mismo interrogante sin respuesta, el mismo reproche dirigidos ahora no a ningún dios sino a su representación más feroz y desalmada en estas tierras: España. Y dice claramente lo que quiere decir: no podemos sufrirte más, hemos llegado al límite contigo, España, aparta de nosotros este cáliz. Pero como en el otro caso, como en todos los otros ejemplos, el ruego no será escuchado, el clamor no será oído. Y a los forzados herederos de tan patético legado sólo nos quedaría entonces expresar un deseo, trastocando el sentido original del otro y tan fútil como él: “España ¿por qué no me has abandonado?”.



La célebre boutade o humorada de Unamuno, aquel “¿de qué se trata? porque me opongo” sintetiza a través del aparente humor una constante –y muy poco grata por cierto- del temperamento español, transmitida como un contagio o mal hereditario a estas colonias (de ayer y de hoy). Y que procede de un ánimo contradictorio, cerril, que se opone por la mera oposición, acaso porque oscuramente presienta o intuya que en ello va implícito algo así como un toque de distinción y eso sería, en el fondo, lo medular: distinguirse del resto. Y una de las raíces de ese individualismo primario y caricatural que nos aflige, como personas y como comunidades. Porque, justamente, impide la construcción del vivir comunitario en evolución y la permanencia de sus graduales logros. Porque, justamente, lo que nos está diciendo es la elección –ya como real o segunda naturaleza- de la intolerancia: ni siquiera sé qué es pero estoy en contra de eso, sea lo que sea (“Castilla miserable, ayer dominadora/ envuelta en sus harapos/ desprecia cuanto ignora”). Así, en esta intencionada salida unamuniana reside una verdadera clave de nuestro patrimonio común: quizás la principal responsable de que estemos transitando pleno siglo XXI sin haber sido capaces de lograr mayor cohesión, mayor compenetración, un tejido social sólidamente tramado sino apenas el simulacro de todo lo que aún nos vemos forzados a seguir poniendo en potencial: exactamente la figura –arquetípica- que se describe en El lazarillo de Tormes del hidalgo que habita una casona (totalmente vacía) y que sale a la puerta mondándose los dientes a la hora de sobremesa pero sin haber tragado ni un mal mendrugo. Sólo para que le vean, sólo para aparentar. Porque la apariencia es, en efecto, el otro vicio mayor que va de consuno con el del individualismo y la intolerancia: importa más parecer que tener y ni hablemos de ser. Ha sido tratado una y otra vez; excepcional es el enfoque del hoy casi olvidado Blasco Ibáñez en Arroz y tartana (y si se lo considera más despacio se advierte que es el tema por excelencia de toda la picaresca, desde La vida del buscón hasta el Guzmán de Alfarache sin olvidar algunas de las novelas ejemplares cervantinas y tampoco ese curioso eco tardío que refleja en la distancia –cronológica y cultural- la misma imagen: el muy notable Gil Blas, de Lesage (5)). Y si supuestamente la democracia es el menor de los males no hay más que ver la trayectoria que ha seguido y sigue todavía en todos los países hispanoamericanos y desde luego en España misma: una simple y burda fachada, un simulacro; sistemas que se mondan los dientes a la puerta posando para la mirada ajena cuando por dentro y en sustancia no hay nada sino el añejo vicio arraigado y toda su cohorte de miserias.


Este es un aspecto, acaso el más acusado pero encubre otro, el de fondo, que es el realmente significativo y que lo funda, como a todo lo demás, a saber: ¿qué clase de sociedad es la que determina y hace posible semejante personaje? Porque, como todos, está extraído tal cual de la realidad. Una realidad que ha estratificado por completo las capas sociales (ya se sabe que la válvula de escape y la movilidad social de España sólo fueron posibles por ese golpe de suerte que se llamó América), que ha estructurado la identidad sobre la sola base de la mera apariencia y cuyo mandato consiste en atenerse a sus reglas aberrantes o sucumbir. El escudero o hidalgo (hijo de algo) a pesar de creerse tan merecedor de tal consideración que no puede sufrir el no parecer es, en rigor de verdad, nada, es nadie –recuérdese el viejo lema: “todo perdido menos el honor” –pues bien, su honor es el mondadientes, su honor son cuatro paredes peladas y ni un mal jergón de paja donde yacer, su honor es aceptar las sobras –negando el acto, por descontado- que consigue su sirviente, Lázaro. Esta sociedad le ha metido a martillazos en la cabeza que eso es él; no se le ocurriría jamás, como en otras latitudes, buscar algún trabajo y menos cualquier trabajo para escapar al hambre, para no hablar ya de un trabajo vil porque todo trabajo de las manos envilece, según esta sociedad que llama despectivamente al labriego, es decir, al que le da de comer “destripaterrones” y sin embargo no tiene ningún nombre para el escudero hambreado cuyas ropas que son jirones, retazos y remiendos están sujetas (atacadas) por alfileres. ¿Nosotros, hoy, nos reconocemos en este arquetipo? Los países originados en esta mentalidad tan deficiente y, como dijimos antes, lesiva: ¿nos reconocemos en el hidalgo nada-nadie? Vemos que somos, en conjunto, como hispanos, como latinos y sobre todo católicos, los más atrasados de Occidente. ¿Y no nos preguntamos porqué? Y por si todavía fuera menester añadir otra prueba convincente: de esa comunidad latino-católica que durante varios siglos (de mediados del XVII a mediados del XX aproximadamente dejando de lado y atrás el fenómeno que significó el Renacimiento, justamente el menos –o nada- cristiano de los impulsos culturales ya que propugnaba abiertamente, como es sabido, un retorno a los orígenes “paganos” y que acabó, por desgracia, asfixiado por el catolicismo, por un lado y por el mercantilismo anglosajón, por otro y conviene a este respecto denunciar la aparente paradoja que la iglesia /al menos algunos papas, como Pío II en una fase temprana, Clemente VII –el Médicis, desde luego, no el Carnicero del cisma- o sobre todo Julio II/ sea presentada poco menos que como el alma mater del movimiento cuando en realidad no promovió el Renacimiento cuyo ideario ni comprendió ni hubiera aceptado; si patrocinó artistas y ejerció el mecenazgo de obras singulares ello obedeció en realidad al culto de su propia imagen, es decir, en claro, a la publicidad que significaban esas personalidades creadoras y sus trabajos) fue la región más retrasada y pobre –pobre en todo, no sólo en lo económico sino asimismo en lo tocante a la cultura, las ciencias y las instituciones- es decir, España (y los jirones de su imperio), Italia, Portugal (y los jirones de su imperio) únicamente Francia, como país latino y católico quedó fuera de ese esquema y logró sobresalir y la razón está a la vista; Francia es atípica porque la mitad del país más uno era hugonote, es decir, protestante y aunque mediante otro de estos actos acostumbrados (la tristemente célebre noche de San Bartolomé en la que el partido católico tendió una celada alevosa a sus jefes y luego asesinó en masa a los hugonotes a través del país) permaneció en la órbita de Roma eso no fue sino apariencia, otra vez: la realidad demostró en su momento hasta qué punto la mayoría de la masa era visceralmente anticatólica cuando se le dio la oportunidad en 1789 y después en la etapa napoleónica.



“En términos mundanos las religiones organizadas han contribuido ampliamente a los horrores de la historia. Son innumerables las generaciones, las comunidades étnicas, los grupos sociales que han sido acosados, esclavizados, masacrados, convertidos a la fuerza invocando pretensiones doctrinarias. La ruta que serpentea desde los ghettos (progroms) medievales a los campos de exterminio nazis es sinuosa pero nítida” (6)



Plantearnos esa pregunta que quedó pendiente nos llevaría automáticamente a abordar –como ya quedó esbozado- el legado religioso. Y la respuesta, en primera instancia, no podría ser otra sino reconocer la responsabilidad abrumadora de la iglesia católica en todo el proceso de menoscabo, degradación y estancamiento –o marasmo- que nos sigue haciendo y caracterizando. Porque -y aquí se trata de otro lugar común- España fue la patria de la Inquisición y, por ende, resulta imposible disociar a la religión oficial de todo ese contexto y oficial quiere decir tanto Roma como la iglesia nacional española. Ciertamente esta lacra no nació en España ni fue España el único país en albergarla; ya había antecedentes y por demás contundentes de estos tribunales especiales en otros países pero parece ocioso aclarar que los excesos cometidos en otras partes ni disculpan ni mucho menos exculpan a los cometidos en España. Porque, volviendo siempre a lo anterior, cuando en Europa esa palabra era apenas un mal recuerdo en España se la implantó como una lanza en el costado o, mejor, en el centro. En las postrimerías del siglo XV y durante el siglo XVI (después también, hasta el XIX: aunque parezca inconcebible recién fue abolida por decreto de fecha de 15 de julio de 1834! (7)) cuando los otros países prosperaban y se cultivaban al amparo de la libertad luterana y protestante, en una palabra, reformista, en España florece justamente la Contrarreforma, es decir, el triunfo de los sectores más reaccionarios, fanáticos y cavernícolas de una sociedad que ya estaba lejos de distinguirse –salvo por algunas contadas e ilustres excepciones- ( sobre todo Toledo)- como ejemplo preclaro de tolerancia e ilustración. Recuerdo al respecto la frase tan lapidaria como inapelable de Burckhardt (cito de memoria): “Cuando Italia daba Colón a España España daba Alejandro VI a Italia”. Ya se volverá sobre esto al reseñar esa otra faceta tan indisociable como ineludible: la trayectoria execrable del papado (con las excepciones de rigor, claro está, pero sólo eso: excepciones). Y en cuanto a la cuestión protestante basta para corroborar la aserción anterior recordar simplemente cuántas sectas o iglesias derivaron del primitivo tronco común, aparte de la luterana propiamente dicha: la calvinista, los puritanos, la anglicana, los metodistas, los mormones, rosacruces, anabaptistas (menonitas, amish, etc.), iglesias evangélicas y las numerosas iglesias protestantes nacionales independientes, etc., etc. Si se contrasta esta sola evidencia con las ramificaciones o sólo disidencias aceptadas (?) por el catolicismo huelga cualquier comentario adicional sobre los respectivos climas de libertad y tolerancia.


Volviendo ahora a la Inquisición un hecho en particular resulta notablemente ilustrativo de estos dos aspectos que venimos subrayando; se trata de la prohibición del celebérrimo tratado de Fray Bartolomé de Las Casas Brevísima relación de la destruyción de las Indias (escrito en 1539, enviado a Carlos V en 1542 e impreso en 1552) en el que se describen los excesos, tropelías y, en una palabra, la sistemática gesta genocida perpetrada por las huestes y colonizadores españoles al amparo de la coartada católica, es decir, la evangelización (sí, Las Casas era también sacerdote y sin negar en modo alguno su valor como excepción singular y admirable tampoco puede desconocerse otro móvil para nada inverosímil o improbable: la secular enemistad entre las diferentes órdenes religiosas, entre sí y entre todas contra los jesuitas, que acabaría dirimiéndose con el ataque organizado y victorioso contra estos últimos. Cabe recordar que la Inquisición fue desde un principio asunto exclusivo de los dominicos, a la sombra –en todo el sentido del término- tutelar de su fundador):


“Para esta prohibición, fechada el 3 de junio de 1660, el tribunal de Zaragoza dio las siguientes razones: Este libro contiene una relación de cosas mui terribles y fieras; quales no se leen en las historias de otras naciones, y el autor dice de los soldados españoles y pobladores de las Indias y ministros del rey católico. Parece se debían recoxer estas narraciones por injuriosas a la nación española, pues aunque fuesen verdades…vastava una vez averlas representado a la Magestad Cathólica…y no publicarlas por todo el mundo, que de esto toman ocasión los enemigos de España y los hereges” (8). Como con toda propiedad repara el autor (si bien lo aplica a otro contexto): “pues aunque fuesen verdades…” de lo que se deriva meridianamente que el tribunal no puede negarlo y que aún así lo prohíbe evidenciando con ello una vez más la verdadera índole de estos procedimientos inquisitoriales basados en la mala fe, la negación pura y simple de todo lo que no conviniera a sus propósitos ( las más de las veces inspirados por la codicia y la rapiña: las confiscaciones, que constituían el móvil real de casi todos los procesos) y, por otro lado, la cuestión ya apuntada y siempre subyacente: aunque fuesen ciertas (que lo son) se hubieran debido tratar en secreto (vastava una vez averlas representado…) y no permitir que trascendieran por el mal nombre de España, es decir, en claro: la apariencia. Salvar las apariencias aún a costa de la verdad y con plena conciencia de la falacia. Típico proceder de una institución cristiana derivada de una sociedad tan cristiana como ella.


Pocas veces se habrá visto un caso tal de espionaje y de violación sistemáticos de la vida privada –aun concediendo por supuesto que la noción de lo privado no era para nada la actual pero eso no invalida el concepto- como el practicado por la Inquisición a través de su red de informantes (los familiares) y el aliento constante a las denuncias “espontáneas” que involucraban a los miembros de una misma familia, a los parientes, criados y vecinos e incluso a relaciones fortuitas y fugaces como el episodio de un viajero denunciado por un acompañante desconocido, entre otros de similar o muy diversa índole.


Una lectura diferente, casi apasionante (si se tiene el estoicismo de llevarla hasta el final y además si se sobrevive a la empresa) porque es como un registro de prácticamente todas las anomalías, aberraciones, delirios, ñoñerías y patologías de que puede glorificarse el género humano es la de La Leyenda dorada, de Jacques de Voragine (9). Contiene desde luego el martirologio pero también todo el santerío (ya sé que se denomina más pomposamente hagiografía a esta sarta de consejas y desatinos) con su secuela infinita de ficciones y novelerías tendenciosas que sólo pudieron prosperar en una época y un medio particularmente oscuros y obtusos (y que están todavía lejos de haber desaparecido). La intención de semejante obra era, por supuesto, llegar a la mayoría de las gentes que no podían ni alegar ni ejercer el menor juicio crítico sobre todas estas historietas tan penosas por lo burdas y que además estaban –como todavía muchas lo están- condicionadas a ese efecto. Y ni qué decir tiene que aquellos que sí estaban en condiciones de enjuiciar semejante agravio a la inteligencia y ejercieron esa facultad lo pagaron bien caro. Yendo concretamente, para nuestro cometido, al fundador de la Orden, el así llamado San Domingo, encontramos declaraciones del siguiente tenor, entre otras muchas: a unos que lo acosaban y que enfrentó –siempre por cuestiones religiosas- y que acabaron preguntándole si no temía morir respondió textualmente: “Os hubiera suplicado que no se me infligieran desde un principio heridas mortales sino que se mutilaran todos mis miembros, uno por uno; a continuación que pusieran ante mis ojos cada pedazo que se me hubiera cortado; luego que me arrancaran los ojos y por último que se dejara mi cuerpo a medias muerto y seccionado en tiras anegado en su propia sangre…”. (Vol. II, p.47). Y es tan sólo una muestra de la mentalidad del fundador y por consiguiente una muestra fiel de la mentalidad de toda esa Orden que tanto y de manera tan siniestra se distinguió a lo largo de su trayectoria.


El autor (siglo XIII) era obviamente un dominicano. Y para concluir con este apartado no pueden omitirse ciertas afirmaciones del prologuista (sacerdote católico, por si fuera necesario aclararlo) Hervé Savon, como ésta que no requiere de ningún comentario adicional sino el más obvio: ¿cómo argüir con gentes que proclaman semejantes argumentos?: “El carácter “auténtico” de una narración se evalúa no por la antigüedad y la pureza de la tradición que representa sino por el crédito y la celebridad de que goza en la Iglesia”. (vol. I, pág. 8).




“Y si terribles son quienes dicen actuar en nombre de una autoridad, una jerarquía o una patria, mucho peores son quienes se estiman justificados por cualquier dios”. (10).



Las pobres gentes perseguidas y asesinadas en Inglaterra por orden de Enrique VIII por el crimen de persistir en el catolicismo y no apostatar y convertirse a la incipiente iglesia anglicana; esas mismas pobres gentes perseguidas y asesinadas luego por María Tudor (Bloody Mary) por persistir en la fe protestante y no convertirse al catolicismo; las mismas gentes acto seguido perseguidas y asesinadas por Isabel I por persistir en el catolicismo y no convertirse a la iglesia anglicana; las mismas gentes, ahora de uno y otro bando perseguidas por Jacobo I (VI de Escocia) y por Carlos I; las mismas pobres gentes perseguidas y asesinadas por Cromwell (Lord Protector) por análogas, puritanas y republicanas razones; las mismas gentes por último (?) perseguidas y asesinadas por Jacobo II por persistir en su fe protestante y no convertirse al catolicismo. ¿Cómo no habían de emigrar y procurar fundar una patria verdadera dejando atrás para siempre la intolerancia y el horror? Ésta es la enorme, abismal diferencia con la emigración española: la primera por razones religiosas y éticas para edificar otra vida en otro entorno (fácilmente se puede ceder a la tentación de situar a los padres fundadores del Mayflower en los umbrales mismos de la utopía); la segunda por codicia y hambre (pero con fe monolítica, cerrada, fanática e intolerante) y de paso, como en razzias, para enriquecerse rápido y a como dé lugar y volver a sus lares; nada de trabajo, ningún proyecto más allá de lo inmediato y en consecuencia: tierras arrasadas, poblaciones diezmadas y lo construido apenas réplica de la metrópolis (México, Lima) como bases para continuar el saqueo y la explotación.



En una novela notable la maestría de Eça de Queiroz (11) “reconstruye” por así decir el paisaje bíblico. Hay una implacable descripción de la tierra santa con todas sus miserias y su pobreza física tan ajenas a esa imagen previa totalmente fantasiosa que dan las Escrituras. De igual modo se pasa revista al vergonzoso tráfico de reliquias y a las no menos vergonzosas querellas entre los sacerdotes de las distintas confesiones cristianas, pero luego se toma otro rumbo –y aquí finca su originalidad–en una notable “excursión” al pasado, a la época de la crucifixión (a la que viajan –acaso en sueños pero éste es un interrogante en suspenso- el protagonista Teodorico Raposo y su compañero el erudito alemán Topsius) y la novela se transforma en un verdadero y muy logrado tratado de historia sagrada. La narración termina con una vuelta de tuerca sobre el escepticismo natural, la falsedad y la vileza siempre interesadas del ser humano –características todas que concurren a su verdadera inclinación y determinación de volver a crucificar una y mil veces a todo aquel que quiera apartarlo de (o que por su ejemplo le haga patente) su índole real.


No valdría la pena, en principio, demorarse en antecedentes que se han vuelto ya lugares comunes pero es preciso advertir que, por eso mismo, por ser lugares comunes conviene –aunque de manera somera- enfocarlos desde otro ángulo, el de la distancia o, mejor, de la extrañeza (valga lo anterior: Vallejo y/o cómo ve un no español pero sí español sin España a España) para quitar la máscara del hábito y desvelar (quitar los velos) el asunto mismo. Para comenzar hay que recordar que España –Hispania- (12) fue una de las regiones más marcadas por la romanización, a punto tal que dio dos emperadores –y no de los más insignificantes, por cierto- al Imperio: Trajano y su adoptado Adriano (ambos de Itálica, Bética y un tercero apenas digno de mención que fue Teodosio ya en la decadente etapa bizantina y uno de tantos campeones de la ortodoxia). En esa romanización a ultranza reside una de la claves –si no la principal- para comprender los procesos de la historia española y su temperamento. Cuando, mucho después, le toque asumir el relevo pondrá de relieve, sin el menor equívoco posible, hasta qué punto es la heredera de lo peor de Roma; una fórmula estereotipada pero eficaz lo ejemplifica por ahora: el César Carlos V y su criatura Adriano (otra vez el mismo nombre) de Utrecht o Adriano VI –Sumo Pontífice- es decir Pontifex Maximus, el otro título del Caesar –pareja de la petrificación por excelencia (no se puede enfatizar más, incluso si no fuera deliberado, la condición de ser las dos caras de una misma moneda -y hay que subrayar moneda- a pesar de todas las diferencias, siempre surgidas del mutuo afán de poder, huelga decir: supuestamente poder temporal y espiritual pero en realidad apetito de poder puro y simple por ambas partes: imperio versus papado y las constantes disputas, guerras y enfrentamientos que protagonizaron (13)) representan, en efecto, una fugaz copia deformada del apogeo de Roma. Ya se volverá sobre esto porque, via facendo, no hay que pasar por alto otros componentes también fundamentales: los reinos visigodos (14), el determinante aporte judío y el largo periodo de la ocupación árabe –procesos particularmente propicios, cada uno a su manera y que, lamentablemente, cesaron para que el conjunto acabara desembocando en Castilla con una reunificación harto cuestionable (y ya preñada de esa obsesión psicópata que desde Carlomagno se mantenía siempre latente: el desvarío imperial, con antecedentes diversos, como el de Alfonso VI autoproclamado emperador en el siglo XI - (15)) habida cuenta de que la unión política y el tan cacareado “tanto monta, monta tanto” complementan sin duda ese dúo tan dispar y tan pavorosamente nefasto; Isabel llega y se mantiene en el trono usurpado pisando gradas de cadáveres –el conflicto con doña Juana, la “Beltraneja” y Portugal- y en términos generales lo menos que se puede decir de la historia de Castilla es muy poco edificante: basta y sobra con leer, entre otros textos, las crónicas del canciller Pero López de Ayala que tienen la ventaja inapreciable de venir de la mano de un testigo directo y protagonista de excepción (abarcan los reinados de Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III de Castilla (16)) pero tampoco –y aquí se vuelve a lo del dúo- Aragón es otro dechado: simplificando mucho cabe apuntar que añade la duplicidad, la sed de expansión y una codicia tan insaciable como artera (cualidades que tanto distinguieron al otro católico: Fernando) a la misma sed de expansión, altanería e intolerancia de aquella Castilla miserable,/…/ envuelta en sus harapos ( Machado dixit). Y asimismo cabe señalar el dato crucial de que, comparada con Francia o Inglaterra, España tardó mucho en unificarse y sólo lo consiguió –como todo- a golpes de maza. Sin duda el centralismo es una característica europea pero lo que se sofocó o se asimiló temprano con diversos métodos en los otros países en España ni se sofocó ni se asimiló del mismo modo: esas etnias originarias –íberos, celtas y demás (entre los cuales los países vascos o vascones para no olvidar al francés, así como tampoco a la Cataluña francesa. Para comprender hasta qué punto es diferente del resto de España el país vasco y por ende hasta qué punto representa el fracaso irrecusable de esa “unificación” -además del precedente del Ducado de Vasconia- hay que precisar que no sólo es una cuestión de idioma sino que fue menester establecer una categoría ad hoc para el acertijo étnico: franco-cántabro-pirenaico con aportes célticos sin omitir, por supuesto, la otra hipótesis –igualmente plausible- del origen bereber via la expedición de Aníbal) no perdieron su individualidad ni quedaron confundidas en el mosaico español; muy por el contrario protagonizaron una y otra vez revueltas y sublevaciones reprimidas con la saña y el encarnizamiento característicos castellanos (entre otras las conocidas sublevaciones de las comunidades durante el reinado de Carlos V, aunque se les atribuyan a los fines históricos móviles puramente económico-políticos). Los fueros representarían entonces su aspecto residual más ilustrativo.


Otra faceta que no se puede omitir aunque por lo común no se le da toda la relevancia que tiene es el hecho de que en España no hubo nunca, a partir de Fernando e Isabel y la mencionada reconquista o reunificación, una dinastía española. Su hija Juana fue reina de Castilla pero casó con el hijo de Maximiliano de Habsburgo, Felipe y a su vez el hijo de ambos, Carlos, fue I de España (y V de Alemania) pero era flamenco, nacido en Gante. Cuando llegó para su coronación a España no hablaba una palabra de español. Y esta dinastía, como se sabe, va degenerando hasta llegar a la penosa y patética figura de Carlos II, el Hechizado (no hay más que contemplar el célebre retrato de Carreño para corroborar semejante apodo y hay que aclarar que probablemente la tara venía de lejos; una anécdota harto ilustrativa consignada por Menéndez Pidal ilumina sin concesiones la verdadera personalidad de Carlos V (17) y por otro lado tampoco puede desconocerse la herencia del lado materno, de los Trastámara con la ya mencionada y bien conocida Juana la Loca en primer término; también resulta más que esclarecedor al respecto el estudio de Gregorio Marañón (18) sobre Enrique IV -el Impotente- y pueden añadirse unos cuantos casos más) que muere sin descendencia y comienza entonces la guerra de sucesión española entre Francia y Austria que se salda a favor de la primera. Felipe V, impuesto por Luis XIV, su abuelo, inaugura la dinastía de los Borbones que es la que continúa hasta hoy, siempre impuesta, por supuesto (uno de los testimonios más verosímiles y apasionantes sobre esta guerra de sucesión es el del duque de Saint-Simon, enviado francés a la corte de Madrid. En sus Memorias relata las negociaciones, las tretas y ardides –como la sustitución del confesor del rey para torcer su primera voluntad e inclinarlo a favor de Francia o la omnipotencia de que hacía gala el privado, cardenal -¡cuándo no!- Portocarrero, presidente del Consejo y uno de los artífices principales del subsiguiente descalabro- y, en una palabra, todos los entretelones de esta farsa siniestra (19)). En consecuencia no hubo administradores de los intereses genuinamente españoles o nacionales sino meros agentes o representantes de las políticas de otras coronas que rigieron (y desbarataron) los destinos de España (y conviene no perder de vista esta defección profundamente perversa –contrapeso obligado del otro ya mencionado legado igualmente desnaturalizado y perverso- porque de ahí también venimos y está más que reflejada en las distintas historias nacionales). Algo similar sucedió en Inglaterra (no así en Francia donde hubo siempre dinastías originarias: Capetos, Valois, Borbones y en su caso Orléans) porque en realidad la sola dinastía inglesa fue la de los Tudor (se entiende del reino ya consolidado como tal y sin tener en cuenta a los primeros reyes sajones o los interregnos de Lancaster y York). Desaparecidos sus cuatro representantes se acudió ya a los holandeses o a los alemanes como antes se había estado bajo los dinamarqueses y normandos y los Plantagenet- (y tanto es así que la actual familia reinante adoptó el Windsor para “anglicizarse” porque sus miembros son en realidad de la casa Sajonia-Coburgo-Gota). Pero a diferencia del caso español estas distintas dinastías implantadas fueron en verdad y en términos generales más nacionalistas que los mismos anglosajones y defendieron esos intereses; ello explica, parcialmente, por supuesto -pero en modo alguno es un dato menor- la primacía inglesa a partir del siglo XVII.




“Esta idea es producto directo del cansancio histórico del alma occidental y sus consecuencias están a la vista. América es el campo del mundo en el que se puede vivir sin espíritu, en el que el espíritu es una demencia, en el que se ha convenido que todo el esfuerzo humano debe limitarse a lo económico o sea al mínimo necesario para la subsistencia. De este mínimo –como tenía que ser- se ha hecho el máximo y el cuadro de valores que rige la existencia de las sociedades americanas es en su totalidad, aunque se pretende encubrirlo, de índole económica. América es un mundo en el que se está realizando la infernal experiencia de vivir el desatinado sueño de un continente fatigado, harto de la vida”. (20)




Probablemente la causa principal de la decadencia del imperio haya sido la notoria incompetencia en la administración yendo de par con una corrupción cada vez más acentuada, a modo de gangrena y paralelamente la característica particular que delimitó las regiones del Nuevo Mundo exclusivamente a la corona de Castilla, en virtud del régimen de autonomía de los dos reinos. Sólo después de la muerte de Isabel su viudo Fernando puede disponer que los aragoneses tengan también el privilegio de embarcarse en la aventura americana en un pie de igualdad con los castellanos. Como justamente se ha señalado (21) este rasgo marcó todo el proceso colonizador: las posesiones no eran ni de España ni de los reinos –ni después del imperio- sino de la corona de Castilla y su titular, en consecuencia, el único propietario. Por otra parte hay estudios detallados, con cifras y cálculos extraídos de los diferentes documentos históricos (22) que ilustran sobre las fases sucesivas de la decadencia y el constante y cada vez más profundo abismo financiero y económico a que condujeron las sucesivas e incesantes guerras, la pésima política exterior –salvo muy pocas excepciones que en nada modifican el fiel de la balanza- la dilapidación y el despilfarro sin medida, la proliferación de agentes o funcionarios estatales, es decir, la burocracia parasitaria, los negociados y el contrabando, muchas veces practicados por el mismo gobierno (en contra de sus propias leyes y normas) para salir de situaciones de más en más apuradas, etc. El imperio fue pues efímero: ya los reinados de Felipe IV y Carlos II están signados por todas estas taras enunciadas. Una vez más: después de tanto tiempo ¿nos seguimos reconociendo en este tan ingrato retrato?



Para contribuir a una visión de la España decimonónica y verificar la persistencia del mismo desolador panorama a lo largo también de este siglo, con todas las taras y defectos que se han venido señalando conviene recurrir, aparte de a las obras específicas de consulta como la ya clásica de Manuel Tuñón de Lara (23) entre otras a un autor singular como Mariano José de Larra. Sus –en su momento- célebres Artículos son textos que retratan una España decadente, estancada, abordada a veces desde el pesar y a veces irónicamente pero siempre con una rara lucidez. Todos los vicios y las escasas virtudes del mundo hispano (e hispanoamericano por simpatía) son expuestos de tal manera que aún pueden reconocerse en estas distintas y sin embargo comunes realidades. En particular: El castellano viejo, Vuelva usted mañana, En este país, ¿Entre qué gente estamos? Un reo de muerte. (24).




¿Qué tienen en común San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Santa Teresa de Ávila, San Juan Bautista de la Concepción, Fray Luis de Granada, Santa Catalina de Siena, San Juan de Ávila? Menos la italiana que todos fueron perseguidos por la Inquisición a pesar de ser los representantes máximos de la mística y el ascetismo. La razón es más que obvia: la profunda desconfianza de una iglesia esclerosada hacia expresiones y manifestaciones que por fuerza no puede comprender ni –caso contrario- compartiría, porque ejemplifican, justamente, todo lo que esta iglesia no es, es decir, ni espiritual ni mística. ¿Cómo, en efecto, no habría de perseguir a estos exponentes de lo mejor del cristianismo una estructura en la que la letra mató al espíritu hace tanto tiempo?- Y no sólo perseguir sino seguir desconfiando y rechazando hasta el final, hasta que los siglos hayan limado todas las aristas ya revolucionarias o reformadoras (que es la nota común –la cristiana por excelencia-que tampoco se les puede perdonar) y no suponga más un peligro el reconocimiento. Basta y sobra con echar un rápido vistazo: San Juan de Ávila (1500-1569) procesado por la Inquisición. Fue canonizado por Paulo VI en 1970. Santa Teresa de Ávila (1515-1582) perseguida por el nuncio y denunciada varias veces a la Inquisición. Fue canonizada en 1622 por Gregorio XV. En 1970 Paulo VI la proclama Doctora de la Iglesia. Fray Luis de León (1527-1591) procesado durante 5 años por la Inquisición. Ni siquiera fue beatificado. Santa Catalina de Siena (1347-1380)- Canonizada en 1461 por Pío II. En 1970 Paulo VI la proclamó Doctora de la Iglesia. San Juan de la Cruz (1542-1591). Encarcelado por los Carmelitas calzados durante 8 meses logra evadirse. En 1591 es destituido de todos sus cargos. Canonizado en 1726. En 1926 Pío XI lo proclama Doctor de la Iglesia. San Juan Bautista de la Concepción (1561-16613)- Canonizado por Paulo VI en 1975. Fray Luis de Granada (1504-1588). Perseguido por la Inquisición. Beatificado en 1997. Siempre se ha argumentado para estas curiosas demoras la prudencia pero ésta no se ha observado en muchos otros casos; la verdadera razón debe, pues, buscarse en el común denominador apuntado. Y ello tanto más si se procede a una comparación igualmente somera con otros procesos de índole política y/o utilitaria, es decir, de aquellos que sirvieron a la iglesia sin procurar cambios ni cuestionar el autoritarismo vertical. Por ejemplo: Santo Tomás de Aquino (1224-1274). Canonizado en 1323. Declarado Doctor de la Iglesia en 1567- San Francisco Javier (1506-1552). Canonizado por Gregorio XV en 1622. San Bernardo de Claraval (1090-1153). Canonizado en 1174. San Francisco de Sales (1567-1622). Canonizado en 1665. San Ignacio de Loyola (1491-1556). Canonizado por Clemente V en 1622. Santo Domingo de Guzmán (1170-1221). Canonizado por Gregorio IX en 1234. A los que se suman Karol Wojtyla (1920-2005): Beatificado en 2011 y Escrivá Balaguer (1902-1975) canonizado en 2002. Y si se quiere un ejemplo aún más demostrativo el de la albanesa Teresa de Calcuta (1910-1997) cuyo proceso de beatificación se redujo, por dispensa papal, de 5 a 2 años. En efecto, omitiendo pasos previos se la proclamó beata en 2003. (Sin enjuiciar aquí su trayectoria baste recordar que se caracterizó también por su fidelidad incondicional a la jerarquía y a la dogmática, sin el más mínimo cuestionamiento y que representó, desde este punto de vista, el sector –sectario- más reaccionario de la institución, al igual que los otros dos anteriores). Como se advierte al cotejar todas estas fechas la prudencia y la detención están, sí, pero de un solo lado.



Cuando se habla de complicidad no se trata de un mero y vacuo enunciado. Durante siglos la iglesia católica, confabulada con los poderosos de turno, ha venido sosteniendo el dogma del origen divino de los reyes al mismo tiempo que se reservaba para sí el mismo origen en un marco de pretendido poder espiritual. El daño infligido a incontables generaciones por este timo mancomunado es simplemente incalculable como tampoco es posible cuantificar las víctimas que se alzaron contra esta otra burda maniobra y así lo pagaron. Y cabe preguntarse, una vez más: hoy todavía está esta misma iglesia y hay todavía –por aberrante que sea- monarquías en el mundo. ¿Acaso sigue la primera manteniendo aquella patraña? No, por cierto, no en lo tocante al origen divino de los reyes. Sí, por descontado, en lo que a sí misma se refiere. Y así como el orden social fue trastocado y sucedieron las repúblicas y otras formas de gobierno al feudalismo y la monarquía es de esperar que la dimensión espiritual –la verdadera- sea a su vez revisada y corregida de una buena vez por todas (25).


Un ejemplo por antonomasia del fanatismo y la intolerancia del cristianismo es el asesinato –singularmente odioso- de la célebre Hipatia (hacia 370- 415) porque demuestra de manera concluyente la verdadera índole de esta religión en sus distintas expresiones. En efecto, aquí, aparte de la reacción ante todo lo que irritara los fundamentos (o, mejor, supuestos tales) de sus doctrinas (es decir la supresión lisa y llana que luego se convertiría en costumbre inveterada no sólo por perturbar sino por la manifiesta imposibilidad de responder; la única respuesta ha sido la matanza y la eliminación sistemática) también muestra el episodio antedicho otra característica mayor ya apuntada: una misoginia de rara intensidad y hostilidad. Sin ánimo de idealizar es evidente que se enfrentaban dos concepciones diametralmente opuestas: la claridad conceptual y la tolerancia basada en el diálogo propias de la escuela neoplatónica, de la que Hipatia era esclarecida representante y el fanatismo más primario y bestial azuzado en la ocurrencia (esto también se volvió costumbre) por el patriarca de Alejandría Cirilo. Aunque este crimen atroz (la filósofa fue lapidada y descuartizada; después quemada) haya quedado en la historia como uno de los hechos más vituperables no nos asombra que su instigador, el siniestro personaje mencionado, el patriarca Cirilo, haya sido, a su muerte en 444, santificado y considerado Doctor de la iglesia (¿sería redundante hablar aquí de otra costumbre?). Hipatia fue, en realidad, una víctima más de las turbias y sangrientas querellas y disputas por el poder entre Alejandría y Constantinopla, a las que tampoco era ajena Roma. Una nota final. Según la leyenda la turba de fanáticos asesinos fue liderada por un tal Pedro…



“La democracia, tal como la conocemos (o la república moderna) es un fenómeno esencialmente protestante. El protestante no hace gran cosa, pero al menos protesta. Yo no permitiría que ningún grupo religioso tuviera escuelas. Y sin escuelas propias dentro de dos generaciones no habría Iglesia católica, porque sus doctrinas son tan perniciosas que nadie que esté en su sano juicio podría aceptarlas.” (26).



El Vaticano es perjudicial para la salud


(graffitto callejero)



Como corolario provisional cabría interrogarse sobre la oportunidad ¡a estas alturas! de demoler de una buena vez ciertos supuestos sobre los que todavía se siguen “afirmando” algunas estructuras sociales. Ya se ha tratado del legado hispano y sus secuelas marcadamente negativas entre las que no es la menor, por cierto, el lastre del catolicismo. Pues bien, uno de esos supuestos –tan mayúsculo como ubicuo en estos países hispanoamericanos- es seguir dando por sentado que la mayoría del pueblo es católica y, en consecuencia (aunque no se sepa porqué aparte del eterno connubio entre el hisopo y el sable) es obligación del Estado sostener a esa iglesia. Esto quiere decir que no sólo no puede haber un presidente no católico, lo que es ya el colmo del absurdo (en el caso argentino –e incluso peruano (protectorado) o chileno- resulta notable la incoherencia; por un lado un culto oficial impuesto como de costumbre sin más consultas ni cabildeos y por otro un héroe indiscutido, sacrosanto, padre de la patria, etc. etc., que era masón declarado: tercer grado y después la logia Lautaro. ¿Qué hubiera pasado si San Martín hubiera sido presidente o director de las Provincias Unidas -como Alvear y Posadas- pero siendo San Martín? ) sino que incluso hoy los representantes de esta boqueante teocracia se estiman autorizados (sin que haya nada que legitime semejante pretensión aparte de ese supuesto que se acaba de mencionar) a intervenir en temas y asuntos que no les competen en modo alguno; se trata, por ende, de claras intrusiones que no deberían ser toleradas y que nada tienen que ver con el ámbito confesional. Pero la cuestión va incluso mucho más allá. Significa también que todos los que no adherimos a esta imposición nos vemos obligados a costear, con nuestros tributos, semejante tinglado. En efecto, se pagan los salarios de sacerdotes y monjas, de los prelados y demás miembros parasitarios de la jerarquía; se exime a esta iglesia de impuestos territoriales y otros lo que no es poco habida cuenta de que es una de las principales propietarias inmobiliarias; tiene sus colegios propios, focos de propaganda y adoctrinamiento, a los que también se contribuye pagando parcialmente el sueldo de los enseñantes (¿porqué, una vez más, puesto que son instituciones privadas que cobran y bastante?). Toda la supuesta (éste es otro supuesto, por supuesto) obra de beneficencia que lleva a cabo esta iglesia se hace íntegramente a costa del ciudadano, ya sea Cáritas –con una red social que pagamos todos, como queda dicho- y con contribuciones particulares o cualquier otro proyecto parroquial de la índole que sea que paga invariablemente el vecino. Si se restaura uno de sus edificios el procedimiento es el mismo y ni hablar de su Universidad y mucho menos de temas tales como la difusión en prensa o en radios (por ejemplo, en Córdoba, La Voz de María) que son costeadas completamente por la comunidad (sé lo que digo: para no opinar desde el mero prejuicio o peor, su casi sinónimo el desconocimiento, dediqué bastante tiempo a escuchar la emisora mencionada. En un momento dado comenzaron a solicitar contribuciones para instalar una antena más potente y desde entonces la campaña no cesó hasta que se logró el cometido pero eso sólo es la punta del iceberg: la estación en su totalidad se instaló del mismo modo). ¿Dónde van pues los recursos incesantes y cuantiosos que se extraen de esta manera vampírica de aquí y de otras naciones? Sería ya hora de convocar a un referéndum sobre este asunto y comprobar si en verdad el pueblo es tan masivamente católico como se pretende (de lo que es lícito dudar: son incontables los seminarios y noviciados que han debido cerrar por falta de candidatos) y si tiene sentido (nunca lo tuvo pero ahora todavía menos) seguir manteniendo esta tan pesada como abusiva carga. Y que por fin el Estado sea laico, como debe ser y la libertad de cultos una realidad absoluta sin más discriminaciones.



Se hizo referencia al pasar a la historia del papado. Es un tema vasto que puede relacionarse, desde luego, con la trayectoria misma de la institución. En primer lugar se ha de tener presente que la iglesia originaria era, como no podía ser de otro modo, igualitaria y, por consiguiente, entonces sí cristiana. Y los obispos eran tan sólo miembros iguales con ciertas responsabilidades comunitarias. Pero a medida que ese núcleo primitivo fue creciendo (tras el traslado a Bizancio, la decisión de Constantino de instituir el cristianismo como religión del imperio, el tan controvertido legado territorial. Y más tarde un poco más de lo mismo: el cisma con la iglesia de Oriente –ortodoxa griega, después la ortodoxa rusa) así fue cambiando hasta llegar a un punto en que el obispo de Roma comenzó a concentrar la suma del poder. Se transformó pues, gradualmente, en un primus inter pares. Y luego se fue distanciando más y más con la complicidad de una camarilla motivada por los mismos intereses (una de las razones de su éxito institucional, además de su índole medularmente corrupta, fue y sigue siendo la continuidad casi ininterrumpida de ese esquema: la misma camarilla, después y hasta ahora conocida como el Sacro Colegio y el mismo obispo, ahora Sumo Pontífice). Ya no se trató más de Cristo ni de su mensaje y ni siquiera de su simbología (sino de adueñarse en exclusividad de la marca registrada) pero sí se trató de silenciar a quienes en su seno mismo recordaban a Cristo y protestaban ante el escándalo. Y entonces se fue revelando la verdadera naturaleza de esta simbiosis contra natura y dispuesta a todo para conservar sus privilegios. Como lo denunciaron muy justamente los así llamados heréticos o heterodoxos esta iglesia se transformó en el anticristo, anatema que asestaba ella misma a todos sus oponentes. Y el auto proclamado sucesor de San Pedro (no es por azar; se trata justamente del menos cristiano de los apóstoles, justamente el que negó tres veces al maestro y del menos espiritual: lo comparó a una piedra, por su nombre) siempre aliado y cómplice de las clases dominantes, se auto proclamó también infalible –no como dogma, eso es ulterior, sino en los resultados mismos-: quien no estaba de acuerdo con su interpretación canónica debía perecer. La infamia ocupó ahora el lugar de la fe como esos indignos personajes habían usurpado la función de los apóstoles. Brevemente se recordará a Prisciliano, a los gnósticos, a los albigenses y éstos son sólo algunos episodios internos (con toda su execrable vileza) de disensiones ahogadas en la sangre. En una palabra supuestos cristianos contra verdaderos cristianos. Sin olvidar por cierto otra infamia aún mayor, si cabe, entre tantas y tantas: el exterminio de la Orden del Temple llevado a cabo por Felipe IV el Hermoso de Francia y el papa Clemente V, que se repartieron los despojos. Y en lo externo las Cruzadas, las guerras de religión atizadas y mantenidas, las guerras de expansión de los propios Estados pontificios. Un ejemplo incontrastable de estos procedimientos habituales es la IV Cruzada (siglo XIII) a la que se presentó como una más para rescatar los santos lugares cuando en realidad fue una expedición de saqueo y destrucción de Bizancio. Es decir contra cristianos. Tras todos estos crímenes y tantos más que hoy se denominarían de lesa humanidad (la caza de brujas con sus innúmeras víctimas es un capítulo aparte porque es todavía más siniestro; producto típico de una religión que culpabiliza al ser humano simplemente por haber nacido –sin haberlo pedido, huelga aclarar- con el pecado original y luego le vende de por vida la absolución y la salvación, es decir: lo disculpa. En este negocio sórdido se inscribe, entre otros similares o paralelos como la venta de bulas e indulgencias, la caza de brujas que refleja otra faceta amable de esta institución: su acusada misoginia, ya señalada) están los papas. Hablar de Alejandro VI (Rodrigo Borja o Borgia) es ya un tópico; ni siquiera la Iglesia católica, con su invariable mala fe, ha podido negar o desconocer la sima de horror y de iniquidad que representaron los pontificados de éste y de su predecesor y tío Calixto III. Pero también están los cismas, papas contra papas; en determinado momento nada menos que tres de ellos excomulgándose recíprocamente (siglo XIV: Urbano VI, Clemente VII, Alejandro V y también la continuidad de Avignon con Benedicto XIII, el célebre Papa Luna). Estas gentes pretenden que el Espíritu Santo preside su elección: ¿acaso estaba ciego –en ésta y en tantas otras ocasiones- que no se decidía entre tres candidatos a la vez? Y luego no se puede pasar por alto a Jan Hus (y a los husitas) víctima(s) de otra traición abominable tramada entre el emperador Segismundo de Luxemburgo y el (como así los llama la misma iglesia en un vano intento de expurgar algo de tan bochornoso pasado) antipapa Juan XXIII en el Concilio de Constanza. Y ya nos referimos a la Inquisición y la lista es interminable pero no se puede cerrar sin resaltar el papel decisivo del catolicismo en la persecución y exterminio de los judíos a lo largo de la historia. Fomentó el antisemitismo desde muy temprano y es responsable de los diversos genocidios en Europa, particularmente en España. La formulación de Steiner es, obviamente, exacta pero hay que ponerle nombres; no sólo en la alta y la baja Edad Media: detrás de Hitler y del Holocausto está la iglesia católica; al lado de Hitler está Pío XII, que jamás denunció el concordato con el III Reich, es decir el célebre Concordato llamado Imperial de 1933. Después Pacelli procuró distanciarse un tanto (1937) pero él fue el artífice y tanto que a pesar del doble discurso habitual de la iglesia permanece el hecho innegable de que el concordato todavía está vigente (y aquí cabe una digresión: hablar de pío en el caso de Pacelli, ese exponente del fanatismo más extremo y el más rancio conservadurismo, tan pro nazi como el mismo Führer, es un abuso grotesco del lenguaje. Salvo muy contadas excepciones –acaso Pío II (Eneas Silvio Piccolomini)- este apócope de piadoso les conviene tanto como llamarse Clemente o Benedicto). Rolf Hochhuth en su obra de teatro con la que se hizo famoso cuestiona el papel desempeñado por Pío XII en el Holocausto, su silencio y sus omisiones. El mismo papa aparece en escena al lado de personajes ficticios y otros verdaderos (Eichmann, coronel S.S, el Nuncio, etc.). El Vicario suscitó un sonado escándalo al publicarse el libro y simultáneamente estrenarse la pieza en Berlín (1963). De esta obra extraemos la siguiente cita de François Mauriac: “…y el silencio del Papa y de la jerarquía no era sino un horrible deber; se trataba de evitar mayores males. Sucede que un crimen de esta envergadura recae en parte, y no mediocre, sobre todos los testigos que no protestaron, sean cuales fueren las razones de su silencio” (27).



Y puesto que hemos llegado a la etapa contemporánea corresponde añadir algunas notas adicionales para completar de algún modo este esbozo. En uno de sus sólitos gestos demagógicos la iglesia ha pedido perdón por su pasado (y para que lo haya hecho es evidente, hasta para un católico, que había sobrados y fundados motivos). Pero lo que no ha dicho es que su pasado, como es obvio, determina su presente. Sigue siendo, pues, la misma a pesar del gatopardismo de un Vaticano II (mera declaración de intenciones jamás verificadas en los hechos, salvo contadísimas excepciones. Desde luego aquí se trata de la jerarquía y no de lo que hace posible que exista todavía la iglesia católica, es decir, de los auténticos cristianos de buena fe que obran en la base, a menudo en condiciones muy arduas y desafiando las más de las veces a esa jerarquía retrógrada). Y tanto es la misma que el siglo XX vio nacer otra de estas inspiraciones pías, nada menos que el Opus Dei (1928). Y tanto es la misma que se ha apresurado a canonizar a Escrivá de Balaguer (como se dio prisa con la beatificación de Wojtyla). Dicha preclara inspiración ha venido asociada desde su creación con cuantos desmanes y tropelías han perpetrado las derechas y extremas derechas en todos los países católicos. En consecuencia no causó la menor sorpresa que se la asociara igualmente con el turbio affaire (en francés el término es femenino) del Banco Ambrosiano, hoy olvidado por supuesto, como todos estos embarazosos episodios. Para exponerlo de manera harto concisa: el principal accionista de dicho Banco era el Banco Vaticano (sí, este minúsculo Estado es un paraíso fiscal y una multinacional financiera, entre otras cosas; nos preguntábamos adónde iban a parar los ingentes recursos procedentes de todo el mundo) y el obispo Paul Marcinkus su presidente. El Ambrosiano quebró –léase un fraude descomunal- y el Vaticano debió afrontar ciertas consecuencias inevitables pero no se pudo impedir que salieran a la luz los contactos con la mafia (M. Sindona), con la logia P2, etc., amén de una serie de muertes más que dudosas como los “suicidios” de Calvi y su secretaria (hubo otras) para no hablar –de lo que entonces sí se habló y mucho- del mismo Luciani, es decir Juan Pablo I. A todo esto y demás detalles enojosos se les puso sordina de acuerdo con lo habitual y borrón y cuenta nueva. Pero en esa cuenta nueva entró también lo que a falta de mejor nombre hay que resignarse a llamar la moral católica; los incontables casos de abusos de menores o pedofilia, no sólo en los EE.UU sino en todas partes. Claro está que desde siempre se sabía en cada ciudad, aldea y comarca de Europa que el cura local tenía su barragana y sus hijos del mismo modo que los papas y cardenales para no hablar ya de la homosexualidad (entonces sodomía o pecado nefando) dentro de todas sus instituciones, tanto monásticas como conventuales. Asimismo es archi sabido que eran célibes porque habían hecho voto de castidad –y también el de pobreza- y por ende se hallaban muy lejos de las tentaciones tanto de los bienes de este mundo como de la carne. Así esta iglesia ejemplar podía –y de hecho pudo y no se privó de hacerlo- condenar a todos los de afuera que cometían estos pecados y entregarlos (relajarlos era el término inquisitorial) al brazo secular y a las llamas, porque era tan sensible que no podía ver la sangre que ella misma derramaba tan pródigamente. Ahora bien, la intervención de Juan Pablo II en alianza con Reagan y otros adalides libertarios de similar calaña que derivó finalmente (no determinó sino que desde luego contribuyó) en la disolución de la URSS no reparó en un factor crucial: que dejaba el campo expedito a otro enconado opositor que resultaría a la postre más peligroso que el comunismo; el puritanismo protestante que tanto caracteriza en particular –aunque en modo alguno exclusivamente- a los EE.UU. No es por tanto casual que las denuncias más numerosas y decididas provengan de ese país o de los países de la órbita protestante. Desde luego es simplemente imposible negarles un fundamento irrecusable. El mismo Georg Ratzinger, hermano de este papa actual (tan cercano también en su juventud del nacional socialismo) se vio envuelto en varios casos de pedofilia ocurridos cuando dirigía el coro de la catedral de Ratisbona. Por descontado que también esto se ha silenciado y como en el caso del Ambrosiano ni hubo ni hay ni habrá nunca responsables. Proseguir este resumen sería por demás prolijo; simplemente se procuró traer a colación datos y hechos que se han ido olvidando, ya sea intencionalmente o bien relegados por el mismo incesante alud informativo. Pero son ejemplos que bastan para el propósito: poner de relieve la catadura moral de estas gentes que persisten en dictarle al mundo no sólo conductas sino códigos éticos.


Una palabra final. En el colmo de la ironía los practicantes o los así llamados fieles se estiman en la actualidad perseguidos; creen ver en las denuncias (que su iglesia ya no puede amordazar o silenciar como antaño) campañas sistemáticas de denigración; para decirlo de una vez: se creen los nuevos mártires. Desde luego que el solo concepto es grotesco –simplemente refleja la nostalgia revanchista de quienes tuvieron durante tanto tiempo el poder -y el dominio efectivo- y lo emplearon, como se ha visto, de la forma más cruenta y nefasta posible. Hoy ya no lo tienen, es decir, no del mismo modo y han pasado –en un burdo y elemental ejercicio compensatorio- de ser los opresores de ayer a los supuestos oprimidos de hoy. Sólo se les puede decir: ojalá que todas sus víctimas a lo largo de la historia hubieran conocido una persecución y una suerte similares.




En resumidas cuentas el propósito declarado consistía en poner de relieve cómo fuimos y somos todos víctimas de una asociación (España-catolicismo) singularmente negativa y frustránea. Nuestras historias nacionales y nuestras historias personales lo demuestran hasta la saciedad. Ese propósito creemos se ha cumplido aunque desde luego todo lo aseverado o refutado aquí es tema opinable y sujeto a debate. Pero a debate, una vez más, al estilo de Hipatia y no de sus verdugos. A continuación van dos semblanzas tomadas de la realidad y encaminadas a ejemplificar esa otra cara de España que hubiéramos querido ver prevalecer. Pero…los asuntos humanos rara vez se inclinan por lo más provechoso para la mayoría, al contrario lo contrario es la norma.


-Dos relatos breves en homenaje a la República española (se entiende, a ambas, la Primera de 1873 y en especial la Segunda, de 1931) –la mejor expresión, si no la única, en toda la historia de ese país- asesinada por la reacción franquista en colaboración con el III Reich y la complicidad de las potencias occidentales-



“Nadie puede recibir nada mejor, de los que tienen poder sobre él, que la autorización de ser lo que es y no otra cosa distinta” (*).



El anciano gobernador



Tenía ya más de 80 años, don Antonio y seguía trabajando. Pero su trabajo se le había vuelto difícil, muy difícil: tenía que transcribir a máquina (mecanografiar: ver en algún manual de arqueología este término) las cintas grabadas (en magnetófono: ver aclaración supra) por los traductores y aunque los auriculares eran buenos no así sus oídos y se impacientaba y su rostro cándido de niño viejo se ponía rojo: “¿Qué dice? Pero ¿qué dice?” mascullaba ajustando los auriculares. Y por supuesto sus transcripciones dejaban bastante que desear. También se ponía rojo, más rojo todavía, cuando con la malignidad y la guasa de los jóvenes le preguntábamos para provocar su reacción qué opinaba de sus majestades los reyes –impuestos hacía poco- y replicaba furibundo: “Son unos mangantes! Unos mangantes!” (no en su acepción de mendigo sino, ya se entiende, en la de tunante, que es la que les conviene). Claro, qué agravio para un republicano de ley como él que mencionar tan sólo a semejantes personajes. Creo que vivía con una sobrina nieta que algunas malas lenguas pretendían era más bien su querida (sí, a esas alturas) presentada como tal pero si cierto eso para nada importa; vivían en una habitación modesta en pleno quartier Latin por la que el Ayuntamiento de París le cobraba un franco (simbólico) al mes. (Ah, la mala conciencia de la Francia…y de los demás países europeos y los USA que dejaron librada a su suerte, peor, contribuyeron a su pérdida, a la República española…la única nota digna no la pusieron los gobiernos, qué va, sino las Brigadas internacionales cuyo esfuerzo, tan encomiable, no alcanzó. Pero luego esos gobiernos, como suele suceder, quedaron ellos mismos envueltos en los atroces demonios que tanto habían contribuído a liberar y pagaron un muy alto precio por su ceguera y su sórdida estupidez). El punto es que don Antonio un buen día desapareció de la circulación y no lo volví a ver ni supe de él. Pero su caso, digno de conocerse, lo consigno a continuación. Este hombrecito anodino había llegado a ser un empleado administrativo de segundo rango en el gobierno de Córdoba. Avanzando los alzados subversivos falangistas pronto se vio que la ciudad caería y las autoridades –ni lerdas ni perezosas, que en esto no hay ideología que valga- pusieron pies en polvorosa pero no sin antes designar al pobre Antonio gobernador interino (era, por supuesto, el único que aceptaría semejante distinción en tales circunstancias). Como es obvio su gobierno (más efímero y nulo todavía que el de Sancho en la ínsula Barataria) que no era sino asunto formal duró lo que duró la ciudad, o sea menos que un parpadeo y allá fue el bueno de Antonio a la cárcel. Se le instruyó proceso y comenzó a pasar el tiempo pues aún para los franquistas –sinónimo de descerebrados primitivos y bestiales si los hay- eran evidentes la buena fe y la irrelevancia del prisionero. Así fueron pasando algunos años y se hizo rutina llevar una vez por mes a don Antonio al despacho del juez militar, debidamente escoltado por dos guardias civiles –también por pura fórmula- y mantener una conversación social con el funcionario tras lo cual, salvadas las apariencias, era devuelto a su celda. Pues bien, en una de aquellas ocasiones y a punto de abandonar el edificio, siempre con sus amigos los guardias, se percató que había olvidado el sombrero en una mesilla del vestíbulo en la planta alta y fue a buscarlo mientras los dos cancerberos esperaban abajo fumando y charlando. Don Antonio tomó su sombrero y ya se volvía cuando vio otra puerta abierta; curioso se asomó y comprobó que conducía a otra escalera posterior que desembocaba en una calle trasera. Sin pensarlo dos veces bajó por allí y siguió caminando sin parar hasta la frontera, que pudo pasar con ayudas clandestinas y llegar hasta París. Y este individuo cándido, casi infantil, movido por el ideal, español hasta la médula, quedó aureolado por su gobernación tan increíble como venturosa. Pero por descontado lo más sabroso era escucharlo a él mismo narrar esta historia.




(*)- Halldór Laxness- Paraíso reclamado –Ed. Hyspamerica, Buenos Aires, 1983. pág. 43.




Elena



Elena rondaba ya los 60 años. Mujer bien conservada, de agradable apariencia sin ser una belleza, de carácter vivaz y alegre aunque en ocasiones difícil por lo temperamental y apasionado. Trabajaba en un sector administrativo (de esta misma organización de cuyo nombre no quiero acordarme) sin mayor relieve; en realidad su verdadero trabajo y su vocación –más, casi apostolado en el buen sentido del término- era la editorial que había fundado, con otros compañeros, para publicar casi exclusivamente obras de tenor político. No de cualquier orientación, desde luego: siempre contra la derecha y la extrema derecha, esos dos tumores malignos de todo cuerpo social. Esa empresa suponía una verdadera batería emplazada desde París para combatir el franquismo. Elena desplegaba grandes esfuerzos pero su energía parecía inagotable y quizás sí lo era. Los más prestigiosos intelectuales publicaban sus ensayos, novelas o manifiestos en esa editorial, que llegó a ser reconocida a nivel internacional ganándose con el tiempo un bien merecido prestigio. Cualquiera que haya conocido esos días ya sabe de sobra, con estos escuetos datos, de qué y de quién estoy hablando. Y lo sabrá a ciencia cierta cuando lea lo siguiente. Contaba Elena, cuando estaba en vena (lo que no era raro) entre otras anécdotas igualmente singulares, cómo había debido salir de España; cómo había luchado, con sus camaradas anarquistas y también republicanos, en cada sitio, en cada asedio, en cada refriega, siempre con el fusil o la ametralladora al hombro. Y no costaba ningún esfuerzo imaginarse a esa mujer esbelta, vestida como una parisina elegante, luchando en las trincheras o corriendo como un campeón olímpico para salvar la vida entre ráfagas de metralla. Muchas veces estuvo a punto de ser abatida o detenida pero siempre logró zafarse. Hasta que ya fue más que evidente que el asunto no tenía remedio, que, como de costumbre en la historia humana, ganaban los peores entre los peores y ya no tenía sentido continuar en una causa perdida. Así que ella y sus compañeros se fueron replegando, palmo a palmo, camino a la frontera francesa. Y exclamaba, con una semi sonrisa y esa determinación de acero en la mirada: “Sí, me obligaron a irme. Pero les dejé muchos regalos de despedida. En cada pueblo, aldea o ciudad que cruzábamos retrocediendo sotana que veía cura que en el acto mandaba con Satanás, su patrón” –y aquí hacía el ademán de apuntar y ametrallar- “Y lo único que lamento y muy de veras es no haber podido bajarlos a todos”. Y ciertamente no se podía dudar de semejante afirmación como tampoco se podía dejar de simpatizar –en teoría, por supuesto- (aunque los peores, por su parte, nunca la emprenden en teoría) con semejante programa, por ahora, lamentablemente y a pesar de todas las Elenas de este mundo, pospuesto.


Apostilla final. ¿Cómo reconciliarse con un país y una cultura capaces de infligir semejantes nombres: Inmaculada, Angustias, Patrocinio, Socorro, Mercedes, Concepción, Tránsito, Dolores, Encarnación, Tecla, Martirio, etc., etc..?





Notas bibliográficas



(*)- El que interroga a Dios, en La Voz del Interior, Córdoba (Argentina), 1964.


(**) Por supuesto en su acepción de “entidad fantástica o ficticia” y no como categoría aristotélica.


(1)- John Galsworthy –Esperanzas juveniles –Ed. Hyspamérica, Buenos Aires, 1984. pág.48.


(2)- Miguel de Unamuno – Obras selectas- Ed. Plenitud, Madrid, 1956. (En torno al casticismo y otros ensayos; Vida de Don Quijote y Sancho; las novelas Paz en la guerraAbel Sánchez- Niebla- Nada menos que todo un hombre- La tía Tula- San Manuel Bueno, mártir- Escritos ocasionales; Teatro, Poesías; Andanzas y visiones españolas; Romancero del destierro; Cancionero inédito, etc. ).


(3)- Sören Kierkegaard – El concepto de la angustia- Ed. Espasa-Calpe, México, 1952. pág. 110.


(4)- M. de Unamuno: Mi religión (1907)- citado por Julián Marías en Miguel de Unamuno –- Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1951. ps.150-151.


(5)- Lesage- Histoire de Gil Blas de Santillane- 3 tomes- à Paris, de l’Imprimerie de Firmin Didot, imprimeur du Roi et de l’Institut- 1824.


(6) -George Steiner- Errata- Ed. Gallimard, France, 1998. pág. 215.


(7)- Henry Kamen – La Inquisición española- Alianza Editorial, Madrid, 1973. pág. 299.


(8)- H. Kamen- op.cit. pág. 299.


(9)- Jacques de Voragine – La légende dorée- Ed. Garnier-Flammarion, Paris, 1967- 2 vols.


(La traducción es mía).


(10)- Arturo Pérez Reverte – Limpieza de sangre- Ed. Suma de Letras, Buenos Aires, 2004; pág. 168.



(11) -José M. Eça de Queiroz – La reliquia. Ed. Sopena, Buenos Aires, 1939.


(12)- “Como la región rebosaba de conejos Amílcar había llamado al lugar Ispani, Ciudad de los Conejos; la mezcla de lenguas de púnicos, númidas, libios, turdetanos y otros pueblos hizo que el nombre de la ciudad no tardara en convertirse en Ispalí, o Hispali; sin embargo la ene se mantuvo en la denominación de la región: poco a poco Ispania se convirtió en el nombre del sur de Iberia”. Gisbert Haefs- Aníbal- Ed. El País, Madrid, 2005. pág. 259.


(13)- Ver con respecto al legado romano en este mismo blog la entrada titulada: Grecia ¿principio y final?


(14)- “Así, este pueblo singular, originario del Asia (India) cuyo nombre mismo significa “dioses” –etimología transmitida luego a diversos idiomas- y que llegó a conformar, al cabo de sus ciclos migratorios, las dos notables y conocidas expresiones: visigodos o “godos sabios” y ostrogodos o “godos brillantes” dejó una impronta tan inconfundible como decisiva”. Carlos Culleré- Un oscuro esplendor- El doble y el laberinto en la novela gótica- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2009. pág.40-


(15)- en Ramón Menéndez Pidal. – Idea imperial de Carlos V- Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1946, el ensayo: Adefonsus Imperator Toletanus y también en:


Harold LambCarlomagno. Ed. Alfaguara y otros, Buenos Aires, 2006. (pág. 331):


“Un verdadero interrogante sobre su vida y su tiempo dominó la Europa medieval. ¿Qué había sido, exactamente, el imperio de Carlomagno? ¿Había sido el Imperium Christianum? Los eclesiásticos así lo afirmaban. ¿Se había tratado del Imperium Romanorum? La corte papal mantenía que así era en efecto, asegurando que aún poseía la autoridad mediante la cual León le había coronado emperador en Roma. ¿Había sido el Imperium Francorum? Los recién elevados monarcas germanos proclamaban que Carlomagno había fundado su Imperio Germánico. Uno de esos monarcas logró incluso hacerle canonizar, localmente, para iniciar el culto a su persona. Las tres cosas eran rechazadas por los francos, que veían en el legendario monarca a su primer rey”.


(16)- Pero López de Ayala- Crónicas- Ed. Planeta, Barcelona, 1991.


(17). “Era todavía un joven indeciso y apocado, de gesto absorto y boquiabierto (un baturro, en Calatayud, le acababa de decir, al ver su mandíbula caída: “Majestad, cerrad la boca, que las moscas de esta tierra son insolentes”)”- Ramón Menéndez Pidal, op.cit, pág. 17. Téngase en cuenta lo que está implícito: hasta qué punto el aire de imbecilidad del monarca pudo abolir las distancias para que un villano osara dirigírsele así. Y eso es sólo el principio: la descripción continúa hasta completar un retrato muy poco halagüeño, por decir lo menos y tanto más esto es así cuanto la intención declarada de Menéndez Pidal –y que procura llevar a cabo en este ensayo- es reivindicar al personaje transformándolo en un gran estadista. Desde luego no se trata de mala fe ni de distorsión deliberada; sin duda un autor de tanta valía –en todo sentido- creía en su empresa pero es obvio que más que ardua resultaba casi imposible (y no digo lisa y llanamente imposible porque a fuerza de insistir se ha logrado “aureolar” a Carlos V como a tantos otros prohombres -o supuestos tales- de la historia cuando en realidad su único mérito –si cabe este término- fue haber nacido cuando y donde nació, por puro azar, como todo en este mundo. Pero de ahí a querer a toda costa hacer de este pobre infeliz un gran estadista van muchas leguas). Con todo, ya se sabe el método; no se afirma nada que no sea verosímil o al menos aceptado como tal pero por descontado hay que silenciar todos los aspectos negativos y además están las numerosas contradicciones; si Menéndez Pidal quiere fabricar un emperador cristiano, empeñado en la defensa de la fe católica como la única y por tanto en combatir a los infieles –léase turcos, moros, conversos judaizantes pero sobre todo luteranos y protestantes- se ve en serios apuros para explicar, por ejemplo, el célebre Saco de Roma (por saqueo) y la prisión del papa. Tampoco dice una sola palabra sobre el punto más relevante: las causas de la Reforma (o sea la corrupción escandalosa y ya intolerable de la iglesia de Roma y en general de las iglesias católicas nacionales) y se niega a reconocer el flagrante mentís que le inflige el episodio de la asunción de Fernando, el hermano de Carlos, como emperador cuando este último abdica y vuelve a surgir una nueva disputa con el papado, y así hasta nunca acabar entre tantos otros ejemplos. Y ya por último pero en la misma línea de defender lo indefendible: ni siquiera Menéndez Pidal puede alegar que Hernán Cortés fue un ejemplo del conquistador humanitario (sic). Como se ve por un lado la leyenda negra pero por el otro el empeño empecinado de tramar, a como dé lugar, la leyenda blanca. Y en ambas los mismos golpes bajos y las mismas falacias.


(18)- Gregorio Marañón – Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo – Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1950.


(19)- Duque de Saint-Simon- Memorias- Ed. Bruguera, Barcelona, 1981.


(20)- H.A. Murena- El pecado original de América- Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1965. pág. 47.


(21)- Clarence H. Haring- El Imperio hispánico en América- Ed. Solar/Hachette, Buenos Aires, 1966; pág. 17.


(22)- A. Domínguez Ortiz- Crisis y decadencia de la España de los Austrias- Ed. Ariel, Barcelona, 1973. Valga la siguiente cita como ejemplo de tantos múltiples por el estilo: “…reciente aún la bancarrota de 1647 se decretó otra en 1652, que acabó con el poco crédito que quedaba a los hombres de negocios; al mismo tiempo se decretaba una nueva alteración de la moneda de vellón; se creaban nuevos impuestos sobre artículos de consumo corriente y los reales consejeros recorrían el reino para arbitrar hombres y dinero por los medios que fuese. En varias ciudades y pueblos de Andalucía estallaban tumultos de muy mal cariz”. pág. 159.


(23)- Manuel Tuñón de Lara- La España del siglo XIX- Librería Española, París, 1971.


Ver sobre los recursos –obviamente se trata tan sólo de un caso, una época y un país, pero vale, burla burlando, para todos los casos, todas las épocas y todos los países afectados:


“En esa sociedad (la España del s. XIX) el poder de la Iglesia en el orden material era de primerísima importancia: 85.546 miembros del clero, 8.659 familiares de la Inquisición y 92. 727 frailes y monjas repartidos en 3.126 conventos (sin contar los que regentaban hospitales, prisiones, hospicios, etc.) daban un porcentaje de un religioso por cada 50 habitantes, el más elevado de toda Europa, con excepción de Portugal. Se ha calculado que los ingresos del clero al comenzar el siglo XIX entre rentas territoriales y urbanas, diezmos y primicias, casuales, derechos de estola y pie de altar alcanzaban la suma de 1.042.000.000 de reales por año. Moreau de Jonnès ha llegado a decir que “la parte del clero en la fortuna pública igualaba por lo menos a la mitad del producto neto de tierras y edificios en toda España””. pág. 12.



(24)- Mariano José de Larra- Artículos- Ed. Aguilar, Madrid, 1967.


(25)- Clarence H. Haring- El Imperio hispánico en América- Ed. Solar/Hachette, Buenos Aires, 1966: “Una de las bases más antiguas y duraderas del gobierno ha sido la fe en su origen sobrenatural. La teoría del carácter divino de la autoridad real, herencia de la Edad Media, se utilizó en España, como en todas partes, para estrechar y fortalecer los nuevos moldes del absolutismo. Se añadió a ello la sanción religiosa; un clero adicto inculcaba el hábito de la obediencia pasiva al mandato real”. pág. 15.


(26)- Gore Vidal: Cónsules de Sodoma – Ed. Tusquets- Barcelona, 2004, pág. 332.


(27)- Rolf Hochhuth -El vicario- Ed. Grijalbo, S.A., México, 1964.