jueves, 16 de diciembre de 2010

Lecturas singulares

Grandeza y decadencia de la filosofía


Singular trabajo (*) que postula un enfoque aún más singular de esa larga y accidentada trayectoria de la filosofía. A partir de una verificación no exenta de humor de sus sucesivas muertes y resurrecciones Nuño va desmontando los soportes y fundamentos de las distintas expresiones filosóficas para poner de relieve su carácter “irracional” derivado de su común origen mítico. Distingue a continuación esos mitos fundadores con arreglo al tipo de sistema filosófico que sustentan dividiéndolos en los de salvación y narcisismo, de revelación y clarividencia, de la totalidad y el destino, de la frontera y el infierno y de ruptura y transfiguración para ocuparse en último término del mito del eterno retorno. En esta lúcida y muy documentada exposición el autor analiza los diversos papeles desempeñados por la filosofía y sus relaciones con las demás ciencias, desde su pretensión primigenia de erigirse en la ciencia por excelencia capaz de explicarlo todo y desde esa categoría a su evidente vocación por la fijación de límites y la represión (“La filosofía no es únicamente saber supremo por su objeto sino por su función vigilante: sólo el que conoce todas las relaciones del todo con las partes y de éstas entre sí podrá aspirar a hablar de todo y a todo ordenar. La escala del conocimiento se organizará, por consiguiente, a partir de la cesura marcada entre el poseedor de todo y los aparceros de la fragmentación parcial de ese todo: entre el filósofo “especialista de la generalidad” y los investigadores de saberes concretos y particulares”) pasando por su ulterior sometimiento a la teología y las matemáticas hasta desembocar en su parcelación y mera función auxiliar –ancilar- de otros ámbitos del conocimiento. En esta revisión sin concesiones asistida por una sana desenvoltura iconoclasta se iluminan las falencias y la soberbia de autores que conforman una extensa nómina que va desde los presocráticos (muy particularmente Parménides), Sócrates, Platón y Aristóteles hasta los grandes sistemas de Descartes, Spinoza, Bacon, Leibniz, Hegel, Kant, la fenomenología, los positivismos, Nietzsche, Marx, Heidegger, Ortega, Russell y otras escuelas y tratadistas modernos, sin olvidar, por cierto, en esta generosa asignación de limitaciones y abusos intelectuales al psicoanálisis. Al referirse al mito del eterno retorno advierte Nuño que “esa condición de apokatastasis o interminable reaparición con periódicas oscilaciones no es, sin embargo, exclusiva de la filosofía; o quizá lo sea, siempre que se acepte que una de las transfiguraciones contemporáneas de la antigua metafísica recibe el tranquilizador nombre de “economía política”, no menos pendiente de los ciclos y las fluctuaciones que lo estuviera, por ejemplo, la filosofía de la historia de un Toynbee o de un Spengler” y siempre dentro de ese marco se inscribe esta aguda reflexión sobre el tema mismo de la obra que implica una traslación significativa del ángulo de visión y comprensión: “En vez de un grande y gigantesco telón de fondo de ideas eternamente idéntico a sí mismo, lo que existe culturalmente hablando es el número finito de temas que son los que corresponden a los diferentes mitos filosóficos engendrados y desarrollados sucesivamente por la humana cultura”. La historia de la filosofía y la filosofía misma no son, en resumidas cuentas, sino la combinación e interrelación de esos temas míticos; noción sumamente atractiva y no menos polémica. Pero ¿no es acaso ésta la disciplina de la disputa y la controversia?





(*)- Juan A. Nuño- Los mitos filosóficos- Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1985.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Lecturas singulares

Burla burlando


Hay dos historias inmediatamente aparentes en este texto (*) que no es un cuento ni una novela breve ni siquiera, en rigor, un relato. Es, parcialmente, todo eso (lo narrado) y en conjunto, tomado en su totalidad, otra cosa. Pues bien, una de esas historias se refiere a las tribulaciones de un poeta empeñado en escribir el poema fundamental; la otra y paralela a su encuentro fortuito en una calle con una mujer. Hasta aquí nada demasiado original, por cierto. Pero simultáneamente subyacen otras dos concepciones que se van desarrollando estrechamente imbricadas con esas historias lineales anteriores (y ese mismo desenvolvimiento gradual y apenas perceptible revela ya por sí solo la notable precisión con que ha sido concebida y realizada esta obra): una de ellas es la exposición de un laborioso, tenaz, minucioso y muy lúcido proceso de introspección, un verdadero tratado de la indefinible interioridad; la otra una indagación y un examen acerca de la creación misma. Las primeras llevarán a la previsible comprobación del fracaso: ni el poema llegará a plasmarse ni la aventura callejera irá más allá de la ilusión de doble faz; su otra cara es la decepción. Y éste es todo el tributo que se paga a lo anecdótico. En cuanto a lo medular se rescatan los, a primera vista, poco trascendentes descubrimientos del autor respecto de sí y del mundo en torno –o esa realidad diferente que es la calle, donde en principio y por definición puede suceder todo y donde, en verdad y esencia, no pasa ni puede pasar absolutamente nada y que, a la postre, desemboca en tres versiones de un mismo sello: el cementerio, la cárcel y el manicomio. O lo que es igual, en otros términos: la calle y nuestra supuesta realidad son, justamente y exclusivamente esas tres posibilidades y sólo esas. También cabe acotar que aquí la calle –ahora desde el punto de vista físico- es un personaje de pleno derecho y primera importancia y la forma de verla y describirla de Gadenne recuerda irresistiblemente esa larga y peculiar tradición de la literatura de expresión inglesa para la cual la casa o el edificio –en una palabra, el espacio físico- es parte indisociable y las más de las veces protagonista de la historia (y recuérdese, sobre todo en este caso por su analogía En la plaza oscura de Hugh Walpole, en la que Picadilly Circus es el personaje central).

En lo que atañe a la otra vertiente señalada, la de la creación, sólo al concluir la lectura se cae en la cuenta de que el poema buscado es, en realidad, el libro en sí. Sería ceder a la comodidad decir que se trata de una prosa poética, aunque sin duda lo es y por ello aludíamos al principio a otra cosa. No tenemos, en verdad, ningún rótulo ni etiqueta válidos para definir la índole de esta obra. Tal vez la forma más adecuada de exégesis sería la glosa pura y simple, dado que, como en el famoso soneto de Lope de Vega, aquí también, burla burlando y a través de todas las vicisitudes, balbuceos y tropiezos se ha llevado a cabo la propuesta inicial apenas sugerida y que tampoco está exenta de esa suave ironía que encierra el hecho de escamotear la habilidad y mientras se va reconociendo y manifestando abiertamente la casi imposibilidad de la empresa se le va dando remate con una consumada maestría.


(*)- Paul Gadenne- La calle profunda- Ed. Per Abbat, Buenos Aires, 1986.

martes, 14 de diciembre de 2010

Lecturas singulares


El continente perdido



Las modificadas y no siempre armoniosas relaciones que se instauraron entre las antiguas potencias colonizadoras y los países africanos al lograr éstos la independencia se caracterizaron, en lo que atañe al orden cultural, por un reconocimiento algo tardío que se tradujo en más de una oportunidad por una sobreestimación- en el ámbito de habla francesa fue, particularmente, el caso del senegalés Léopold Sédar Senghor (al que puede añadirse el del martiniqués Aimé Césaire. Salvando el hecho de que Martinica aún pertenece a Francia su ejemplo resulta todavía más ilustrativo al respecto). De ahí que inevitablemente surja una cierta desconfianza ante todo panegírico de obras y autores africanos pasados por el tamiz de los valores occidentales.

En lo tocante a Wole Soyinka y a ésta, su primera novela (*) debe empero admitirse sin retaceos que, por esta vez, el reconocimiento (la atribución del Premio Nobel en 1986) fue sobradamente merecido. El lector que no esté al tanto de determinados antecedentes corre el riesgo de quedar en una interpretación meramente superficial y no llegar a captar el significado más hondo y verdaderamente importante de esta obra. En primer término es preciso comprender que la realidad post-colonial del África negra no es sólo ni con mucho esas imágenes estereotipadas que difunden una y otra vez los medios de comunicación y que van desde los enormes problemas socioeconómicos, hambrunas, la alarmante desertificación, etc., los conflictos hasta las siniestras formas caricaturales del despotismo y la barbarie que se han de imputar principalmente a las ex metrópolis que dejaron como regalo de despedida (esas despedidas singulares que consisten en marcharse por la puerta principal para volver a entrar por la puerta trasera) las élites formadas a su imagen y semejanza para asegurar el relevo: ya se trate de los franceses-Bokassa en África Central, los ingleses –Idi Amín en Uganda o de los españoles mismos en Guinea Ecuatorial y ese otro personaje de triste memoria que fue Macías Nguema. A ello hay que añadir el agravante de sistemas institucionales implantados sin la menor preocupación por la mentalidad, las tradiciones y la realidad misma locales y que, en consecuencia, no fueron y no son sino un remedo y una ficción. Sería, por supuesto, imposible bosquejar aquí los múltiples factores y circunstancias que han contribuido a conformar esa compleja y precaria entidad que son hoy los países africanos pero la advertencia anterior es totalmente pertinente: deben dejarse a un lado los prejuicios y nociones generales si se quiere entender cabalmente qué tratan de transmitirnos estos “intérpretes”: personajes que proceden del mundo cultural –un pintor, un escultor, un periodista, un profesor universitario. Sus relaciones son apenas un pretexto (aún cuando existe un tratamiento muy agudo de éstas que recuerda la novela “psicológica” y por la época –mediados de los 60- muy especialmente a John Updike) para poner de relieve las lacras de una sociedad cuya clase dirigente carece ya de identidad y está profundamente corrompida y cuyo pueblo se debate entre valores tradicionales que se desdibujan cada vez más y el acicate de un modelo consumista al que no puede llegar. Ésta es, a grandes rasgos, la tesis de la novela y su resolución, por fuerza, no es nada feliz. Pero en el fondo –y aunque Soyinka no lo plantee de manera específica- queda una pálida luz que en su mismo temblor está señalando una posibilidad mínima: la de que algún día cesen las interferencias y se deje a estos pueblos solos ante sus problemas y su destino y su propio modo de resolverlos y asumirse. Como lo sugería ya Conan Doyle en su célebre obra puede decirse, en conclusión, que los continentes perdidos lo están, realmente, una vez que se los ha descubierto.



-(*)- Wole Soyinka- Los intérpretes- Ed. Emecé, Buenos Aires, 1987.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Lecturas singulares


La total circunferencia




“Hacía falta para estudiar a Góngora que se dieran en un mismo sujeto la más minuciosa exactitud objetiva con la más delicada sensibilidad poética. Estas condiciones las reunía, como nadie, Alfonso Reyes”. Así define muy precisamente Dámaso Alonso (en sus Estudios y ensayos gongorinos) las características de este trabajo y de la personalidad misma de su autor a las que cabe añadir otra faceta sobresaliente: “Libre interpretación del texto de Góngora” reza el subtítulo de esta obra (*) y tal advertencia está indicando desde un comienzo y a las claras esa otra virtud de Reyes: su genuina modestia. Porque no es sino eso lo que subyace en el hecho de denominar así este compendio de vasta y honda erudición (y, una vez más en su caso, la auténtica, es decir aquella que no abruma sino que enseñando acucia y amplía el interés y la curiosidad) en el que la claridad expositiva apenas deja traslucir el rigor conceptual que la fundamenta y que se encauza en una prosa límpida, despejada, abundosa de hallazgos (resultado del conocimiento cabal de la lengua y de las lenguas) que la convierten en modelo de expresión contemporánea. La suma de estos factores conduce naturalmente a apreciar en su justa medida el valor y se diría que incluso la necesidad de su lectura. Tanto más cuanto que la intención declarada de Reyes estribaba en poner al alcance de todos esa poesía que ha sido sinónimo (que no acaban de deslindar todavía esta misma exégesis, la de Alonso y varios otros) de oscuridad y complejidad llevando a la par el reconocimiento de su riqueza y factura notables. Esa intención se ha alcanzado aquí y mediante la más añeja y simple técnica literaria: sustituyéndose el autor a Góngora como si éste mismo fuera glosando su propio texto. Así va examinando estrofa por estrofa, allana las referencias mitológicas, realza los artificios poéticos y literarios, ilumina los sentidos muchas veces intencionalmente diversos y anota e interpreta los efectos menos logrados y los defectos mismos desde –como es obvio- la concepción y antecedentes de la época. Se incluye asimismo un breve tratado sobre la célebre “estrofa reacia del Polifemo” que dio origen a múltiples controversias y que en realidad sólo ofrece interés para los especialistas pero que de todos modos ilustra y corrobora de manera concluyente la autoridad de Reyes en la materia y su capacidad crítica.

Con el tiempo la obra del escritor mejicano va adquiriendo cada vez más un valor ejemplar –se acrisola en una referencia obligada y particular de la cultura hispanoamericana- hasta tal punto que aquel conmovido homenaje de Borges (“Reyes, la minuciosa providencia/ Que administra lo pródigo y lo parco/ Nos dio a los unos el sector o el arco/ Pero a ti la total circunferencia”) que hubiera podido parecer en su momento excesivo se revela hoy, en su generosa y profética semblanza, apenas justiciero.









(*)- Alfonso Reyes- El Polifemo sin lágrimas (La fábula de Polifemo y Galatea)- Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1986.

Lecturas singulares

Expresión poética diferente




En este estudio (*) sus autores concilian felizmente una visión de conjunto con un análisis alerta de los periodos y obras más descollantes de la literatura japonesa desde sus orígenes hasta nuestros días. En procura de una mayor claridad de exposición se ha seguido el criterio (como lo adelanta su título) de agrupación por épocas y en esos apartados se tratan autores y obras en el marco de un ajustado enfoque histórico que mucho contribuye para su más acabada apreciación. Entendiendo el hecho literario en su más vasto sentido se incluyen entre sus manifestaciones las diversas formas poéticas (desde el waka, poema de 31 sílabas que se desarrolló a partir del siglo IX y cuya brevedad: “Conduce a una estética de la alusión…escatimando todo exceso de sentido”- fórmula muy temprana que anticipa una concepción poética de la que se hará eco Mallarmé –hasta el haikai, de larga evolución y mal interpretado en Occidente puesto que el término no designa una forma sino un estilo que involucra asimismo (y desde el siglo XVII) según las palabras de Matsuo Munefusa o Basho: “Una concepción casi mística de la poesía y la voluntad de no abandonar el mundo vulgar”, postulado que resume de manera admirable la trayectoria misma de la poesía universal, compilaciones y antologías (como el Shinkokin-shu concluida en 1205), crónicas y testimonios (en particular el famoso Makura no soshi de la no menos famosa Sei Shonagon –siglo X)y los géneros teatrales: el no cuyo objetivo radica principalmente en: “Crear un mundo decantado, ejerciendo sobre el espectador una fascinación sabiamente destilada que Zeami en sus tratados denomina yugen: profundidad sombría; el joruri o textos que sustentan el teatro de marionetas y el kabuki: “Espectáculo de variedades, de música y de danzas entremezcladas con intermedios cómicos”.

Prosigue esta exhaustiva revisión a través de la Edad Media y la era de los Tokugawa hasta la más reciente época Meiji (1868-1912) en la que comienza el modernismo; abarca a continuación los periodos inmediatamente precedente y posterior a la guerra examinando la influencia que comienzan a ejercer la literatura europea (sobre todo Tolstoi y Zola), el anarquismo y el comunismo hasta llegar a la época contemporánea, pasando revista a autores (entre otros muchos) de la importancia de Shiga Naoya y Akutagawa Ryunosuko a los que siguen Ibuse Masuji, Dazai Osamu y los más conocidos entre nosotros Kawabata Yasunami (Premio Nobel 1968), Tanizaki Junichiro, Mishima Yukio, Abe Kobo y en la poesía Hagiwara Sakutaro sin olvidar desde luego a los numerosos cultores de la novela policial, histórica y de ciencia ficción.

Sólo cabe añadir en conclusión que el excelente y oportuno trabajo de Jacqueline Pigeot y Jean-Jacques Tschudin (al que se suma en la edición española –y hay que señalarlo- las bondades de una cuidada y muy correcta traducción) configura un aporte relevante para comprender y valorar cabalmente esta riquísima y singular expresión de la cultura universal que es la literatura japonesa.






(*)- Jacqueline Pigeot y Jean-Jacques Tschudin- El Japón y sus épocas literarias- Breviarios del Fondo de Cultura Económica, México, 1986.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Lecturas singulares

En busca de una memoria viva (*)




Al terminar de leer este libro se nos impuso la evocación de obras que, aparentemente, no tendrían una relación específica con él, ya que son algunas de las novelas históricas más célebres (entre otras Sinuhé, el egipcio, Yo Claudio, Quo Vadis?, Las memorias de Adriano, Por siempre Ambar, Los últimos días de Pompeya, la saga de Los reyes malditos, las inolvidables y harto desenvueltas de Dumas padre) y recordamos asimismo esos imponentes “frescos” del siglo pasado, Balzac, Dickens, Tolstoi y tantos más. En rigor esta asociación no era en modo alguno gratuita (si es que pueden existir asociaciones gratuitas) y la evocación fue inducida desde un principio por el título mismo sólo que esas voces que nos llegan del pasado, es decir, que hasta ahora nos llegaban, son justamente éstas nacidas de la pura imaginación y que no dejan de ser –aún en sus mejores exponentes- inexactos y pálidos reflejos. Con todo su motivación esencial radicaba –y radica- en la necesidad de reconstruir o proponer al menos una visión distinta de ese pasado. Contrariamente a la historia con su interpretación parcial, esquemática, centrada exclusivamente en los personajes y hechos relevantes y sobre todo siempre teñida por los dictados explícitos o implícitos de las ideologías dominantes las novelas históricas procuraron restituir una noción de la vida real, cotidiana y prestar una fugaz apariencia a la gente común, aquella que nunca se destacó en nada y que se suponía no dejaba huella alguna o, en el mejor de los casos, que esa huella era desdeñable. Ciertamente el enfoque adolecía de idénticas limitaciones ya que se basaba, por fuerza, en los textos escritos y la historia misma, pero dio una forma al intento y desde este punto de vista su mérito mayor consistió en señalar una ausencia o un vacío. En otro plano ya Unamuno abogaba por lo que él llamaba la “intrahistoria” que, con diferentes términos y una concepción más actualizada, constituye precisamente el tema de este tratado.

Philippe Joutard (especialista de larga, reconocida y fecunda trayectoria) ha llevado a cabo un estudio pormenorizado y sistemático de la historia oral, es decir la tradición (transmisión) del que deriva una detenida consideración respecto del lugar que corresponde a esta disciplina en el seno de sociedades que, como las occidentales, desde hace muchos siglos han conferido un valor predominante y prácticamente excluyente a lo escrito. Se plantea, pues, en primer término la necesidad de constituir plenamente y dar impulso a esta disciplina (algo que, por lo demás, vienen haciendo ya y desde hace unas décadas los norteamericanos, ingleses, alemanes e italianos entre otros) con objeto de que en el futuro pueda colmarse ese vacío al que aludíamos y el historiador, el sociólogo o el etnólogo tengan a su alcance un material fidedigno, no meramente sustitutivo (es decir no necesariamente el pretexto para una “contrahistoria”) sino complementario y susceptible, por ende, de enriquecer y completar la concepción histórica. Material originado básicamente en el recurso a la técnica de la encuesta oral y su grabación. Ahora bien, esta técnica (incipiente, a pesar de su vasta y unánime difusión) está lejos por ahora de garantizar las condiciones óptimas de objetividad, respeto y fidelidad en relación con la palabra del encuestado (a este respecto se analiza a fondo la dinámica “encuestador-encuestado” con todas sus connotaciones positivas y negativas) pero las mismas objeciones valen, desde luego, si se las traslada al texto escrito dado que ambos soportes se resumen inevitablemente en una “interpretación”. Joutard define muy bien esa carga axiológica al decir que: “A la jerarquía sociocultural le corresponde una jerarquía de las disciplinas que remite a su vez a una jerarquía de los documentos” y no es éste, ni con mucho, el único riesgo que entraña la encuesta oral ya que para constituir los archivos sonoros que son su secuencia lógica se han de tener en cuenta multitud de facetas conexas que abarcan desde la confección de la ficha hasta la transcripción, amén de otras de índole más difícilmente ponderable ya que “…el texto es también los silencios, las vacilaciones, las risas, que lo escrito (transcripción) no llega jamás a traducir completamente”. Estos son sólo algunos de los aspectos y problemas inherentes a esta “nueva” manera de percibir la historia pero por lo que llevamos dicho fácilmente comprenderá el lector las posibilidades y perspectivas que se perfilan a partir de la incorporación de pleno derecho de una materia y un acervo semejantes, de tanta dimensión y complejidad: “Nuestro objetivo –expresa Joutard- es entender el discurso que una comunidad enuncia sobre sí misma y sobre su pasado; ese discurso se expresa tanto por la literatura oral fijada como por relatos o muestras de conversaciones sobre la vida económica antigua, sobre los usos, las costumbres o sobre la historia local”. Para llegar a reunir las condiciones que hagan posible esa comprensión queda todavía mucho por hacer y esa tarea ingente es directamente proporcional a la deliberada y sostenida omisión que imperó hasta hace poco. Y valga, como corolario ilustrativo de ello, una anécdota que cita el autor y que extrae de unos relatos de historia y de viaje (Alta Saboya) de fines del siglo pasado (por el XIX). Al preguntársele a un campesino “si no había leyendas en el burgo” tras ardua reflexión éste responde escandalizado: “Ah, sí, había una, hace un tiempo, pero la policía la expulsó”. Más allá de su cómica ingenuidad la respuesta plasma con exactitud la noción quizá confusa pero no menos latente de esa inmensa mayoría a la que se le negó permanente y sistemáticamente la posibilidad de expresarse y que desde ahora y cada vez más puede tener su propia voz.



(*)-Philippe Joutard-Esas voces que nos llegan del pasado. Fondo de Cultura Económica, México, 1986.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Lecturas singulares

La verdadera morada del judío errante



En este espléndido libro (*) con una esmerada y original presentación a la que se aúna una traducción impecable se recogen 22 cuentos de muy diverso temario cuya unidad está dada (y esto huelga decirlo) por la innegable y característica maestría de Singer. Cada relato es un ejemplo de cómo se debe contar y puede decirse de esta obra ese lugar común que sin embargo no se aplica demasiado a menudo: la sensación de pesar que se experimenta al terminar su lectura ya que se hubiera deseado proseguirla indefinidamente.

Es éste, sin duda, el primero, más espontáneo y mayor homenaje que puede tributársele. Detenerse en cada uno de estos cuentos sería por demás prolijo: en todos está presente esa profunda y particular percepción de la condición humana, ese don auténtico de observación y sagacidad pleno de comprensión, humor e indulgencia. Y ello tanto más habida cuenta de que el autor y sus personajes pertenecen a ese pueblo entrañable que ha pasado por todo y de todo ha resurgido y que encarna, por excelencia, una forma de la memoria común y remota de la humanidad. Esto es, en realidad, lo que nos restituye Singer, intensificado con su deliberado y más que acertado propósito de escribir originalmente en yiddish (y reescribir luego, supervisando la traducción al inglés). Es evidente, o debería serlo, que nadie puede ser ajeno a esta expresión –incluso aquellos individuos y comunidades que llevados de sofismas y distorsiones han practicado y continúan practicando el racismo y el odio- pero los hispanohablantes tenemos muy particularmente razones para una sensibilidad afín, por lo que significaron la presencia y el aporte judaicos en la cultura española, por lo que siguen aún hoy significando esas dispersas y reducidas colectividades que en el norte de Africa hablan todavía un español del Siglo de Oro. A este respecto recuérdese que, a diferencia de las demás lenguas romances (exceptuando, hasta cierto punto, el portugués) la nuestra lleva la marca indeleble del legado semita –sería ocioso insistir en esa otra vertiente de la influencia árabe- y desde esta perspectiva corresponde destacar esa filiación lingüística.

Uno de los cuentos que integran este volumen lleva el sugestivo título: “El bolsillo recuerda”. Muy sucintamente su trama es ésta: un hombre piadoso y observante, un jasid que ha sido enviado a la ciudad para encargarse de ciertas transacciones de su patrón se encuentra enredado de manera imprevista con una prostituta. Está a punto de caer en la tentación de la carne pero reacciona a último momento y huye. Ya de regreso y al rendir cuentas de su comisión se percata de que ha perdido una pequeña suma. Esto le traerá desasosiego porque es una falta a su probidad, sentido del honor y del orden hasta que finalmente y en un sueño descubre –o recuerda- la circunstancia y causa de esa pérdida relacionada con el episodio mencionado. La moraleja es inequívoca. La transgresión (en este caso el olvido de la ley si no de hecho, de intención) lleva aparejada su pena –la pérdida de unas cuantas piezas de oro. La enmienda o la reparación conllevan asimismo la retribución –el cese del tormento moral que esa pérdida provocaba. En otras palabras existe una realidad de orden superior, llámese providencia, divinidad o el mismo sistema natural a la que deben supeditarse los intereses y apetitos particulares. Ahora bien, es sabido que el verbo contar tiene también en español el sentido de adicionar, así como “cuento” es tanto un relato como una cantidad (aunque en este último caso la segunda acepción sea ya desusada).

Y esta relación no es, desde luego, gratuita: el hecho de contar, relatar lleva ciertamente el reflejo de la memoria colectiva, de la historia oral, de las narraciones que partiendo de un núcleo dado se fueron ampliando y ramificando, es decir, se fueron adicionando hasta alcanzar, con el tiempo, su forma definitiva y quedar fijadas por la expresión escrita. Esa característica de acumulación que se ha conservado en nuestra lengua tiene muy evidentemente una connotación económica –la de atesorar- que vendría a ser, en la especie, su sinónimo. Hablamos asimismo del “caudal” de la lengua (su riqueza y afluencia) pero el mismo término se aplica y preferentemente a una masa líquida según su importancia y líquido y liquidez han pasado a la jerga de la economía: su sentido original común está en el verbo fluir. Tomando un atajo y volviendo al punto de partida cabría formularlo así: contar-narrar-atesorar; retener lo que, por su naturaleza, fluye. El arte, toda forma artística es igualmente y ante todo una función económica, entendiendo aquí por economía no tanto la pretendida ciencia de ordenación del dinero, los valores y recursos y su interrelación sino en un sentido más primigenio: la administración rigurosa de las partes que componen un sistema, orientada al fin último y primordial de la perpetuación de dicho sistema. Esta particularidad que presenta nuestra lengua, lejos de ser un mero pretexto, es totalmente pertinente porque viene a poner de relieve el trasfondo de esa enaltecedora lección que nos propone Singer: el hecho más anodino y baladí en apariencia es digno de ser tenido en cuenta porque al fin y al cabo la vida –individual y colectiva- está hecha de esos menudos episodios y anécdotas que se transmiten de generación en generación y que conforman el verdadero sustrato de toda identidad. Esa transmisión es, por ende, nuestra herencia concreta y específica, comparada con la cual carece prácticamente de valor real la otra historia: una sarta de fábulas tejida en el cañamazo de una escenografía ideal.

Por lo tanto y sin exagerar en lo más mínimo puede decirse que la lectura de narradores natos como Singer no sólo nos permite asir y comprender mejor la esencia del devenir del hombre sino que –y esto es lo más importante- nos enseña a reconciliarnos con él.


(*)- Isaac Bashevis Singer -La imagen y otras historias- Ada Korn Editora, Buenos Aires, 1987.
Otras obras de Singer:
El penitente- Plaza y Janés Editores S.A., Barcelona, 1984.
Le manoir- Éditions Stock, Paris, 1968.
Satán en Goray- Ediciones G.P., Barcelona, 1979.
El mago de Lublin- Ediciones Orbis S.A, Madrid, 1984.
El esclavo- Círculo de Lectores S.A, Barcelona, 1979.