jueves, 28 de julio de 2011

El escritor fantasma

Así se denomina en inglés, como todos ignoran y sólo saben los que lo saben a aquellos buenos escritores que trabajan en la sombra de un nombre consagrado (ghost writers). Y hablando de sombra resulta más lapidaria y gráfica todavía la denominación francesa de esta clase de galeotes de las letras porque los llaman nègres. Pero la historia que sigue no está directamente relacionada con esta categoría de moderna esclavitud y explotación sino que simplemente toma prestado ese nombre para, a partir de allí, procurar bosquejar el proceso de una locura, sí, una más y que sin la menor duda quedará anegada en el océano de la insania universal en donde creemos vivir pero que de todos modos se consigna aquí por el puro placer de ir contra la corriente (a modo de ejemplo ilustrativo: el clásico cuadro del náufrago en una isla ignota y solitaria que milagrosamente ha encontrado una botella de vidrio y consigue, tras ímprobos esfuerzos, escribir un mensaje solicitando auxilio. Lo introduce en la botella y lleno de júbilo se dirige hasta la única palmera que hay en la isla y con todas sus fuerzas la estrella contra el tronco. Acto seguido baila como un poseso sobre los añicos).



Y érase que se era una vez, en un país que ya no existe y en un mundo también irreal un escritor. Ya desde pequeñajo le gustaban las letras, el habla y leer y sentía gran admiración por los autores famosos y se empeñaba en conocer sus obras y no hay que olvidar que era así de pequeño aún y sin embargo ya leía a los clásicos y en verdad todo lo que caía en sus manos en forma de material impreso. Y este niño creció, que eso es lo que suponemos sucede con los niños (porque crecer es un término muy ambicioso y en su misma ambición muy equívoco) y se transformó en un adolescente que adolecía de todo menos del amor por la literatura. Y siguió así leyendo y leyendo y un buen día –para su sorpresa, deleite y terror- se sorprendió escribiendo un breve relato. ¡Tan luego él! Claro, el infeliz no sabía ni podía haberlo sabido que el leer no sólo seca los sesos sino que induce fatal, insidiosa e ineluctablemente a escribir. No, no se lee con impunidad y este escritor en ciernes lo aprendió a su costa. ¡Y vaya si fue costa de alto costo! y dejó allí su torturada ánima, que no alma y sus tripas mismas. En efecto escribía durante las noches y leía durante el día y por una y otra penuria no vivía ni supo nunca qué cosa fuera vivir (ni tampoco en esto era muy diferente al resto. Sólo que el resto -como ya se insinuó- cree que vive). Ni se le daba un ardite por eso (lo que resulta comprensible si se tiene en cuenta que, como se acaba de decir, no tenía la más remota noción de lo que se trataba). Y escribía y escribía soñando con las merecidas fama y gloria mundanas y la eternidad literaria que suele serles aneja. Pero tampoco había comprendido aquello que sus venerados autores le decían una y otra vez de manera oracular y/o velada en esas historias tan cautivantes y que era a modo de una advertencia implícita sobre ese arriesgado oficio que recompensaba mal o nada y casi siempre tarde, demasiado tarde. Además, en el caso de este plumífero que ya había publicado algunas cosillas sin mayor trascendencia (salvo para él) el asunto se agravaba de manera perversa por una circunstancia que no habían ni afrontado ni padecido los ilustres (o no) predecesores y que consistía nada menos que en una reñida competencia universal desatada a no dudar por demonios de muy reciente data, novísimo cuño e insondable malignidad. Tampoco, como cabe inferir, se percató de ello y siguió con tesón y rigor ejemplares su formación de lecturas y lecturas y algunas escrituras. Así pasaron algunos años, varios años y después, como suele acontecer, bastantes años (antes de llegar a ser muchos) y todo iba tal como era entonces, en el país de nunca jamás y en un mundo hecho de la tramposa materia de los sueños. Y hete aquí que tras tanto esfuerzo Suetonio Escriba (hay nombres predestinados, sin duda) publicó -¡por fin!- su primera novela. Trémulo y palpitante, más, acezante, esperó el momento de su consagración. Sí, vaya que esperó. Y esperó. Y todavía seguiría esperando. En verdad el escupitajo de un grajo (no sé si escupen pero me gustó la rima áspera de ambos nombres) en la mar océana hubiera sido de más momento que la novela de este cuitado héroe titulada: “De cómo Aquiles no murió debido a su talón traspasado sino por haberse atosigado con setas –como Claudio- agravado el cuadro clínico por una oclusión intestinal y cuando ya había cumplido los noventa y ocho años de edad” y ambientada con un esmerado cuidado y una prodigiosa erudición que pasaron tan inadvertidas como todo el resto. Despechado y ya olfateando que algo no estaba bien en su composición de las cosas y su interpretación del mundo Suetonio se dedicó a examinar con mayor atención su propio entorno. Y aquí –poco a poco y paso a paso (era un tanto tardo) llegó a comprender al cabo la perversa jugarreta que le había gastado el destino. Porque, como se dijo antes, había varias circunstancias y una en particular que eran de todo punto inéditas y que ninguno de los grandes (ni de los medianos ni de los menores ni de los más, que ni rastro han dejado) de antaño había tenido que confrontar. Y esta especie de hada Carabosse, de tan siniestra influencia a la hora de inclinarse sobre la cuna de Suetonio, no era sino un artilugio llamado computadora (u ordenador) y gracias al cual en esos días todo el mundo, pero lo que se dice todo el mundo, escribía. Y a tal punto que escribían los ciegos, los paralíticos, los sin manos, los campesinos, los analfabetos, los niños, los decrépitos y hasta los muertos y nonatos! Qué escribieran importaba poco; todos, sin excepción, tenían algo que decir y en general (y en particular) eran sartas y sartas de estupideces y de inepcias pero las publicaban tan orondos en las así llamadas redes (sí, como las de Pedro pero éstas no atrapaban almas sino la pura oquedad mental de la especie humana y por lo tanto siempre subían vacías) y otros –del mismo nivel intelectual y cultural, claro está- las leían (cuando sabían leer, que no era tan frecuente) y a su vez respondían y aún añadían ingenio y arte de estilo de su propia cosecha. Este escenario apocalíptico ya fue demasiado para el desventurado Suetonio. Con honda amargura se determinó, en un gesto de hidalguía y arrojo supremos, a abandonar las letras. Y ello tanto más porque a lo ya dicho se agregaba, como reza la elegante expresión consagrada, la cereza del postre: todo lo que el mistificado Escriba había aprendido dejando cada neurona y los ojos en sus infinitas y voraces lecturas tampoco valía nada porque ahora cualquier tierno infante desde su propia cuna o la centenaria abuela desde su mecedora , ambos con sus laptop, accedían a la misma información y adornaban y sazonaban sus escritos con citas y referencias ya no cultas sino tan crípticas que ni el mismísimo Góngora hubiera osado delirar conocer y mucho menos emplear. Poco importaba (como todo el resto, valga la reiteración) que muchas veces, sí, muchas veces –acaso demasiadas- dichas citas y referencias carecieran de fundamento, no hubieran sido debidamente verificadas o se tratara de auténticos dislates; como prácticamente todo el mundo se hallaba a un nivel de conocimiento y cultura equiparables a nadie se le daban tres higos por ello y allá era todo citar a Platón y Heráclito o a Leibniz o a quien fuera, que para el caso daba igual. Así pues, volviendo: Suetonio renunció a las letras pero por descontado eso tampoco tuvo el efecto previsto: nadie, absolutamente nadie se dio por enterado. Y entonces, habiendo sorbido el cáliz hasta las heces, el desdichado escritor al que nadie había leído (porque es muy de presumir que ni su editor, a quien sólo le interesó cobrar la costosa y abultada edición de la enciclopédica novela histórica se había siquiera notificado ya no del tema sino del título y en lo que atañe a los pocos, muy pocos que antes le habían publicado en revistas y semanarios algunos poemas y textos sin mayor enjundia que tampoco nadie había leído se habían enterado a su vez de la renuncia de Suetonio ni del abortado parto de su novela ni de nada por la sencilla razón de que ya habían desaparecido, largo tiempo hacía, del panorama literario: muertos o acabando sus desastradas vidas en tabernas de mala nota como copias caricaturescas de Poe) y que, en consecuencia, puede con toda propiedad ser tildado de escritor fantasma comenzó en su hórrida buhardilla balzaciana a amontonar sus innumerables libros y libracos, de mayor a menor, como una enorme columna que alcanzó al cabo las vigas del ennegrecido y dickensiano techo; acto seguido y con ayuda de una sólida cuerda izó hasta la cima un pesado y capaz recipiente de querosene y munido de fósforos trepó penosamente hasta el último libro sobre el cual, haciendo equilibrio, se pasó la soga al cuello, encendió un fósforo, pegó candela al conjunto tras haberlo rociado generosamente y de una patada derrumbó el tramo de libros que lo sostenían y quedó colgando así, en un bailoteo grotesco y con la lengua afuera y las llamas consumiéndolo junto con todo lo demás. Pero cabe señalar, por mor (y, ya se dijo, tardío reconocimiento) de su memoria, que la lengua afuera no era en realidad un efecto del cuello descoyuntado: al parecer, el gesto fue intencional y significaba: “Al carajo con la literatura, con el mundo y sobre todo con las computadoras!”. Al menos así lo entendieron sus coetáneos (basándose en el testimonio de algunos vecinos que presenciaron los últimos instantes del drama) y eso es lo que reza la lápida que en el cementerio (en tierra no consagrada, faltaría más) de la ciudad irreal del país de nunca jamás se colocó sobre su tumba. Lo que, bien mirado, no deja de ser paradójico porque ¿para qué una tumba para un escritor fantasma?

lunes, 25 de julio de 2011

El universo desplegado de la crítica (*)



En otra parte de este mismo espacio (Plúmbea mediocritas) me referí a la condición de la crítica literaria en un medio tan poco idóneo si no ya francamente inepto por sus características de inmadurez, desconocimiento o ignorancia, improvisación y banderías tan primarias como burdas. Aquí, como una derivación natural, siguen estas reflexiones sobre esa cuestión pero en un marco que, desde luego, trasciende esos límites meramente cantonales.



“La crítica se quedará al margen de la verdadera creación estética si no toma en cuenta este sentido de la literatura moderna. No se trata ya de hacer una crítica sobre autores sino sobre obras y textos. Detrás de cada autor lo que hay es un lenguaje, no un yo”. Guillermo Sucre.



Trasquilar al crítico



Comienzo por esta parodia de T.S. Eliot en una intención aclaratoria, necesaria por la naturaleza del objeto mismo que se ha de comentar y más necesaria aún por la ya crónica deficiencia de ese oficio desvirtuado entre nosotros que es la crítica. Un pasaje de Michel Foucault constituye una descripción ajustada de la situación por la que esta crítica (o la usurpación de tal función) atraviesa: “Parece ser que algunos afásicos no logran clasificar de manera coherente las madejas de lana multicolores que se les presentan sobre la superficie de una mesa; como si este rectángulo uniforme no pudiera servir de espacio homogéneo y neutro en el cual las cosas manifestarían a la vez el orden continuo de sus identidades o sus diferencias y el campo semántico de su denominación. Forman en este espacio uniforme en el que por lo común las cosas se distribuyen y se nombran una multiplicidad de pequeños dominios grumosos y fragmentarios en la que innumerables semejanzas aglutinan las cosas en islotes discontinuos; en un extremo ponen las madejas más claras, en otro las rojas, por otra parte las que tienen una consistencia más lanosa, en otra las más largas o aquellas que tiran al violeta o las que están en bola. Sin embargo, apenas esbozados, todos estos agrupamientos se deshacen, porque la ribera de identidad que los sostiene, por estrecha que sea, es aún demasiado extensa para no ser inestable: y al infinito el enfermo junta y separa sin cesar, amontona las diversas semejanzas, arruina las más evidentes, dispersa las identidades, superpone criterios diferentes, se agita, empieza de nuevo, se inquieta y llega, por último, al borde de la angustia” (1). No de otro modo opera la crítica convencional: de acuerdo siempre con una idea pre-establecida de la obra (un ángulo de la mesa) agrupa, como el afásico, en base a criterios que van desde lo afectivo y emocional hasta lo ideológico procurando la defensa a ultranza de un código estético cuya nota fundamental, de esta manera, no puede ser sino la arbitrariedad (nucleamientos discontinuos de las diferentes lanas). Como en el caso del afásico llega también a la angustia cuando una obra se presenta irreductible a su sistema y, por ende, lo desmorona. Y su angustia se traduce, fatalmente, en agresión: la desvalorización del texto propuesto o bien un silencio harto elocuente en su impotencia. Esta enfermedad es reconocida; una de sus causas más importantes es la carencia de un “espacio crítico” como lo señalara Octavio paz (2), es decir, la instauración de una atmósfera propicia y sobre todo sostenida y continuada (amén, huelga decirlo, de la indispensable solvencia intelectual) que supusiera la verdadera plataforma de la obra de creación, sola capaz de restituir al creador –y a sus lectores, que son la segunda fase de esa creación- su propia obra. Tras estas consideraciones liminares y a renglón seguido se procede a una revisión –si bien por fuerza somera y parcial- de sus distintos apartados.



Lenguaje y cosmos: la mímesis



De pronto la poesía ha cesado de ser. De las inexactitudes de esta afirmación debe deslindarse: no de pronto sino gradualmente –grados que van (una vez más: arbitrariamente) de Góngora a Baudelaire, de San Juan a Michaux o Auden, de los simbolistas a los concretos. Y el “ha cesado de ser” debe entenderse obviamente como una idea de la poesía ha cesado de ser. En efecto el poema no es más la representación del conflicto entre el creador y el lenguaje. Mallarmé, según es sabido, descubrió –o puso de relieve- el silencio acechante en el lenguaje, un “metasilencio” y pretendió llegar a él. Pero llegar ahí –en poesía- sería equivalente a nombrarlo, ergo, una dialéctica que se agota en sí misma. En consecuencia Mallarmé renunció y su renuncia implicaba el reconocimiento de esa imposibilidad. Pero algún otro postulado bizantino puede argüir que, justamente, la renuncia es el silencio mismo –la renuncia esplende de significación- sin parar mientes en el hecho de que esa renuncia –seudo silencio- no se releva sino porque se habló antes ya que sin un parlamento anterior dicha renuncia sería lo único existente. De nuevo, la renuncia sirve para destacar al silencio pero ni se confunde con él ni lo interpreta: “nos dice nada, que no es lo mismo que nada decir” (3). Pero decir nada, con todo y decirlo, no es lo mismo tampoco que todo decir (la puntualización no es ociosa si se recuerda que Mallarmé, como la reina madrastra de Blancanieves, rompió el espejo poético por no poder todo decir). A esta situación conflictiva de la poesía que se prolonga en una reiteración enervante: “agua que en un viejo estanque se resigna” (4) viene ahora a proponerse una derivación oportuna. Sin encallar en la irreductibilidad del lenguaje –y reconociéndola, desde luego- el postulado propuesto no busca ceñir el silencio ni neutralizarlo, simplemente lo integra y en esa integración logra reflejar una totalidad: de pronto la poesía es todo. De las exactitudes de esta fórmula se desprende: 1) el lenguaje tomado objetivamente es objeto, no reemplazante sucedáneo. ¿Extinción del complejo adánico de nominación? Sí, en poesía, que se vuelve anómica (en sus dos acepciones: falta de ley o de regla, desviación de las leyes naturales. Imposibilidad de dar a los objetos su denominación adecuada: el barroco) y anónima, intercambiable como todo lo anónimo; en consecuencia el objeto y el nombre que lo designa son lo mismo. Las mayúsculas se suprimen festivamente: “El paso ontológico que el verbo SER aseguraba entre el hablar y el pensar se ha roto; de golpe, el lenguaje adquiere un ser propio. Y es este ser el que detenta las leyes que lo rigen” (5) y 2) si todo se confunde con la mediación verbal ésta ya no es más mediación –no es más aislable como tal- un poema, elemento verbal, queda solamente elemento. Desjerarquización y con ella identificación cósmica. (Cosmos: orden). Sirio y Venus: la estrella. El poema que contenga a Sirio y Venus: la estrella. El poema que contenga muchas estrellas: galaxia. Macro y microcosmos: las estrellas serán cualquier nombre, todos los nombres.



La ciencia del cielo puebla el espacio sideral con transformaciones, metamorfosis que la simbología del juego-ludo-rito remite otra vez a la tierra en una relación continua. Escritura, danza, mitología, poesía, interpretación, fonema, todo es intercambiable: el universo, como místicamente intuyera William Blake, vuelve a desplegarse en el hombre.



La mímesis absoluta no es sino el intérprete que se confunde con lo interpretado, el rostro vuelto máscara, la máscara viva que suplanta el rostro: la muerte del intérprete-escriba. (Sí, fue un artículo de fe del movimiento surrealista y en particular de André Breton). Pero también debe señalarse aquí el componente lúdico: mímesis o capacidad de olvido de la propia personalidad, pérdida momentánea o permanente de identidad, abolición del yo cultural: el mimético contempla una hoja que tiembla y un progresivo temblor lo acomete (entre otros ejemplos aproximados el del olonizado (6)). Asimismo la mímesis es la condición del niño, en el sentido de esa capacidad imitativa que luego será mutilada y aniquilada por el proceso ulterior de su devenir: ludo, infans no significan otra cosa que aquello que se llama equívocamente magia. En este itinerario, de modo natural, de estricta lógica el tratamiento desemboca en el mito, receptor y perpetuador por excelencia de la manifestación mágica pero, por sobre todo, indicio irrefutable de la vigencia mimética.



Barroco



“No hay pluralidad de sentir, porque no hay yo: sólo hay pluralidad de estados, variedad en una única sensibilidad” (5bis).



La infinita nominación acaba aboliendo el infinito azar. Trasladada esta idea a otro plano un cuentista imagina el empleo, en un lamasterio, de una serie de computadoras de altísima complejidad con las que los lamas consiguen descifrar, por eliminación progresiva, el verdadero nombre de dios. Cuando ese nombre es identificado por las computadoras todas las estrellas se van apagando una a una. Esto es el barroco que procura el agotamiento del lenguaje para descubrir el lenguaje. Pero esta voluntad de agotamiento lleva (también aquí) a la confrontación de su imposibilidad y la reiteración perpetuada no hace sino poner en evidencia el vacío, aquel último resquicio que no puede ser colmado (recuérdese que el motto que define al barroco es, justamente, el horror vacui). Se trata, por lo tanto, del “objeto parcial” –que se define por ausencia- y que deriva a una interpretación en un contexto de rendimiento que sanciona la “vanidad” de la obra barroca. Y en esta interpretación vuelve a ponerse de relieve el componente lúdico: “La constatación del fracaso no implica la modificación del proyecto sino, al contrario, la repetición del suplemento; esta repetición obsesiva de una cosa inútil (puesto que no tiene acceso a la entidad ideal de la obra) es lo que determina al barroco en tanto que juego en oposición a la determinación de la obra clásica en tanto que trabajo” (7).



El humor ácido de Cocteau disponía un camaleón sobre una manta de colores y concluía en su muerte por extenuación –en sus extremos ambas proposiciones se concilian: lo mimético acaba aboliendo la manta de colores y la falsa identidad de las lanas teñidas de la crítica.


Por consiguiente la intención estriba en poner de relieve la otra cara: detrás del lenguaje los infinitos lenguajes –las sucesivas capas, la suma o la aproximación a todos los significados. Eliminar –aunque sea de modo transitorio y veleidoso- los compartimientos estancos del lenguaje en los lenguajes; los así denominados filosófico, científico, tecnológico, las terminologías constituidas en provincias: jergas –la economía, la política, la sociología, la publicidad, la prensa, el cine, la informática, etc. Tender entonces a recuperar el patrimonio lingüístico en su integridad, rechazando sólo el “modismo de la moda”: lo más efímero y justamente desechable.


No resultará entonces sorprendente que siguiendo esta trayectoria y para ampliarla a nuestro ámbito –que es desde donde hemos partido- establezcamos términos de comparación y paralelismos con el pensamiento singular de Macedonio Fernández; una atenta relectura de su obra permite identificar puntos de contacto y acaso algunas influencias pero haciendo desde ya la salvedad de que se trata de dos procesos independientes que se caracterizan por la nota común de haber sido cumplidos con un equiparable y “obstinado rigor”.


En efecto para M. Fernández (8) el mundo es un “almismo”, el ser es un almismo ayoico, la negación del yo como categoría metafísica; el ser como sensibilidad ininterrumpida, el ensueño y la vigilia como un único estado (diferente graduación de intensidad). Puntos de contacto con el esoterismo (entendido en su sentido más lato y englobando a la poesía): anulación de la diferencia establecida por la metafísica tradicional de las dos categorías del que conoce-sujeto y lo conocido-objeto para reafirmar, con el esoterismo, la no diferenciación al negar el yo reconociendo sólo la existencia de la sensibilidad que conoce sintiendo (por pasión) o la fórmula ya mencionada: el mundo como un almismo-ayoico. La poesía sigue un itinerario afín en cuyo transcurso recoge este legado pero confiriéndole otras resonancias más acordes con los distintos y progresivos periodos que el autor de El museo de la novela de la eterna hubiera suscrito sin reservas.


Valga lo que precede como una aproximación somera (apenas una indicación y un aporte) a un ámbito que, como ya se dijo, debe explorar las múltiples posibilidades del universo literario pero no quedar confinado al mismo en la estrechez superficial de la convención y el diktat del día sino por el contrario incorporando con audacia innovadora todos aquellos elementos susceptibles de orientar y enriquecer ese ejercicio, desde el término coloquial hasta las grafías más diversas, desde la obra oportunista hasta la iconoclasta y en esa ardua empresa señalar un rumbo tan nítido como inconfundible. En esa estela rectora podrían entonces reconocerse, sin duda y por fin tanto aquellos que comienzan su propia indagación como los que se encuentran desconcertados (su nombre y su número son legión) por la confusión imperante en el laberinto literario y poético y, huelga decirlo (una vez más) en el de la crítica (o su ausencia o la bufonada mimética que la usurpa como tal).





(*)- Este texto, ahora modificado, iba en origen destinado a otro propósito, carente ya de sentido. Por lo tanto esta versión es la sola definitiva y válida.




(1)- Michel Foucault- Las palabras y las cosas- Ed. Siglo XXI, México, 1968.


(2)- Octavio Paz- Corriente alterna- Ed. Siglo XXI, México, 1967.


(3)- Octavio Paz- El arco y la lira- Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1956.


(4)- Stéphane Mallarmé –Hérodias.


(5)- M. Foucault- ob. cit., pág. 289. (corresponde señalar que el traductor incurre aquí en un error porque emplea detentar que significa literalmente retener sin derecho, usurpar como si fuera sinónimo de poseer, ejercer, etc.).


(5bis)- Macedonio Fernández- No toda es vigilia la de los ojos abiertos- Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1967; pág. 120.


(6)- Ernesto de Martino- Le monde magique- Ed. Marabout, Paris, 1971.


(7)- Severo Sarduy- El barroco y el neobarroco en América Latina en su literatura, Siglo XXI y Unesco, 1972.


(8)- M. Fernández- Papeles de Recienvenido –Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1966.


M. Fernández- Selección de escritos- Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1968.


M. Fernández- Adriana de Buenos Aires- Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1974.






sábado, 16 de julio de 2011

Cayetana

Entre programas (zapping) veo en la TV española un comentario sobre el 85º cumpleaños de la duquesa de Alba. Se muestra a Cayetana Fitz-James Stuart con su acompañante y prometido, 25 años menor que ella. Ambos parecen salidos directamente de Los caprichos de Goya. Pero ella, en particular, es una máscara atroz que balbucea y farfulla, con cachetes inflados artificialmente y una mirada desvaída y apagada, de ultratumba. Porque Cayetana, como la llama familiarmente el pueblo español, es en realidad un cadáver insepulto. Que se niega a ser enterrado de una buena vez. Sí, es la imagen más acabada y vívida (aunque este ultimo calificativo parezca aquí fuera de lugar) de la aristocracia española. Y de la aristocracia en general, de cualquier país y de la actualidad. Sus rasgos totalmente degenerados, no sólo por la edad sino por un deterioro más enigmático, acaso genético, revelan, más, ponen de relieve y con efecto especular una degeneración social igual y paralela que sola puede explicar –de algún modo remoto, cavernario y laberíntico- la posibilidad de que sigan existiendo en estos días aberraciones tales como Cayetana y sus pares.

viernes, 15 de julio de 2011

Las manos de Cicerón o cómo se llega a ser Augusto (*)

Octavio u Octaviano (después César, después Augusto) debió su oportunidad en la hora más crítica al favor de Cicerón y no sólo entonces sino en otras varias y señaladas ocasiones lo había apoyado el prócer hasta que el virtuoso joven pudo volar por sí mismo y, como es sabido, lo primero que hizo fue aliarse con Lépido y Marco Antonio.


Convinieron de inmediato entre los tres quiénes debían ser eliminados para allanar el camino; así lo cuenta Plutarco: "La composición y compensación fue de esta manera: César hizo el sacrificio de Cicerón, Lépido el de su hermano Paulo y Antonio el de Lucio César, que era tío suyo de parte de madre" (éstos fueron sólo algunos de una larga lista) y no puede abstenerse de añadir: "Hasta este punto la ira y el furor les hizo perder la razón, no dejando duda de que el hombre es la más cruel de todas las fieras cuando a las pasiones se une el poder".


Describe más adelante el execrable ensañamiento; (el esbirro): "Cortóle por orden de Antonio la cabeza y las manos con que había escrito las Filípicas, porque Cicerón intituló Filípicas las oraciones que escribió contra Antonio".


Así se repite una y otra vez la misma lección: un gran hombre que muere de manera indigna a manos (por orden) de un despreciable aventurero. Pero detrás del ejecutor visible suele ocultarse otro todavía más abyecto porque, como en este caso, desconoce incluso hasta un mínimo sentido de reconocimiento a su benefactor y sobre ese cadáver asciende en su ambición.


Sin embargo ésta es una tan sólo de las infamias y torpezas que distinguieron a Octavio, el mismo que nos propone la historia como ejemplo insigne, al que los romanos divinizaron y cuyo nombre ha quedado, además de en la memoria colectiva y cotidiana (nuestro mes de agosto) como sinónimo de elevación, majestad y grandeza.


Ninguna fecha conmemora a Marco Tulio Cicerón.





(*) de mi libro Faustos fastos -Ed. Amarna, Córdoba, Argentina, 2009 -pág. 17.

miércoles, 13 de julio de 2011

De la progenie (*)

"Al no encontrar en la política el freno de otra voz, como en el amor encontraba el freno de otro cuerpo, se abalanzó sobre los ideales con más ingenuidad que planes. Marchó preso y le pegaron (**). Conoció el odio: le gustó más que los ideales y ya no se separó de él" (1). Así condensa Jorge Barón Biza el retrato de su padre: Arón en la novela, un hombre cuya primera esposa -aviadora- se mata en un accidente aéreo y a la que dedica un horrendo monumento conmemorativo que evoca el ala de un avión. Conoce luego a su segunda esposa, de sólo 16 años y que será la madre del narrador. Su vida conyugal es tempestuosa, jalonada de múltiples separaciones. En la última entrevista para concluir el divorcio -esta vez definitivo- Arón lanza vitriolo a su esposa destruyéndole el rostro y parte del cuerpo. Poco después se suicida.


La novela (que no es tal sino una autobiografía apenas velada) describe el derrotero atroz, en lo físico y lo moral: la recomposición lenta y laboriosa de ese rostro y la constante incertidumbre en cuanto a los resultados finales de las diversas operaciones de cirugía en Italia.


Pero esa tragedia sólo comienza. Recuperada hasta cierto punto y tras llevar una vida aparentemente normal durante varios años la madre termina arrojándose al vacío desde un balcón. Y ese doble legado -ese cúmulo de padecimientos y soluciones definitivas acabará por encarnar en el propio narrador- ahora el ser humano real, viviente y sufriente, que al cabo se lanzará también él al vacío desde un elevado piso cerrando así el círculo.


Texto tanto más sobrecogedor por cuanto meramente descriptivo, sin exposición de sentimientos o apenas ni emociones ni mucho menos el menor atisbo de autocompasión. Impresiones y la sensación opresiva de que se narra desde un mundo ya paralelo, estanco, con muy poca o ninguna conexión con el paralelo de "los demás". El narrador se confiesa alcohólico ¿es ésa su muleta para poder continuar hasta el salto definitivo? Pero la respuesta -la única válida- la conoce y la expone él mismo: "Tarde o temprano yo también seré sólo un texto; no me queda mucho más por hacer. Escribo estas líneas y ese frágil impulso de hacerlo es todo lo que todavía puede llamarse, para mí, "vida" o "acción" o "posibilidades". (2)


(*) de mi libro Faustos fastos, Ediciones Amarna, Córdoba, Argentina. pág. 163.
(**). En la alusión a la tortura padecida por Arón también aquí se cita como responsable al siniestro engendro del siniestro (en lo político) vate nacional: el comisario Lugones (3).
(1)- Jorge Barón Biza- El desierto y su semilla- Ed. Simurg, Buenos Aires, 1999. pág. 241.
(2)- J. Barón Biza- op.cit. pág. 245.
(3)- J. Barón Biza- op.cit. pág. 235.