miércoles, 25 de abril de 2012

Cómo fabricar genios nacionales (*)


     Desde luego no todos pero sí varios y no precisamente de los menos mentados. Europa descubrió pronto cómo fabricar y emplear un recurso tan eficaz consciente de su efecto multiplicador (propaganda) de colonización cultural y por ende espiritual y mental. Por ejemplo Carlomagno que los franceses reivindican como su gran emperador aunque paradójicamente reivindican al mismo tiempo el valioso legado (según ellos) de sus antepasados galos: el emblema nacional o animal totémico es el coq gaulois, el gallo galo. Pero hete aquí que los francos –tribu de origen germánico- invadió la Galia y no dejó prácticamente ni un solo aborigen. Y hete aquí todavía más: Carlomagno se coronó emperador de los francos (y demás pueblos sometidos) no de lo que sería Francia: su capital jamás estuvo en lo que hoy es territorio francés sino en Aquisgrán –actualmente la Renania del norte alemana (que los franceses designan como Aix-la-Chapelle). Algo similar, en el sentido de apropiación abusiva, se puede decir igualmente del creador de la ópera francesa Jean-Baptiste Lully. Y no sólo de la ópera sino de toda una escuela musical de larga influencia. Pero Giovanni Battista Lulli nació en Florencia, en 1632. Es cierto que a temprana edad se trasladó a Francia pero eso en nada cambia sus orígenes. (Un caso inverso sería el de Descartes: producto típicamente francés que sin embargo abandona en un elocuente acto de rechazo su país natal y se instala en Holanda durante más de veinte años donde el clima intelectual era infinitamente más rico y tolerante pero a los holandeses nunca se les ocurrió proclamar que el filósofo les pertenecía). Y el más escandaloso –en todo el sentido del término- es el de Napoleón, el genio militar y político francés por excelencia. Pero Napoleone di Buonaparte había nacido en Ajaccio, la capital de Córcega, en 1769, unos meses apenas después de la anexión de la isla por Francia, lo que equivale a decir que se trató pura y simplemente de un azar. Jamás habló francés durante su infancia y cuando fue enviado con más de diez años de edad a la Escuela militar en la metrópoli sólo hablaba el dialecto corso. (Cabe acotar que este adalid de las libertades y los ideales revolucionarios fue quien se apresuró a volver a instaurar la esclavitud en las posesiones coloniales que había sido abolida después de la Revolución). Otro ejemplo notable es el de Händel –padre de la música inglesa. (Título que no implica en modo alguno desconocer al malogrado y magnífico Henry Purcell, que fue su maestro y el verdadero iniciador). Sólo que Georg Friedrich Händel había nacido en Halle en 1685 y fue educado en Hamburgo y luego en Italia antes de pasar a Londres donde vivió prácticamente el resto de su vida. Y para concluir con estas apostillas cabe mencionar last but not least al mismo Beethoven, el genio musical alemán por excelencia (junto con Mozart, austríaco) como es de todos bien sabido y que desde luego sí fue genio pero no tan alemán. Su propio nombre ya lo indica –Van y no Von- y aparentemente provendría de una localidad holandesa llamada Betuwe. Su abuelo paterno era originario de Flandes y su padre Johan si bien nació en Alemania no tenía mucha sangre germana en sus venas como tampoco el mismo Ludwig sino por parte de su madre María Magdalena Keverich (que también quedaría por verse –la terminación “ich” suena tanto más a eslava). En resumen todos estos nombres y muchos más han sido impuestos como ejemplos característicos de una raza y una cultura determinadas. En realidad y como tantos otros supuestos de similar condición no son sino colosales imposturas fabricadas a partir de datos y hechos tergiversados y/o manipulados tendenciosamente.


(*) De mi libro: Faustos fastos- Ed. Amarna, Córdoba, Argentina, 2009. págs. 46-47


miércoles, 4 de abril de 2012

Prodigio

De pronto cesaron todos los ruidos. No más bocinazos ni músicas a tope ni chirriar de neumáticos ni explosiones de motos ni martillazos o taladros en la (s) obra(s) ni radios de los autos a los alaridos ni sirenas ni alarmas ni intercambios de gritos a guisa de conversaciones. Nada. Nada. Ni siquiera un canto de pájaro, ni el roce de la brisa entre las hojas del árbol macilento que asoma a la ventana. Un silencio de muerte. Pero no, más bien un silencio de vida. De pronto, sorprendido, comprendí que estaba respirando, sentí que respiraba, pude oír el aire circular por mis pulmones. Fui consciente de mis pulmones, como una contracción apenas, tan remota era y ese aire que estaba respirando ahora tan distinto, un aire pletórico de energía, colmado de sol y de luz, de vida, un aire que palpaba, rozaba apenas, acariciaba (lo sabía, lo podía sentir) cada fibra y cada molécula de mi cuerpo y al hacerlo las revigorizaba, las cargaba de una pureza rara, primigenia, exaltante. También comprendía (simultáneamente con este estallido de plenitud súbita) que debía sentir temor ante ese despertar volcánico de mi materia, ante esa invasión estremecedora de vida. Pero no, no sentía miedo, en verdad no sentía nada, nada que pudiera identificar aparte de la sensación tan nueva como increíble de estar completo, de reconocerme uno con todo lo demás, de ver que la frontera de la piel cansada había desaparecido. Respiraba al fin en libertad como respiran los árboles en los bosques y montañas, lejos, muy lejos de toda civilización. Sí, respiraba como seguramente respiró la naturaleza en su primer amanecer.


Y ya no hubo sino el silencio denso, absoluto y el ritmo sosegado de esta fraternidad elemental en la magnificencia de su disolución incesante. Un instante, un solo instante antes de pasar a confundirme (¡y con qué gozo indescriptible!) del todo con ese todo vibrante y definitivo alcancé a comprender, como un latigazo de luz, qué se quiso decir cuando se pronunció por primera vez la palabra prodigio.