viernes, 29 de abril de 2011

La oficina





“Lo único que siempre he sostenido es que la naturaleza humana es la misma en todas partes, ya sea en este pueblito o en una capital. Sólo que en el primero hay más ocasiones y se dispone de más tiempo para observarla con mayor detenimiento”


Miss Jane Marple





Reinaba un ambiente de magnos acontecimientos en las oficinas de la empresa “Uróboros S.A”. En efecto, se despedía al Sr. Primus que durante más de diez años había sido jefe del personal. Muy emocionado el Sr. Primus recibía el saludo de sus colegas, superiores y subordinados. Se hallaban presentes las mecanógrafas Angustias Redoma y Socorro Melindres, la secretaria Mercé Chanel, el plantel ejecutivo: las Sras. Alba Pura Complacenti y Delmira Dentales, los Sres. Restas, Sefredo, Rocadán, Ansar y Renza y, ascendiendo en la jerarquía, el director Sr. Margón y hasta el mismísimo presidente de la empresa, el Sr. Senbol, a quien sólo se veía en esas ocasiones excepcionales. Con palabras sencillas pero no desprovistas de un toque de sensibilidad el Sr. Margón despidió al Sr. Primus deseándole la mayor ventura en su vida de jubilado y luego, con palabras igualmente sencillas designó al Sr. Restas reemplazante interino hasta tanto se nombrara al titular.



Se advertía una viva agitación en el pequeño reino de Traductaria, ínfima porción del vasto imperio de Brumosaletalia. En la capital, Porterilia, la población se había congregado en las calles para dar su último adiós al extinto rey Hegberto VII. Encabezaban el cortejo fúnebre don Recóndito (provisionalmente a cargo de la Regencia), doña Bragarana (ex favorita de Hegberto), doña Plácida, camarera principal, doña Concilio, dama de la nobleza y de compañía de doña Urraca que con el duque de Claroscuro eran los pretendientes al trono; los barones de Peñalidia y de Cala-Traba, maese Reaco, el alquimista y Monoca, el bufón. Concluida la solemne ceremonia y dispersada la multitud el cortejo regresó a palacio donde un enviado (venido expresamente de Culeducién, la capital del imperio) del emperador Mañafrico I confirmó a don Recóndito en la dignidad de regente hasta tanto se zanjara (en principio) el problema de la sucesión entre doña Urraca y el duque de Claroscuro.



Después de haber regado con agua hirviente la bella planta que el personal había ofrecido como regalo de despedida al Sr. Primus y que éste, en la confusión de su partida, había olvidado, Angustias, con su eterno cigarrillo en los labios y contemplando con una mirada vaga la pared dialogaba con Mercé: “Tengo el presentimiento de que este Restas nos dará mala vida”. “Mientras me mantenga en la secretaría lo demás me importa poco”. “Sí, ya se verá, pero como eras la protegida de Primus en tu lugar yo no estaría tan tranquila. Restas siempre le tuvo gran inquina a Primus y no me extrañaría que hayas heredado una buena parte”. Mercé, con una risita nerviosa, replicó: “Si me causa problemas no tengo más que hablar con el Sr. Margón que lo pondrá rápidamente en su lugar”. “Puede ser” musitó con un dejo dubitativo Angustias.



Doña Bragarana, vestida de luto riguroso. Con ella doña Plácida: “Tenga Vuesa Merced mucho cuidado y procure granjearse el favor de don Recóndito, que ya sabe cuán poco quería a nuestro rey Hegberto. “A pesar del duelo que me aflige no creas que no me preocupo –contestó doña Bragarana- pero si don Recóndito intenta perjudicarme sé que puedo contar con maese Reaco”. “Quizás, dijo doña Plácida, pero no olvide Vuesa Merced que maese Reaco se cuida en primer lugar de su propia situación”. “Nunca me faltaría, estoy segura” afirmó doña Bragarana. Doña Plácida, la mirada prendida en el tapiz que ornaba el muro, nada respondió.



En los estudios de la MGM (Myth G-r-ave Money) el famoso director Federico García Bellinni comenzaba una nueva versión de la clásica película: “Idos en un viento” basada en la novela de Edgar Calvino Buendía: “Ciclos de apogeo y decadencia de la casa de los destinos cruzados”. Todos los actores se encontraban ya en el lugar de la filmación y verdaderamente el elenco, de nivel internacional como convenía a una coproducción de esa magnitud, era excepcional: Shelley Winters, Louis de Funès, Lon Chaney, Divine, Lilian Gish, John Wayne, Cantinflas, Stewart Granger, Peter Lorre, Claude Reins, Joan Crawford, Vincent Price, Lolita Llores y Christopher Lee. El director, valiéndose de un megáfono, pidió atención: “Como vds. saben es ésta una empresa muy difícil y por eso solicito de todos la mayor colaboración; les recuerdo que esta película hubiera debido realizarla el malogrado Jacques Tati y ello representa para mí una responsabilidad todavía más grande”. “No estoy para nada conforme con mi papel” graznó Joan Crawford. “Pero querida, opuso la suave voz de Lilian Gish, todos tenemos la misma importancia en la distribución”. “Me parece, berreó John Wayne, que en una película de esta calidad habría que suprimir a ese monstruo”. “¿Qué monstruo?” preguntó agresivamente Joan Crawford. “Divine, por supuesto”. “Dejen en paz a Divine, intervino Shelley Winters, hará muy bien lo que se espera de ella”. “O de él, dijo Peter Lorre, nunca se ha sabido a ciencia cierta”. “Basta, Peter, protestó Lon Chaney, ya cansa tu manía de decir disparates”. Claude Reins propuso: “¿Si nos calláramos y dejáramos al director darnos sus instrucciones?”.










“Los he convocado para comunicarles las nuevas directivas que se aplicarán de ahora en adelante. Se me consultará para todo y no se tomará ninguna decisión que yo no autorice previamente”. Los Sres. Rocadán y Sefredo exclamaron al mismo tiempo: “Pero, Sr. Restas, antes…”. Con una voz temblorosa de cólera: “Antes era antes: ahora las cosas han cambiado”. “Algo debe cambiar para que todo siga igual” murmuró el Sr. Ansar, lo que provocó la reacción fulminante del jefe interino: “¡Cállese, Ansar! Estoy harto de sus bromas y comentarios estúpidos”. La Sra. Delmira y el Sr. Renza intervinieron a su vez: “Disculpe Vd. Sr. Restas pero si es necesario consultarlo para todo es obvio que se entorpecerá y demorará el trabajo”. Con una expresión hosca el Sr. Restas replicó: “Basta de objeciones. Será como he dicho y ni una palabra más. Ahora pueden retirarse; en caso necesario Mercé los volverá a convocar”. Salieron cabizbajos del despacho de la jefatura. Caminando al lado de Delmira, Alba Pura comentó: “Este hombre es monolítico. No hay manera de razonar con él”. Delmira: “No te inquietes, durará muy poco”. “Ojalá y esperemos que lo reemplace una persona eficaz”. “¿En quién estás pensando?” preguntó Delmira irónicamente. Rocadán, congestionado, hablaba con Sefredo: “Inaudito, intolerable…”. Sefredo, muy calmo: “Es lo que podía esperarse de semejante individuo”. “Sí, pero es sólo el comienzo. ¿Hasta dónde llegará?”. “Hasta donde pueda o más bien hasta donde lo dejen” replicó Sefredo. “Pues entonces que no lo dejen mucho” respondió, todavía acalorado, Rocadán. “esperemos que el Sr. Senbol nombre rápidamente al titular”. “Esperemos, aunque ya sabemos que en esta empresa las cosas pueden ir para largo”. “Sería dramático, dijo Rocadán, y más aún si se piensa que con un hombre idóneo –mirando fija e intencionadamente a Sefredo- todo podría ir muy bien”. Sefredo se limitó a repetir:”Esperemos”. Dejándolo Rocadán fue a ver al Sr. Margón. Después de saludarlo con el mayor respeto (que cualquier observador poco experimentado habría calificado de servilismo) “se permitía distraer su tiempo, indicó, animado por la sana intención de sugerir algunas iniciativas susceptibles de mejorar el funcionamiento de la oficina”. Margón: “Lo escucho”. “Lo primero, a mi juicio y salvo su mejor opinión, señor director, es desembarazarse de esa inútil secretaria. Convendría que insistiera Vd. al respecto para que el Sr. Restas…” “Pero, cortó Margón, Mercé no ha dado hasta hora ningún motivo de queja”. “Perdón, no está Vd. bien enterado, persistió Rocadán, esa mujer no sabe trabajar y no hace más que complicar las cosas. Si no hubiera sido por la incomprensible protección del Sr. Primus, aunque incomprensible…en fin, no quiero insinuar…”. “En todo caso, respondió secamente Margón, lo tendré en cuenta y consultaré con el Sr. Restas”. Comprendiendo que la entrevista había terminado Rocadán, después de volver a saludar reverentemente salió y se topó en el pasillo con el Sr. Renza: “Ah, ¿ha visto? Entre Restas y Mercé esto será un verdadero caos”. “Quizás no sea para tanto”. “¿Cómo que no? Peor todavía: hay que echar de inmediato a Mercé y lo ideal sería que Restas no durara mucho”. “Tal vez lo confirmen”, insinuó Renza malignamente. Escandalizado y sujetándolo de un brazo Rocadán lo miraba de hito en hito: “¡Confirmarlo, confirmarlo! ¡Qué disparate! Cuando hay gente como Sefredo y Delmira –o incluso yo mismo- mucho más calificados para ese puesto”. “Sí, pero en última instancia ya sabe que la decisión no la toma Margón sino el Sr. Senbol, que es imprevisible”. “Ya lo sé, pero ¿no se podría hacer algo?” “No lo creo, replicó Renza, lo mejor es dejar que las cosas sigan su curso normal”.



En la sala del trono se habían congregado los cortesanos. Don Recóndito levantó una mano trémula pidiendo silencio. “Desde ahora, anunció, cambiarán las cosas en Traductaria. Como sabéis mi salud no ha sido muy buena estos últimos tiempos y siguiendo el sabio parecer de Maese Reaco he decidido que cuando yo no pueda asistir el barón de Cala-Traba me sustituirá en las reuniones del Consejo”. En todas las caras se pintó el estupor y en algunas incluso la indignación. Se oyó la voz estridente de doña Urraca: “Pero ese honor corresponde a las personas de sangre real”. “Es cierto, apoyó el duque de Claroscuro, ¿por qué conferirlo al barón de Cala-Traba?” “¡Silencio! rugió don Recóndito, es ésa mi voluntad y la habéis de acatar”. “Es una voluntad enfermiza”. “¡Calla bufón, amenazó don Recóndito, o tu castigo será terrible!” El barón de Cala-Traba, arrodillándose: “Doy gracias a Vuestra Grandeza por tan insigne y señalado honor pero creo que les corresponde legítimamente a doña Urraca o al duque de Claroscuro”. “Señor barón, aquí no hay otro derecho que el que me place, será como lo mando y basta. Os podéis marchar todos, estoy fatigado”. El barón de Peñalidia llevó aparte a maese Reaco: “Y ¿qué haréis con doña Bragarana? Esa mujer no puede quedar en la corte, debíais desterrarla”. “Nada hay en su contra y después de todo era la favorita del rey Hegberto”. “Justamente, dijo el barón, y por ello seguirá ejerciendo su nefasta influencia. Mucho me temo que el mismo regente, tan impresionable…” “No lo creo, otras personas tienen un mayor ascendiente en lo que atañe al regente y además no hay que olvidar que don Recóndito no la tiene en muy alta estima”.



Stewart Granger y Lolita Llores se miraban tiernamente. Ella, con mucho recato, le rogaba: “No me mires, igual que a otras miras…”. Pero él seguía mirándola arrobado, primero, porque así estaba escrito en el guión y luego porque no comprendía una sola palabra de español. Vincent Price confiaba a Cantinflas: “Estoy harto de mis papeles de villano”. “Sí, mano, pero lo hace Vd. tan bien; créame, es mejor eso que pasarse la vida dando vueltas al mundo”. “Y ¿por qué viaja Vd. tanto?” “Porque me invitan y recibo honores en todas partes y no puedo negarme, eso me encanta”. “¿Qué clase de honores?” “Sobre todo los doctorados honoris causa. Los colecciono. Verá Vd., es muy simple. Hace años le confirieron uno a un actor amigo mío y yo me dije: si se lo dan a éste que es poco más que un figurante ¿qué no puedo pretender yo? Le pedí que me diera una copia de su discurso y desde entonces pronuncio siempre ese discurso en cada universidad; por supuesto hay que tomar la precaución de cambiar los nombres”. “Ya veo, no está mal. Pero ¿nadie se da cuenta?” “Qué va, nadie escucha nunca una sola palabra”. “Y ¿cuántos doctorados lleva coleccionados?” “Unos 600, más o menos”. “¡Es una enormidad!” “Sí, pero hay muchos repetidos. Es como si fuera una enfermedad contagiosa, mano; en cuanto una universidad se entera que otra confirió un diploma honoris causa no quiere ser menos y ya le llega a Vd. la invitación; con el tiempo se olvidan y vuelven a llamarlo para darle otro doctorado y en alguna oportunidad dije mi discurso ocho veces en el mismo día y me vi en un aprieto porque ya no sabía ni siquiera de qué universidad se trataba y por fuerza metí la pata agradeciendo al rector Claudio Fello de la Universidad de Censoria cuando en realidad era el rector Dr. Rudo Galán de la Universidad Nonpresta Asidenatura”. Se oyó la voz del director: “Todos a sus sitios, por favor; comenzamos con la escena de la muerte de Louis de Funès (resonó un iracundo “¡merde!” en el estudio) y su sustitución por Lon Chaney. Diálogo entre Shelley Winters y Divine”. “Ahora que ha muerto tu protector tendrás muchos problemas para conseguir contratos”. “Bah, ya me las arreglaré, por algo soy Divine, la única”. “De todos modos desconfía de Lon Chaney que siempre le tuvo envidia a Louis de Funès”. “¡Corten! Diálogo entre Joan Crawford y Lilian Gish”. “¿Me pregunto si se dan cuenta de lo que representa mi presencia en esta película?” “Sin la menor duda, querida, dijo Lilian Gish, puesto que es un homenaje al séptimo arte y es lógico que figure tanto lo mejor como lo pésimo. Es lástima que ya no puedas encarnar a la heroína, cuestión de edad…” “No comprendo que tenga ese papel una actriz desconocida y en cuanto a la edad…” “Pero parece que en su país es célebre y hay que reconocer que es un poco más joven que…” “En su país quizás, pero ¿quién los conoce, a ella y su país?” “Dicen ellos mismos que es el culo del mundo” apuntó Peter Lorre y Vincent Price: “Pero Chiloé es muy conocido”. “No es Chiloé, mano, puntualizó Cantinflas, es Buenos Aires”. “¡Ay, Buenos Aires, cuánto querría volver!, se dolió Lolita Llores, ¿saben que en un tango se habla de la nostalgia de Buenos Aires? Lo canté tantas veces…” “¿Con esa voz? preguntó dubitativa Joan Crawford, creía que el tango era un género más bien fuerte”. “Y también lacrimógeno” dijo Peter Lorre. La voz del director impuso silencio: “Todos a sus sitios, por favor, para la próxima secuencia”.



Escuchándose a duras penas entre el tableteo de las máquinas de escribir Angustias y Socorro intercambiaban comentarios cuando entró, agitadísima, Mercé. Callaron las máquinas. “¿Saben ya la noticia?”. “No”, respondieron a coro las mecanógrafas. “Tenemos nuevo jefe”. “¿Quién es?” “Un tal Sr. Arrupe”. “No lo conocemos”. “No, el Sr. Senbol lo contrató cuando estaba trabajando en otra empresa y llegará mañana”.



Don Recóndito, al que rodeaban el duque de Claroscuro, doña Urraca y los barones de Peñalidia y de Cala-Traba miraba con desconfianza un pliego que acababa de recibir. Hizo llamar a maese Reaco para que lo descifrara. “Es de Su Majestad el emperador Mañafrico I. Comunica a Vuestra Grandeza que mañana llegará a Porterilia el duque de Devueltas, príncipe de la sangre y Grande de Brumosaletalia, que será coronado rey de Traductaria”. “No lo conocemos”, exclamaron los nobles. Doña Urraca y el duque de Claroscuro: “Se pisotean nuestras personas y derechos. Esto es obra de una pérfida intriga. Debemos informar al emperador para que vuelva sobre su decisión y remedie antes de que sea demasiado tarde”. Y mientras don Recóndito, conteniendo apenas su despecho y sus sollozos abandonaba el recinto se oyó la voz de Monoca: “Cabe aquí trastocar el refrán: más vale bueno por conocer que malo conocido” pero ya don Recóndito había desaparecido y ninguno de los cortesanos, todavía impresionados con la nueva, festejó la ocurrencia del bufón.



“Aparición del héroe” clamó García Bellini. “¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué dice?” preguntó ansiosamente John Wayne. Su asistente (cuya tarea principal era empujarle su silla de ruedas) le gritó al oído: “¡Que ésta es la escena en que aparece el héroe!” “Ah, entonces debo prepararme”. “¡No, Sr. Wayne!” “¿Cómo que no? ¡Siempre he sido el héroe!”



“¡SILENCIO!”- Vincent Price a Lon Chaney: “Tu papel llega a su fin, Lon, pronto estará aquí Christopher Lee”. El taimado chino, mirándose las larguísimas uñas de mandarín, comentó: “Ése no fue nunca más que un pobre vampiro”. “Si recuerdo el guión se enamora de mí, dijo Lolita Llores, pero prefiero a Stewart Granger”. “¿Cómo? preguntó Shelley Winters ¿Todavía no sabes bien el guión?” “Es que como está escrito en inglés…y además ahora no está mi mamá que siempre me ayudaba a aprenderlo de memoria”. “Pues más vale que le vayas pidiendo a Lilian…” “No estoy aquí para ocuparme de principiantes”, cortó por lo sano Lilian Gish. “No soy una principiante”, protestó indignada la heroína y Joan Crawford: “Claro que no, cualquiera se da cuenta”.



Ante el personal el Sr. Margón, con sencillas palabras agradecía su gestión (interina) al Sr. Restas. Y a continuación presentó al Sr. Arrupe: “El nuevo jefe de personal. Espero que todos le prestarán su colaboración y que no habrá ningún problema”. El Sr. Arrupe lo interrumpió, arrogante: “No habrá problemas, ya me encargaré yo de que no los haya”. “Excelente, dijo un poco ofuscado el Sr. Margón, pero si hubiere cualquier inconveniente recuerde que estoy a su disposición”. “Muchas gracias, Sr. Margón”. Después de la breve ceremonia el Sr. Arrupe llevó aparte al Sr. Restas. “Dado que ha dirigido Vd. con tanta eficacia los asuntos de la oficina le quedaré muy reconocido si tiene a bien asesorarme cuando lo necesite”. “No faltaba más, respondió Restas, haré cuanto pueda y le diría desde ya que todo lo que no pude hacer yo como interino sería bueno que lo hiciera Vd. que es titular”. “¿Qué, por ejemplo?”. “Pues despedir a Mercé, que es una incompetente”. “Lo pensaré”. “Luego cuídese Vd. mucho de los Sres. Sefredo y Rocadán así como de la Sra. Delmira, pues todos ellos aspiraban a la jefatura y tratarán de ponerle trabas”. “Comprendido, los vigilaré”. “Y no tenga Vd. la menor confianza en el Sr. Margón, que es individuo retorcido”. “Lo tendré también en cuenta. ¿Algo más?”. “No, es todo, por el momento”. “Y ¿qué me dice Vd. del Sr. Renza?” “No tengo nada en contra”. “Bien, siendo así dispondremos que cuando yo me ausente quedará Vd. como jefe interino y si Vd. no puede entonces se hará cargo de la jefatura el Sr. Renza”. “Pero eso planteará muchos problemas; lo sé por experiencia propia. Los otros creen que tienen prioridad”. “No importa, que protesten, se las verán conmigo”.



Doña Plácida y Sanchica. “¡Qué oigo! El duque de Devueltas decidió que el barón de Cala-Traba presidirá el Consejo cuando él se ausente”. “¡Jesús! ¡Esto traerá cola!”. “Como dices y para mí está la mano de don Recóndito en el asunto. Sólo hubiera querido verles las caras a doña Urraca y al duque de Claroscuro” dijo con un tono burlón y dirigiéndose al muro doña Plácida. “Es una pena que hayan desterrado de por vida a doña Bragarana. La existencia debe serle monótona, allá en Zooburgo” se lamentó Sanchica. “Al menos está con los suyos y eso es ya un gran consuelo” contestó con una sonrisa de satisfacción doña Plácida.



“Es mucho menos atractivo sin los colmillos, pensaba Lolita Llores, aunque reconozco que si los tuviera me daría miedo”. Christopher Lee, con una voz de ultratumba, le declaraba su amor y en las miradas de Stewart Granger y de John Wayne destellaban reflejos asesinos.



“La productividad ha caído en un 30%, bramó el Sr. Arrupe ante los ejecutivos que no osaban levantar los ojos; además se han producido ciertos hechos que no vacilo en calificar como verdaderos actos de sabotaje. Vd., Sr. Rocadán, después de la renuncia del Sr. Sefredo no ha hecho más que difundir rumores atacándome personalmente. Y como si eso fuera poco su trabajo deja mucho que desear”. “No tiene Vd. fundamento para acusarme, replicó furibundo Rocadán, y si he de decir las cosas como son, es Vd. el incapaz y desde que llegó aquí ya sabía yo que no se podía esperar nada bueno”. “¡Eso es insubordinación, chilló enfurecido Arrupe, y tendrá la sanción que merece. Ahora retírese!” Rocadán obedeció a regañadientes y al salir embistió a cuantos se hallaban en su camino. “Es una persona difícil” comentó Ansar. “Hablando de individuos difíciles, Sr. Ansar, considero que su trabajo también es insatisfactorio”. “¿Cómo mi trabajo? Si yo ya no trabajo más”. “¿Cómo así?” “Pues ¿cree Vd. por ventura que faltándome apenas dos meses para jubilarme voy a continuar sacrificándome?” “No tiene Vd. el menor sentido de la responsabilidad; el asunto no quedará así, por cierto. Haga el favor de retirarse”. Y dirigiéndose a los demás: “Espero no tener que volver a llamarles la atención. Tengan presente que en cualquier momento les puede suceder lo mismo que a Mercé: a la calle de un día para otro. Y sepan que, a partir de ahora, tomaré las medidas necesarias para que la productividad no sólo recupere su nivel anterior sino que lo sobrepase”. Al salir Alba Pura comentó a Delmira: “Es un stajanovista”. “Querrás decir más bien un esclavista, porque para lo que él hace…”.



Sentado en el trono el duque de Devueltas descargaba su ira en los atemorizados cortesanos. “Después que el duque de Claroscuro murió en torneo sé que vos, doña Urraca, con la complicidad del barón de Peñalidia, habéis osado tramar contra mi persona”. “No es cierto, Majestad” respondieron al unísono doña Urraca y Peñalidia. “Extraños torneos tenemos agora en los que se muere con una flecha clavada en la espalda”. “¡Silencio, maldito bufón! Y en cuanto a vosotros sabed que os tengo por responsables de cuanto pudiera acaecer”. El barón de Peñalidia llevó la mano a la empuñadura de su espada: “Señor, si no fuerais quien sois os pediría reparación”. “Y vos, señor barón, replicó el duque de Devueltas, si seguís por tan insolente camino vais a vuestra pérdida”. “¡Cómo ha de ser, si nunca se encontró!” “¡He dicho silencio, bufón del demonio!”.



“¡SILENCIO! ¡SILENCIO! A sus puestos”. Vestida de negro Lolita Llores llora amargamente la muerte de Stewart Granger mientras Christopher Lee, con el rostro crispado: “Mi tolerancia y paciencia tienen límites; ya he esperado demasiado”. “Respeta mi dolor, él era el amor de mi vida”. “¡No! gritó exasperado García Bellini, pero ¿ésta no aprenderá nunca el guión? Lo que tiene que decir es: “A rey muerto rey puesto” y abrazar a Christopher Lee”. “Pero, balbució Lolita Llores, yo lo amaba, lo amaba”. Shelley Winters, en un llanto entrecortado por hipos se compadecía: “Pobrecita, pobrecita…” mientras Joan Crawford y Divine estallaban en carcajadas.



El Sr. Margón se dirigía (nuevamente) al personal reunido para despedir al Sr. Arrupe (que había optado por la jubilación anticipada). Con sencillas palabras agradeció los servicios prestados, le deseó una venturosa vida en esta nueva etapa y designó como interino al Sr. Restas hasta tanto el Sr. Senbol nombrara a un nuevo titular.



Tras la hecatombe, es decir el juicio sumario y expeditivo ajusticiamiento de doña Urraca y del barón de Peñalidia, el duque de Devueltas había muerto envenenado misteriosamente. Maese Reaco leía un pliego enviado por el emperador Mañafrico I en el que se nombraba regente a don Recóndito hasta tanto se resolviera el problema de la sucesión al trono.



En los estudios de la MGM el extenuado Federico García Bellini hablaba con el productor: “Renuncio, no puedo más, esto es superior a mis fuerzas”. “Sr. García Bellini, reconozco que se han presentado muchos problemas pero el estudio no puede permitirse suspender la película a esta altura. ¿Qué pasó con la actriz principal?” “Tuvimos que mandarla de vuelta a Buenos Aires y hubo que darle una fotografía autografiada de Stewart Granger para lograr que subiera al avión. Y eso no es nada, las relaciones entre los demás son catastróficas”. “¿Y si buscáramos otra heroína?” “No sé, no sé, respondió el abrumado director, en este momento no se me ocurre nadie”. “Tengo una idea, se entusiasmó el productor, en lugar de Stewart Granger y de Christopher Lee contratemos a Michel Simon y para reemplazar a la Llores ¿quién más indicada que Margareth Rutherford?” “Pero…los dos han muerto” objetó estupefacto García Bellini. “Esto es el cine, respondió con una extraña mirada el productor, y Vd., mejor que nadie, debería saber que un actor no muere o, más bien, que no existe fuera de la pantalla y la memoria del público. ¿Acaso no hay en el elenco actual más de un fantasma?” “Sí, es cierto, ahora que lo dice, no me había dado cuenta”.



En las oficinas de la empresa “Uróboros S.A” el Sr. Margón agradeció al Sr. Restas su gestión interina. “Tengo el placer, prosiguió ante el personal reunido, de presentarles a su nuevo jefe, que nuestro presidente, el Sr. Senbol, acaba de nombrar. El Sr. Primus, a pesar de su relativa juventud, tiene ya una vasta experiencia debida, en gran parte, a sus vínculos familiares (que todos conocemos) y por haber asimismo trabajado en otras importantes empresas y creo, por lo tanto, que podemos augurarle una larga y exitosa permanencia en la nuestra”.








jueves, 28 de abril de 2011

El estaqueado











Nunca lo pude olvidar. No es que haya vivido pendiente a todas horas (la memoria) si no que de tanto en tanto y porque sí o porque no su imagen regresaba, a veces como un simple pantallazo, a veces más insistente y como para quedarse tratando de decirme algo pero debía ser algo que yo no quería saber porque la desterraba presuroso antes de darle tiempo para comunicarlo. Pero creo que en el fondo siempre lo he sabido. A lo largo de esta ambigua y elástica vida he admirado a algunos seres –humanos y no- y digo bien: algunos (sobran los dedos de la mano para contarlos) pero a ninguno más que a éste. En todo caso y de eso sí estoy segurísimo no del mismo modo.







Tenía uno de esos apellidos vascos casi imposibles de pronunciar, hechos de pura consonante y en consecuencia y con la sólita desidia que nos caracteriza terminamos llamándolo simplemente el Vasco. Alto, bien plantado, robusto, sin ser un Adonis tenía una agradable apariencia. Era sociable, más serio que risueño y en general se llevaba bien con todos; un soldado más, entre tantos que éramos. Pasaron unos pocos meses y hacia mayo se empezó a percibir el problema. Yo era dragoneante: así se denominaba (y es curiosa denominación que viene sin duda del americanismo dragonear: ejercer un cargo sin tener las facultades para ello o bien alardear, fanfarronear- Ambas acepciones convienen en este caso porque la otra posible y que de todos modos proviene de la misma raíz, a saber: dragón parece muy poco probable tratándose de mí y de todos los demás que asoman en este relato con la sola excepción del propio protagonista) a los que pasábamos más tiempo en la oficina de la compañía que en el campo de entrenamiento pero éramos estudiantes universitarios y alguien tenía que hacer ese trabajo. En esa condición me ocupaba también de acompañar y consignar a los que debían acudir a la enfermería o a los que eran llamados a presentarse por cualquier causa, disciplinaria o no, ante las autoridades de la compañía. Que, olvidé decirlo aunque es casi irrelevante, era la de policía militar. Una mañana de mayo, pues, recibí la orden de acompañar al Vasco a la oficina del comandante. Y ahí estalló la bomba. Faltaban unas cuantas semanas para que se llevara a cabo uno de los actos más importantes en la institución: la ceremonia de la jura de la bandera. Y el problema radicaba justamente en eso porque se debía desfilar en uniforme y portando el rifle. Y el Vasco ni estaba dispuesto a jurar ni mucho menos a empuñar un fusil. Ahí me enteré por primera vez de dos hechos insólitos: no había ido nunca a entrenar al polígono de tiro (así se llamaba el lugar para practicar puntería) y, segundo, era Testigo de Jehová por lo cual tampoco había asistido nunca a las misas y ni siquiera cuando nos visitó, mejor dicho nos agració con su visita el Vicario General Castrense, Monseñor B.. de quien preferí olvidar hasta el nombre aunque sí recuerdo que bajó de su lujoso automóvil (un reluciente Mercedes Benz de color negro) en medio de la guardia de honor y dirigió Su Opulencia hasta el pie del altar y desde allí nos endilgó en cuatro minutos una sarta de los lugares comunes más burdos y bochornosos



. Muy satisfecho de sí mismo y de la tarea apostólica cumplida se marchó, acto seguido, supongo que a algún también opulento ágape. En resumidas cuentas y volviendo al asunto: el Vasco no era como los demás y había podido llegar hasta allí gracias a la –de algún modo tengo que llamarla- benevolencia del comandante (también era atípico ese hombre –llevaba un apellido notorio en Córdoba y parecía a disgusto en ese lugar. Además y a pesar de su edad estudiaba derecho en la universidad). En la circunstancia usó una verdadera batería de los mejores argumentos posibles pero todos hacían mella en el corpulento vasco, firme en sus trece. Al cabo casi le suplicó que asistiera y no jurara, que sólo moviera la boca, que era asunto entre él y su Dios y que sólo tocara por esa única vez el fusil. De ningún modo. Así nos marchamos esa mañana, el Vasco más resuelto que nunca, el comandante también y yo empezando recién a saber qué era un Testigo de Jehová pero mucho más que eso qué era en realidad alguien dispuesto a todo por sus ideales o su fe. Después vendrían otros tiempos mucho más atroces y se pagarían también los ideales de una forma que entonces ni hubiéramos podido imaginar. Tampoco tenía yo ni nadie ahí la más remota noción de lo que andando el tiempo se llamaría objeción de conciencia. Lo supe años más tarde, cuando vivía en Francia y porque el gobierno francés promulgó una ley sobre ese asunto. Una ley que en uno de sus apartados decía que si alguien difundiera o hiciera conocer a otros los alcances y beneficios de dicha ley sería pasible de responder ante la justicia. ¡Por difundir una ley! ¡Cuando justamente el primer cometido de una ley es que se haga conocer para poder cumplirla! Como es lógico levantó un gran revuelo y tengo entendido que se derogó esa disposición que parecía dictada justamente por algún gobierno militar argentino. (No, no tenemos el monopolio de la estupidez pero que hacemos cada vez más méritos para alcanzar el primer puesto no hay ninguna duda).









El Vasco no juró ni tomó el fusil. Pasó días y días en el calabozo y como se vio al cabo que eso no servía para nada se lo estaqueó. Ahí tendido en medio del campo, lejos de toda mirada curiosa, abierto en cruz, inmovilizado, con el calor y el frío, día y noche con los bichos que se le subían, sin poder apartarlos ni rascarse, sufriendo la humillación de sus propios hedores, sin comer ni beber o apenas pasó también días y días. Ya no lo veíamos, no se sabía qué había pasado con él y poco menos lo olvidamos. Hasta que una mañana estando yo en la oficina del comandante dos soldados llevaron al Vasco ya en calidad de preso. Iba al penal de Ushuaia, al extremo sur del país y del que se comentaba era el más duro de todos. Por cuánto tiempo no lo supe nunca. Pero tampoco pude olvidar nunca la impresión que recibí cuando el Vasco entró esa mañana: era poco más que un esqueleto vacilante, las ropas le colgaban, la cabeza rapada se inclinaba, los ojos estaban vaciados de vida. Aquel hasta hacía poco gallardo mozo parecía su propio abuelo y todo en el increíble lapso de dos o tres meses. Y allá partió y desde aquel mismo momento ingresó para mí en una dimensión distinta: a la pena y la compasión (y desde luego a la indignación) se mezclaba una admiración incondicional que andando los años no hizo sino fortalecerse. Si en este mundo hubiera más Vascos de tal temple y menos microcéfalos convencidos de que prestar juramento a un trapo y portar un arma es la mejor definición del ser humano sería sin la menor duda otro mundo, más limpio y respirable y en el que no diera tanta vergüenza seguir viviendo.







Para rematar: definición en El Pequeño Larousse (ed. 1998): “estaquear. v.tr. 1)-Argent. Estirar un cuero fijándolo con estacas.-2)-Argent. Por ext. En el s.XIX castigar a un hombre estirándolo entre cuatro estacas”. Como se advierte la ignorancia deliberada y el optimismo de los redactores son francamente admirables.







viernes, 22 de abril de 2011

Exercicios para endurecimento das lágrimas (*)

Antes que nada debo decir que lamento que mi conocimiento del portugués sea tan pobre porque es evidente que pierdo la musicalidad de las palabras, que es para mí casi lo esencial en poesía; luego, también obviamente, las repercusiones, los ecos de los sentidos porque forzosamente estoy condenado a quedarme en la mera literalidad. Pero hecha esta salvedad no es menos cierto que sí pude (y lo mismo vale para cualquier otro por lo que aliento a sortear esta primera valla idiomática) apreciar el tono, la originalidad conceptual, el rigor mismo de la expresión. Versos tan exactos como: "as palavras sâo/ marcas que os dedos deixam na pele"(**) exactitud, sí, y también un aire de sensualidad en todo el libro pero de sensualidad mesurada, controlada: ergo el más puro erotismo , ése que ya está sublimado en la conceptualización: "explico-te entâo as repetiçôes onde lentamente/envelheci no teu corpo". Y luego los temas dominantes en toda expresión poética mayor: la soledad (no el estar solo sino la soledad radical), el dolor, el temor, la contemplación, los interrogantes sobre uno mismo y el mundo, el ansia de llegar hasta la otra persona amada, la voluntad de trascender, a sí mismo y al otro, a las limitaciones, la medianía (o a la insuficiencia) en torno. "enumeramos soledades en las que el cuerpo se vuelve lento/y poco a poco traspasamos otoños sin necesidad de mapas" (***); "onde está o coraçâo? é como metáfora do/silêncio que ocupa o teu lugar"; "como descrever o perfil do vermelho com o olhar vazio" (notable); "respirar hasta el dolor para no sentir más nada". Y también algo que no puede faltar en una obra como la de Maria Sousa, lo que llamaría una especie de tratado de las percepciones-sensaciones: "no salí todavía del tiempo/ en donde alguien aún inventa aromas" ( extraordinario); "se estivéssemos perto/ chega-te mais/ nâo te sinto"; y he dejado para concluir los que me impresionaron más por la fuerza, la intensidad y la economía del decir: "direi que nâo sabia que na solidâo se grita alto/ para sobreviver ao medo" y por último este perfecto remate: "el tiempo es un argumento/ que nos cierra una puerta". Como puede apreciarse (aún en un análisis tan somero) es la de María una voz muy personal, con su propio acento y su propia visión y este libro inicial una muestra cabal de su saber hacer, su saber decir que augura mucho (y más que bueno óptimo) en lo venidero.


(*)- Este libro puede verse en el blog ya citado en la anterior entrada: http://blogdomeninomau.blogspot.com


(**)- Huelga aclarar que debo recurrir al acento circonflejo francés porque no tengo en mi teclado la tilde ya incorporada en la ñ.

(***)- Cuando me pareció procedente he traducido al español porque la expresión podía considerarse casi equivalente

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lunes, 18 de abril de 2011

Pecios...

Proyecciones en la poesía de Eduardo Jonquières (*)





“Una de las funciones del crítico es ayudar al público literario de su tiempo a darse cuenta de que tiene mayor afinidad con un poeta o con un tipo de poesía que con otros”. T.S. Eliot.




Observando el desarrollo de la poesía en Occidente se advierte que sus expresiones más notables derivan siempre de una idea predominante que tendería al logro de un aliento común (ya que supondrían una suerte de continuidad sanguínea susceptible de ignorar las barreras lingüísticas y sus mundos particulares, como si todas estas distintas manifestaciones –conservando cada una su sello propio- se hubieran nutrido de un mismo legado). Esto es evidente en el siglo XIX cuando el romanticismo consigue por primera vez imponer un concepto de la poesía que, desde entonces, se ha mantenido vigente.



Este concepto: la poesía vista como el “oficio sagrado” –vía o método que puede restituir para el hombre la posesión de sus posibilidades infinitamente enriquecidas (por comparación a las que hoy y a través de toda su historia “oficial” ha detentado) tiende, sin duda, a minimizar otro ángulo en el que ha hecho con preferencia hincapié la exégesis contemporánea: el de la comunicación. En efecto, la postura “romántica” (desde este sentido que estamos señalando y prescindiendo, obviamente, de las connotaciones a que nos remite siempre el “cliché” romántico) opera como una “transmisión” (Tradición) que sólo es asequible al poseedor de la clave, en tanto la teoría que sucede al surrealismo (nítidamente embarcado también en esta dirección) procura que el ejercicio poético asuma la universalidad a través de ciertos postulados comprensibles para la mayoría.



Existen, sin embargo, múltiples indicios que dejan percibir una decisión de “regreso” a las fronteras anteriores; pensamos en los movimientos de poesía “signista”, el poema concreto, la poesía fónica, que se difunden ampliamente y es imposible no ver en estas expresiones una impenetrabilidad creciente que, salvando las distancias, las emparenta con la línea tradicional. Por estas razones cobra una dimensión muy peculiar toda realización poética que haya logrado el difícil acuerdo entre estas dos concepciones de conservación del legado y simbología inteligible para todos.



En esta disposición y desde este planteo intentaremos una aproximación a la poesía de Eduardo Jonquières, argentino con larga residencia en Francia. Un vistazo a su obra destaca, en orden cronológico, La Sombra (1941), Pruebas al Canto (1955), Por cuenta y riesgo (1961) y Zona Arida (1965).



De La Sombra a Zona Arida



Las notas que pueden delimitar el ámbito de esta poesía se centran naturalmente en una que las resume y contiene: un sentimiento de integración y apertura universales muy cercano al que postulaba el grupo de la Abadía pero sin su “lirismo bienintencionado” ya que en Jonquières ese sentimiento integrador no es único sino que sobrevive a otro tipo de experiencia que es la de la separación –es decir la de toma de conciencia de la anulación y quiebra de la unión original.



Significativamente el aliento solidario golpea con fuerza en estos poemas y la angustia de la ruptura es no silenciada pero sí confundida ante ese clamor más enérgico. Esto es claramente perceptible: “Todo es siempre dos/ asomados a la baranda de lumbre/ para ver aglutinarse a los contrarios” (“Otro año”- Zona Arida). Las correspondencias se suceden como una ley de compensación: “En otros astros, otros siglos/ escalan por mí, sufren por mí, envejecen…” (“A otra cosa”- ibid.) y el sentimiento del rechazo, de la expulsión se da como la conciencia lúcida del relegado que denuncia su condición sin resignarse a ella sino más bien revolviéndose en una protesta: “El anillo del secreto se lo guardaron/ Bien guardado: a nosotros, la hierba” (“El silencio de unos cuantos” –Pruebas al Canto).



Este acento se reitera a través de toda la obra de Jonquières como si se tratara de una constante corriente subterránea que nutriera desde su riqueza profunda la superficie polifacética, de múltiple referencia. Pero su punto culminante se resuelve cuando, en lugar de discurrir paralelamente en las capas más hondas, esa corriente irrumpe como un estallido potente: “Tírate al cielo/ Si ya estás usado por la tierra” (“El dedo en la llaga”- Pruebas al Canto). Estos momentos logran alcanzar la máxima intensidad porque simultáneamente al relámpago interior que los determina se incorpora un lenguaje más enérgico y conciso; una breve exactitud que contiene el ímpetu: “Estás en ti/ Como un muñón/ Que todavía duele a ratos”. (“Ni vale la pena”- Zona Arida) y después: “Estoy entrando por la luz con la lengua crecida en la mudez/ con el pie trabado por el grito” (“Chartres”-Zona Arida). Cuando se apacigua el latido el pulso retoma una serena claridad que ilumina con intermitencia regiones inexploradas y rescata esos tramos alumbrados como señales, testimonios del peregrinaje: “Unos son y otros son/ pero ninguno es más alto que su vida/ ninguno es más largo que su sueño” (“Estos y aquellos”- Zona Arida) y también: “Me alimento del que detrás de mí/ ya pasó a diáfano y seguro” (“Como de mí muerto”- Zona Arida).



La destreza con que han sido expuestos estos cortes de la médula vital proviene de un riguroso credo que Jonquières mismo, apartado de la creación para mejor considerarla, enuncia con precisión: “Me gusta que la imaginación más rica se ejerza con el lenguaje más necesario, que el lenguaje se reduzca a su trama, a lo que ya es irreductible a otra cosa…”.



Este concepto puede resumir globalmente su experiencia ya que se encuentra ejemplificado en la mayor parte de su producción. En cuanto al “verse a sí mismo” del poeta destacamos un pensamiento esclarecedor: “Sé que arrastro un (aparente) subjetivismo de corte intimista” que, a nuestro juicio, involucra un elemento más de apoyo para su inclusión en la corriente poética que hemos delimitado anteriormente.



Al señalar sumariamente estas características en la poética de Jonquières se hace evidente la parcialidad del enfoque empeñado en delinear singularmente un aspecto, el relacionado, como ya se anticipó, con la “tradición” poética. De esta actitud no es lícito concluir una intención de simplificación y clasificación a toda costa. Hemos excluido deliberadamente toda referencia o connotación ajena a la interpretación propuesta en principio porque creemos que la función estimativa –y el sentido de este comentario concretamente- debe procurar ceñirse al ángulo de la obra que la relaciona y emparenta con una postulación de la poesía válida universalmente. Lo que resta no es sino la apoyatura a esta clave y, como tal, atendible solamente en una visión de conjunto.



La dimensión del quehacer poético reside en su posibilidad de incorporación a un acento total, dado u obtenido en algunos pocos poemas.



Baste con esta presencia en cualquier instante de su ejercicio ya que son esas encarnaciones, precisamente, las que hemos tratado de aislar en la obra de Eduardo Jonquières: los ecos que arranquen en cada uno constituyen su razón de estar aquí.










(*)- Este artículo se publicó en La Voz del Interior el 4 de abril de 1971.

sábado, 9 de abril de 2011

Pecios...


Poesía venezolana: Juan Lizcano (*)





Estas reflexiones se motivan en lo que podría llamarse una experiencia poética distinta. Experiencia determinada, como es obvio, por la lectura de un libro de poemas cuya característica principal consiste en un rechazo frontal a la comodidad del aparato crítico preestablecido: Los nuevos días del poeta venezolano Juan Lizcano. Pero antes de abordar esta obra reciente es oportuno esbozar brevemente el panorama en el que se ha desarrollado.



En efecto, la obra de Lizcano se inscribe en un ambiente altamente propicio. Quien haya seguido con alguna atención el movimiento poético hispanoamericano ha podido advertir el particular desenvolvimiento que tiene hoy en Venezuela. Un índice evidente de esta expansión poética radica en las revistas literarias, considerables en calidad y número: Imagen, Zona Tórrida, Desórdenes, Jakemate, Talud, Zona Franca, En Haa, Punto, Extramuro, K, En Negro, Actual, La Pata de palo, Poesía de Venezuela y otras muchas que se nos escapan y, desde luego y de un modo más directo, en la edición de libros de poesía.



En este aspecto pareciera que Venezuela asume gradualmente un carácter central que hasta hace unos años era patrimonio casi exclusivo de países como México y Argentina. En líneas generales (exceptuando trabajos recientes como el de Alfredo Silva Estrada) la última generación poética venezolana no se revela iconoclasta (como se diera en el resurgimiento poético que conoció Argentina en los años 60 o en el del Brasil alrededor del 65, que se caracterizaron por una ruptura total con la expresión tradicional –la revista Diagonal Cero de La Plata fue sin duda la que mejor ejemplificó, junto a los intentos de Ovum en Montevideo esa voluntad “explorativa” en el dominio español por el rigor y la excelencia de su trayectoria) sino más bien continuadora de una corriente resultante, a grandes rasgos, de la influencia de Vallejo, Neruda y Borges y los ecos surrealistas pero dentro de esa ortodoxia la originalidad está dada, a menudo, por un acento particular y una lúcida percepción de las posibilidades del lenguaje.



Esta característica es notoria en las obras de una avanzada de “refuerzo” que comienza a percibirse detrás de los nombres claves de A. Uslar Pietri, Baica Dávalos o Salvador Garmendia en la narrativa y en la poesía Sucre y Juan Sánchez Peláez, avanzada integrada por los trabajos de José Rafael Muñoz, Caupolicán Ovalles, Eugenio Montejo, Juan Lizcano, A. Rojas Guardia, Juan Pintó, Emira Rodríguez, Lubio Cardozo, José Balsa, Teófilo Tortolero y otros.



Los nuevos días refleja ejemplarmente esta revitalización de la poesía venezolana y la tarea de Lizcano en su conjunto confirma la continuidad creativa que es su nota común. Una decena de títulos poéticos jalonan la inquietud expresiva de Lizcano; desde 8 poemas, en 1939, pasando por Contienda, Del alba al alba, Humano destino, Tierra muerta de sed, Nuevo mundo Orinoco, Rito de sombra, Cármenes, Edad obscura hasta Los nuevos días.



Esta actividad intensa, que abarca igualmente el ámbito de la crítica y la investigación literaria encuentra uno de sus mejores momentos en el libro que nos ocupa. Se ha dicho y repetido que la poesía es una “intuición fundamental” y sin temor a exageración puede verse en ese enunciado una de las claves más acertadas para la comprensión de la naturaleza poética. En efecto, las múltiples connotaciones de esa fórmula –demasiado compleja y extensa para detenernos aquí- nos remiten automáticamente a la idea de la tradición poética y a una visión del mundo –paralela y milenaria- que, a falta de ese desarrollo indispensable que aludimos calificamos provisionalmente como “gnóstica”.



La quiebra de un orden perfecto es la tragedia mayor de la humanidad. El papel de la poesía se sitúa aquí centralmente: el tiempo perfecto que el drama de las cosmogonías arcaicas registra igualmente como la Unidad, el illo tempore, la edad dorada o el paraíso; la quiebra de esa Unidad: la ruptura o caída; la posibilidad para nosotros de recordar y reconocer la Unidad y la caída a través justamente de esa “intuición fundamental” que en lenguaje baudelairiano se convierte en las “correspondencias”. De esto se desprende como consecuencia inmediata un modo del conocimiento propio a la poesía y únicamente a ella que denominamos “analógico” por oposición al racional y analítico. La particularidad del pensamiento analógico es la aprehensión de la realidad desde lo múltiple a lo uno, desde el todo al fragmento o a la parte, lo que supone, evidentemente, un tipo de conocimiento superior, eminentemente subjetivo. Esta característica lo desplaza en el reino del conocimiento pretendidamente objetivo que reduce la realidad a una dialéctica rampante y su posibilidad de expresión reside entonces en la poesía: “fuimos ese mar indiferente/ y nadamos en él sin pensamiento”. En esta dimensión, situado siempre en la alta tradición que evocamos, Lizcano anota el credo fundamental: “Debe haber algún lugar en nosotros mismos/ donde cesa el combate de los contrarios”. Recogiendo la misma pregunta o, más exactamente, la misma pretensión de Breton que quiso un día dedicar íntegramente el esfuerzo surrealista a la ubicación de ese punto donde cesa la contradicción, Lizcano integra la vía subterránea que, desde los gnósticos a la alquimia, conforma una disensión frontal con la visión pragmática del mundo y vislumbra –afirmando su mirada- la otra parte de la realidad, la otra mitad en sombras que nos constituye: “El amor es apariencia del mundo/ sensualidad del mundo/ espiado por la muerte/ que nos alumbra y recrea”.



La poesía de Lizcano, los poemas esenciales de Los nuevos días requieren una lectura mucho más atenta y reflexiva que la que habitualmente concedemos a las obras de poesía. Y esto porque aquí no encontramos ningún efectismo, los conceptos deslumbrantes o novedosos y la palabra sonora están ausentes. Sólo la aparente simplicidad del poema desnudado de todo artificio apela directamente a la sensibilidad. Pero esta virtud es al mismo tiempo el riesgo de exigir a la exégesis que salga momentáneamente de su formulismo estereotipado. El hábito de la poesía puede llegar a convertirse así en una técnica crítica negativa cuando el gusto adquirido selecciona y escinde sin apelación el texto poético propuesto.



Como en toda visión esquemática aquí también el peligro radica en esa miopía formal, en el gusto demasiado arraigado que deviene, como decimos, una técnica negativa al aproximar las experiencias que caen más allá de esa óptica. Muy principalmente en este dominio el temperamento de la lengua juega el papel dominante; aunque conscientes de los riesgos del verbalismo nos dejamos, no obstante, llevar muy a menudo por la magia gongorina. Nuestra sangre hispanoamericana está hecha de palabras y la desconfianza hacia el lenguaje no es sino, en gran medida, el disfraz ocasional de la época o la moda: secreta, íntimamente somos el barroco. Este condicionamiento se torna particularmente nefasto cuando no encuentra inmediatamente, desde el primer contacto, la seducción (en cualquiera de sus formas usuales) seducción que muchas veces llega a confundirse con concesión. A esta consideración se debe que preconicemos otro tipo de lectura al abordar un texto como el de Lizcano; único método, a nuestro juicio, válido para eludir el vicio crítico y la trampa de la seducción por una parte y para poder ingresar a este universo cerrado sobre sí mismo y no permanecer en un desconcierto superficial o, lo que es peor, en el engaño inmediato de esa simplicidad aparente por otra. Siguiendo este camino propuesto es posible percibir la diferencia que se revela entre lo que a primera vista habríamos podido catalogar como poesía “intimista” participando simultáneamente de un cierto tono coloquial y el verdadero, auténtico carácter de la expresión de Lizcano como poesía de celebración. Esta diferenciación obedece al deseo de delimitar el clima general de estos poemas y no a un gusto desmesurado por el rótulo o el establecimiento arbitrario de “categorías”. Nos ha parecido oportuno señalar al pasar la distancia y la significación de un acento que no debe ser confundido ni, sobre todo, separado de su alto interés como experiencia.



Una experiencia que sin ser totalmente inédita implica no obstante una apertura que está lejos de haber hecho su camino. Al modo del proceso iniciático Lizcano aborda hoy el umbral “unitivo” –según la terminología de Juan de la Cruz- y el despojo interior se refleja exteriormente en su mensaje. Prueba inequívoca: el registro de la pasión se inscribe en la serenidad. La etapa de la confusión con sus momentos de luz ha quedado relegada y lo comunicable es efectivamente el sedimento elemental: en esta poesía la literatura ha sido ya olvidada. “Tu nombre suena a fuente próxima/ lo olvido para no destruir la magia de sus signos/ la triunfante presencia de lo que no ha sido nombrado”. El mayor logro en la práctica de la poesía es quizás la aceptación de la ausencia, la superación de nuestra obsesiva nostalgia adánica de la nominación. El instante en que descubrimos, más allá del silencio cultural que habita nuestra lengua, el silencio trascendental que nos conforma entrañablemente. En oposición a toda esa herencia poética que tanto gravita y nos traba comenzamos a sospechar que ese silencio trascendente es transmisible y éste es, por sobre todo otro mérito, el verdadero hallazgo y la confirmación que la poesía de Lizcano nos entrega.









(*)- Este artículo se publicó en La Voz del Interior (Córdoba, Argentina) el 16 de diciembre de 1973.





miércoles, 6 de abril de 2011

Pecios -II-

Del hermetismo poético (*)




La idea del hermetismo como columna de sistemas religiosos ha tenido una larga vigencia y no sería aventurado señalarla en la actualidad basando una cantidad de movimientos minoritarios que actúan como herederos de las antiguas sectas. Al lado de esa permanencia –no por multiforme y recóndita menos cierta- las doctrinas atribuidas a Hermes Trismegisto encarnan en la creación poética desde un ángulo teórico que parece calcado del programa de Mallarmé (lo cual se explica perfectamente porque el autor de Igitur frecuentó ampliamente las fuentes esotéricas de las que extrajo –llevándolas hasta el límite- las concepciones del “oficio sagrado”). Según esta idea la materia poética alcanza su posibilidad máxima de concreción en un resguardo estricto de sus fronteras mediante el empleo sistemático del símbolo y del lenguaje críptico como eficaces escudos aislantes. Pero sin insistir demasiado en este concepto, al que no niego validez, es preciso advertir el error que se desprende cuando se identifica al hermetismo con estas razones sin percibir el aspecto más importante de que esa exigencia hermética de resguardo se complementa con la exigencia de adecuación del contemplador de la obra. Es decir un ascenso del consumidor del arte (en idénticos términos que el que se exige al adepto religioso) en vez de la depreciación de la obra, muchas veces sacrificada en aras a la accesibilidad. No otra cosa quiso significar Lautréamont con su postulado de una poesía hecha por todos, postulado que es imposible malinterpretar si se considera la propia obra de Ducasse que, sin embargo, suele ser utilizado –intencionadamente o no- sin su contexto imprescindible. Advertido esto es posible tratar al hermetismo en sus derivaciones poéticas personificando esos aportes en tres cultores; uno, quizás el más significativo por la decisión con que incorporó las doctrinas de Hermes realizando una obra nítida: Gérard de Nerval. /…/ (véase nota explicativa en el apartado bibliográfico). Los restantes, René Daumal y César Dávila Andrade han sido escogidos por su proximidad y su relieve ejemplarizante (dentro del tema). En el primero se ha enfocado solamente lo que considero su trabajo más representativo y definitorio, en el segundo he echado mano a varios textos que fueron sucesivamente publicados por una revista latinoamericana, advirtiendo desde ya que hay afirmaciones sujetas a modificación cuando una edición completa de las obras de D. Andrade entregue las notas cardinales de su pensamiento.




El simbolismo del centro fundador



Recorrida por un aliento poético insoslayable la novela de René Daumal (**) encubre bajo esa definición uno de los intentos más extraordinarios, no sólo por lo que de explorador, de adelantado tiene, sino primordialmente por el registro que testimonia El Monte Análogo de los puntos alcanzados por Daumal en esa ardua geografía. Basado en el simbolismo fundamental del Centro elabora también el mito de la montaña como nexo entre las regiones celestes y humanas. Su característica más honda, la que confiere a su esfuerzo el espíritu de logro, de trascendencia es un acusado y permanente rigor: su idea medular de la inaccesibilidad al Centro que sólo puede ser alterada por una fe indeclinable y por la costosa superación y vigilancia, absolutamente gradual y jalonada de marchas y contramarchas del desarrollo de sí mismo. Esta sola visión evidencia en forma concluyente su formación ocultista, su concepción espiritual en el sentido del laboratorio alquimista. Al mismo tiempo es preciso señalar, estrechamente unida, la propuesta de un sistema social asentado en la capacidad individual de ascensión al monte: aquél que lo ha conseguido es depositario de la autoridad, delegada a su vez por los habitantes de la altura. El simbolismo es toda la expresión de Daumal. Claramente afirma la legitimidad del poder espiritual, de la evolución de la percepción interior, única vía de acceso al Monte Análogo y su antípoda, la ignorancia en la existencia del mismo y la imposibilidad de siquiera verlo aunque se pase por su costado: “Lo que define la escala de la montaña simbólica por excelencia –aquella a la cual yo proponía llamar Monte Análogo- es su inaccesibilidad por los medios humanos ordinarios”. La partida es posibilitada por el contacto decisivo con la piedra filosofal –Pierre Sogol- idea que no contempla la teoría alquimista en la que la piedra es el fin perseguido; en Daumal es el intermediario eficaz capaz de conducir al Monte, que tampoco es el fin en sí mismo sino el primer paso concreto en una etapa destinada a la ascensión, objetivo final que involucra consigo la unión con la raza superior. El camino empieza cuando después de preguntarse “¿para qué?” el hombre pregunta “¿cómo?”. Es también el momento en que se conoce la naturaleza insólita del objetivo: está aquí, delante, adentro, pero es tan evidente que su propia luz lo vuelve invisible a los ojos que no han sido nunca voluntariamente cegados a la luz física. Tampoco alcanza la decisión ni el precario progreso que cada uno llegue a asumir: es necesario “estar en gracia”, sólo en ese estado el mismo Monte abrirá su flanco y permitirá la entrada. La determinación corpórea del Monte es una idea deslumbrante, apoyada en un verdadero axioma ocultista: “La puerta hacia lo invisible debe ser visible” (también Novalis lo había advertido). Hemos hablado del Centro como punto de sustentación de la obra daumaliana. En efecto, la fundación de una capital, equivalente al acto creador del mundo significa la renovación de ese acto y queda entonces considerada como Centro del mundo, lugar consagrado. De igual modo la simbología de la montaña la convierte en Centro, sitio clave de la reunión del cielo con la tierra y también adquiere ese carácter algún templo especialmente augusto. Se trata de una idea universal que hallamos reiterada en distintas culturas. Todas estas características evidencian suficientemente las fuentes agotadas por Daumal y permiten percibir a través de su obra el renacimiento de las teorías herméticas, emplazadas en El Monte Análogo a plena mitad de nuestro siglo como una sugestiva señal.




El universo aparente




En este dominio que procuramos delimitar nos ha parecido que si René Daumal representa el más notable testimonio europeo (porque lo vemos apartado del surrealismo ortodoxo) su paralelo americano sería en justicia el poeta ecuatoriano César Dávila Andrade. Presumiblemente pasará todavía bastante tiempo hasta que el autor de El Gran Todo en Polvo sea ubicado, en la estimación literaria, en el prominente puesto que merece. Su obra, ahora poco difundida, es una de las experiencias más hondas en el tema y única en su tipo en Hispanoamérica. Últimamente algunos argentinos han registrado esa tendencia aunque sólo son pálidas aproximaciones tangenciales al vértigo del ecuatoriano. César Dávila Andrade (1918-1967) culminó con el suicidio una búsqueda rigurosa y, a juzgar por la parte de su producción que conocemos, en un punto altamente maduro. Trató y conoció los conceptos fundamentales del hermetismo aunque los derivó hacia el yoga y las doctrinas de Gurdjieff, Ouspensky y Krishnamurti preferentemente. Su línea, por lo demás, se halla bien documentada en sus ensayos y trabajos de investigación, cuentos y poemas. Su poesía es tensa y elaborada desde un lenguaje hermético. Continuamente notamos la referencia a ideas centrales ocultistas. Dice en un poema de El Gran Todo en Polvo: “Salíamos de los más puros dibujos rupestres/ y echábamos a correr desesperados/ hacia la civilización y la muerte /Los médiums, los médiums/ Y el ilíaco del perro, sentado dulcemente/ entre los lirios del bulbo salvaje” (Composición). Si es posible trazar brevemente una cosmogonía entera o atrapar en seis líneas la intuición del génesis, eso está en los versos precedentes. No sólo juega la idea de extrañeza del hombre frente al mundo, aquí se habla de una crisis de valores, del camino de despojo sufrido por el hombre desde las cuevas prehistóricas hasta la tecnología. No obstante la confianza esencial de la poesía opone a la desolación abrumadora el bálsamo de una resurrección cíclica. Para Dávila Andrade las correspondencias son efectivas, es posible reconocerlas a través de la fatalidad ineludible: detrás del duelo gratuito, innecesario, está nuestro propio rostro: “Estamos pintados dentro de la oscuridad/ por manos contrarias a las nuestras/ para reconocernos más allá” (El Gran Todo en Polvo). La belleza de la creación es un espejismo benéfico pero, de cualquier modo, queda: “Hombre que vives arrimado al frontis/ de tu casa de cal, los collares altísimos/ de Sirio llueven sobre tus ojos fijos/ a otros collares y son polvo” aunque en otro momento vuelva a la conciencia el engaño y la imposibilidad de enfrentarlo: “Nosotros sólo vinimos a jugar/ No nos propongas la Belleza” (Te llamas Ludo). Hacer el poema es una operación sagrada, dolorosa; las potencias mantienen un equilibrio precario pero las fuentes generadoras son ubicuas: “La creación se apoya en un solo punto antes de trepar en torno de la vara/ Sin ese punto, el virgo deviene agua/ Como el olvido de sí mismo/ el centro está en todas partes” (Palabra perdida). El paulatino desgaste de la fuerza creadora puede solamente conjurarse con el acceso a las fuentes, con el haber llegado: “Pero la Tela se encoge y ninguna práctica/ es capaz de renovar/ la agonía creadora del delfín/ El pez sólo puede salvarse en el relámpago” (Profesión de fe). Finalmente el anhelo supremo se expresa a través del poder, pero el poder total, la co-participación en la divinidad y el último abandono de la materia será en un acto de repudio: gobernar las fuerzas, ser eterno, he aquí la contrapartida del hombre y, naturalmente, la única ambición del poeta y el alquimista: “El santo ansía extender la vena central de su cuerpo/ hasta el extremo mismo de la sagrada palanca/y al desquiciar el mundo/ sentir el tic-tac/ de la piedra preciosa” (Breve historia de Basho) (***).



Estos ejemplos pueden dar una idea aproximada del aporte del hermetismo a la poesía occidental, reconocible ya desde el romanticismo y de una honda riqueza para la estructura poética porque la propuesta hermética, sus conceptos de la unidad y las correspondencias fueron una heroica tentativa tenaz de realzar al hombre y recordarle su ubicación en el cosmos y su derecho a la búsqueda del tiempo arquetípico: tentativa que no se agota en una estéril tarea de gabinete sino que revitaliza, por el contrario, la hora del ser sobre la tierra, su trabajo cotidiano instalado en una dimensión que se relaciona con todo lo existente.






(*)- La versión original de este artículo fue publicada en La Voz del Interior, Córdoba, Argentina, el 25 de octubre de 1970 con el título: Tres poetas herméticos (comprendía también la obra de Gérard de Nerval que no figura aquí por ser mucho más notoria y por haber sido ya nuevamente analizada bajo otro enfoque en Un oscuro esplendorEl doble y el laberinto en la novela gótica- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2009, págs. 269-272). Luego se incluyó en el ensayo Alción, Ocultismo y Occidente, Ed. Monte Avila, Caracas, 1977, en el apartado Poesía y ocultismo.


(**)- René Daumal- El Monte Análogo. Ed. Mundo Nuevo, Buenos Aires, 1961.


(***)- César Dávila Andrade en Zona Franca, nº.45, mayo de 1967, Caracas.