martes, 23 de octubre de 2012

Addenda (im)pertinentes al Elogio de la Estulticia.

“Pensé en mi corazón en el estado de los hombres que Dios les hará conocer, y verán que son sólo bestias. Pues el accidente que sucede a los hombres y el accidente que sucede a las bestias es el mismo accidente: así es la muerte del uno, así es la muerte de la otra y ambos tienen el mismo aliento y el hombre no tiene ventaja sobre la bestia, pues todo es vanidad”. (1)



Resulta fascinante observar cómo la personas han sido formadas y permanecen en ese estado pre-determinado hasta el final de sus vidas, con las contadas excepciones que se imponen y que no son sino las que además de confirmar la regla sirven precisamente para que la regla exista, siga existiendo. Porque esas excepciones a la norma son justamente aquellos que han logrado romper el formato, que se han alzado contra la mecánica que origina ese formato –ya sea por dentro o fuera del sistema- y en consecuencia han supuesto una válvula de escape, un exutorio para los demás. Por ende la figura del héroe (y asimismo y necesariamente la del anti-héroe) sirve sólo como contraste que es en realidad un refuerzo del sistema; está siempre diciendo a los demás: “esto es lo que admiras (ya se anticipó, tanto en sentido positivo como negativo: el esquema binario bien-mal) pero esto es justamente lo que no debes, en ningún caso hacer, so pena de correr la misma suerte” intensificando así todavía más –como si hiciera falta- el adoctrinamiento y el acondicionamiento. Porque en efecto son muy pocos los héroes que han salido con bien de sus correrías; tan pocos que casi casi se diría no los hay. En su tiempo el muy notable –en más de un concepto- Erasmo escribió su célebre tratado usualmente (muy mal) traducido al español como Elogio de la locura. En realidad de lo que se trata ahí es de la estupidez, la estulticia que rige el mundo y la humanidad al amparo, sí, de la locura, que es quien lleva el parlamento. Claro está que la una no difiere tanto de las otras y que locura puede ser sinónimo de estolidez pero el término no deja de ser equívoco: no es la misma la locura de Hamlet que la del Licenciado Vidriera o Alonso Quijano. Por descontado la sátira de Erasmo se puede aplicar a toda época y lugar; lo que específicamente se quiere resaltar aquí es el carácter inmutable de la necedad, quizá su rasgo más pronunciado (hay al respecto diversos experimentos posibles, al alcance de cualquiera. Por mi parte suelo recurrir a uno en especial: decir la verdad. Después de toda una vida van quedando pocas gentes, de tantas que pasaron; algunas de ellas dejaron huellas que los años no han podido ni siquiera atenuar. Pues bien, hace poco y de modo fortuito supe de alguien que había sido, en mi vida, una de esas personas y que vive actualmente en otra ciudad. Somos, por supuesto, ya mayores y con escasa diferencia de edad entre nosotros. Intercambiamos algunos e-mails y decidí, de pronto, decirle todo lo que durante tantos años había callado. Prácticamente descontaba la reacción y fue tal cual: la callada por respuesta o el silencio más denso. Sí, ya lo conozco bien -es el silencio del desconcierto: en el manual impreso a sangre y fuego desde nuestra llegada al mundo no figura ninguna situación parecida: cómo reaccionar ante la verdad. Y lo más notable es que en la ocurrencia se trataba, reitero, de personas ya viejas o en el umbral mismo de la vejez, que han vivido y que podrían intentar salir al menos una vez de la cárcel mental y espiritual, aunque sólo fuera para una experiencia tan modesta como la referida: decir la verdad y aceptar /reconocer y cuestionar/ la verdad del otro. (No se me escapa la otra probabilidad, a saber: la manifiesta inutilidad de decir lo dicho y de responder cuando parece no tener ya ningún sentido pero es que es justamente ahí donde radica la razón de ser del experimento: en la pura gratuidad del asunto y en la reacción que suscita). No es, por supuesto ni con mucho el único caso –he procedido del mismo modo en diferentes ocasiones y por diferentes motivos y siempre con idéntico resultado. Y en cierta manera el hecho mismo de escribir esto que estoy escribiendo supone igualmente otro ensayo basado en ese principio. Y como tal tendrá, a no dudar, la misma y sólita respuesta).

 Leviatán

El sistema, en una de sus tantas mutaciones, necesitó otro tipo de trabajo del ganado humano (periodos pre-industrial e industrial) y para ello se vio forzado (filantrópicamente, como todo lo que emprende desde la noche de los tiempos) a capacitar a la masa, ergo, a educarla para sus fines y con ello inculcó de manera indeleble la noción de que el trabajo dignifica y que el cometido de una vida consiste, precisamente, en trabajar todo lo posible y más aún: en efecto, tanto más el individuo trabajaba tanto más se hacía valer ese ejemplo (basta con recordar aquella penosa atrofia llamada Stajanov que resume y condensa –pero obviamente sin quedar de ninguna manera cantonada a su ámbito específico sino a nivel mundial- el ideario). Ahora bien, en otra de sus mutaciones recientes (cada una más perversa que su precedente lo que es ya en sí mismo un prodigio si se calcula a simple vuelo de pájaro cuántas lleva cumplidas ya) el sistema decidió que se bastaba a sí mismo en la pura especulación financiera (que siempre fue su verdadera razón de ser sólo que hoy, por primera vez en la historia conocida, cuenta con los medios además de imprescindibles idóneos); en consecuencia el ganado humano –su trabajo- comenzó a ser prescindible, descartable. Y aquí emerge la necedad en uno de sus estados más nítidos: ese individuo (todos) creyó, como de costumbre, lo que el sistema le decía. Creyó que su trabajo lo dignificaba, pero todavía más y peor, creyó –pero creyó con uñas y dientes, con alma y vida- que tenía el derecho a trabajar. Como tantos otros de sus supuestos derechos éste sirvió cuando sirvió y hoy el ganado asiste, atónito, a su negación y desconocimiento lisos y llanos–por el sistema-y a su reivindicación –estúpida por inútil y huera de sentido- por parte de los millones de damnificados (como nota ilustrativa cabe traer a colación pero no es ni siquiera una gota en el océano sino por su solo valor altamente representativo la serie de suicidios ocurridos hace poco y por causa de despidos tan masivos como –aparentemente- intempestivos en la central parisina de Telecom (*) que los medios de comunicación piadosamente velaron todo lo posible, lo que no puede ni debe sorprender: los medios de comunicación son en su inmensa mayoría sirvientes del sistema –en realidad sus excrecencias - y al mismo tiempo auténticos gendarmes de la así llamada opinión pública: la forman y deforman a su antojo, vale decir, al antojo del sistema). Otro de estos tan cacareados derechos es el del voto. Porque una fracción importante del ganado humano cree que vive en democracia y que esa democracia es el mejor de los sistemas (esto es, la democracia del sistema). Así se lo condena a elegir (una vez más: cree que elige) entre Juan malo y Juan peor, que se alternan en el poder (que tampoco es ya el poder sino sólo la fachada visible del mismo) y aunque vea y se le diga desde hace décadas y décadas que en las tan ensalzadas y ejemplares democracias  (Inglaterra: liberales y conservadores, Francia: derecha o izquierda –la sola diferencia estaba y está en el sector del recinto donde se sentaban los representantes- y lo mismo en España, Italia, Escandinavia, Países Bajos, etc. y los USA: republicanos y demócratas, etc.etc.) sólo hay dos partidos y nunca hubo otros ni los habrá sino meras expresiones minoritarias que jamás llegarán al poder o a su re-presentación porque están justamente para eso, para hacer creer en una supuesta diversificación (el caso de Suiza es aparte y único por una serie de factores que sería largo enumerar y analizar aquí) no por eso cejará la necedad en su convicción férrea de que el sistema es cuasi perfecto e irá a votar como si su vida dependiera de ello. Y luego creerá, como secuencia lógica, que eligió y creerá por añadidura todo lo que el sistema tenga a bien decirle respecto de las demás partes del mundo que no se ajustan o son renuentes a plegarse a este esquema (**). En particular lo que se denomina la derecha –es decir sucintamente los sectores más retrógrados y necios con sus distintos matices dentro de este vasto (cada vez más vasto) espectro de la estupidez- es un exponente curioso de este fenómeno: gracias a la así llamada “movilidad social” (provocada, sí, por el sistema en una fase específica: baste con recordar la feliz asociación Ford-Emerson, por dar un ejemplo) se produjo un relativo progreso en las condiciones materiales de vida y huelga decir que se fue intensificando por obra y gracia de esa fase aludida llevada hasta su paroxismo: el consumismo más irracional y desenfrenado (que ya va tocando a su fin) al que había que incorporar cada vez más consumidores que lo hicieran posible- y  entonces el minero pasó a la fábrica y el obrero a la pequeña y mediana empresa y el labriego al ciclo urbano industrial y así sucesivamente y cada uno de estos estratos llevaba –y sigue llevando- la impronta de sus orígenes marcada a fuego y de ahí su pavor y su fobia, bien conocidos sociológicamente, a cualquier cambio que pueda suponer, ni de lejos, una regresión socioeconómica; de ahí también su grotesca, patética identificación con los “valores” de la derecha o las clases dominantes visibles. Y como anexo necesario en esas nuevas capas también se da una suerte de delirio o esnobismo que las lleva a adherir a los privilegios, exclusiones y formas de vida parasitarias de esas élites, como si les fueran propios (algo así como ese otro proceso de insania colectiva que consiste en apropiarse, en una auténtica confusión alucinatoria, de los resultados de un partido de fútbol cuando su equipo gana y recurrir a una voz plural cuando el hablante es uno solo: “les ganamos”. Y no vale la pena insistir en la pandemia futbolística a nivel planetario) y de este modo se asiste a la penosa exhibición de gentes del común más común posible que admiran arrobadas y mentalmente de hinojos a los integrantes de la aristocracia y la realeza o bien a los magnates o dinastas y sus desvaríos de derroche y despilfarro que son no sólo aceptados sino implícita o explícitamente compartidos y aplaudidos. Para estas gentes en particular resulta “natural” (en el sentido de no haber sido jamás cuestionado) que para que un individuo de ésos posea miles de millones miles de millones de individuos deban pasar hambre o perecer. La estupidez conservadora ni siquiera se plantea este escándalo, a tal punto está adoctrinada en la reverencia ciega al poder y sus símbolos de prestigio como tampoco se le alcanza en modo alguno que todo lo que provisionalmente –y hay que subrayar el término- disfruta en condiciones materiales (que es otro derecho que puede –y de hecho así sucede- desaparecer de la noche a la mañana, como el relativo a la educación o a la salud o incluso al libre tránsito, etc.) significó, amén del interés ya señalado en las etapas pre e industrial y la más reciente de incremento del consumo, luchas interminables, sacrificios cruentos y abnegación –de la auténtica, no de la religiosa- de esos adversarios lúcidos denunciados como parias y terroristas por el sistema al que fueron no obstante y con todo arrancando una a una y palmo a palmo esas concesiones a lo largo de las épocas. La estulticia media, mediocre y de una ignorancia supina está convencida de que estas condiciones relativamente muy recientes siempre fueron su patrimonio y también de que el sistema las concedió de buen grado desde siempre.
 Volver a ver por enésima vez la tan difundida fotografía del Che Guevara muerto, tendido con la cabeza algo soliviada y los ojos abiertos fijos. Rodeado por excrementos vestidos con uniformes militares (el solo instante en que se habrán asomado a un atisbo de vida efímera y rastrera será justamente ése, el de la foto). ¿Qué ve ahora Ernesto Guevara? Acaso ya se ve reproducido en millones de pósters, remeras, banderines, souvenirs. Su rostro noble enarbolado en pancartas y banderas de manifestaciones multitudinarias, en una palabra: ve su total recuperación por parte del sistema que él tanto combatió y que acabó, como era previsible y probablemente él lo sabía,  eliminándolo. Pero ahora –y eso es lo que Ernesto ve desde detrás de sus ojos vidriados- su muerte es doble: ésta en la que yace tendido para una fotografía obscena y la otra, lenta, inexorable de su asimilación como ícono, como imagen idealizada y romántica –ergo, totalmente desvirtuada- de una revolución imposible. Porque esto es lo que el sistema hace con todos los que no se pliegan. El verdadero Che ni siquiera habrá podido quedar como un ejemplo eficaz, digno de emulación, como tampoco Gandhi, como tampoco Mao, como tampoco Espartaco o Robespierre. Y es así porque en realidad no son los verdaderos enemigos del sistema aunque sí lo hayan combatido encarnizadamente. El enemigo del sistema, el único temible en verdad  se llama Sócrates, Lao Tse, Diógenes, Confucio, Sade, Tristan Tzara (y sus Manifiestos Dadaístas –leerlos o releerlos), Rimbaud, Dickens, Kafka o W. Reich entre tantos otros pero su acción subversiva –en el estricto sentido del término- es tan lenta y circunscrita que resulta casi  inoperante y en todo caso no representa un riesgo para el sistema porque éste sabe, después de las costosas lecciones de Rousseau, Voltaire, Marx o Lenin que la mejor manera de neutralizar a estos oponentes es consiguiendo –y a eso se aplica con un éxito innegable-que las vacas sean cada vez más vacas y que el mundo entero quede confinado –como ya lo está siendo a ojos vistas- a una ubicua  Vaquilandia.
Y puesto que se habla del sistema también corresponde intentar alguna definición del mismo, sin pretenderla en modo alguno absoluta; dicho de modo expeditivo y básico: toda forma de asociación encaminada a la concentración de poder, ya sea civil, militar o religiosa (usualmente van de par) y tendiente por lo tanto al beneficio de unos pocos en detrimento de los demás es el sistema. De ahí que resulte tan difícil percibir este cáncer permanente y ya adnato al ser humano porque asume características tan diferentes en la superficie y por su ubicuidad misma. Puesto que se deriva de lo dicho que el sistema (una vez más: sus caras visibles) es tanto Nabucodonosor como Salomón, Ramsés II como Alejandro Magno, Napoleón como Stalin, Hitler como Truman, los papas y los popes, etc. Y también presta a confusión la parcelación: en cada provincia del imperio romano (o del persa: las satrapías o, para el caso, cualquier otro) se libran batallas por el poder y entonces en Siria se cree que se lucha por los intereses sirios, en Egipto por los egipcios, en Palestina por los palestinos, en Galia por los galos, en Germania por los germanos, etc., etc. En realidad son distintas facciones mafiosas del sistema que se afrontan pero el imperio romano mismo no se toca (claro que caerá cuando los tiempos estén maduros pero eso será cuando esté pronto el relevo). Y se puede aplicar la misma fórmula a cualquier periodo y lugar en la historia: por ejemplo hoy se dirimen conflictos en Medio Oriente, en el norte de Africa, se asiste a verdaderas hecatombes nacionales económicas en Europa etc., y en todos los casos se cree que son conmociones locales. Pero como para Roma en su momento ahora tampoco el imperio, el verdadero, ni siquiera se amenaza.
En una película memorable: Un hombre llamado Viernes (Man Friday del director Jack Gold, 1975) los actores Peter O'Toole y Richard Roundtree interpretan con el mayor talento una parodia de Robinson Crusoe y de su compañero Viernes. Es, por descontado, una sátira al imperialismo inglés muy bien llevada en un aparente plano de comedia que expone una a una todas sus lacras y en primer término el delirio  de creer  (creencia más que inducida machacada) que la raza blanca es superior y como corolario en semejante escala que la especie inglesa es la mejor; a partir de semejante credo es obvio que toda acción llevada en detrimento del resto de la humanidad y en provecho de los mejores está justificada de antemano (Rule, Britannia!); tampoco falta como sólito complemento la complicidad de la religión (el rey lo es por derecho divino, ergo es quien debe gobernar al resto; el rey inglés por lo tanto...and so on) y las tácticas que emplea el blanco para someter al aborigen no por groseras y burdas son menos reales y eficaces: son exactamente las del imperio. Y como ya se dijo también  en este contexto actúa la siempre aliada del colonialismo y la opresión al inculcar los fundamentos cristianos a las poblaciones locales y todo lo que va en su zaga: prohibir la desnudez, prohibir toda espontaneidad, prohibir el sexo, prohibir todo lo que no sea el código blanco/europeo (código funesto si los hubo en la historia) y a este respecto cabe una mínima digresión que no lo es tanto: ésta actual nuestra es la "civilización" que más se ha apartado de la condición natural del hombre, es decir, de su animalidad; la que más ha negado ese origen en una especie de esquizofrenia espeluznante que llega hoy hasta el extremo de querer a toda costa borrar o eliminar todo vestigio o recordatorio del mismo: la innumerable producción de desodorantes, antisudorales, lociones y perfumes, aromas de ambientes, de vehículos, de las partes íntimas de hombres y mujeres, de miríadas de productos de limpieza, de asepsia doméstica, etc., etc. es simplemente sobrecogedora (que obedezca a intereses económicos ni hace falta decirlo: laboratorios, farmacopea, cosmetología y medicina secundados -como en todos los demás rubros y apartados afines- por algo que se ha convenido en llamar publicidad  realizada por las más siniestras, retorcidas y cretinas mentalidades y dirigida a descerebrados analfabetos pero todo eso no altera el hecho cultural en sí). Todas las especies emparentadas de cerca o de lejos con la humana se reconocen en primer lugar por el olfato, es decir por el olor particular y propio de cada uno de sus miembros: nosotros ya hemos perdido eso y aunque no se trata en ningún modo de reivindicar ni hedores ni olores ofensivos es evidente que incluso en un aspecto tan poco relevante (al parecer) como éste hemos dejado atrás parte considerable de nuestra propia naturaleza añadiendo una atrofia más a las infinitas infligidas a nosotros mismos y al entorno. Volviendo a la película y a nuestro tema central interesa apuntar que también pone de relieve, aparte de los dardos satíricos ya señalados, cómo el ser humano sigue siendo igual a sí mismo (es decir, a la sociedad que lo fabricó) incluso en condiciones tan extremas como ésas y continúa hasta el final obedeciendo ciegamente a códigos absurdos que ya ni siquiera sabe que lo son.

No hay una sola página de Dickens que no sea una acerba crítica  del imperio inglés. Incluso algunos textos en apariencia tan ajenos al tema como Un villancico de Navidad (A Christmas Carol) contienen una mirada demoledora, ácida y satírica disimulada y atenuada por la poesía y algunos finales redentores. Se pasa revista así en el conjunto de su obra a las auténticas bases de este modelo social: desde la despiadada explotación infantil hasta las atroces condiciones de vida del campesinado, de los mineros y de las incipientes clases obreras urbanas, desde la codicia más sórdida exaltada al rango de primera virtud hasta la hipocresía feroz de una sociedad implacable, tan petrificada en castas que por comparación la misma India que también sometieron y explotaron resultaba una utopía social encarnada. Desde luego otros denunciaron asimismo y desde dentro a esta pesadilla (que la estolidez local –la británica en este caso- y universal ha tomado usualmente como ejemplo de ejemplos de estructura social. Es la estolidez que ve en Oliver Twist o David Copperfield o Nicholas Nickleby novelas románticas y emotivas) como Swift o Thackeray o las hermanas Brönte o Jane Austen pero después se sumaron los que padecieron el imperialismo inglés desde afuera y aportaron su enfoque coincidente y distinto –el caso de un asimilado (supuestamente) Henry james o más recientemente el muy notable autor japonés de educación británica Kazuo Ishiguro y su célebre novela The Remains of the Day  (Lo que queda del día) para citar sólo éstos. Como se ha señalado ya –y es además una obviedad- la transferencia de este imperio fue a su heredero natural: los Estados Unidos. Estamos aquí y ahora: ¿hace falta abundar en más detalles? Pero sí cabe volver a destacar ese rasgo común a ambas sociedades: la veneración excluyente del dinero (o lo que sea su equivalente) palmariamente reconocida y directamente derivada de su concepción del comercio como actividad “divina” (en otro lugar nos hemos referido a este curioso tópico que se puede rastrear desde Hobbes hasta su ya franca exposición en Daniel Defoe, por ejemplo). Toda la evolución espiritual de esta estructura llega hasta ahí, es decir,  hasta aquí donde estamos parados y varados por obra y gracia de la contaminación planetaria que han logrado imponer y que parece (al menos por un periodo considerable) ya irreversible. Pero ¿qué otra cosa se podía esperar de un sistema que estampa en lo más vil y caro que posee –el dinero- su divisa existencial: In God we trust (En Dios confiamos)?

Alguien que adolescente todavía ve y denuncia a voz en cuello lo que ve y además con una claridad y una lucidez implacables es sin duda alguien muy raro. Porque Arthur Rimbaud ve muy pronto; sabe pero lo sabe con una certeza agónica que la vraie vie est ailleurs aunque no pueda entonces determinar dónde está ese ailleurs aunque sí lo determinará después sin dar lugar al menor equívoco. Porque Rimbaud es, como ya se adelantó, el revolucionario absoluto, que no hace concesiones de ninguna índole, que no cede ni un palmo y mucho menos claudica. Pero tampoco pide ni tregua ni clemencia. Por eso resulta tan incomprensible para la estolidez, por eso ésta lo ha clasificado en un torpe intento de asimilación (al no haber podido ignorar ni esa voz ni ese clamor ni esa trayectoria vital que en sí misma es un suicidio y un repudio) entre los poetas malditos y así etiquetado y estampado supuso que lograba escamotear lo que fue el hombre Rimbaud, lo que significó y sigue significando en su soledad sideral el hombre Rimbaud para la estupidez abroquelada. Porque el poeta (y aquí tampoco se restituye esa totalidad cerrada en sí misma que fue Rimbaud sino apenas un atisbo, los poemas menos peligrosos y más accesibles para el entendimiento medio) es simplemente tan inabarcable como imposible de asimilar. Y de la sonada relación con Verlaine se rescata el sempiterno sonsonete: la burguesía bovina tolera a regañadientes un escándalo que lejos de ocultarse temeroso se exhibe desafiante y acaba sintiendo una pizca de compasión por ese pobre Lelian, víctima del golfo adolescente (porque obviamente Paul Verlaine pertenece por derecho propio a la estulticia: es casado, padre y además lo que se considera un buen poeta, es decir un poeta de salón). Una vez que la estulticia les haya asestado todos los golpes posibles (en paralelo con el último Oscar Wilde) consagrará a Verlaine y después a Rimbaud como si fueran semejantes (y no hay en esto la más mínima exageración; en París, en una calle del Barrio Latino hay una placa en una puerta que anuncia al pasante que ahí convivieron ambos poetas y después, hacia el final, se dirá que en su agonía en Marsella Rimbaud se convirtió al catolicismo, como lo había hecho también Verlaine. Esas conversiones ya se sabe cómo son y cómo fueron; ésta de Rimbaud la avaló el testimonio de Isabelle, la hermana, una obtusa sometida a la tan católica madre y terminó de fabricarla nada menos que Paul Claudel. A primera vista parece imposible que alguien logre concluir que Rimbaud fue un místico cristiano pero eso es subestimar a este sector del ganado porque Claudel lo consigue. Una vez más, así opera el sistema). Pero toda la vida de Rimbaud es una denuncia constante de la vida que se ha de vivir (y una exigencia tan desmesurada como irracional de la otra vida, la ausente) y si ésa –la francesa, la europea- es la sociedad que determina semejante mandato entonces sólo queda abandonarla. Y si esa misma sociedad es la que en su hipocresía esencial dice indignarse contra el belicismo y las tratas mientras los sigue practicando y lucrando con ellos entonces el hombre Rimbaud será traficante,  será cuando menos mercader de armas. En su breve trayectoria de cometa incendiario nada habrá quedado por omisión. Su legado –además de su propia vida- es tal vez un solo poema insoslayable (incluso más que Les Illuminations o Une saison en enfer en su conjunto): Le Bateau Ivre, manifiesto del inconformismo más radical y también la nostalgia de un ser superior condenado a vivir en este mundo-establo: “J’ai vu des archipels sidéraux! Et des îles/Dont les cieux délirants sont ouverts au vogueur/-Est-ce en ces nuits sans fonds que tu dors et t’exiles/Million d’oiseaux d’or, ô future Vigueur?” (***).




Ilustración a manera de apólogo (muy orwelliano).

Y érase que se era una granja y en ella vivían y prosperaban muchos animales  pero sobre todo vacas. Todos los días el granjero las sacaba a pastar en las extensas y ubérrimas praderas y luego las volvía al establo a la caída de la noche. En el establo tenían abrigo, heno y pienso y se encontraban cómodas y felices. En cierta ocasión una de ellas le comentaba a otra antes de dormirse, temblándole una furtiva lágrima: “Viste anoche cómo el amo y su mujer ayudaron a la Eleuteria en su parto. ¡Qué precioso ternerito tuvo, dicho sea de paso! Y cuando el otro día la Patrocinio estuvo tan enferma que no podía ya ni mugir la pobre ¡cómo la cuidaron! Hasta que gracias a sus desvelos se repuso…¡Somos tan afortunadas en estar aquí! Sí, contestó la otra: ¿Y cuando nos duelen las ubres cómo acuden presurosos a aliviarnos? Parece que adivinaran lo que precisamos en el momento justo. Yo agradezco cada noche a San Vaco por tanta gracia concedida y al Hacedor del mundo vacuno también, por supuesto”. Y en esta disposición tan amable como reconocida ambas se durmieron. Cuando las sacaban a pastar las praderas eran tan varias y dilatadas que jamás vieron las cercas de alambres de púas y por consiguiente se estimaban libres. Cuando de tanto en tanto unas cuantas amigas o parientas eran subidas a un camión y desaparecían las demás se regocijaban: sabían que el amo, en su infinita bondad, las llevaba de viaje para su solaz y esparcimiento a un lugar ignoto pero paradisíaco llamado Disneylandia. Claro está que nunca las volvían a ver pero eso no importaba nada; a los pocos días las habían olvidado por completo y seguían rumiando satisfechas sus plácidas vidas aguardando vagamente que les tocara también, cuando el granjero así lo dispusiera en su sabiduría y gentileza, ir a su vez de viaje para conocer el ancho y venturoso mundo.
Conclusión del tratado:
“Veo que estáis esperando el epílogo; pero habríais perdido el juicio por completo si imaginaseis que después de haber echado de mi boca tal fárrago de palabras me acuerdo de una sola de ellas. Antiguamente se decía: “Detesto al convidado con memoria”; hoy debe decirse que es aborrecible el oyente que la tenga. Y con esto, salud, aplaudid, vivid y bebed, creyentes celebérrimos de la necedad”. (2)


(1)- citado en Eliette Abécassis Qumrán- Ed. B. S.A., Buenos Aires, 2006- pág. 323.
 (2)- D. Erasmo- Elogio de la locura-Ed. EDAF, Madrid, 1973, pág. 203.
(*) Queda siempre pendiente (y seguirá quedando por mucho, mucho tiempo sin duda) una evaluación seria y exhaustiva de las muertes, suicidios y "daños colaterales" catastróficos imputables a estos despidos masivos en todo el mundo producto directo de las estafas desembozadas y a plena luz del día con la complicidad activa de los gobiernos, las maniobras fraudulentas y las “estrategias” si cabe semejante término  del sistema para no hablar ya de las consecuencias conexas y menos evidentes: la delincuencia y la violencia en progresivo y explosivo aumento, la erosión lenta pero inexorable de todos los valores que regían y/o apuntalaban la convivencia, etc., y sería por demás prolijo proseguir.

(**) Que Occidente (es decir el área de influencia que abarca el término) se permita hablar del ”fanatismo” islámico  no deja de ser irónico, no porque no exista ese fanatismo o algo que tal vez podría llamarse así sino porque una sociedad caracterizada en sus distintas expresiones por la intolerancia más cerril y el exterminio sistemático de todo lo que parezca a priori una oposición no debería incurrir en semejantes abusos de lenguaje. En efecto, todas las iglesias “cristianas” de Occidente y en primer término la católica deberían ser mucho más cautas a la hora de abrir la boca y los gobiernos que se identifican con ellas también. Y de modo paralelo: ¿no resulta curioso, por decir lo menos, que las así llamadas “revoluciones” en los países árabes o, mejor dicho, islámicos se hayan producido gracias a la tecnología digital, los teléfonos celulares y las redes sociales sólo en los regímenes no adictos incondicionalmente a Occidente o bien con algún desacuerdo en asuntos sensibles como Libia, Túnez, Egipto o la que se está eternizando en Siria? Nadie dice que fueran o sean modelos democráticos, desde luego, pero que se haya tardado décadas para caer en la cuenta de algo tan flagrante no deja de llamar la atención como también que no se haya producido -y con mayor razón- algo similar en Arabia Saudita o los Emiratos , por ejemplo, para no mencionar ya otras regiones del mundo con panoramas análogos.


(***) A.Rimbaud- Poésies complètes- Éditions Gallimard, Paris, 1960-
“He visto archipiélagos siderales! Y también islas/Cuyos cielos delirantes se abren al navegante/¿Es acaso en esas noches sin fondo que duermes y te exilias/Millón de pájaros de oro, oh futuro Vigor?”- (la traducción quasi literal es mía).