miércoles, 22 de junio de 2011

Plúmbea mediocritas

En esta ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme impera la mediocridad. Más aún, se la podría tomar como emblema de la más mezquina medianía: en efecto, todo aquí es mediocre, en todo está grabado a fuego ese sello.



Es un hoyo (conviene también depresión: geográfica y moral) entre montes que no llegan a montañas; su río no llega a ese nombre sino en los brevísimos periodos de crecida, cada vez más raros; normalmente es un escuálido y leproso curso de agua turbia; sus perspectivas no son para nada imponentes, apenas panorámicas y eso sólo unas cuantas, su arquitectura es vulgar, plagiada, obtusa y repetitiva hasta la exasperante monotonía y la poca con algún valor histórico que existía fue arrasada o ha quedado confinada a un perímetro también mediocre. Nada se destaca, nada es demasiado singular o excesivo, sólo la uniforme mediocridad. Sus gentes son, en consecuencia, fiel reflejo de semejante entorno, su historia también. Sí, viene de una pobre codicia, de una pobre sedición (y aún este término resulta grandilocuente para describir un vulgar y anodino gesto de desobediencia) , de un pobre ánimo (nunca se elevó a espíritu) extremeño de provecho y rapiña groseramente material y hambreado. Su núcleo –no hace falta ni decirlo- fueron el catolicismo y la universidad (el claustro universitario). Imbuida desde su modesto, oscuro origen de una presuntuosa ignorancia -su característica más constante- se creyó siempre tanto más de lo que era; sigue creyéndose tanto más de lo que es. (Acaso mecanismos compensatorios elementales que en realidad no compensan nada). Tarde, muy tarde (cuando otras ciudades comparables en tiempo y trayectoria hacía largo tiempo que lo habían consolidado como su punto de madurez intelectual) llegó al espacio novelístico y aquí también fue mediocre, como antes había sido pródiga en poetas y literatos mediocres (las excepciones lo fueron, justamente, porque se marcharon huyendo despavoridas de su ámbito asfixiante y rastrero). Sí dio muchos profesionales y sobre todo, cómo no, jurisconsultos: en esto sí se distinguió, en esta ramplona y burda producción de lo más inmediatamente utilitario y sórdido: abogados y más abogados. Y sus intelectuales –algún nombre hay que darles- sólo emergieron de la miseria circundante gracias a las así denominadas hoy redes sociales en el ámbito informático, que por primera vez los confrontaron con el mundo o los mundos de la verdadera creación. Claro está que con el sólito reverso de la medalla: se creyeron iguales al amparo ficticio de ese nivel rasante. Sin salir de casa, de esta vulgar, inhóspita y mezquina casa –o acaso habiendo viajado en tours pedestres, tan pedestres como ellos- cayeron en esa otra forma de la soberbia caricatural: se consideraron ciudadanos del mundo, los pares de los que sí crecían y llegaban a plenitud en los grandes y auténticos centros cuando no eran sino en conjunto un conjunto de pálidos remedos. Y entre todos, descollantes, las intelectualas, más arrogantes e ignorantes todavía y, por descontado, más pretenciosas. Medias azules y estúpidas vacas (una bas bleu o una stupid cow: consultar) y las menos estólidas llegando al rango de las preciosas ridículas tan justamente vapuleadas por Molière pero con la siguiente salvedad: de preciosas nada, de ridículas todo. Salvo excepciones -otra vez- totalmente excepcionales esta volatería variopinta atronó y sigue atronando con sus cacareos destemplados. Y el resto del ámbito cultural no es menos deplorable: de tanto en tanto se destaca del confuso montón un músico, un artista plástico. Para rematar: alguna o alguno sí ha escrito una novela buena, un cuento aceptable, un poema memorable pero han quedado confinados salvo en contadísimos casos al ámbito local: allí han sido pasto de una seudo crítica (porque el espacio crítico se construye, como el novelístico, cuando hay verdadera madurez cívica y cultural) que funciona al compás de la batuta maniquea del sistema; sus representantes, ergo, o son turiferarios (ver este término en el diccionario) o son verdugos de feria que ni siquiera dominan su oficio: las cabezas que cortan siguen hablando.




Y entre los demás atractivos aledaños cabe mencionar también la omnipresente suciedad, ahora física: calles sucias, gentes con hábitos cavernícolas, la cultura de la desidia y del abandono del espacio común; ése justamente que definía y define a la polis y a la urbe: y sin urbanidad no hay ni puede haber costumbres urbanas.




Se comprende así la anécdota de uno de sus naturales que decía ya en el siglo XIX (a un extranjero y cuando él era ministro del interior ) que había que venir a esta ciudad para poder tener la satisfacción inmensa de saber al marcharse que jamás se regresaría. La mediocridad, por descontado, no se lo perdonó: a pesar de su prohibición expresa se trajeron sus restos a este suelo que detestaba. Y se lo erigió prócer local. Así de pobre es la mentalidad que así procede; así de pobre en su necesidad de estatuas y en su indigencia apropiándose –como carroñera menesterosa- de cualquier osamenta por cuestionable que sea y cuestionables también los métodos a los que se eche mano para ello.



Por supuesto esta ciudad no existe y la descripción que antecede no es sino el mero reflejo de una atroz pesadilla.





























































































sábado, 11 de junio de 2011

En el consultorio dental


“Dios no podía estar en todas partes y por eso hizo a las madres” (*)




Sentado en el sillón escuchaba con la boca abierta su incesante parloteo. La razón no podía ser más simple: era su sillón, su consultorio y ella, la dentista (ahora odontóloga) trabajaba en uno de mis dientes. Y su charla, amena, era motivada, por supuesto, por la delicada tensión de esa desigual relación de fuerzas y el obligado silencio al que yo estaba reducido. De tema en tema su monólogo fue derivando hacia las personas que no pueden dominar su temor ante la perspectiva inmediata de un tratamiento o, peor aún, de una extracción y sobre ello a una experiencia reciente que calificó de curiosa. Yo parpadeaba para expresar mi interés. El caso en cuestión comenzaba con un individuo que llamó a su puerta un sábado por la noche. Como no era obviamente ni día ni hora de consulta ella lo atendió desde el balcón; el hombre explicó que era amigo de fulano, quien lo recomendaba y que se disculpaba pero estaba muy dolorido y necesitaba un medicamento que lo aliviara. En resumidas cuentas una emergencia y dado que las explicaciones y la mención del amigo común la convencieron le franqueó su puerta y después de un rápido examen le extendió una receta para la farmacia. El hombre agradeció y se marchó. En adelante y para nuestros fines lo llamaremos sencillamente Adalberto. Pasaron unos cuantos días y la anécdota había ya quedado totalmente olvidada cuando llamó por teléfono al consultorio una señora que solicitaba un turno para un paciente. Al mencionar su apellido la dentista un tanto sorprendida le preguntó si tenía algún parentesco con el tal Adalberto y la señora respondió que sí, que era su madre. La dentista (ya es hora de que le pongamos por nombre Mercedes) colgó bastante extrañada. Y no era para menos puesto que el individuo de la urgencia sabatina tenía entre sesenta y setenta años y por lógica su madre debía ya ser muy mayor.


Pero lo insólito no hacía más que empezar. A la hora señalada se presentaron ambos y, en efecto, la mamá era una anciana pero dotada de grandes reservas de energía lo que se advertía ya desde el tono de su voz y Adalberto parecía un poco más viejo y desgastado que la vez anterior. Mercedes quedó atónita cuando, tras haber hecho pasar y sentar al paciente la mamá se instaló a su vez en el consultorio cuando se daba por sentado que aguardaría en la recepción. Ante la mirada y la expresión de la dentista Adalberto con una sonrisa afable y tímida explicó que si no era molestia prefería que su madre estuviera allí, a su lado, puesto que le daba miedo –más aún, pánico- la mera idea de encontrarse solo frente al peligro. Mercedes tartajeó a regañadientes su conformidad y comenzó la delicada operación. Pero para su mayor asombro e incluso ya franca irritación la madre, en el momento en que se disponía a efectuar la extracción, se levantó rauda y fue a tomar la mano de su hijo, así, de pie ante el sillón. Mercedes le pidió entonces que se retirara porque la molestaba pero ella se negó rotundamente y cuando la dentista vio su expresión prefirió ceder y proceder. Terminado el trabajo el paciente se levantó y se arrojó en brazos de su madre, llorando y quejándose como un niño desconsolado. Ella le daba palmadas en la espalda y le susurraba tiernas frases para reconfortarlo. Al cabo ambos se marcharon tomados de la mano.


Ahora bien, antes de proseguir con otras consideraciones cabe acotar que Adalberto no era –no es- en modo alguno ni lelo ni retrasado ni padece ninguna otra forma de deficiencia o minusvalía que no sea esta notable dependencia respecto de su madre. Mercedes continuó diciendo que también y según había llegado a sus oídos por conducto de otra paciente que los conocía de larga data (de lo que se infiere fácilmente que un consultorio odontológico es en realidad un mentidero y que la supuesta reserva que se debería observar en relación con las historias particulares y privadas de los pacientes no es más que un mito) el hijo no había trabajado nunca y se había dedicado –eso sí de manera asidua y consecuente- a jugar a los naipes todas las tardes siendo parroquiano de uno de los más antiguos bares del barrio. En vida del padre éste costeaba la vida del hijo; muerto el padre los dos sobrevivientes vivían de la pensión de la mamá. Ciertamente la dependencia filial es tan vieja como la especie misma; el apego, la sumisión o la adicción al vínculo parental tiene mil caras y es asimismo tan ubicuo como la especie pero que en el seno de una sociedad determinada, con determinados patrones de conducta y determinados valores (todo ello muy relativo pero que, se quiera o no y hasta la irrupción de otra forma más idónea o menos negativa, conforma el marco necesario en el que se desarrollan y desenvuelven los individuos) se dé un caso de esta índole, tan extremadamente caricatural y flagrante pasa a ser ya absolutamente único. Ahora, apartándonos por un momento de todos los condicionamientos enumerados o para decirlo lisa y llanamente de la normativa social y descartando otras derivaciones (el manido complejo de Edipo pero ya llevado a un grado tal que autorizaría una interpretación incestuosa: no tanto Yocasta-Edipo sino más bien Nerón-Agripina) ¿no podría cederse a un generoso optimismo y decirse –total para el caso tanto vale una opinión como otra- que estos dos seres encontraron en esa relación tan estrecha y mutuamente dependiente que a nosotros se nos antoja (desde fuera y desde el preconcepto y el prejuicio borreguil) enfermiza una fórmula perfectamente válida para simplemente vivir, seguir viviendo de modo si no pleno y maduro sí satisfactorio? (lo que después de todo y bien mirado no es poca cosa cuando hay que estar en este mundo y se es imbele). En resumidas cuentas consigno pues la historia por su sesgo curioso pero prefiero abstenerme tanto de la condena como de la mofa. Adalberto y su madre siguen y seguirán así tanto como puedan y nada nos permite concluir que ese binomio (mejor: esa simbiosis) no sea tan exitoso al fin y al cabo como cualquier otro que la mirada social –tan adiestrada y condicionada para eso- sí admira o aplaude.




(*)- Lewis Wallace- Ben Hur- Ed. Alfaguara, Buenos Aires, 2006. pág. 241. (Concepto bastante curioso si se tiene en cuenta que proviene nada menos que de un rabino).

miércoles, 1 de junio de 2011


Dueño de tu vida





Y mire Vd., tenía yo entonces tan sólo 16 años. Ahora me parece que eso le pasó a otro porque ¿cómo se pueden tener 16 años? Recuerdo aquello pero no recuerdo cómo era ser tan joven. Tal vez porque la tristeza haya acabado ahogando todas las demás sensaciones…sí, seguramente fue un momento muy triste, no sé, más que triste y queda sobre todo esa única impresión. Era como estar preso pero sin cárcel, no tener a quién acudir y a esa edad ¡qué quiere que le diga! ¿Qué se puede saber de nada? Así que me suicidé. Sí, no me mire de ese modo, por supuesto que me salvaron, con lo justo creo yo. De eso me acuerdo bien, del lavaje de estómago, de la clínica. Pero sé que mucho es lo que me contaron y con los años probablemente se ha ido mezclando lo contado con lo sabido por uno mismo. En fin, que me suicidé. ¡Con sólo 16 años! Y todo fue por aquella niña, estaba tan enamorado. Bueno, yo creía que estaba enamorado, tal vez sí…Y ya se sabe, uno recién despierta, como se dice, recién se asoma a las cosas de la vida…eso sí, era muy solitario. Por supuesto tenía amigos, una “barrita” le decíamos, los del barrio, claro y los compañeros de colegio. Sí, tenía amigos pero eran de mi edad ¿qué les iba a contar? ¿Cómo me hubieran podido ayudar? A lo mejor sí, no sé, pero digo que en el fondo, en el fondo verdadero de mí mismo era muy solitario. O estaba muy solo, vaya a saber, seguro que estaba muy solo aunque estaba mi familia, mis padres, mis hermanos y hermanas pero tampoco a ellos les podía contar. Acaso porque creía que se burlarían de mí…qué sé yo, ha pasado tanto tiempo. Mirta se llamaba y vivía cerca de mi casa, a dos cuadras. Era la más linda, la mejor vestida, la más dulce de todas las chicas que conocía. Y nos pusimos de novios, como se hacía, pero ella también tenía 16 años y por supuesto era una pavada pero se ve que yo me la tomé en serio. Bueno, para serle breve, un día me dice que no hay más nada, que lo nuestro se acabó…¡Y hacía dos meses que éramos “novios”! Pero a esa edad dos meses son mucho tiempo, más del que ha pasado para mí desde entonces. Bueno, volví a mi casa destruído y recuerdo que subí al techo a llorar, no quería que me vieran. Y habré estado así, desolado y llorando a escondidas unos cuantos días. Y una mañana, cuando iba a clases, la veo que caminaba delante de mí por la calle y otro muchacho la tomaba de la cintura. Ellos no me vieron, no se volvieron, iban embelesados uno en el otro y ese atrevimiento: ¡tomándola de la cintura en plena calle y en plena mañana! Ahí nomás regresé a mi casa, fui al botiquín del baño y miré en el estante prohibido, ése que mi madre decía que no había que tocar nunca. Y agarré el primer frasco de píldoras, me fui a mi cama, me acosté vestido tal cual y me las zampé todas, así, en seco. De eso me acuerdo perfecto. Y también de que ya no lloraba y creo que he llorado muy poco después a lo largo de mi vida, como si ese recurso se hubiera agotado ahí. Y me habré dormido, nunca supe qué tomé ni más nada hasta que, como le decía, desperté en la clínica y mi madre estaba al lado mío y me dio pena por ella pero más pena me dio darme cuenta de que me habían hecho volver. Sí, muy a menudo he lamentado que me fallara ese suicidio; hoy creo y desde hace mucho o tal vez desde siempre a partir de aquello que fue el acto más inteligente de toda mi vida y eso que me parece que ni siquiera lo pensé un segundo. Acaso si lo hubiera pensado no lo hubiera hecho…vaya a saber. Pero fue lo más inteligente. Y ¿quiere que le diga? Cuando se tienen 16 años me parece que uno no se equivoca como se equivoca después en todo –sabe, sabe muy bien en el fondo por qué hace ciertas cosas tan extraordinarias. Supongo que aquella chica, pobre, fue como el detonante y que yo no podía conmigo mismo, quizás por eso también ella me dejó, se dio cuenta del lastre aunque visto ahora era un juego entre dos chicos pero sí estoy convencido de que yo no podía seguir…Y después todo daba un poco lo mismo, fue yendo a la buena de Dios, un poco mejor y un poco peor pero ya nada fue igual. Pero no era eso lo que quería decirle sino contarle el asunto final y también por qué me encuentra hoy aquí, en esta cama de hospital. Imagínese mi sorpresa cuando, unos días después de haber vuelto de la clínica estaba en mi casa y de pronto llaman a la puerta y voy a abrir y era un policía. Y se toca la gorra con la mano –yo era un pibe pero en esa época la gente era educada- y pregunta por mí, si yo era tal y tal…muy azorado le digo que sí y lo hago pasar para que no estuviera ahí hablando en plena calle. Y muy correcto se sienta y me dice que lo mandaba el comisario de la seccional segunda y yo ni siquiera tenía miedo, el hombre, repito, era muy correcto y amable y lo que sí tenía era mucha intriga. Y sigue diciendo que aunque yo no lo supiera, no lo hubiera sabido, había cometido un delito y ahí lo miré como si acabara de bajar de la luna ¿qué delito? le habré preguntado, no podía creer lo que oía. Y entonces me enteré que “atentar contra la propia vida” –ésas fueron sus palabras- era un delito. Me dijo que qué tenía que decir yo, siempre muy amable, por cierto y yo le respondí que nada, que había sido un accidente, una broma estúpida que quise hacer y salió mal, ya no sé, no recuerdo exactamente. Sí, algo así pensábamos pero por las dudas…terminó el hombre y se puso de pie para irse. Me dio la mano, saludó y se fue. Después supe que mi madre había estado escuchando todo detrás de la puerta, creo que vivían espiándome los pobres, todos ellos, de miedo que tenían a otra intentona. Nunca olvidé tampoco aquello: si Vd. ya tiene bastante con esta vida pues nada, no se puede suicidar ni hacer lo que quiera con su propia vida porque ellos han decretado que es delito. Tanta estupidez en este mundo…y eso son sólo naderías ahora. Naderías pero ¡cuánto hubiera agradecido salirme con la mía entonces! Y qué curioso es todo…a lo largo de tantos años que han pasado he solido repetirme, como una especie de lección, que no iría más allá de cuatro veces esos 16. Vaya Vd. a saber por qué ni de dónde lo saqué pero siempre estuve firmemente convencido de eso. Ahora tengo exactamente 64 años y me viene Vd. a visitar en este sitio y como a despedirse, ambos sabemos que me estoy yendo. Sí, ahí no me equivoqué aunque a veces pienso si no lo habré provocado yo con esta idea fija…Pero ya no importa, no me importa a mí, imagínese si le importará a nadie! Lo único que sé de cierto es que voy volviendo a juntarme con aquel chico de 16 años y es lo único que tiene algún sentido. Y desde luego le agradezco su gentileza y le pido sepa disculpar estas confidencias de un viejo; ya son el único lujo que me queda.