martes, 31 de julio de 2012

Et in Arcadia Ego (*)


“Annihilating all that’s made/ To a green thought in a green shade”- A. Marvell.

(“Reduciendo todo lo creado/ a una verde idea en una verde sombra”).



Sigue siendo hoy perfectamente comprensible el amplio y perdurable éxito en sus días de la obra de Ann Radcliffe Los misterios de Udolfo. Las extraordinarias, memorables páginas consagradas a la descripción de la naturaleza y a los sentimientos afines que suscita en el espectador figuran, sin duda, entre las mejores y más inspiradas que se hayan escrito sobre ese particular. Y abundan por cierto en esta novela en la que la ajetreada y azarosa vida de la protagonista da pie a la autora para demorarse en los varios efectos de luz que se suceden en las cumbres de los Pirineos o los Alpes, por ejemplo, o transmitir en el tono justo su impresión de majestuosa grandeza o el reverente temor ante los abismos y torrentes o ya el descanso que ofrece la plácida contemplación de valles y poblados. Las regiones de Francia e Italia por las que discurren los personajes están descritas con la adiestrada y rigurosa mirada del pintor, de conformidad con las prescripciones del temprano romanticismo que tomaba a su vez el relevo en este aspecto específico del antiquísimo canon pastoril. Esta sola característica hubiera bastado seguramente para consagrar Los misterios de Udolfo a fines del siglo XVIII pero otras cualidades no menos excelentes contribuyeron asimismo a clasificarla definitivamente entre las expresiones más conspicuas del género y, para ciertos críticos, como su punto más alto.



Ahora y antes de proseguir con la obra en sí es preciso referirse –en relación directa con lo que se acaba de decir y de manera más amplia con el tema del gótico en general- al legado fundamental de la novela griega porque constituye en verdad la estructura misma, la armazón invisible de todas estas manifestaciones de la estética gótica y ello en sus dos aspectos bien diferenciados, a saber, el que podría definirse como “de aventuras” –antecedente que sentará las bases y las condiciones propicias con arreglo a las cuales se acabará modelando el gusto por la acción y el riesgo- valga como ilustración Las Efesiacas, de Xenofón (1) en la que los contrariados amores de Habrokomes y Antia con piratas raptores y demás episodios de jaez semejante adolecen todavía de pronunciado esquematismo y los protagonistas mismos resultan fastidiosamente plañideros (aunque sobre esto último y probablemente sin que lo sospechara su autora son superados más allá de toda ponderación posible por la lacrimosa Emily de St. Aubert, nuestra quebradiza heroína)- empero esa fórmula se reitera en Chaireas y Kallirroé, de Charitón de Afrodisia, si bien ya con una construcción y desarrollo muy superiores; el autor echa mano a personajes históricos con la intención –entonces sin duda novedosa- de ganar en verosimilitud (y ya se ha visto la dilatada fortuna ulterior de este recurso) tales como Artajerjes, su esposa Statira y el mismo Hermokrates, estratega de Siracusa y padre de Kallirroé. En cuanto al otro aspecto al que se hizo alusión y que es seguramente el más difundido por haber gozado del favor ininterrumpido de las sucesivas generaciones está representado por la novela pastoril cuya primera versión es la celebérrima Dafnis y Chloé, de Longo, en la que los protagonistas, pastores ambos y de una notable hermosura (condición en la que se insiste una y otra vez) son en realidad de origen aristocrático. También aquí, tras múltiples avatares y peripecias se desemboca en un final feliz que contribuye a asegurar el éxito del género (**). Esa vida idílica, que transcurre en amable comunión con una naturaleza igualmente amable, en un marco pastoril o bucólico casi encantado es, obviamente, el mencionado ideal de la Arcadia. Al adoptarlo a su vez los autores del género gótico lo utilizaron como telón de fondo (la idea, en segundo plano, del paraíso perdido) o bien como escenas de tregua y reposo –auténticos remansos- en medio de la acción y los sentimientos desbordados y excesivos de sus tramas novelísticas. Huelga decir que se sabía ya sobradamente y de vieja data que el medallón debía por fuerza contener su reverso; la noción del panteísmo flotaba siempre omnipresente aunque no estuviera formulada explícitamente al igual que la obligada relación Eros-Tanatos; así lo destaca Philip Silver: “Porque lo que hace ver el crítico de arte es que en la transmisión del tema Et in Arcadia Ego se pierde o se soslaya uno de sus dos significados. En un principio el lema decía que un yo –la muerte- también vive en Arcadia, pero luego, andando el tiempo, los pintores y aficionados a la pintura, por una razón humanísima, natural, prefirieron ver en la frase o lema un como testamento tautológico de la joven cuyo sepulcro siempre figura en estos cuadros en primer término. Un testimonio innecesario para decir que antes de morirse del todo había vivido feliz en el regazo de la madre naturaleza y hasta había “muerto” varias veces en brazos de sendos pastores amantes. Significado, este último, que siempre ha sido el predilecto” (2). Como se ve, por este atajo se retorna al tema conexo de la joven inocente y perseguida (víctima) que es el eje y la médula del personaje de Emily de St. Aubert. Desde luego que también están presentes otros componentes más específicos de la época (una vez más se ha de subrayar la importancia decisiva de Rousseau en la conformación de este clima intelectual con su noción sobre la bondad intrínseca y congénita del ser humano y la complementaria sobre la bondad de la naturaleza contrapuesta a las consecuencias negativas de la civilización) como el rígido sentido del honor y el deber, la educación encaminada prioritariamente al control de las pasiones y debilidades y la delicadeza entendida como la virtud social por excelencia, es decir, la que ha de regir en el trato de gentes.


Muy pronto en la obra aparece la ejemplificación del ideal eglógico en la figura del campesino patriarca La Voisin, tema que se va desenvolviendo hasta lograr su perfecto remate en la escena de la familia toda reunida delante del cottage en una auténtica (aunque tan manifiestamente intencionada que ya roza el cliché) transposición de la Arcadia. (3). Conforme se avanza en la novela se van repitiendo estos “regresos” a la naturaleza que, como ya se expresó, marcan las pausas imprescindibles. Y si a esa ambientación se le añaden algunas de las consabidas ruinas el cuadro está ya completo (el paraje retirado al que acude la heroína a retraerse –un promontorio boscoso sobre el mar): “Los senderos eran ásperos y a menudo cubiertos por la vegetación pero el buen gusto de su propietario no consentía que se los tocara sino apenas y escasamente se podara una sola rama de los venerables árboles” y a continuación: “hacia la izquierda, a través de una abertura, se veía una atalaya en ruinas, construída en un espacio rocoso cerca del mar y elevándose entre la fronda del bosquecillo” (pág. 210, vol. II). Se advierte en este ejemplo seleccionado entre otros muchos el sello distintivo de las características apuntadas –acentuado incluso por la nítida oposición que enfatiza la autora entre el jardín inglés (aunque se trate en la ocurrencia tan sólo de un paraje) mucho más “natural”, libre y espontáneo o, si se prefiere, más respetuoso de la naturaleza (como el italiano) frente al jardín francés con su rigurosa y torturada geometría.


Resulta muy perceptible así el empleo de técnicas y normativas en total consonancia con tales disposiciones; se pasará revista a continuación a las tres que, a nuestro juicio, son las más notorias y significativas: 1) el traslado, en una suerte de ósmosis, de esa visión particular de la naturaleza y el mundo al carácter de los personajes; 2) la ruptura o interrupción de la línea narrativa como recurso susceptible de avivar y mantener el interés y, por último, 3) la incorporación de lo que podría denominarse una adaptación actualizada del Eufuismo caracterizada por proceder mediante gradaciones y oposiciones constantes en la construcción psicológica de los personajes.


En lo atinente al primer apartado la autora declara sin ambages el partido adoptado; el claroscuro, la ambigüedad, la medianía, la irresolución o, dicho de otro modo: nada directo, nada inequívoco: “Para una imaginación ardiente, la forma indecisa que fluctúa semi velada en las tinieblas proporciona un deleite más intenso que el panorama más nítido que pueda mostrar el sol” (pág. 270, vol. II). En cuanto al segundo se trata en realidad de una práctica cuya eficacia estaba ya más que comprobada; Mario Praz precisa su origen y mecanismo: “Boiardo, en su Orlando Innamorato, introdujo una regla de arte selectiva en este método consagrado por el tiempo al adoptar la técnica de la suspensión: pasa a un nuevo asunto en el preciso momento en que ha estimulado la curiosidad del lector” (4). Respecto del tercer apartado y aquí evidentemente en estrecha relación con el primero se señala: “Cuanto más detenidamente se examina su estilo, más claro resulta que Milton escribe óptimamente cuando algo le impide escribir en forma absolutamente directa” (5) lo que sirve como descripción anticipada y nos deriva al movimiento ya mencionado, el Eufuismo o equivalente relativo en la Inglaterra del siglo XVI del posterior culteranismo español o el Marinismo italiano; denominación ésta que procede de la célebre novela Eufues o la anatomía del Espíritu (1578) de John Lily y estilo que se caracterizó por “un lenguaje raro, lleno de paralelismos y antítesis continuas, de fantásticas similitudes entre el mundo del espíritu y el de la naturaleza, de evocaciones clásicas y mitológicas” (6). Asimismo “representó un soterrado retorno al agustinismo científico de los franciscanos de Oxford, de Roger Bacon, de Escoto, de Occam; y tendió, pues, a acercar al hombre del Humanismo a aquella naturaleza viviente, rica en secretas virtudes y secretos espíritus, que fue místicamente sentida por la escolástica nórdica” (7) lo que vuelve a destacar (aunque aquí más parcializado, por circunscrito lingüística y cronológicamente) esa línea prácticamente ininterrumpida que se esbozó al hablar de la Arcadia y la novela pastoril griega. Para redondear este repaso de influencias y antecedentes procede complementar la definición del Eufuismo con las siguientes observaciones a propósito justamente de Philip Sydney, el autor de Arcadia (1578-1580): “Este estilo /…/ proviene de su estudio de la narrativa griega y española, con sus “aunque” y sus “pero” que marcan una transición continua de una a otra disposición de ánimo, sigue un curso tortuoso típico del manierismo” (8).

Dos enfoques ilustrativos y complementarios de los comentarios que se han citado servirán como conclusión provisional (porque se lo volverá a encontrar en más de una ocasión) de este tema de la Arcadia. Ambos parten del análisis de los poemas de Andrew Marvell (1621-1678) que toman como punto de referencia para evaluar esta “nueva” disposición en relación con la naturaleza y las características y profundidad del cambio operado (conviene recordar incidentemente que además de ésa su primera y notable producción poética el personaje resumió en sí mismo ese cambio; secretario de Milton (1657) y partidario de Cromwell se distinguió por sus escritos políticos –sobre Cromwell en particular- y satíricos): “En los versos de Marvell se expresa una tensión dialéctica entre el espíritu que contempla y el mundo natural contemplado. Tensión y dialéctica porque el verse reflejado en la naturaleza no satisface a la conciencia; al contrario, la excita, la impulsa hacia una posesión total de lo otro. De ahí que Marvell considere la actividad mental, creadora, como acto de aniquilamiento. La imaginación al poseer destruye, tritura” (9). M Praz, por su parte, va más allá todavía al establecer una verdadera identificación: “Un paso más y hallaremos en Marvell ese amor extático por los jardines en los cuales las cosas son adoradas por sí mismas, y casi se olvida su propósito práctico, el de servir a los sentidos: el espíritu adorador se identifica con la naturaleza” (10).


Aunque sea palmaria la preocupación por la fidelidad histórica o, al menos una idea de la misma (y a este respecto no es dato baladí el entusiasta encomio de Walter Scott –en el prefacio a sus obras, 1824- el creador de la escuela de obras de ficción históricas y autor, por añadidura, de La novia de Lammermoor y que dispensara también sus plácemes a esa otra egregia cultora del género, Mary Shelley) con todo cae Ann Radcliffe, aquí y allá, en anacronismos (***) quizás no excesivamente gruesos ni estridentes pero sí llamativos como, por ejemplo, pretender que los personajes comentan, entre otras novedades, las de la “french opera” (pág. 24, vol. I), lo que es lisa y llanamente imposible. Acaso la confusión de la autora haya provenido de haber tomado un antecedente que en realidad no fue sino un hecho aislado por una práctica ya sólidamente establecida; nos referimos a la representación que tuvo lugar en el Louvre, el 15 de octubre de 1581, del Ballet comique de la Royne, estrenado con ocasión de las bodas del duque de Joyeuse con Mlle. de Vaudemont, hermana de la reina. Fue dirigido por Baltasarini de Belgioioso (afrancesado como Beaujoyeleux) y colaboraron Agrippa d’Aubigné, los músicos del rey Beaulieu y Salomón y poetas y músicos de la Academia de Baif. Después hubo que esperar nada menos que hasta 1608 para que se produjera algo similar con el estreno de los ballets melodramáticos de Pierre Guédron y sólo en 1647 Luigi Rossi estrenó su Orfeo en París. No se puede pues hablar con cierta coherencia de ópera francesa antes
de 1630 y la acción de Los Misterios de Udolfo se sitúa en 1584. Es éste un curioso desliz en alguien que conocía muy bien ese periodo histórico y tanto que más tarde escribirá incluso una obra sobre ese mismo asunto (Gaston de Blondeville or the court of Henry III keeping Festival in Ardenne). Otro anacronismo más extraño todavía es la reiterada referencia al café como bebida cotidiana de las gentes de toda condición pero como se sabe el café fue introducido en Europa a fines del siglo XVI y durante el siglo XVII, via Turquía y por mercaderes venecianos; en un primer momento se lo utilizó con fines medicinales y hacia 1615 se popularizó en Venecia pero en Francia tardó todavía unos 30 años más, hacia 1643, cuando se lo comenzó a consumir gracias a los comerciantes marselleses residentes en El Cairo, y en Inglaterra sólo en 1652 se abrió en Londres el primer café o establecimiento público.


Y para concluir estas observaciones marginales o apostillas señalaremos al pasar que en lo que atañe a las expresiones y giros lingüísticos del francés causa asimismo no poca sorpresa el empleo –a todas luces un idiotismo- de débonnaire (sic –en francés –que define el Larousse como : “bon jusqu’ à la faiblesse”: “bueno hasta la debilidad”) en la pág. 3, vol. I, al referirse a las danzas campesinas: “débonnaire steps” (o sea “pasos / de danza, obviamente/ ¡bonachones!”) (****).



“De las profundas soledades de las que iba saliendo y del lóbrego castillo del que había escuchado algunas alusiones misteriosas, su corazón enfermo se replegó desesperanzado y ella sintió que, aunque su mente estuviera ya absorta en aflicciones singulares, sin embargo todavía era sensible a la influencia de circunstancias nuevas y locales; ¿porqué si no se estremeció ante la imagen de ese castillo desolado?” –así se va instaurando la nueva fase en la que ingresa la vida de la protagonista estrechamente ligada al castillo cuyo cariz ominoso se imprime hábilmente desde la presentación misma. Hosco, ceñudo, fiero, orgulloso, huraño –toda la adjetivación que involucre además la impronta de la grandeza augusta, la majestad imponente, la altivez señera le conviene asimismo; en otros términos lo que se suele designar con la expresión acuñada un nido de águilas. Debe destacarse aquí el hecho singular (un auténtico hallazgo psicológico de la autora) del nombre propio; en efecto, el castillo se ha personalizado así hasta la perfección: se llama Udolfo y aunque también se refiera, como el de Otranto, por ejemplo, al gentilicio locativo es además y por sobre todo un nombre propio. Llegado a tal grado de personalización resulta legítimo y plausible entonces que se le atribuyan todas las intenciones posibles. Como se ve luego a poco andar su propietario asimismo está completamente consubstanciado con él y a punto tal que sus identidades llegan casi a confundirse y Emily suele vacilar al adjudicar aviesas y tenebrosas actitudes o propósitos ya a Montoni o ya a Udolfo. Huelga decir que la primera noche de su llegada ella y su doncella Annette no pueden encontrar su dormitorio y se extravían en el laberinto tenebroso de galerías, corredores y habitaciones. Pero véase de qué modo magistral se redondea la exposición de Udolfo y a la luz del ejemplo del siguiente periodo adviértase igualmente el ponderado y reflexivo manejo de los tiempos de la narración
que es simplemente admirable: “Emily contempló con triste y reverente temor el castillo, cuyo dueño era Montoni; porque, aunque se encontraba ahora iluminado por el sol poniente, la gótica grandeza de su aspecto y sus mohosos muros de piedra gris oscuro hacían de él un objeto tenebroso y sublime. Mientras lo miraba la luz se fue extinguiendo sobre sus muros, dejando un melancólico matiz púrpura, que se fue difundiendo más y más hondamente a medida que el tenue vapor trepaba lentamente la montaña en tanto las almenas por encima todavía tenían sus puntas tocadas por el esplendor. De ahí también pronto se desvanecieron los rayos y el edificio entero quedó investido con la solemne oscuridad de la noche. Silencioso, solitario y sublime parecía erguirse como soberano de la escena y desafiar hosco a quienes osaran invadir sus dominios solitarios. A medida que el crepúsculo se acentuaba sus rasgos se volvieron más ominosos en la oscuridad y Emily lo siguió contemplando hasta que sólo se veían sus múltiples torres alzándose por sobre las cimas de los bosques, bajo cuya densa sombra los carruajes empezaron poco después a subir” (pág. 230, vol. I).


En lo que atañe al laberinto ya se aludió al de Udolfo –el castillo en sí mismo la noche en que llega la protagonista-; luego se remata esta característica cuando se conoce la red de pasajes laberínticos que permite la emergencia de ciertas situaciones “sobrenaturales”. Pero existe también en la novela –y es un hecho sumamente curioso- un doble laberinto (y no sólo por duplicar al de Udolfo) en el Château-le-Blanc, la morada del Conde de Villefort donde comienza en realidad la otra fase en la vida de la heroína: la correspondiente a la reparación y la felicidad (o la recompensa después de la prueba). Su mismo nombre: blanco lo opone desde un comienzo al sombrío Udolfo. Además de los pasajes, galerías y habitaciones en serie (con intervención de fantasmas y aparecidos) resulta particularmente notable la descripción del ala norte abandonada y en plena decadencia desde la muerte de la marquesa, con su dormitorio todavía tapizado de negro y en el mirador el laúd bajo la ventana; existe igualmente –como se apuntó- un segundo laberinto menor construido en las mismas murallas (págs. 304-305, vol. II) con el que se explican los misterios de esta ala norte del castillo.

Como en tantas otras obras del género está siempre subyacente el problema religioso, si bien atemperado aquí –debe recordarse que Radcliffe escribió igualmente The Italian, or the confessional of the Black Penitents (1797) sobre la Inquisición; ulteriormente fue llevado al teatro como The Italian Monk (El monje italiano). Muchas de las ideas (y algunas erróneas como ésta ya advertida por el prologuista de presentar un monasterio en el que cohabitan monjes y monjas con su superior y superiora respectivos) utilizadas en la construcción de los personajes son así, por fuerza, convencionales cuando no puros estereotipos -y en esa tesitura lo que vale para el universo católico vale igualmente (como si se tratara de verdaderos sinónimos) para el latino; por ejemplo la idiosincrasia de un francés o de un italiano. Pero en verdad son éstas notas más bien anecdóticas y que se observan, en mayor o menor grado, en casi todas las obras de esta clase.

En principio la relación Emily-Valancourt es la consabida de una pareja con sus típicos altibajos. Agravada, cierto, por la mentalidad tan dieciochesca –en sus aspectos menos atractivos- de la heroína (mucho menos flagrante, más “amortiguada” en Valancourt); ya se aludió de pasada a su lacrimosa condición pero hay que entender que se trata de una verdadera inundación, un diluvio; de hecho el lector se sorprende cuando ha transcurrido una página entera en la cual Emily no ha prorrumpido en llanto por una u otra causa. Como se señaló asimismo el código de honor, las reglas sociales, el imperativo de una mentalidad “correctamente encauzada” y la sensibilidad exasperada hasta un cuadro patológico (pero no así ni mucho menos los sentimientos elevados, que son sospechosos tanto desde la óptica social como religiosa: “Por sobre todo, mi querida Emily, dijo él (su padre) no cedas a la complacencia del orgullo de los sentimientos elevados, ese romántico error de las mentalidades amables” -págs. 81-82, vol. I-) la caracterizan pero luego se advierte, merced a la escrupulosa observación y descripción que va haciendo la autora de las mutables disposiciones anímicas, espirituales y mentales de la protagonista el grado de compenetración, el punto de fusión de uno y otra –hasta el extremo de que la (en realidad supuesta) degradación o envilecimiento de Valancourt compromete (en cuanto marca la disociación o pérdida del doble) más que la relación en sí la idea de unidad de ambos, es decir, la posibilidad del logro del doble desarrollo. Cuando tras tantos avatares la pareja se reconcilia y une queda claro que se ha plasmado al fin –con la reintegración del doble- el verdadero ser originario. (*****).


Para concluir suscribimos sin reservas el comentario de R. Austin Freeman: “y el lector cierra el libro con la impresión de que ha sido tratado honestamente y que todos los asuntos que ofrecían alguna duda se han resuelto a su entera satisfacción” (Introduction, pág. xii).



(*)- De mi libro: Un oscuro esplendor- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2008.

(**)- Mario Praz, por su parte, cita solamente una obra como antecedente de la novela negra: Las Babilónicas, del escritor sirio Yámblico -siglo II d. de C. (-nota 66 del capítulo III de La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica- Monte Avila Editores C.A., Caracas, 1969). Según la reseña del Dicc. Lit. Porto-Bompiani (vol. II, pág. 507) del texto original: “no se conservan más que algunos extractos de suidas y fragmentos en diversos códices. En cambio nos ha llegado un resumen bastante amplio en la Biblioteca de Focio. Se trata de una de esas azarosas historias de amor que hallamos con escasas variaciones en todas las novelas griegas que nos son conocidas. Sinónida, bellísima muchacha babilónica, recién casada con Rodano, es codiciada por el rey de Babilonia Gramo y para sustraerse a sus deseos huye con su marido perseguida por los eunucos reales. Es interminable la serie de aventuras con que tropieza la pareja en su huída, siempre a punto de ser alcanzada, pero escapando siempre en el último momento, merced a alguna afortunada coincidencia. La magia, los venenos y sortilegios desempeñan un importante papel en estas aventuras como también los derramamientos de sangre, los intentos de suicidio, las muertes reales o aparentes, los raptos y las condenas. Hay un momento en que los celos separan a los dos esposos; Rodano besó a una bella joven y Sinónida pretende matar a la rival ingeniando todo género de ardides. Finalmente Rodano vuelve victorioso de una guerra, se convierte en rey de Babilonia y se reúne con su Sinónida. El relato se proyecta en un pasado remoto, adoleciendo de muchos anacronismos”.

(***)- Ejemplo de ejemplos que excusa la breve digresión. En su obra London, una suerte de biografía novelada de Londres, de una erudición notable, el autor hace decir a un personaje: “Eso es Kent, la tierra de los cantii –/…/- Uno puede caminar durante días por esos peñascos cretácicos (sic) hasta llegar a los grandes acantilados blancos en el extremo de la isla”. ¡Y esto lo dice un britano en el año 54 a. C! – Evidentemente, cabe la posibilidad de que se refiera a la composición gredosa y no al periodo geológico
pero resulta también harto improbable, por decir lo menos, que un britano todavía ni siquiera romanizado se expresara de ese modo. Edward Rutherfurd- London- Ed. Suma de Letras, S.L., España, 2.000, pág. 53.
(****)- Esta confusión procedería del mismo término inglés tomado del francés pero que, como es sólito, modificó su significado. Así The Concise Oxford Dictionary (Great Britain, 1942) define dèbonair como “genial, pleasant, unembarrased –f: debonneaire of good disposition” y el Dicc. Simon & Schuster’s: “garboso, airoso, agraciado. 2) alegre, festivo, jovial. 3) afable, cortés” que, como se ve, recoge así el sentido final en inglés, bastante más amplio aunque ya alejado notoriamente del original.

(*****). Como nota adicional sobre la difusión, repercusión -y, una vez más, desmesurado abuso- de esta moda “pastoril” recuérdese la sátira del mismo Cervantes, que hacia el final de su obra y cuando Don Quijote debe cumplir con el año de “retiro” que le ha impuesto su vencedor, aprovecha para dar libre curso a este otro delirio paralelo haciendo divagar al pobre hidalgo sobre las supuestas “excelencias” de semejante género de vida.


(1)- Juan B. Bergua- La novela griega- (Las Efesiacas, Chaireas y Kallirroé, Dafnis y Chloé). Ed. Clásicos Bergua, Madrid, 1965. (NB: se ha respetado la curiosa grafía del traductor-editor).


(2)- Philip Silver- en Antología poética de Luis Cernuda- Alianza Editorial, Madrid, 1978- Introducción, pág. 9.

(3)- Ann Radcliffe- The Mysteries of Udolpho- Ed. Every man’s Library, Great Britain, 1931- 2 vols. (vol. I, págs. 92-93)- Todas las traducciones de las citas son mías. Entre las versiones al español: Los misterios de Udolfo- Ed. Valdemar, Madrid, 2.000.

(4)- Mario Praz-Mnemosina-paralelo entre la literatura y las artes visuales- Ed. Monte Avila, Caracas, 1976- Notas al Cap. IV, pág. 102.

(5)- M. Praz- op.cit., pág. 103.

(6)- Diccionario Literario Porto-Bompiani-Ed Montaner y Simón S.A., Barcelona, 1959- 12 vols. Vol. I, pág. 183.

(7)- Dicc. Lit. P.B., pág. 185.

(8)- M. Praz- op.cit., pág. 94 con otras consideraciones sobre el Eufuismo.

(9)-Ph. Silver- op.cit., pág. 11.

(10)- M. Praz- op.cit., pág. 114.










 


 

 















































miércoles, 18 de julio de 2012

Antología esencial (*)





Compendio



Estoy en todo

y no sé qué es todo.

Seré la nada

y no sé qué es la nada


Sobre el tiempo

Mis años

desmenuzados

¿serán añicos?



Percepciones del mundo físico




-I-



Lunas llenas, lunas llenas

y los ojos abiertos

de par en par.

Los ojos son lunas llenas

llenas de luz

y las lunas ojos, lunas-ojos

tapados por un párpado

de sombra, de sombra.



-II-



Los verdes, los verdes

millones de verdes

que saltan a los ojos

deleitados.

Son bosques y selvas

que viven todavía,

viven todavía

en los ojos deleitados.



-III-



Todos los paisajes

todos los rostros.

Desde un grano de arena

hasta la gota del mar.

Desde el penacho de un ave

hasta las fauces carnívoras

y el pez, el pez que danza.

Todo esto será mío

y mi regalo de amorosa

despedida cuando al fin

cierre los ojos para adentro

para adentro.





De la creación



La sangre que desde siempre

anega y tiñe el mundo

sería bastante para crear

otro mundo sin sangre.





Un aire mozartiano



Oír la música, escucharla.

Lo que algún humano venturoso

(en tanta su desventura)

pudo crear, imaginar, soltar de sí.

Me lleva –esta música- hasta

el centro mismo de su alma

y por ello olvido por un instante

(un muy agradecido instante)

que yo carezco de alma

y que esa música ocupa

-por un instante-

su lugar.



De la dualidad

El cuerpo

goza

padece

se degrada

muere.

El alma

¿qué es el alma?

Sé dónde está

cada órgano

pero no sé dónde está

esa víscera incógnita

que llamo alma.

Si está

¿goza?

¿padece?

¿se degrada?

¿muere?

Pero si muere

¿para qué quiero

un alma?

Y si no muere

¿para qué quiero

un cuerpo?



Trazos




El hombre, un hombre, los hombres.

Si fuera posible restituirles un átomo

de dignidad y nobleza ya estaríamos

casi salvados.

Pero…

de lo vivido quedan trazos.

Se van borrando en una luz

crepuscular. Hasta perderse.

Pero fueron, sí, trazos

y su memoria, parcial

es indeleble.





Dos verbos




No sé qué es morir

aparte de una palabra

común, tan común

y manoseada y gastada

hasta perder su brillo.

Sabré qué es morir

cuando a la palabra

vivir le hayamos

podido devolver

todo su fulgor.

El del primer día

cuando abrimos los ojos

a otra luz y otra materia.




De los materiales nobles



Compleja y vasta cosa es lo que llamamos mundo.

Compleja y vasta cosa es lo que llamamos yo.

Acabo creyendo que ambas cosas tan complejas

y vastas no son sino dos miserables simplezas

tan mínimas e insignificantes que ni siquiera

las podemos ya ver y por eso les hemos elevado

altos pedestales a nuestra imagen y semejanza.



Están hechas, por supuesto, de barro y mierda.





Lo inaccesible



Lo que yo querría besar

es inalcanzable.

Lo que yo querría tocar

es inalcanzable.

Lo que yo querría amar

es inalcanzable.

¿No resulta acaso lógico

que al cabo yo también

me haya vuelto inalcanzable?






(*)- Selección del libro (inédito) Poemas exactos, físicos y naturales


























































 
































lunes, 9 de julio de 2012

Árbol genealógico (*)

Al nacer Clarisa Harlowe fue inscrita en el registro civil como Saturnino García García. Su trayectoria (sin duda penosa, cruel y ardua) culminó en un desenlace si no ya banal sí desprovisto hoy hasta del menor viso sensacional. Tras su operación solicitó su cambio de identidad civil, que le fue concedido y desde entonces actúa en espectáculos de poca monta y menor nivel artístico. Huelga decir que jamás tuvo relación íntima con ninguna mujer ni tal idea se le cruzó siquiera por el cerebro; es más, si alguien se lo sugiriera se sentiría –y a justo título- escandalizada.




Una joven pareja perece en Australia en un accidente automovilístico y su hijo –un niño apenas- con ellos.



Un norteamericano de 30 años que jamás quiso engendrar decide retirarse del mundo y marcha a un lamasterio donde se recluye habiendo renunciado, entre otras muchas cosas, a su sexualidad.



Un matrimonio chino pierde a su único hijo en las copiosas y devastadoras inundaciones que asolaron su provincia. El gobierno les concede una autorización excepcional para tener un segundo hijo que al cabo de pocos años perece en un incendio.



Una bióloga francesa resuelve no ser madre asqueada (paradójicamente) por los procesos de la reproducción, con sus intercambios y trasvasamientos de fluídos, órganos y funciones repugnantes una vez considerados fuera del encandilamiento pasional.



Juana e Ingrid viven juntas desde hace años. Se bastan a sí mismas y no necesitan en modo alguno un hijo (adoptivo) que complique su situación (por ahora) ideal.



Y así podría alargarse la lista hasta el infinito, con casos diversos, únicos o bien comunes y adocenados. Mención aparte merecen aquellos que decidieron obedeciendo a un elemental imperativo de conciencia no traer hijos a un mundo semejante. Su número es ya legión.



Los miles de millones de seres que desde la noche de los tiempos fueron necesarios para producir cada uno de éstos y tantos otros ejemplares han venido a encallar en un término definitivo y absoluto. ¿No supone esto un fracaso colosal de la naturaleza? Como si a tanto empecinamiento y ciego tesón en la procreación absurda se le viniera a oponer -en menor número, cierto, pero en un grado espiritual mucho más elevado- un espejo deformante que reflejara nítidamente todo el horror y la estulticia que sustentan y nutren a esa ilusión por excelencia: la de la autoperpetuación a través de un remedo que al cabo se revelará la misma (y distinta) copia fallida.




(*) de mi libro (ya citado en este blog): Nacer cada mañana





sábado, 7 de julio de 2012

La piedra roja (*)

Ferdinand Cheval era cartero y además aspiraba a la gloria literaria. Pero ha pasado a la posteridad gracias a la increíble construcción –el Palacio Ideal- a la que dedicó buena parte de su larga vida. Como él mismo dice en una carta un día tropezó con una piedra de extraña y bella apariencia y en ese mismo instante, en el instante en que la recogía y la envolvía cuidadosamente en su pañuelo nació la idea del palacio. Recorrió unos 30 kms. diarios, más o menos (más que menos) a lo largo de casi unos treinta años de servicio. Y cada día recogía y transportaba sus piedras. Quería probar su capacidad y su talento y sin duda los demostró con creces al culminar solo y sin la menor ayuda esa disparatada y descomunal estructura precursora y casi contemporánea de los más frenéticos sueños surrealistas. Para completarla añadió su propio monumento funerario. Pero una mañana neblinosa Ferdinand vio algo inusual en el camino y acercándose comprobó que era una piedra, totalmente distinta a todas las que hasta entonces había encontrado. La levantó y sopesó admirado de los destellos que aun en medio de la niebla despedía: todos los matices del rojo desfilaban a la pálida luz y con una intensidad pasmosa. El cartero, trémulo, guardó ese verdadero tesoro y prosiguió su ruta en un estado lindante con el encantamiento.



Como encantado. Porque ahí acababa de empezar otra historia o, mejor dicho, otra etapa de la vieja historia, la última: cuando el sueño va derivando poco a poco hacia la pesadilla.

Ya casi había concluido su propia tumba, tan delirante, barroca y fastuosa como el resto de la construcción. Y día tras día se preguntaba dónde pondría esa piedra roja: era de tamaño bastante apreciable y tan perfecta y bella que no resultaba fácil encontrarle un lugar apropiado. Menos aún por su color, que detonaría en cualquier sitio del edificio en el que predominaban los tintes blancos y grisáceos. También le resultaba evidente que esa auténtica gema sólo tendría sentido como remate y por ende era impensable colocarla en cualquier parte indiferente. Tras mucha duda y atormentada reflexión decidió que iría a adornar el centro, el corazón mismo de su Taj Mahal (erigido en conmemoración perenne a su amor por sí mismo) en miniatura pero aún esa solución se reveló al cabo inviable: donde fuera que imaginara o pusiera la piedra probando sus efectos ésta destacaba de tal modo que opacaba y echaba a perder todo el conjunto de la decoración tan costosamente elaborado y conseguido. En consecuencia Ferdinand Cheval no podía resolverse ni a incluirla ni a descartarla y la hermosa piedra roja permanecía al lado de su cama, sobre la mesita de noche, refulgiendo mágicamente a la luz de la lámpara de petróleo. Cierto, mientras la contemplaba extasiado le llevó a muchos sitios y a muchos sueños diferentes, extraños unos, maravillosos otros, agitados o pesadillescos los más. Pero también le hizo olvidar por completo su palacio y con ello el sentido y cometido de su vida. Al cabo el cartero murió una noche aferrando la piedra contra su corazón y en el instante en que él expiró ésta dejó de brillar. Fue como si se hubiera apagado también. Después de las ceremonias fúnebres y el entierro la piedra continuaba sobre la mesita de noche pero opaca. Una mañana al ordenar una vecina la habitación la vio y asomándose a la ventana llamó a su pequeño hijo y le dio la piedra para que jugara con ella. Cerca había un puente donde solían reunirse a jugar los niños del lugar y ahí se dirigió el hijito de la vecina. Sus compañeros miraron sin mayor interés la piedra y propusieron pronto un nuevo juego. El niño viéndose entorpecido por su carga sin pensarlo dos veces tiró la piedra roja al río donde casi se enterró por su peso y al poco tiempo fue cubierta por otras piedras y barro que acarreó una crecida.




(*) de mi libro Nacer cada mañana (ya citado en este blog).



















domingo, 1 de julio de 2012

De la progenie (*)


“Al no encontrar en la política el freno de otra voz, como en el amor encontraba el freno de otro cuerpo, se abalanzó sobre los ideales con más ingenuidad que planes. Marchó preso y le pegaron (**). Conoció el odio: le gustó más que los ideales, y ya no se separó de él”. (1). Así condensa Jorge Barón Biza el retrato de su padre: Arón en la novela, un hombre cuya primera esposa –aviadora- se mata en un accidente aéreo y a la que dedica un horrendo monumento conmemorativo que evoca el ala de un avión. Conoce luego a su segunda esposa, de sólo 16 años y que será la madre del narrador. Su vida conyugal es tempestuosa, jalonada de múltiples separaciones. En la última entrevista para concluir el divorcio –esta vez definitivo- Arón lanza vitriolo a su esposa destruyéndole el rostro y parte del cuerpo. Poco después se suicida.



La novela (que no es tal sino una autobiografía apenas velada) describe el derrotero atroz, en lo físico y lo moral: la recomposición lenta y laboriosa de ese rostro, y la constante incertidumbre en cuanto a los resultados finales de las diversas operaciones de cirugía en Italia.



Pero esa tragedia sólo comienza. Recuperada hasta cierto punto y tras llevar una vida aparentemente normal durante varios años la madre termina arrojándose al vacío desde un balcón. Y ese doble legado –ese cúmulo de padecimientos y soluciones definitivas acabará por encarnar en el propio narrador- ahora el ser humano real, viviente y sufriente, que al cabo se lanzará también él al vacío desde un elevado piso cerrando así el círculo.



Texto tanto más sobrecogedor por cuanto meramente descriptivo, sin exposición de sentimientos o apenas ni emociones ni mucho menos el menor atisbo de autocompasión. Impresiones y la sensación opresiva de que se narra desde un mundo ya paralelo, estanco, con muy poca o ninguna conexión con el paralelo “de los demás”. El narrador se confiesa alcohólico ¿es ésa su muleta para poder continuar hasta el salto definitivo? Pero la respuesta –la única válida- la conoce y la expone él mismo: “Tarde o temprano yo también seré sólo un texto; no me queda mucho más por hacer. Escribo estas líneas y ese frágil impulso de hacerlo es todo lo que todavía puede llamarse, para mí, “vida” o “acción” o “posibilidades”. (2)







(*)- De mi libro (ya citado en este blog) Faustos fastos
(**)- En la alusión a la tortura padecida por Arón también aquí se cita como responsable al siniestro engendro del siniestro (en lo político) vate nacional: el comisario Lugones. (3)


(1)- Jorge Barón Biza- El desierto y su semilla- Ed. Simurg, Buenos Aires, 1999.-pág. 241.

(2)- J. Barón Biza- op.cit., pág. 245.


(3)- J. Barón Biza- op.cit., pág. 235.