martes, 24 de agosto de 2010

La mejor novela histórica


Dedicatoria


El mismo día que murió John F. Kennedy (22 de noviembre de 1963) murió un gran hombre. No, no el individuo producto típico de un sistema que al cabo lo eliminó así como a otros miembros de su mismo clan mafioso – aunque sea éste el que proponen –e imponen- como ejemplo la crónica y después la seudo historia- sino un verdadero gran hombre, uno de los pensadores y creadores más fecundos y originales de esta subcultura, que toda su vida estuvo y se mantuvo contra ese mismo sistema que el otro –el del así llamado magnicidio- representaba y que dejó una obra y un ejemplo -éste sí, ejemplo- auténticamente revolucionarios y subversivos en el estricto sentido de estos términos. El ejercicio de ficción que sigue está dedicado a ese hombre, Aldous Huxley, y ojalá pudiera servir como un recordatorio, incentivo a su vez –todo lo modesto que se quiera pero incentivo al fin- para que se volviera a leer o a releer esa obra y así conocer y reconocer a una de las personalidades más extraordinarias no sólo del pasado siglo sino de toda la trayectoria que merezca de algún modo el calificativo de espiritual en éste nuestro ámbito que, a falta de mejor término, debemos seguir llamando cultural.


“Nadie necesita ir a ninguna otra parte. Todos estamos ya allí, lo sepamos o no”. (1).


-I-



Un mensajero llega presuroso, agotado y pide ver a la reina. Isabel I lo recibe de inmediato y la temida noticia no puede ser más aciaga: la armada enviada por Felipe II ha desembarcado y las fuerzas inglesas han sido totalmente aniquiladas. El país está a merced de los invasores españoles. Y éste, por supuesto, es tan sólo el comienzo. Después de ocupar Londres las nuevas autoridades instruyen diligentes y sumarios procesos y tanto la reina como sus principales aliados y cortesanos son condenados a muerte, habiéndoselos hallado culpables de herejía y de haberse apropiado de los bienes de la iglesia católica. Así Isabel I corre idéntica suerte que su madre, Ana Bolena y que su parienta, María Estuardo, a quien ella misma mandara ejecutar. Tras la muerte de la reina y la restitución de los bienes a la iglesia y desde luego la abolición del rito anglicano con la vieja metodología ya practicada por María Tudor, la sanguinaria, (vale decir la exterminación pura y simple) Felipe II designa a un regente hasta el nombramiento de un virrey. Así, con la inmensa ventaja de la base inglesa asegurada la corona española lleva adelante una política de agresión sistemática a los demás países nórdicos y principados alemanes (con una Francia impotente) a los que finalmente somete y reintegra también al seno del catolicismo. El “problema protestante” como lo denominara Carlos V ha sido resuelto de una vez para siempre.

Ahora todo es posible. Franceses, ingleses, portugueses y holandeses son expulsados de sus colonias americanas –en unos pocos años todas las Américas son españolas. De manera simultánea se llevan campañas semejantes en Africa y Asia: los países europeos ahora sometidos terminan cediendo, de grado o por fuerza, todas sus posesiones a la corona española. El último golpe maestro es la anexión pura y simple de Francia como provincia del imperio; España rige el mundo y la Iglesia católica con ella.

-II-



Tras un prolongado periodo de sostenida consolidación mueren Felipe II y Felipe III. Felipe IV inaugura una era de transición –el colosal imperio comienza a mostrar indicios de descomposición; fallas, grietas, fisuras aparecen aquí y allá. Son (aparentemente) resueltas pero como (casi) siempre sucede en el decurso histórico el verdadero enemigo es el de adentro y aquél en quien menos se piensa y del que menos se cuida: en este caso el poco relevante reino de Nápoles.

También regido por virreyes y con una larga trayectoria de ocupación extranjera (la casa angevina, la de Aragón y en Sicilia los normandos hasta los Austrias) el virrey nombrado por Felipe IV –el príncipe Horacio de Palermo y Salina- se alza al poco tiempo en abierta rebelión contra el poder central y, hecho todavía más curioso, respaldado por la totalidad del pueblo. Si bien al principio causó estupor la asonada se consideró en Madrid poco más que una bufonada que rápidamente se haría volver al orden. El rey envió un importante ejército al mando de (para variar) un duque de la casa de Alba pero esa primera fuerza sufrió una aplastante y total derrota sirviendo sólo para dar más ánimos a los sublevados. Había comenzado formalmente la guerra civil en las Españas.

El escenario se complicó todavía más cuando el virrey napolitano se hizo coronar como Horacio I y avanzó sobre los Estados pontificios, que sometió sin problema. Consolidado en el centro y sur de Italia se lanzó luego a la conquista de los demás territorios: la Toscana, el ducado de Milán, la Serenísima República veneciana, Génova fueron sucesivamente incorporados al reino de Nápoles. Como es obvio cada tanto y entre campaña y campaña debía enfrentar también nuevos intentos de los españoles por revertir la situación pero todos y cada uno fracasaron y al cabo de un par de años toda Italia pertenecía a Horacio I. Para acabar de irritar o, mejor dicho, llevar al colmo la insolencia y el desafío el monarca triunfante depuso al Papa reinante, convocó acto seguido un concilio que no fue más que una mera formalidad (práctica usual en la historia de la iglesia) y elevó al trono de San Pedro a un oscuro sacerdote, Ismael de Roccamare, habiéndole hecho conferir previamente las dignidades arzobispal y cardenalicia. El nuevo Papa escogió el nombre de Francisco I. Con este par –el rey y el pontífice- se iniciaba una era de cambios fundamentales y verdaderamente revolucionarios.
Pero antes de proseguir dos palabras sobre estos protagonistas: tanto Horacio como Ismael tenían convicciones y opiniones muy determinadas sobre el estado del mundo y de la humanidad. El sacerdote había sido confesor y mentor del otrora joven y oscuro príncipe de Palermo y ejercido por consiguiente una influencia decisiva en su formación. Ambos se entendían perfectamente y tenían idéntico objetivo: uno desde el poder terrenal y el otro desde el espiritual cambiarían para siempre el destino del mundo.

-III-



Tanto el rey como el papa habían abrevado en el más puro humanismo renacentista. No eran sus arquetipos ni San Agustín ni Tomás de Aquino ni mucho menos Loyola o Domingo: sus modelos eran resueltamente y en primerísimo término Leonardo de Vinci, Giambattista Vico, Rafael, Miguel Angel, Leon Battista Alberti, Brunelleschi, Cellini, Donatello y desde luego Dante (como pionero en la tarea solapada de socavar la teocracia imperante y también como forjador de la lengua vulgar), Boccaccio, Chaucer, Shakespeare y por sobre todos Cervantes. Así, con el Quijote y Leonardo como guías espiritual y pragmática se abrió en toda Italia el camino a la ciencia, a la experimentación, a la evolución del pensamiento liberado del lastre teológico –se reivindicó y recuperó a Galileo, se estudió a Erasmo, a Pascal, a los pintores de las escuelas veneciana, toscana, napolitana, a los flamencos; se alentó la música como nunca antes, no sólo la litúrgica y sacra sino todas sus manifestaciones. Y se impulsó vigorosamente la difusión y el empleo de la lengua italiana como la más culta y cercana al latín de la antigua romanización. Todo ello sin descuidar evidentemente el aspecto bélico: mejores equipos para los soldados, mejor armamento, mayor disciplina. Pronto el ejército y la armada napolitanos eran superiores con mucho a los españoles. Cuando Horacio I traspasó las fronteras e invadió los territorios de lo que había sido el antiguo Sacro Imperio romano germánico tuvo lugar la batalla decisiva entre ambas potencias antaño fraternas; en Baviera el vacilante imperio español recibió su golpe de gracia y a partir de entonces sólo pudo ir replegándose y resignando paso a paso posiciones, plazas fuertes, ciudades y después provincias y países enteros. Había comenzado la era de la definitiva italianización del mundo.


-IV-


Y simultáneamente se libraba otra batalla no menos ruda en el Vaticano. Francisco I, haciendo honor a Francisco de Asís, del que era devoto y había tomado el nombre y ahora también el ejemplo decidió volver a la iglesia primitiva, la de los primeros tiempos, comunitaria e igualitaria, es decir, a la verdadera y como primera medida y en un acto “de reparación por tantos siglos de codicia, rapiña y saqueo tintos en sangre” según sus propios términos, resolvió donar todos los bienes eclesiásticos, dondequiera estuviesen, para servir a los necesitados, para fundar instituciones educativas independientes o, como en el caso del mismo Vaticano convertirse en museo y universidad libres. Huelga decir que semejante medida, anunciada además sin previa consulta a ningún cardenal o funcionario ni a ningún otro prelado (sabiendo Francisco cuán poco hubiera seguido en esta tierra si la daba a conocer primero a sus colaboradores) desató una auténtica tempestad en el seno de la iglesia pero esta vez los dados estaban ya echados, el papa no era sólo el papa sino que tenía a su lado un valedor formidable en la persona de Horacio I, que lo respaldaba públicamente (un poco la misma vieja historia, pero al revés, en cuanto a resultados e intenciones, de Felipe IV el Hermoso (Philippe le Bel) y Clemente V con el traslado del papado a Aviñón) y así, ante la furibunda impotencia del colegio cardenalicio y demás dignatarios todo el patrimonio de la iglesia volvió al pueblo, de donde en realidad había provenido. Y ya para asestar el golpe que coronaría esa otra fase de la política conjunta del monarca y el papa Francisco I disolvió, acto seguido, el mismo colegio cardenalicio, destituyó a todos los funcionarios de la curia y mediante bulas compelió a todas las iglesias obedientes a hacer otro tanto. Dijo en sustancia a sus seguidores “que vivieran en adelante según el ejemplo de Cristo y, si era posible, de Buda también. Que trabajaran para comer y que llevaran su enseñanza por el mundo, si querían, pero como los misioneros. La iglesia de la dominación, de la imposición y de la impostura quedaba aniquilada”- Y con total coherencia acabó abdicando él mismo de un trono ya inexistente en los hechos y regresó a sus antiguas funciones (ahora no mentor ni confesor sino consejero y par pero no valido) con el rey. Y así comenzó el gradual pero sostenido proceso de eliminación definitiva del catolicismo y poco después de todas las demás iglesias cristianas que fueron a su pesar arrastradas por el mismo movimiento. Europa y el resto del mundo en su órbita se italianizaban cada vez más pero ahora comenzaban a curarse de las religiones y demás supersticiones.



-V-



Como ya había sucedido repetidas veces durante algún tiempo convivieron las lenguas vernáculas (sueco, hindi, sajón, islandés, francés, ruso, swahili, chino, árabe, español, etc., etc.) con el italiano pero a la larga éste terminó imponiéndose aunque se tuvo cuidado (basándose, justamente, en toda la experiencia previa) de preservarlo de la corrupción local e impedir así el nacimiento de idiomas o dialectos derivados por fusión. Al cabo y siendo además el lenguaje de la enseñanza y la cultura terminó por extinguir a los demás y el mundo entero, desde los pueblos esquimales a las naciones más australes acabó hablando una sola lengua. Pero una lengua que ya no estaba contaminada por ideologías de supremacías étnicas o religiosas, una lengua verdaderamente universal que Dante mismo y el mismo Leonardo hubieran aprobado sin reservas.

Como es obvio todo este proceso fue relativamente lento y tanto más por cuanto se procedió con la persuasión y no con la imposición. De manera paralela Horacio I y su alter ego Francisco, ambos ya viejos, prepararon la sucesión política y ésta, como todo lo demás que venía de ellos, fue muy diferente a lo conocido. Primero cambiaron el nombre: el reino, después imperio de Nápoles se anuló y en su lugar se instauró la Comunidad Mundial de Cristiania. A continuación se abolió la costumbre del derecho hereditario (aunque Horacio I tenía varios hijos que hubieran podido sucederlo) y todas las provincias pasaron a ser regidas por asambleas de notables, entendiendo por notables a los miembros más destacados por sus cualidades y conocimientos. Cada asamblea de éstas envió a su vez un representante a la Asamblea Mayor de la Comunidad Mundial. La primera medida de esta flamante institución, alentada desde luego por el monarca, fue la radical supresión de la faz de la tierra de todas las formas de dinero y el regreso a las economías autárquicas y al trueque de bienes y servicios. Los bancos y las incipientes bolsas de valores fueron consecuentemente liquidados. Y como digno corolario el mismo Horacio I abdicó y se retiró, en compañía de su familia y su fiel Francisco, a la campaña y al cultivo de la tierra, cual nuevo Lucio Quinto Cincinato dejando un legado inédito y trascendental: la humanidad toda tenía una sola lengua, un solo credo: la cultura, los saberes y el desarrollo individual y un solo gobierno exento de otros poderes ni atribuciones que la más elemental normativa porque al no existir ya la propiedad privada ni impuestos ni salarios ni otras prebendas en los cargos públicos y resultar de todo punto imposible acumular más bienes que el vecino la misma policía (para no hablar ya de los militares, extinguidos hacía años) dejó de tener sentido. Y tanto así porque incluso –y sobre todo- en el ámbito doméstico el cambio también fue tan decisivo como profundamente revolucionario.


-VI-




Y en realidad no pudo ser más simple. Simple en la formulación, claro está y muy arduo en la realización. Porque el punto fundamental estribaba en lograr revertir la índole de la utopía, por definición imposible y que Horacio había señalado con toda exactitud: la utopía consiste en erradicar del rebaño humano a sus depredadores humanos –ahora bien, como el rebaño seguirá produciendo indefinidamente más corderos que lobos aunque desde luego producirá lobos el cambio tenía que apuntar por fuerza a aquello que sustenta al depredador. Si el rebaño no ofrece más nada que justifique su condición de víctima: si no se le pueden quitar ya ni bienes ni propiedad alguna, si la columna social se basa en la comunidad y no en la familia, si se adopta la poligamia para ambos géneros, si los hijos son criados y educados por instituciones comunitarias en las que sus mismos padres trabajan por rotación (escapando así al viejo círculo infernal de la célula familiar de posesión, opresión, celos, arbitrariedad, falsedad y violencia) está claro que el depredador se extingue por sí solo, habiendo cesado su razón de ser. Dicho de otro modo y aunque parezca –y sea- una contradicción flagrante: el lobo se ha de volver vegetariano o perecer. Obviamente muchos siguieron su ley y quedaron en el camino, otros regresaron al rebaño y se adaptaron. Pero a partir de entonces el hombre aceptó plenamente su destino, aceptó el curso integral de su existencia, la enfermedad, la vejez y la muerte y ya no buscó en los cielos, en chamanes o en la providencia el alivio a sus tribulaciones porque en gran parte (y ésta fue la verdadera revolución) encontró ahora ese alivio en su prójimo.

-VII-




Gracias al decidido fomento a la educación, a las artes y a las ciencias se lograron valiosos adelantos. Partiendo del postulado básico de un ser humano si no feliz al menos sí logrado en lo esencial se orientó el esfuerzo al desarrollo integral de la persona. Fuera ya de la aniquiladora burbuja familiar, como se dijo, el niño se criaba y educaba entre niños y el mundo adulto sólo estaba representado en la asistencia, la guía y el cuidado físico, mental y espiritual. Porque para aquellos que tomaron el relevo del legado horaciano sí existía el espíritu y había que dedicarle la misma atención que al cuerpo. Ergo, no se estimulaba la competencia sino la emulación y nadie era superior o inferior a nadie –simplemente se desterró por completo la comparación. La medida estaba dada por lo que cada uno podía dar de sí y su papel social y colectivo estaría determinado por el mismo criterio. A mentes prácticas trabajos prácticos, a mentes teóricas trabajos teóricos pero sin exclusión absurda: en medida razonable un o una artista en ciernes debía también realizar trabajos prácticos y cultivar su cuerpo y en la misma medida un obrero, un labriego o un ingeniero en ciernes debían tener nociones de arte, música y poesía. Sin alcanzar desde luego el estado ideal se aproximaron mucho y mucho más de lo que se hubiera podido esperar. Todo el sentido común y el genio inventivo se concentraron en allanar las asperezas de la vida cotidiana pero aquello que podía y debía efectuar el hombre deliberadamente no se modificó. Siguiendo el lejano pero siempre vigente modelo de un Leonardo, de un Copérnico, de un Kepler o un Tycho Brahe o del mismo Arquímedes para mencionar sólo éstos se avanzó en la navegación, en la aviación y en los transportes aprovechando al máximo la sola energía eólica. Se perfeccionaron los viejos molinos de viento y donde fue posible los recursos hidráulicos. Pero los progresos más notables se produjeron en el ámbito de la medicina. En efecto, para esta nueva concepción del hombre el organismo se entendía como un todo y como tal debía preservarse; por lo tanto el lema consistió en algo así como “curar la salud” y no sólo esperar a atender la enfermedad. De las antiguas tradiciones milenarias de todas las naciones se extrajeron enseñanzas inapreciables y el modelo natural que se adoptó para la farmacopea. De este modo, realizando un trabajo no reñido con su temperamento o inclinación, valorado, sin diferencias sociales, sano de cuerpo y espíritu, sin tabúes ni represiones sexuales aberrantes, con una alimentación y medicina naturales el ser humano prolongó su curso vital no sólo en años sino en plenitud. No luchó ya contra la naturaleza sino que se retiró a los lugares habitables y menos inhóspitos; habiendo aprendido al fin a amansar su propia índole abandonó definitivamente los hábitos carniceros y tomó sin violencia del entorno lo que éste ofrecía. Aprendió, estando mejor consigo mismo, a respetar cada vez más a todos los seres vivos y a convivir en armonía con ellos. Y, por sobre todo, aprendió lo más difícil: saber contentarse con una vida bien vivida y aceptar sin reservas la declinación y la muerte como partes complementarias y necesarias de la misma.

-VIII-




“No podemos salir de nuestra irracionalidad fundamental por medio del razonamiento. Lo único que podemos hacer es aprender el arte de ser irracional en forma racional”. (2).


Ésta hubiera sido la historia deseable. O una, entre distintas versiones que, sin embargo, no hubieran podido diferir demasiado. Todos los que leen historia y todos los que leen saben perfectamente que siempre ha triunfado el lado más oscuro y nefario del ser humano. La sola diferencia es que hoy quizá ya no quedan más opciones, como hasta un pasado no tan remoto se pudo creer que seguirían siendo posibles. El exceso en la depredación (a todos los niveles y en todos los ámbitos) hace que se vuelva muy difícil, aun para el optimismo más delirante, creer en algún cambio siquiera un poco menos sombrío. Como es evidente el escenario que se plantea en los apartados anteriores podría extenderse, desarrollar múltiples aspectos que aquí ni se mencionan y variar ad infinitum. Pero con lo expuesto basta y sobra habida cuenta de que todo lo que precede no es sino y simplemente una mera recopilación algo actualizada de la muy vasta y antigua tradición utópica. (Más adelante se procede a un breve repaso de algunos de sus antecedentes más notables y difundidos y se destacan las notas fundamentales comunes). Como se habrá observado el punto esencial en esta especulación consiste en torcer la historia en el preciso momento en que comienza el nefasto predominio anglosajón, responsable principal de la situación actual. Y la elección final del italiano obedece, naturalmente, a su oposición radical en cuanto a temperamento y concepción del mundo. Y ello por una razón clave: Italia civilizó por dos veces a Europa; primero Roma y la romanización de Occidente (con todos los reparos legítimos que se le puedan oponer) y después con el Renacimiento. No hubo país que haya ejercido una acción civilizadora más profunda y permanente. Y luego porque en el Renacimiento estaban dadas todas las condiciones para un cambio fundamental, condiciones malogradas en gran parte precisamente por el surgimiento de Inglaterra con su concepción exclusiva y groseramente mercantilista y materialista en la que vinieron a naufragar todas las otras ideas más generosas y elevadas. Se objetará y con cierta razón que entre los primeros banqueros (aparte de los Fugger de Carlos V y otros como los Vivaldi) estaban justamente los Médicis. Pero Cosme de Médicis (el Viejo) y su linaje, para no mencionar ya a Catalina (de Valois) o Lorenzo el Magnífico, pertenecían a otra casta harto distinta y fueron, como es bien sabido, mecenas que fomentaron en notable medida las artes y las ciencias. También es notoria desde luego la rapacidad de Génova y Venecia sin olvidar a la misma Roma. Pero resultan casi irrelevantes en comparación con la codicia y la rapiña inglesas (ni siquiera igualadas por los españoles con su coartada de cruzada católica). Cuando Huxley sitúa el origen de su Mundo feliz en el año de NF –Nuestro Ford- es muy consciente de esta realidad: sencillamente la traslada de Inglaterra a su heredera y sucesora natural: los Estados Unidos.






“Actualmente, gracias a la Ignorancia Superior que constituye nuestro conocimiento, la estatura del hombre ha crecido de tal modo que el menor de nosotros ya es un mandril, el mayor un orangután o hasta, si toma el rango de Salvador de la Sociedad, un verdadero Gorila”- (3).



Entre los antecedentes más notables a los que ya se ha aludido (y haciendo abstracción aquí, por su evidencia misma, de la fuente original, es decir La República, de Platón) destaca en primer lugar la Utopía de Tomás Moro. Fue escrita en latín y en 1551 se la tradujo al inglés. El Estado de Utopía está situado en una isla y su príncipe fundador y legislador es Utopus. Entre otras curiosidades los utopienses contratan para la guerra a los zapoletos, mercenarios de raza vil (el temperamento racista es notorio). Calificada atinadamente como un “ensayo de fantasía política” es la obra típica del renacimiento inglés y desde luego resulta inseparable de la figura histórica de su autor. También cabe mencionar La nueva Atlántida escrita por Francis Bacon hacia 1621. Igualmente situada en una isla llamada Bensalem y en la que existe una “Casa de Salomón” o Colegio de Estudios como rasgo predominante. Sus estudiantes son enviados al extranjero para informarse y formarse- a aquellos que van a investigar se los llama “comerciantes de luz” (una formulación prácticamente antitética pero característica de la ideología inglesa), otros son “cazadores”, otros “mineros”, etc. La República de Oceana de James Harrington escrita hacia 1656 es otra de estas curiosas incursiones. Dicha república recibió su constitución del legislador Olphaus Megaletor y es gobernada por un senado a imagen y semejanza del veneciano. La obra se divide en cuatro partes que tratan pormenorizadamente de todos los asuntos atinentes. El jefe del Estado es el Arconte y una nota central es el énfasis que se pone en lo relativo a la repartición de la tierra. Partidario decidido de Cromwell el autor fue encarcelado durante la Restauración. Y por último pero no de menor importancia corresponde reseñar La Ciudad del sol- obra de fray Tommaso Campanella –publicada en italiano en dos versiones en 1602 y 1611. Como corresponde la dicha Ciudad está situada en una isla llamada Trapobana (la moderna Sri Lanka). Su máxima autoridad es un sacerdote llamado Hoh secundado por un triunvirato. Entre sus notas más sobresalientes cabe destacar la comunidad de todos los bienes, la igualdad social, (el dinero no tiene curso en la isla), la navegación y el vuelo que están muy desarrollados en virtud de notables adelantos mecánicos y la longevidad de sus habitantes debida a su higiene de vida. Campanella no fue sólo un teórico sino que intentó llevar a la práctica estas ideas en su tierra de Calabria rebelándose contra el poder español pero desde luego fracasó en su empresa y fue encarcelado.
Huelga decir que esta somera enunciación apenas supone una rápida ojeada de conjunto a un tema –como ya se expresara- sumamente vasto y tratado en diversas épocas y en distintos modos. Pero sirve para hacer resaltar de inmediato un dato singular: a excepción de la de Campanella todas las demás son de autores ingleses, como si en los signos de los tiempos hubiera habido una suerte de premonición o conciencia soterrada de sí mismos como nación. Todas, igualmente, están situadas en una isla para marcar desde un comienzo su índole alejada, diferente o inaccesible. (De ahí el mismo intencionado título de Huxley: La isla, obra tanto o más importante que Un mundo feliz) (4). Todas tratan en mayor o menor medida y con más o menos virulencia de las indispensables reformas sociales y son, en consecuencia, críticas. La abolición del Estado en su forma moderna (siglo XVI en adelante) es una constante y también los modos de evitar la explotación del hombre por el hombre y en general hay coincidencia en el papel fundamental que le cabe a la educación en la prosecución de este objetivo. En su prefacio a la edición francesa de Un mundo feliz (5)Huxley observa la rápida evolución –sin precedentes- de ciertos factores y concluye que la oposición civilización-“estado natural” o salvaje planteada en dicha obra puede resolverse mucho antes de lo que él mismo había supuesto. El dilema sigue en pie: civilización igual confort (condiciones de vida superiores en cuanto a lo material y a lo material únicamente) “salvajismo” igual vida precaria, miserable incluso pero conservando las características “humanas”. Sí, el dilema sigue en pie pero no así la posibilidad de elección. Huxley todavía podía creer; el juego que hace con los nombres es un indicio muy revelador: Lenina, Bernard Marx, Benito Hoover (obviamente por Mussolini y Edgar Hoover, el jefe de la CIA), Henry (por Ford), etc. En claro: lo peor estaba de un lado, lo menos malo del otro. Pero hoy la “fordización” es universal y total.
Mono y esencia es lo opuesto a Un mundo feliz y La isla: aquí la civilización ha sido aniquilada por la Tercera Guerra mundial –“Aquello”- y los sobrevivientes han retrogradado a una especie de comunidad tribal y salvaje pero conservando y subvirtiendo instituciones (“Iglesia y Estado/Codicia y Odio:/Dos Personas Mandriles en un Supremo Gorila”-(6).-
El nuevo dios es Belial aunque en realidad se trata del mismo sistema de creencias, invirtiendo los papeles, como queda dicho. Y ya como conclusión nada mejor que el siguiente párrafo que condensa y releva el pensamiento de Huxley y sirve como representación fidedigna de una obra singular que, reiteramos, conviene frecuentar y/o comenzar a conocer: “Amor, Gozo y Paz: he aquí los frutos del espíritu que es vuestra esencia y la esencia del mundo. Pero los frutos de la simiesca mente, los frutos de la presunción y rebelión del mono son odio, desasosiego incesante y una angustia crónica templada sólo por frenesíes más horribles que ella”. (7).




(1)- Aldous Huxley- La isla.- Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1977. pág. 47.
(2)- A. Huxley-ibid.-pág. 227.
(3)- A. Huxley- Mono y esencia- Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1951- pág. 40.
(4)- La misma intención tiene y no está de más recordarlo el utópico gobierno de Sancho en la ínsula Barataria.
(5)- Aldous Huxley- Le meilleur des mondes- Ed. Plon, Paris, 1974.
(6)- A. Huxley- Mono y esencia- pág. 49.
(7)- ibid. pág. 190.