sábado, 15 de junio de 2013

Segunda antología esencial (*)

Los propios


Como los niños invento

gentes que están conmigo.

Gentes no como las otras

sino justamente sólo ésas

que podrían estar conmigo.



Plegaria

Sálvame: cierra estos ojos.

Clausura mi memoria.

Haz de mí –de lo que creo ser-

un sueño no soñado,

una posibilidad eternamente

en ciernes.

Una tragedia menos.


De la plenitud


No, nadie nos prepara

para vivir. Y mucho menos

se nos prepara

para vivir en plenitud.

Pero eso sí hay gran cuidado

de que aprendamos

no a vivir sino apenas

a transitar nuestro trecho

de acuerdo con sus reglas

y normas y leyes y dictados.

Y cuando estamos para morir

todavía creemos –y es admirable-

que hemos vivido.

Y a esa infecta, sórdida atrofia

nos seguimos aferrando

con uñas y dientes que siempre

nos faltaron para decir no

y vivirnos sin renuncias ni desvíos.


Noticias de segunda mano

Si no hubiera erizado de errores

lo más de la vida, lo mejor de la vida

hoy no diría lo que digo. O quizás sí

pero con otro tono, otros sonidos.

No es errar, es saber que se ha errado.

Y vivir con eso, con tantos esos,

va haciendo de la vida un erial.

Y, repito, aún en el desierto o el yermo

podría celebrar el agua y su música

pero sería impostura. No las conocería

sino de oídas. Por tanto en conclusión:

ojalá mis errores, todos, hubieran sido

ajenos, extraños y de oídas.


De la rebelión y el renacimiento


Sé que ya no estás pero he decidido

que ése es un detalle que voy a ignorar.

Y resuelvo: que estarás para mí y nunca

volverás a partir donde quiera que sea

te hayas ido dejando sola y abandonada

mi esencia de nada, mi nebulosa de todo.

Así, desde el umbral de esta locura nueva

y absoluta he decidido tomar en mi mano

a la vida, al destino y a la muerte.

Y por supuesto convocarte otra vez

a la vida pero no aquélla que dejaste

sino a ésta de perfección, gozo y paz

que mi locura, exultante, te ofrece.


De los rostros y sus estaciones


-I-

En esta imagen veo un rostro joven

y agraciado. Tal parece fue el mío

en el principio de los tiempos.

¿Cómo no saludar esas profecías

que auguran un pronto apocalipsis?

-II-

Y en esta trampa hecha de azogue

veo un rostro que alguien vaticinó

revelaría a esta edad mi naturaleza

verdadera, al fin aflorada sin afeites.

¿Cómo no saludar esas profecías

que auguran un pronto apocalipsis?

Del vuelo


-I-


Hoy tengo alas, ni translúcidas ni doradas

sino como de buitre, negras y ásperas.

Pero se extienden y con ellas planeo

viendo allá abajo mi vida sin historias

y tanta historia sin vidas: sólo agitación

y clamor. Pero el feo buitre evoluciona

en aires, esos sí, de clara transparencia.


-II-

Y alas acaso como las del joven imprudente

que las perdió por tanto acercarse al sol.

Pero -hoy lo sé- hubiera preferido, como él

abrasarme en un instante y estallido de luz.

Porque se me antoja que a pesar de estas alas

voy por los cielos reptando y nada más durando.

Nada más durando.




(*)- de mi libro inédito: Poemas (Meta)Físicos, (In)Exactos y (Preter)Naturales  .












































































































































martes, 14 de mayo de 2013

Desde el Casiopea riela Casiopea

“¡Morir…,dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término devotamente apetecible! ¡Morir…,dormir! ¡Dormir!...¡Tal vez soñar!”.  (*)

Copenhague significa “Bahía de los mercaderes” pero en realidad ese nombre no evoca tanto lo geográfico o lo comercial  sino más bien una ciudad irreal, envuelta en brumas tenues y un perpetuo claroscuro que resalta las luces mortecinas reflejadas en sus canales. Esto podría quizá leerse en un folleto turístico. No sé si ahí se diría también algo más de su historia, de la potencia que llegó a ser Dinamarca, de los reyes que dio a Inglaterra. Si se dijera todo eso se comprendería entonces porqué el brumoso Hamlet de Shakespeare es danés y porqué el drama transcurre en Elsinor (el calificativo de brumoso corresponde plenamente; ya se sabe que el príncipe va de la razón a la locura aunque se las pretenda fingidas y que la supuesta realidad no es tal si se tiene en cuenta que comienza   con la aparición nada menos que de un  fantasma o sombra y que además hay una obra de teatro en la misma obra de teatro: espejos reflejantes al infinito y como si no bastara un amor imposible con aquella Ofelia ahogada que al flotar tanto recuerda a una sirena, etc., etc.). Pero igualmente se sabría –siempre y cuando entre esos datos estuvieran, insisto, los más relevantes- que Copenhague albergó otro drama tanto o más hondo que el de Shakespeare; el que escribió un escritor extraordinario, esta vez dinamarqués, llamado Hans Christian Andersen. Y que tuvo el detalle genial de disimular ese drama en una envoltura gentil pero muy, muy equívoca: la de los así llamados cuentos de hadas. Y entonces ahora, con tales antecedentes, se comprende porqué La sirenita es una especie de referencia nacional, con su tan conocida estatua y también más allá de Dinamarca –como ya se dijo- el mayor drama que se haya escrito en Occidente después de los trágicos griegos. El mayor, sí, junto con otro -nuevamente inglés- y asimismo disfrazado de cuento infantil (que es simplemente un seudónimo del cuento de hadas): El príncipe feliz de O. Wilde. Algún día se debería intentar un examen detenido de tantos aspectos en común entre ambos. Y de tanta y misma abismal experiencia del hado adverso que exponen y que es justamente la esencial y en verdad única de toda la humanidad. Porque de algún modo tan malhadado fue Andersen como Wilde y por eso pudieron ambos dejar semejantes testimonios. En síntesis y para avivar el recuerdo: una sirena (apenas una niña asomada a la adolescencia) se enamora de un príncipe al verlo a bordo de su barco. Ese barco naufraga y el príncipe es rescatado por la sirena cuando está a punto de perecer ahogado. Ya todos sabemos el resto: el sacrificio atroz de la sirena para tener dos piernas, la ofrenda de su voz –nada menos que de su voz-, el dolor intolerable de bailar, la imposibilidad de tener un alma como los humanos y la imposibilidad conexa de ser amada por el príncipe. Vale decir: un amor condenado al fracaso desde su origen mismo porque las partes pertenecen a dos mundos tan distintos que ni siquiera pueden llegar a reconocerse. Andersen sabía esto por experiencia propia como también lo sabía Wilde.  Como, desde luego, también lo sabe Rosalba Campra que en su notable novela Las puertas de Casiopea (**) recrea el universo de esa Copenhague de sueño y fantasía  espectrales poblada de sirenas.
     En realidad la autora hace más, mucho más: da un nuevo impulso, una suerte de renacimiento al espacio feérico literario pero desde un ángulo tan original como sobrio, completamente ajeno al habitual  y despojado de sus fórmulas corrientes manidas y las más de las veces insípidas. Ciertamente la sombra insoslayable de Andersen planea sobre su visión de Copenhague (explícitamente aludida en la pág. 44 en una síntesis del cuento y subrayada, además, por la referencia a otra imposibilidad afín: “Muy cerca del Casiopea, en el hostal del número 8, donde se alojaban los pilotos de los barcos pesqueros que hacían la ruta de Dragor, se ahorcó aquel noruego silencioso que se había enamorado de un mascarón de proa. Y sí, en forma de sirena”) pero la originalidad apuntada radica más bien en la actualidad  (la historia se desenvuelve en la contemporaneidad pero en realidad no tiene tiempo propio sino diversos tiempos que se van sucediendo e incluso se superponen) de la narración y en un sesgo tan perturbador como atinado: la indefinición constante del texto, la permanente ruptura de cualquier y toda certidumbre que se pudiera haber colado de rondón. En este sentido se sirve de una táctica eficaz empleada sobre todo por Lautréamont, a quien se cita textualmente en un parlamento. Y también en ese marco onírico (la protagonista tiene por oficio nada menos que narrar sueños) es imposible no detectar una nota hoffmanniana. Pero sin duda la influencia mayor  -por lo demás también reconocida paladinamente-  es ese libro singular, tan extraño como inclasificable de Aloysius Bertrand: el Gaspard de la Nuit. Y la primera enseñanza legada por esa obra magistral es la que adopta la autora sin ambages: no hay realidad sino la de los sueños y la fantasía, es decir: la única realidad posible es la de la subjetividad individual (que por definición se supone imposible). La otra, la aceptada y seguida a regañadientes por el común de las gentes para transitar el día a día no es sino una convención (ergo, todavía más ilusoria) que vale sólo para esa vida en sociedad y sus necesidades tan prosaicas como elementales e ineludibles.
Casiopea es, como se sabe, una constelación. Pero en la novela es también un bar. Y aquí, en este simple enunciado, se instala el primer equívoco: ¿porqué el título alude a las puertas de Casiopea y no del Casiopea como se hubiera podido esperar? Otra vez la indefinición pero parece evidente que se refiere a la constelación. Y si se refiere a la constelación ¿porqué las puertas? Sí, porque las puertas son las del bar pero también las que abren a la constelación y, más allá todavía, al universo todo y mucho más allá incluso a esa realidad subjetiva ya mencionada en la que se asienta toda existencia, tanto la personal como la colectiva, la del mundo sensible y con éste, por supuesto, el universo y todos los universos. O sea: el bar es un umbral o puerta (pero puertas a las distintas realidades interiores) que puede ser designado de diferentes modos y por descontado como el Aleph de Borges: “Un universo anamórfico y el Casiopea un punto privilegiado para reducir la distorsión” (pág. 256). Desde el Casiopea riela Casiopea con sus esplendores y entre ellos el más conspicuo: la supernova descubierta por Tycho Brahe  en 1572 y que lleva su nombre (pág. 87).
En paralelo coexiste otro lugar emblemático: el restaurante (es una forma de decir; sólo los marineros que recalan en Copenhague y avezados a todos los extremos pueden degustar sus “especialidades”) Havfruens Hale o “Cola de sirena” donde Nanán –la protagonista- ejecuta esta vez suertes circenses con su cola de sirena hecha de cristales en una enorme pecera y acompañada por una anguila amaestrada llamada Amanda. Como se advierte (y más allá del enfoque ya francamente surrealista y de un delicioso efecto cómico) se continúa ensamblando pieza a pieza ese juego de reflejos especulares que en trasfondo van instalando y afianzando la noción  de la imposible identidad (o teoría de la duplicación pero tramada, como todo en esta novela, desde una perspectiva diferente; ya se volverá sobre esto y por ahora procede dejar planteada la pregunta más obvia; en cada caso –narradora de sueños-falsa sirena, compañero-amante, acólito de Tycho-tatuador-etc., etc: ¿cuál es el original, cuál la copia?). Antes de proseguir cabe acotar que la autora va intercalando aquí y allá como guiños furtivos y cómplices recuerdos de su infancia en las sierras de Córdoba y así, de modo solapado se va instalando también un tercer escenario de fondo, tan brumoso como el del septentrión y al mismo tiempo tan presente. Volviendo a lo anterior: de pronto y en un giro inesperado Amanda aparece flotando enroscada sobre sí misma –obviamente muerta- como un eco grotesco del uroboros o símbolo del eterno retorno y ésta es la reflexión que se desliza al respecto: “Me acordé del entierro que le dedicamos a un canario en el jardín de mi casa, allá, cuando era chica. Entonces toda muerte era respetable. Amanda también merecía un adiós”. (pág. 100). Como es palmario la duplicación no puede ser más sutil y, al mismo tiempo, más manifiesta.
      En esta ciudad -como en otras- existía la costumbre de colocar al lado de las ventanas del primer piso un espejo sostenido por un brazo articulado que podía enfocarse a voluntad y permitía, sin necesidad de asomarse y, a su vez, ser visto, vigilar lo que sucedía en la calle. Aquí se los designa con un adjetivo muy gráfico: “espejos de murmuración”. El que correspondía al Casiopea había desaparecido hacía mucho pero más tarde el lector se entera de que en realidad se lo había utilizado para otros fines; otros fines para nada ajenos a los originales ya que la “misión” y la función eran en el fondo las mismas: el espionaje sólo que aplicado ahora en otra escala mucho menos inocente. En efecto, el conjunto de esa “instalación” recuerda sobre todo al siglo XVIII y su notoria pasión por todos estos artilugios (y en particular por los autómatas que también se mencionan aquí en otro pasaje) y desde luego por los misterios de la alquimia misma pero también cabe entenderlo como otra vuelta de tuerca sobre la idea fundamental ya señalada: el efecto ilusorio de los juegos de reflejos, la ignorancia de quien es observado sin advertirlo (aquí también se puede incluir como deus ex machina tanto a Jean-François, el dueño del Casiopea como al ojo insomne del dios de turno o incluso una anticipación apenas velada de 1984 de Orwell) y por ende ofrece un flanco vulnerable y su contraparte: el poder que confieren un saber o conocimiento secretos y en ese mismo plano los reenvíos infinitos de las imágenes en un universo otra vez duplicado ahora mecánica y artificialmente: “Ahí era donde había ido a parar el espejo-de-murmuración del número 14 de Nyhavn. Ahora formaba el centro de un sistema de espejos de distintos tipos, lentes y tubos acodados que se imbricaban unos en otros hasta perderse en las penumbras del techo. Parecía la recámara de un submarino”. (pág. 117).
En este mecanismo de la duplicación la reiteración es esencial y por eso no puede bastar una simple copia sino que cada supuesto original (y por tal debe entenderse también y en primer lugar al texto mismo) ha de repetirse hasta el vértigo y/o hasta acabar despojado de esa pretendida originalidad y entonces y sólo entonces las series sucesivas tendrán acaso un sentido: precisamente el de señalar la ausencia del origen (del original). Así vemos con sorpresa un Tycho Brahe redivivo que (históricamente) sabíamos muerto desde el siglo XVI; claro, es una copia y tan acabada que hasta lleva la misma nariz de metal precioso que su ancestro homónimo y que, para redondear como es debido la analogía, aparecerá muerto en una confusa situación. Igualmente debe mencionarse al otro personaje principal en esta trama compleja y fascinante: el pianista aristócrata Topsy (¿de la expresión topsy-turvy que sugiere confusión, desorden, caos?) que también muere en circunstancias confusas y que en realidad es de algún modo el alter ego de la protagonista, es decir representa o encarna su aspiración absoluta a una complementariedad no por ideal (o idealizada) menos gravitante. El personaje así sublimado (***) tendrá, por fuerza, su continuidad en un plano igualmente duplicado e ideal: un hijo aún no nacido y concebido en una sirena, vale decir la promesa esta vez casi tangible de la realización final de un amor en principio y aparentemente imposible (y aquí conviene traer nuevamente a colación al príncipe del cuento: aquel que es visto desde el mar en su barco y al que la sirena rescata cuando está a punto de ahogarse pero ahora con la  pertinente y subversiva salvedad: al despertar no ve a una princesa humana extraña que lo socorre sino a su auténtica salvadora y es de ésta que se enamora).
“Ahora es cuando empiezan a desdoblarse, se separan en dos imágenes volanderas perfectamente simétricas y se hace difícil decidir si la imagen duplicada es sólo un engaño creado por un espejo o bien la otra acróbata, la hermana de carne y hueso que al lado de la primera traza los mismos arabescos; más ahora que los espejos se abren y giran enfrentándose; ahora que, gracias a ese juego, innumerables figuras idénticas se ciernen sobre los invitados, se zambullen sobre las cabezas levantadas y vuelven a ascender hacia donde las recibimos nosotros, las estrellas. Todos tienen los ojos prendidos en ellas, absortos en la contemplación de las evoluciones cada vez más complicadas con que el enjambre entra y sale de los espejos”  (pág. 229).

Como se dijo en todo el transcurrir del texto  subyacen diversas improntas. Una no tan ostensible pero que no podía faltar es la de Poe y, en particular, su cuento La máscara de la muerte roja; basta y sobra con repasar la “ambientación” en la escena de la fiesta final de disfraces (párrafo inicial pág. 130 y después pág. 168) para corroborarlo. Y digo “ambientación” porque desde luego no se trata de ninguna cita ni transcripción más o menos textual de Poe sino del “espíritu” de sus obras y, en particular, de ésta. Claro está que como sucede con todos los escritores (y también con los lectores constantes) podrían traerse a cuento infinitas referencias, las más de las veces soterradas, de lecturas añejas o incluso escuchadas en la infancia misma. Porque no cabe duda de que quien puede escribir así  responde a un imperativo ya casi genético, indisociable de su formación y de sus primeras impresiones. Entonces aquí también están por fuerza Verne, Salgari, Sabatini  (inglés a pesar de su apellido), A. Dumas, Stevenson, desde luego La Fontaine, Esopo, Samaniego, Leprince de Beaumont y en primer término los hermanos Grimm y Perrault entre tantos y tantos otros. Por consiguiente lo que nos restituye Rosalba Campra en esta obra es, como ya se precisó, el ámbito feérico pero enriquecido y redefinido por su propia experiencia, por todo ese legado pasado por el tamiz de su propia y libérrima fantasía, de su propia y tan contagiosa convicción respecto a lo que nos cuenta. Y estamos totalmente de acuerdo con ella: las sirenas no son sólo los seres mitológicos que emergen de una tradición milenaria sino seres reales que, junto a tantos otros de su misma condición, acunaron las noches primeras con sus primeras voces encantadas y encantadoras. Esas mismas voces que el talento de la autora ha logrado reencontrar y que nos restituye. Si se sigue pues este hilo de Ariadna se llegará, amigo ***** (los asteriscos significan “lector”) al corazón del laberinto, es decir, al núcleo de este relato parecido a ningún otro y que sí, requiere un algo de esfuerzo (es otro ejercicio de lectura) para adentrarse en él y descubrir su secreto y con él, el premio, premio que consiste nada menos que en poder volver al seno del sueño y de los sueños y saber, al fin, qué nos querían decir durante todo este tiempo que, de ahora en adelante, nos parecerá haber transcurrido entre paréntesis.
“Coyuyos, atiné a decir. Existían cuando yo era chica. Allá. Llegaban al caer de la noche, en el verano del Sur, anunciados por el restallido de los élitros. La luz de los coyuyos no titila como la de las luciérnagas, *****, dos esmeraldas les arden en la cabeza sin consumirse nunca. En este lado del mundo son imposibles” (pág. 140).
Allá vamos pues llevados por un texto sembrado de sorpresas como un campo minado, escrito con un lenguaje cuya definición más ajustada sería la de elegante y no por elegante menos preciso y cuidado. Y así asistimos al descubrimiento del jardín secreto del Casiopea, con sus estatuas, sus fuentes, su laberinto y la enigmática figura sedente de una mujer vestida de negro y con una guadaña con la que siega algas (págs. 153-154). Y en lo tocante al laberinto también lo encontramos en la reseña de la morada fantástica (o castillo subterráneo) que en el corazón de Copenhague se hizo construir Tycho Brahe (pág. 159) en otra nota referencial como un tributo tácito a El fantasma de la ópera.
     La suma de todos estos antecedentes no es una simple y gratuita enunciación sino –una vez reunidos en su compendio final- la clave que permite aprehender y abarcar de un solo golpe de vista el conjunto y, con ello, el propósito de la autora. Y se dice bien, su propósito (lograr, como lo consigue, sostener su tesis inicial lo que es lisa y llanamente un tour de force) porque como en toda obra realmente significativa al término cada lector tendrá su propia versión y se habrá convertido a su vez en otra prolongación de esta indagación singular. Será así una estrella más en la constelación de Casiopea, que ya no es más Andrómeda & Co. (ver págs. 87-88) sino que tiene desde ahora la forma inconfundible de una sirena con su plateada cola y en el rostro flotando una sonrisa extraña, un tanto indescifrable y a la vez simpática que va desde la indulgencia hasta una ironía algo traviesa y divertida al tiempo que nos murmura melodiosamente al oído: “Sumidos todos en el mismo olvidadero, sin nadie que nos sueñe” (pág. 262).



(*)- W. Shakespeare – Hamlet, príncipe de Dinamarca- (Acto III, esc.1ª ), Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1929.
(**)- Rosalba Campra- Las puertas de Casiopea- Ed. del Boulevard, Córdoba, Argentina, 2012.
(***)- El personaje está magistralmente definido en este solo periodo: “Topsy me tomó de los hombros, lo miró de frente, le dedicó una de esas sonrisas suyas que transformaban todo el resto en oscuridad y contestó por mí”. pág. 37.











miércoles, 1 de mayo de 2013

El ruido y el furor


Éste es el título bien conocido de una obra de W. Faulkner (también traducido, entre otras variantes-pero con menos fuerza- como El sonido y la furia)  derivado a su vez  de la más conocida aún (y siempre vigente) sentencia de Macbeth (V, esc.5): “(la vida) es un cuento/ narrado por un idiota, pleno de ruido y de furor/y sin el menor sentido” (*).  Y se traen a colación  estos datos para bosquejar el panorama  de una confusión mayúscula, sí, una más y relacionada en este caso con el mundo de la música, vale decir, con el mundo de la música en tanto que inserto en este otro, el de las mil caras de la ubicua imbecilidad  en el que no sólo nos toca vivir sino que además nos viene impuesto desde siempre. Quien quiera que haya dicho que la vida sin música no tendría sentido tuvo mucha razón y ya es de sobras sabido que los griegos le habían atribuido un origen divino y, como corresponde,  un destino problemático –Apolo y después Orfeo, sus ordalías y un final todavía peor (las Ménades o Bacantes). Pero dejando esto de lado por el momento procede recordar que la música es una actividad –más, una necesidad vital- del ser humano en todo tiempo y lugar; en efecto, no hay etnia, por elemental y primitiva que se la considere, que no haya inventado de algún modo su propio lenguaje musical. Así surgieron todos los folclores (tradiciones-leyendas populares y, por extensión, toda expresión afín) hasta hoy tan característicos del genio singular de una raza, de un país, de un pueblo. Y en Occidente la lenta progresión de los neumas hasta el canto llano, el barroco temprano, el barroco y la ópera incipiente, los periodos clásico, romántico, etc., etc., hasta culminar en la explosión de formas y modos innovadores e iconoclastas a lo largo del pasado siglo. Y a zaga de estos últimos también aparecieron los fenómenos de la denominada música pop, la disco, el rock y sus derivaciones, rock pesado, heavy metal, etc., etc. Estos últimos, en tanto que  producto directo de la subcultura mercantilista y falsaria norteamericana (y a la rastra la inglesa, por descontado) no son música aunque hagan ruido y demasiado. Con muy pocas excepciones son apenas la manifestación pura y simple de la torpeza más gruesa y la estridencia más enferma asistidas por el concurso de medios de alta tecnología totalmente pervertidos y la sólita, infernal maquinaria publicitaria. Ésta es, pues, la novedad que se reitera porque quizá no se haya entendido (a causa, precisamente, de los decibeles): eso no es música, es basura impuesta y vendida a la ignorancia y a la estupidez que creen reconocerse en esa falsa (y pro-sistema) contestación. Y el hecho de que haya contaminado al mundo entero en nada desvirtúa o altera esa verdad. Y no es música por la sencilla razón de que este pueblo primario, menguado de luces para todo lo que no sea el comercio expoliador, la guerra expansionista o la ganancia inmediata y a cualquier precio es incapaz de producir nada que se asemeje ni de lejos a una expresión genuinamente cultural (como, en otro orden pero no tanto,  querer explicar a toda costa los bodrios de Jackson Pollock -dripping o la monomanía extraviada de un lunático alcohólico /y no tengo nada contra los lunáticos alcohólicos siempre que tengan algo de talento; para eso ya estuvo el pobre Poe, cuyo poco envidiable destino lo hizo nacer en esas tierras y en esa época donde vivió, mejor dicho, padeció su vida como el exiliado perpetuo que fue/ mediante la teoría de los fractales; sí, todo vale cuando se trata de  timar al incauto y ese cuento a fuerza de asestarlo una y otra vez acaba calando y queda al cabo como una verdad tan asentada como incuestionable y, lo que es todavía peor, deja entornada la puerta para otras “operaciones” similares que hasta ahora y con éxito dispar se siguen repitiendo en el así denominado mercado del arte). Y lo que se consideraría tal no lo es porque el mismo jazz es de origen claramente afroamericano (léase negro) con aportes latinos si se tiene también en cuenta –y no se puede no- a Nueva Orléans y por consiguiente muy poco y nada wasp (white anglo-saxon protestant aunque también avispa: bicho inútil con aguijón altamente dañino) y lo otro sería la más que mediocre música country, adaptación simple y elemental de diversas músicas populares europeas. Entonces ¿qué queda? Nada, sino lo dicho: la cacofonía delirante, drogada y estruendosa pero que no siendo música obedece empero a un propósito fundamental: cubrir el vacío abismal de este sistema, tapar el vertiginoso silencio de su nada así como los excesos de su arquitectura ególatra y babélica sirven a su vez para disimular (trompe-l’oeil) ese mismo vacío, esa misma nada existencial disfrazada de propuesta de vida (en otra época conocida también como el american way of life o si prefiere extremar la broma de mal gusto: el sueño americano) y como tal impuesta a palos y a golpe de dólar al mundo entero.



 (*)- The Illustrated Stratford – Chancellor Press, London, 1984 (la traducción es mía).



jueves, 25 de abril de 2013

fe de erratas de la divina comedia (o del divino comediante)

eso es: una explosión nuclear o nuevo y más modesto big bang al revés (sea eso lo que sea que ya lo averiguaremos). y ya no más escoria humana en el universo. volemos todos en infinitos e ínfimos fragmentos ( será la única vez en que estemos todos de acuerdo), hagamos lo único que tiene sentido y vale la pena hacer: desaparezcamos, evaporémonos, estallemos de una buena y bendita vez. que no se perderá nada que no esté ya más que perdido. creemos por ahora en alguna divinidad o providencia: la que va guiando al hombre a su propia y definitiva autodestrucción. a lo largo de estos pobres milenios de inexistencia grotescamente disfrazada hemos recurrido a esas entidades recónditas producto del miedo, el hambre y la indigestión pero ésta nuestra de ahora es distinta, a ésta le pedimos todo lo contrario... una festiva y efectiva explosión nuclear: solo remedio para esta incurable  imbecilidad humana que ya pesa, sí, ya pesa y tanto; se ha venido acumulando durante esos mismos milenios y al cabo está haciendo vacilar a la tierra sobre su eje. ni la tierra ni ningún atlante podrían soportar tanta carga (pero tampoco podemos seguir esperando hasta el  día en que el peso de tanta proyección-eyección: deyección acabe de desconcertar del todo al planeta). sí, ya, que vuele todo, aleluya, que no quede ni el olor de esta especie inmunda (el que escribe, el que lee) que un día asoló a esta burbuja rastrera perdida también en un cosmos que tampoco sirve para nada sino en última instancia y solamente para dispersar nuestros átomos tan inconcebiblemente lejos y a ninguna parte que jamás pueda volver a ser posible ni aquí ni en constelación alguna el sórdido, pestilente e infecto milagro de la vida.

lunes, 15 de abril de 2013

Origen y permanencia del doble (*)

  En la pareja maléfica que une el yo a otro fantasmagórico, lo real no está del lado del yo sino en verdad del lado del fantasma: no es el otro quien me duplica, soy yo quien soy el doble del otro”. (1).

     Este examen procura delimitar en la medida de lo posible un sujeto tan complejo y vasto,  a saber, ese verdadero enigma que supone el mecanismo de la “duplicación” tan omnipresente y proteico habida cuenta de que la figura del doble es sin duda antigua y diversa como la humanidad misma. Así, según las épocas y las culturas ha ido asumiendo diferentes representaciones pero la noción, esencialmente siempre la misma, hunde sus raíces más profundas en la intelección mágica del mundo y en la relación del ser humano con ese mundo, con sus congéneres y consigo mismo. En efecto y dicho de otro modo el doble vendría a ser todo aquello que no se es ni será nunca posible llegar a ser. Puede entonces en tal proyección parangonarse a héroes y semidioses y llevar a cabo empresas inconcebibles para el ser “real” que duplica pero más allá de eso (no hay que perder de vista que, después de todo, semidioses y héroes, ya sean Aquiles, Sigfrido o Alejandro Magno también mueren) y de manera fundamental está investido de todas las características compensatorias (más aún, grávidas de un agónico sentido de desquite con creces) pues desconoce la enfermedad, la vejez, la muerte y no está sometido a limitación alguna de las innúmeras que afligen al “original”. Tanto entonces por su persistencia, ubicuidad como por la rara intensidad que suele alcanzar –hasta llegar en numerosos y extremados casos a sustituir al “huésped”- no resulta en modo alguno peregrino afirmar que, las más de las veces (si no todas considerando la vida paralela de las profundidades oníricas y de la psiquis de todo individuo) el doble se vuelve más “real” que su original, reducido ahora a su vez y en consecuencia a la condición de remedo patético de su anterior copia.

     Desde luego todos estos extremos varían, como queda dicho, según las épocas y las culturas; a grandes rasgos y para ejemplificar someramente esa elaboración de la “duplicación” (que, reiteramos, comprende no sólo al individuo sino al mundo mismo en que éste evoluciona) puede decirse que va desde el ka egipcio (**) hasta las representaciones (entendidas ulteriormente como demoníacas) de las civilizaciones mesopotámicas y de otras latitudes (China, India, etc., y otro tanto le cupo a la noción del “daimon” griego) y desde las pictografías rupestres hasta Stonehenge y las zigurat (***). Se impone pues, por sí misma, la cuestión: ¿a qué se debió y a qué sigue obedeciendo esta compulsión tan singular?
     Ferdinand Raimu, en una obra estrenada en 1828 titulada El Rey de los Alpes y el Misántropo y que examina Otto Rank en su estudio desarrolla el tema del doble valiéndose de una sustitución mágica (fórmula exitosa basada justamente en esa concepción a la que ya se ha aludido: Stevenson la imagina como brebaje obtenido a través de la experimentación química; no de otro modo, es decir con una pretendida validación científica “construye” Frankenstein a su alter ego y el mismo principio, esta vez religioso-cabalístico anima al Golem, entre otros múltiples ejemplos): el Rey de los Alpes (Astrágalo) toma la apariencia de Silberkern, cuñado del misántropo Rappelkopf pero siendo al mismo tiempo el doble de este último (en consecuencia Astrágalo es Silberkern que es Rappelkopf –caso bastante excepcional de una triplicación sumamente complicada para llegar a la duplicación buscada) porque sólo así puede verse a sí mismo desde fuera (Silberkern-Astrágalo) pero sin dejar de ser él mismo –Rappelkopf- pues de otro modo el propósito perseguido, esto es, volverle patente su propio comportamiento y modo de ser para que se corrija no podría ser alcanzado. Es pues necesario que sea otro que tiene ante sí una imagen especular pero sin dejar de ser el mismo de siempre (continuar teniendo conciencia de sí) sin lo cual, evidentemente, cesaría de ser quien es y la duplicación, amén de carecer de sentido resultaría imposible. He aquí, por tanto, un hecho no por obvio menos crucial y que a primera vista parecería paradójico: para poder ser otro es indispensable seguir siendo uno mismo ya que sólo así es posible ser consciente –o, al menos, tener barruntos- de la propia alienación. A este respecto ha sido y es todavía hoy un recurso efectivo –en aras de la inmediatez de comprensión- representar esta dualidad unitaria ya mediante cambios físicos alternativos (para servirnos de los ejemplos ya mencionados: Jekill y Hyde), cambios físicos transferidos (Dorian Gray, Peter Schemihl, Frankenstein y su criatura), perturbaciones psíquicas profundas y transferencia de culpas al “otro yo” –el caso del Goljadkin esquizofrénico-escindido y paranoico-monomaníaco de El Doble de Dostoievski) o bien más simplemente la falsa duplicación especular de la propia imagen que va cobrando entidad y autonomía a expensas del reflejado (Igitur, El Horla), esta última, la del espejo, sin duda la más empleada y socorrida.
     Esa triple imagen una y diversa de Raimund evoca automática e irresistiblemente no tanto el desdoblamiento ante el espejo o, si se prefiere aquí la triplicación, cuanto la noción de repetición infinita (o la serie inagotable de personalidades de la personalidad) pues lo que sugiere es que si de dos se puede pasar a tres nada impide –en principio- trasponer todo límite y pasar a una progresión numérica sin término. Esta idea tuvo su ilustración gráfica y su desarrollo secuencial en esas conocidas disposiciones de laberintos de espejos y espejos deformantes típicas de las atracciones de ferias y kermeses y en ámbitos señoriales en las perspectivas originadas por esos salones en enfilade y en ellos esos grandes espejos enfrentados que repiten la misma imagen ad infinitum y que son otro laberinto sin recodos ni revueltas pero que resulta más sobrecogedor y ominoso en su recta, reiterada y glacial geometría abismal.
Y no hay salida (al contrario del tradicional cuya recompensa consiste, justamente, en hallarla o, más bien, en la ilusión de hallarla) sino que se está condenado a vagar por siempre entre todas esas réplicas de la mismidad agravadas por la acechante, insidiosa insinuación de otra sospecha atroz: que tampoco existe aquella “real” o, dicho de otro modo, la única susceptible de haber dado origen a la interminable sucesión de copias porque en verdad todas y cada una son la misma ilusión surgida del espejismo del espejo. (***bis). Así, ese doble que aparentemente colma la interioridad no es sino un laberinto mendaz que envía y reenvía imágenes supuestamente diferentes y otras pero que no son más que una y la misma y como si eso no bastara su pretendido original –más aún, su mera idea- también es una falacia y una ilusiva perversión tras la cual se ha empeñado desde siempre una incesante, desatentada y vana búsqueda.
     Según ciertas teorías la necesidad del doble nace del temor a la muerte (para otras, en cambio, se trataría no tanto del temor a la muerte de la que, después de todo, se tiene la certeza –ya se la asuma o no- como de la incertidumbre de la propia vida, de la que innegablemente no existe ninguna seguridad ni garantía). En consecuencia el culto a los muertos –que para autores como Fustel de Coulanges constituye la base misma de la religión- es un medio de “neutralización”: una vida en el más allá, una vida ulterior a la vida que supone obvia y necesariamente una continuidad pero como no es posible negar o desconocer la ruptura, esto es, el cese de la existencia material o física, se “desdobla” el proceso en un aquí y un allá, un ahora y un después; luego el muerto vendría a duplicar al vivo pero en otra dimensión y revestido ya –como se dijo- de las características propias de un inmortal, ergo, como proyección definitiva y perfecta del anterior –y mismo- ser finito. Clément Rosset, en su enjundioso análisis, recoge y amplía esta perspectiva centrándola en el complejo mecanismo de la ilusión: “…el tema del Doble está presente en un espacio cultural infinitamente más vasto (que el de la psicología o el literario) es decir, en el espacio de toda ilusión: ya presente por ejemplo en la ilusión oracular relacionada con la tragedia griega y en sus derivados (duplicación del acontecimiento) o en la ilusión metafísica inherente a las filosofías de inspiración  idealista (duplicación de lo real en general: el “otro mundo”)”. (2). Como ya se ha expresado la obsesión del doble puede ir todavía incluso más allá de cualquier ámbito cultural por indefinido y prácticamente inabarcable que éste sea (siendo esa ilusión no sólo congénita sino, por su misma índole, progresiva y expansiva está claro que lo precede y excede); para decirlo sin ambages lo comprende todo y a todos habida cuenta de que esa cuestión central: la ilusión no es ciertamente la excepción ni puede ser en modo alguno circunscrita o acotada –es absoluta y de ella depende en verdad la interpretación del mundo sensible y de la condición humana; en última instancia, la ilusión, el espejismo y el engaño serían  -para decirlo en términos más taxativos- lo propio de una filosofía que cree posible una mirada objetiva (en todo caso lo suficientemente objetiva como para concluir con un mínimo de convicción y un mucho de presunción que el error está en otra parte) lo que releva también y no poco del orbe de la demencia, por lo demás el único susceptible de confinar y definir al género humano. (****). La hipótesis del doble como “escudo” contra la muerte, ya mencionada y que en determinados aspectos es pertinente y plausible no alcanza, reiteramos, a explicar por sí sola el proceso de la duplicación. Es ésta la teoría central del ensayo clásico de Otto Rank que amalgama en un primer momento culpa y muerte: “La conciencia que el héroe tiene de su culpa lo obliga a trasladar la responsabilidad de ciertos hechos del yo a otro yo, el doble; su tremendo temor a la muerte lleva a la transferencia al doble. Para eludir este temor de la muerte, la persona recurre al suicidio que, sin embargo, ejecuta sobre su doble, porque ama y estima demasiado su yo. Y, por último, el doble representa la encarnación del alma” (3). Ello no obstante se examinan aquí ejemplos que sugieren otros sentidos e incluso contrapuestos: el “original”, ya se trate de un autor o de un personaje (o de cualquier individuo para el caso) es el que justamente opta por eliminarse como único medio de poner fin a una dualidad ya intolerable. El mismo Rank incurre luego en contradicción al abordar el asunto desde el ángulo de la tanatofobia y el narcisismo; no el temor a la muerte en sí sino la imposibilidad de aguardarla sabiéndola inevitable es lo que lleva al suicidio (o a su intento) a los originales (como Raimund o Maupassant) (4). Y más adelante precisa: “El frecuente asesinato del doble, por medio del cual el protagonista trata de protegerse en forma permanente de las persecuciones de su yo, es en verdad un acto suicida” (5) lo que no es sino otra vuelta de tuerca que conduce de nuevo a la formulación de fondo: la indiferenciación absoluta entre “original” y “doble” pues ya sea uno u otro el que procure desembarazarse a toda costa (suicidio-supresión de sí y simultáneamente asesinato del otro sí mismo) de su contraparte demediada el resultado viene a ser fatalmente el mismo. También resulta opinable la versión del doble como alma; es verdad que se hace referencia aquí en algunos pasajes al alma “externada” pero se trata de un fenómeno aparte y paralelo. El doble no es el alma; si alma existe entonces se halla tanto en una como en otra de las “partes” y esto es precisamente lo que confiere a la duplicación su carga agobiadora de condena existencial (****bis). Con todo, no se puede omitir que una larga tradición  -en algunos casos insoslayable- sostiene una configuración esquemática físico-espiritual en la que un componente sería el factor terrestre y el otro el celeste. A esto se alude de manera explícita al tratar los “pares” literarios: Dante-Virgilio, Don Quijote-Sancho, incluso Holmes-Watson y sería por demás prolijo abundar al respecto pero sí cabe traer a colación alguno de los ejemplos (también innumerables y a modo de corroboración) que desbordan el mero ámbito literario para confundirse en los lindes del mito y de la historia (*****).
     Un ejemplo extremo y acaso único en la duplicación literaria son los famosos “heterónimos” de Fernando Pessoa porque no se trata ya de seudónimos, proyecciones sucedáneas más o menos explícitas o personajes que escapan del marco narrativo en un desesperado intento de volverse “reales” y se topan con que su autor es a su vez creación tan heterónoma como ellos (el ejemplo por antonomasia: el Augusto Pérez de Niebla y su entrevista con el propio Unamuno) y ni siquiera de transferencia confesada y “transgresora” al estilo del célebre enunciado “Emma Bovary soy yo” de Flaubert sino de auténticas creaciones “autónomas” elaboradas con todo rigor y lúcida, meticulosa objetividad como autores distintos y co-existentes (de ahí la distancia abismal con cualquier otro “personaje” e incluso con ciertos escritores que hicieron deliberadamente de sus vidas una “construcción literaria”). El mismo Pessoa lo expresaba muy claramente en su “Carta sobre la Génesis de los Heterónomos”: “No podrá decirse que son anónimas o seudónimas, pues en realidad no lo son. La obra seudónima es la del autor en su personalidad, salvo en el nombre con que firma; la heterónima es la del autor fuera de su personalidad, es de una individualidad completa fabricada por él” (6). E inmediatamente después remacha esta concepción al conferirle su auténtica dimensión, que consiste nada más ni nada menos que en relevar la imposibilidad absoluta de “responder” por la propia existencia y, en consecuencia, la subsiguiente imposibilidad de establecer la menor diferencia “real” entre los diversos autores, incluído, huelga decirlo, él mismo: “/…/(Si estas tres individualidades {es decir Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos} son más o menos reales que Fernando Pessoa, es un problema metafísico que éste, ausente del secreto de los dioses e ignorando por lo tanto qué es en realidad, nunca podrá resolver)” (7).
     Para concluir provisionalmente este tema veremos otro tipo de “desdoblamiento” descrito de manera magistral por William Sansom en un cuento titulado Among the Dahlias (“Entre las dalias”) y que está relacionado con el terror pánico, es decir, la animalidad en estado puro: el encuentro inesperado y fortuito en el Zoológico de Londres entre un inglés típico, John Doole, con todos los rasgos propios del cliché –la vestimenta, el modo de vida, su negocio, su club, etc., la esencia, en una palabra, de lo que se entiende por “civilizado” –y un león que ha escapado de su jaula y se halla justo frente a él en medio del camino. Ambos se “consideran” mutua y detenidamente. John –desdoblado ante el peligro- examina en un instante las posibilidades, sumamente escasas, de escapar- es decir, su parte puramente animal acorralada opera por sí misma desligada ya del personaje urbano paralizado por el terror. Se detallan sus reacciones, sus extrañas percepciones (extrañas hoy para el ser civilizado) y se va acentuando esa progresión hasta que el lector comprende que se trata de dos animales exactamente iguales (salvo en lo que va de la presa al depredador) frente a frente. El barniz cultural del uno se ha evaporado por completo y el otro ha recuperado su entidad absoluta y predominante al no estar ya enjaulado; se trata aquí pues de aquella antigua noción de los griegos de la que se sirve el autor para recrear el terror pánico pero en este caso específicamente el relativo al mediodía cuando se  suponía que el dios Pan descansaba y los hombres no debían de ningún modo perturbar ese reposo, que es lo que Doole justamente, en su ignorancia y sin advertirlo acaba de hacer. El relato se resuelve de modo muy poco convencional: poniendo término al mutuo escrutinio el león se marcha despreciando al inglés, ignorándolo de modo ostensible y este rechazo se traducirá en una humillación y en un padecimiento (el orgullo presuntuoso de una civilización precaria y perecedera que sucumbe ante una naturaleza a la que ha acometido y destruído sistemáticamente y que suponía domesticada de una vez por todas) peores que la muerte –en resumidas cuentas más noble o, si se prefiere, menos innoble- que hubiera causado el león: “Doole quedó abandonado solitario y desdeñado. Durante un segundo experimentó una sensación insoportable de aislamiento. Sólo él, entre todas las criaturas en el mundo, era indeseable”. Como resultado el inglés emprende un (vano) esfuerzo para mejorar su imagen, para volverse “otro” y la frase que cierra el cuento lo resume de un plumazo: “or a man running away from something? From himself?” (“¿o un hombre huyendo de algo? ¿De sí mismo?”). De ese otro sí mismo que quedó en evidencia de manera tan flagrante a raíz de ese episodio y que tal vez sin el cual nunca hubiera llegado a “materializarse” o, por decir mejor, hacerse realmente presente para consigo mismo. Como dato último y presumible el león es abatido (o la imposibilidad absoluta de permitir que aquello que nos revela pueda sobrevivir como testimonio permanente e insoslayable) y nuevamente el dilema: si no se lo puede suprimir –en este caso el león perece pero no es Doole quien lo mata- entonces se destruirá al doble y como último recurso al original mismo; porque una vez manifestado, “revelado” el doble no es ya posible vivir en su compañía. El Je est un autre figura justo encima del periodo que lo compendia y explica: “Per me si va nella città dolente,/ per me si va nell’etterno dolore,/…/ Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”.


(*) de mi libro: Un oscuro esplendor -El doble y el laberinto en la novela gótica- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2008.
     (**)- “Se puede afirmar, al contrario (en relación con el ba como elemento inmaterial asimilable al alma) que todo hombre posee un ka. Khnum le ha modelado en su torno al mismo tiempo que al recién nacido. Está materializado por dos brazos opuestos y plegados, los antebrazos y las manos tendidos hacia el cielo /…/ A menudo corresponde a la conciencia. Un acusado dice “Mi  ka es bueno ¿qué he hecho yo?” –Un moralista escribe: “La mentira es cosa prohibisa al ka” /…/ Ciertos nombres propios, como Ka-y-emhat: “mi ka está delante de mí” o “mi ka es mi bastón”, “mi ka es mi guía” están en perfecto acuerdo con esta viñeta”.  (1bis).
(***)- La duplicación mágica con fines cinegéticos propiciatorios, la reproducción fiel y perdurable de la configuración astral: el “doble” del firmamento para asegurar su continuidad y poder escrutar sus designios.
(***bis)- Es ése el significado de la carencia de reflejo del vampiro: su aparente insubstancialidad, su no ser o, más bien, su ser de otro modo por haber traspasado ya la condición primaria del humano prisionero en el sueño puramente animal de su “realidad”. Igualmente la falta de reflejo confirma nada, no en la reiteración sino ahora en el vacío –no existe pues un “original” y esta constatación es tan rotunda como irrevocable. Por consiguiente esa proyección pura y absolutamente pesadillesca que es el vampiro necesita nutrirse del principio vital de otros seres para poder mantener la ilusión de una presencia, la mera representación de una existencia –apariencia tan vana y efímera como la de sus mismas víctimas.
(****)- Aquí corresponde una sumaria referencia etimológica: “ilusión, del latín: falsa percepción de un objeto que aparece en la conciencia distinto de cómo es en realidad a causa de una interpretación anormal de los datos de los sentidos; 2) Esperanza sin fundamento real”. (VOX). Obviamente se plantean ciertas objeciones: 1) la realidad que aquí se sobrentiende como concepto excluyente y asentado de una vez por todas difiere no sólo de cultura a cultura y de una época histórica a otra sino en el seno mismo de una cultura determinada en cualquiera de sus fases y en los propios individuos que la componen. Basta con echar una ojeada a la historia para corroborar esta aserción; 2) interpretación anormal refuerza con otros términos esta definición tajante e ilusoria de realidad –habría pues que precisar la normal percepción, lo que es lisa y llanamente imposible. Se abre aún más la brecha con esta curiosa formulación antitética: “esperanza sin fundamento real”. ¿Puede la esperanza tener un fundamento real y seguir siendo esperanza?: “Esperanza: confianza de lograr una cosa, de que la cosa deseada se realice/…/virtud teologal” (VOX). Como se ve se trata de un círculo vicioso y la única conclusión posible por ahora es traer a colación la sola definición incontestable: aquella celebérrima sentencia en Macbeth: “Life’s but a walking shadow; a poor player, that struts and frets his hour upon stage,/And then is heard no more: it is a tale/ told by an idiot, full of sound and fury/ signifying nothing”. (V, esc.5). (“La vida no es más que una sombra ambulante; un pobre actor que se pavonea y consume su momento en el escenario/ y del que luego no se sabe más nada: es un cuento/ narrado por un idiota, pleno  de ruido y de furor/ y sin el menor sentido" (2bis)
                                                                 (****bis)- Esta noción es tratada ejemplarmente por el poeta inglés Alfred Noyes en su cuento El tren de                                   medianoche en el que el narrador, siendo niño, vio en un libro la imagen de una estación de tren desierta a excepción de una figura que esperaba en el andén. Notable relato sobre el encuentro final con el doble en el que ambas partes están condenadas no obstante a repetirlo una y otra vez por toda la eternidad. (5bis).
(*****)- “El aspecto unilateralmente viril y guerrero que pudiera suponerse en Arturo como ursus horribilis aparece rectificado también por el hecho de que, en la leyenda, Arturo siempre se acompaña, como en una especie de complemento o contrapartida suya, con Myrddhin o Merlín, poseedor de un saber y de un poder supranatural, hasta presentarse, en el fondo, menos como una persona distinta que como la personificación del lado trascendental y espiritual del propio Arturo” (6).
(1)- Clément Rosset- Le réel et son double- Ed. Gallimard, France, 1976 –pág. 89.
(1bis)- Pierre Montet- Egipto eterno- Historia de la Cultura. Ed. Guadarrama, Madrid, 1966- pág. 205.                  
(2)- Clément Rosset- op.cit. pág. 18.
(2bis)- The Illustrated Stratford. Chancellor Press, London, 1984.
(3)- Otto Rank- El Doble. Ed. JVE Psiqué, Buenos Aires, 1966- pág. 11.
(4)- O. Rank.- op.cit. págs 107-108.
(5)- O. Rank.- op.cit. pág. 110.
(5bis)- en Antes y después de Drácula- Ed. R. Alonso, Buenos Aires, 1972- págs. 319-324.
(6)- Julius Evola- El misterio del Grial. Ed. Plaza y Janes, S.A, Barcelona, 1977- pág. 58.
(7)- Fernando Pessoa- Poemas. Compañía Gral. Fabril Editora, Buenos Aires, 1961- Introducción, pág. 11.
(8)- F. Pessoa- op.cit. pág. 12.
 









 



Una celebración singular...

y tanto porque es estrictamente personal. Este blog, es decir, este soliloquio, acaba de cumplir tres años de desmayado ejercicio del monólogo (después de todo nada tiene de malo hablar solo, lo grave, como bien dicen, es cuando uno comienza a contestarse). Agradezco a quienes han seguido con simpatía mis desvaríos y de una u otra forma me han hecho llegar su opinión al respecto. Me reconozco tanto en la expresión de su aliento como en los otros muy elocuentes silencios.

martes, 9 de abril de 2013

La mirada inocente (*)

  Hace ya bastante que somos conscientes de que el género policial (o policíaco) no es un género menor (si tal cosa existe en literatura) y los que no sólo lo frecuentamos sino que hemos sido (y seguimos siendo) adictos desde siempre conocemos varias obras excepcionales entre esa ingente masa de distracciones fabricadas con arreglo al recetario básico. Uno de los grandes creadores de este universo singular fue Georges Simenon y el calificativo se aplica en todo su alcance, no sólo por el talento sino por la increíble producción y la propia vida misma también experimentada en demasía. Pero como sucede con (casi) todo este género cuando uno se hace con uno de sus títulos no espera sino novelas policiales, alguna mejor otra menos, alguna que agrade más, otra menos. Por eso y comprensiblemente a medida que iba leyendo con un interés creciente esta obra me extrañaba -más aún, me desconcertaba-la absoluta ausencia de los elementos de rigor en la materia y me preguntaba cómo y cuándo acaecería el (o los) asesinato(s) porque no había el menor indicio de tal cosa. Y bien podía no haberlo porque al cabo pero no tan al cabo según va avanzando esta escritura perfecta se va cayendo en la cuenta que ésta, entre todas, no es una novela policial ni nada que se le parezca. Ni nada que se parezca a nada que ya se haya leído, en cualquier rubro que sea, salvo, salvo quizá y como un eco muy lejano y en sordina  El Principito de Saint-Exupéry. Y esa impresión se confirma (se insiste: relativamente) un tanto más con el título original que la traducción (en este caso bastante mediocre) al español, para variar, pervierte : Le petit saint vale decir El santito. (Es cierto que carece de todo efecto y resulta un poco ñoño pero con el mismo criterio se podría haber suprimido El Principito por Le petit prince).  Entonces Simenon no fue sólo el inspector (o comisario) Maigret en sus múltiples apariciones literarias -y cinematográficas- sino igualmente este otro autor de un libro único y no digo original sino -y reitero- único. Se trata, en esencia, del retrato de una vida, de la vida de un pintor que suponemos impresionista o próximo -cronológica y temáticamente- a esta escuela. Y va, como cumple y cuadra, desde su nacimiento en un barrio a la sazón pobre (en realidad todo este periodo -desde fines del siglo XIX hasta la década de 1960- transcurre en la famosa rue Mouffetard y el mismo libro está dividido en dos secciones: la primera con este título: El chiquillo de la rue Mouffetard y la segunda: El chiquillo de la Rue de l'Abée de l'Épée) hasta su consagración tardía en un París que todavía era el centro cultural de Occidente.

     Todo está mirado desde los ojos del niño, desde que puede recordar y lo que puede recordar incluso a sabiendas de las trampas de la memoria; todo está dicho del modo más directo y natural posible: enunciados fácticos mínimos y más que modestos en los que no hay juzgamientos, críticas o la menor mala fe; en realidad no hay nada sino la limpidez casi imposible -inimaginable- del niño que no sufre, que pasa por todo sin malicia, que soporta las burlas e incluso las agresiones de sus compañeros de colegio (es muy bajo para sus años) con una sonrisa enigmática y benevolente. Y el cuadro a él externo no es por cierto el jardín de las delicias; son cuatro hermanos y una hermana que duermen hacinados en jergones en una sola habitación dividida en dos por una sábana colgada del techo -del otro lado la cama de la madre donde todas o casi todas las noches hay hombres distintos. Desde luego el padre se esfumó hace siglos sin dejar ni un mal recuerdo. Y con la misma economía de medios y la misma escritura perfecta se describe el mundo del mercado de abasto (Les Halles) donde la madre y la abuela van a comprar todas las mañanas antes del alba la fruta y verdura que transportan luego en pesados carretones para venderla en la rue Mouffetard. Y desfila  también el mundo  que rodea al niño, el mundillo de esa misma calle con sus colores y olores particulares, con sus habitantes y cómo todo eso va cambiando aceleradamente tras la Primera Guerra con la llegada del gas (iluminación doméstica y alumbrado público), del tranvía, del metro, del tren, del primer auto, de las bicicletas, de los buques a vapor, etc., etc. Y este ser casi simple, tan apartado del mundo y sin embargo tan inserto en él -merced a una empatía tan absoluta como impresionante- apenas cambia, física, mental o espiritualmente. Permanece idéntico y fiel a sí mismo y logra sobrevivir y vivir y logra cumplir su sueño, expresarse -o algo así- a través de la pintura, como ya se dijo. Y el libro se cierra con este ser ya anciano pero siempre mismo, con la misma luz en los ojos y la misma sonrisa apacible y un tanto divertida. Sí, sin duda la sonrisa que tendría un ángel. Esa misma sonrisa que todos quisiéramos tener al momento de cerrar el libro de todos los libros.


                                                                                                                                                  
(*)- Georges Simenon -La mirada inocente- Ed. ABC, S.L., Barcelona, 2004.