viernes, 25 de enero de 2013

Amor constante más allá de la muerte (*)

     "No sus rostros, por ventura, sino el de una maravillosa mujer, cuya mirada, viva hasta el deslumbramiento, entró en sus almas, quitándoles toda potestad de palabra y de reflexión, hasta poseerlas en un vértigo que inspiraba la delicia insaciable y con ello necesariamente mortal". Leopoldo Lugones - Los ojos de la reina, en: Cuentos fatales.

     Sirvan el título del soneto de Quevedo, acaso el más bello que se haya escrito en español y esta cita tomada de Lugones para introducir una breve digresión sobre tan socorrido asunto motivada por una reciente relectura de la obra de O. Wilde Salomé provocada a su vez por la audición de la Salomé de R. Strauss (**) cuya música particular realza con negros fulgores el ya de por sí curiosísimo y denso texto de Wilde. Drama de tema biblíco tan compacto, condensado en un solo acto que parece (y es, en verdad) tan insuficiente para contenerlo y donde, no obstante y con todo el escritor se permite demoradas y prolijas descripciones de un raro esplendor poético. Se trata sin duda de una elección netamente deliberada porque se compromete así un desenlace que de este modo no puede ser sino (como, en efecto, es) precipitado y abrupto: ¿acaso para subrayar todavía más la aspereza brutal de la tragedia y su hábito no de presentarse sino de irrumpir?
     La -a primera vista- incomprensible pasión de Salomé por Juan, a tal punto aparece instantánea, se percibe quizá mejor si se la considera también como una variante del mito de Narciso (y éste, a su vez, como una reducción última del tema del doble). Salomé se mira y se abisma en su propia imagen (Juan) que, como tal, no puede responder a su requerimiento (incidentalmente se refuerza esta abstracción por el suicidio de Narraboth, que la princesa ni siquiera advierte). Ahora bien ¿qué solución puede tener el narcicismo? Ninguna. Pero sí puede entenderse la supresión de la imagen  (la muerte de Juan) como un desahogo necesario o, más aún, su solo paliativo. Claro está que entrañará, por fuerza,el aniquilamiento simultáneo del que se refleja pero después de todo lo propio de la tragedia estriba precisamente en la imposibilidad (incapacidad) de prever o anticipar. En verdad es fuerte la tentación de catalogar lisa y llanamente de loca a Salomé y, en efecto, puede decirse que ha enloquecido por cuanto se ha enajenado en su propia duplicada imagen que, para colmo de males, parece existir efectivamente por sí misma y con total independencia de la fuente (el origen) del reflejo. A este respecto la descripción de lo que está viendo, de la apariencia frente a ella es absolutamente reveladora y Wilde se cuida de acentuar específicamente los aspectos materiales -y sólo éstos- es decir lo que primero impresiona al ojo que ve. La salvedad no es en modo alguno ni tan obvia ni ciertamente gratuita porque todo lo que Juan dice, que puede y debe ser entendido como el aspecto espiritual de su personaje es pura pérdida en lo que atañe a Salomé, que ni lo escucha ni, caso de hacerlo, lo comprendería. La índole fundamentalmente -y casi podría decirse groseramente- materialista de la princesa queda así asentada, rescatada, es cierto y de algún modo compensada por una sensualidad de tanta o mayor intensidad. Todo lo que alcanza a comprender es el ataque a su madre, la cual es señalada igualmente, a su vez, con similares características pero todavía más pronunciadas, en particular con su comentario a raíz del debate que sostienen los dos nazarenos, los cinco judíos, el saduceo y el fariseo sobre cuestiones teológicas.
     Todos los adjetivos que presentan a Salomé y en primer término la blancura (color que en la antigüedad, cabe recordarlo, se identificaba con el duelo y la muerte) son registrados en un repertorio que abarca todos sus matices -opacos, translúcidos, mates y brillantes- que van desde la luna a la plata y se repiten más tarde como una réplica fiel para destacar la belleza física de Juan introduciendo así una identidad (apariencia) común que evoca automáticamente la noción del doble. "Juan ¡estoy enamorada de tu cuerpo! Tu cuerpo es blanco como los lirios de un campo que el segador nunca ha segado. Tu cuerpo es blanco como la nieve que se deposita sobre las montañas/.../ Las rosas del jardín de la reina de Arabia no son tan blancas como tu cuerpo. Ni las rosas del jardín de la reina de Arabia ni los pies del amanecer cuando se apoyan en las hojas, ni el pecho de la luna cuando yace sobre el pecho del mar...Nada hay en el mundo tan blanco como tu cuerpo. Déjame tocar tu cuerpo". (A continuación vienen todos los calificativos opuestos suscitados por la negativa de Juan: "Tu cuerpo es horrible. Es como el cuerpo de un leproso", etc. Y a cada nuevo rechazo de Juan la decepción va dictando los adjetivos contrarios). No podría resaltarse más la necesidad acuciante de tocar, besar, llegar por el contacto físico. ¿No estaría ello indicando una incredulidad tan turbada que ha de satisfacerse sólo por el testimonio de los sentidos porque prácticamente no puede aceptar como real lo que está viendo?
     A los adjetivos que se aplican a la luna en tanto que símbolo ominoso se deben añadir todas las metáforas y calificativos que, una y otra vez, hasta la obsesión, resaltan la blancura y palidez de Salomé: (el joven sirio)"¡La princesa ha ocultado su rostro detrás del abanico! Sus manitas blancas se agitan como palomas que vuelan hacia el nido. Son como mariposas blancas. Son iguales a mariposas blancas". (El mismo): "Es como una paloma que se ha desorientado...Es como un narciso que tiembla al viento...Es como una flor de plata" (este último símil también es utilizado por Salomé) hasta culminar en esta visión de Herodes en el límite mismo de la analogía, en su paroxismo absoluto: "Te seguirán (los pavos reales blancos) por todas partes y entre ellos serás como la luna en medio de una gran nube blanca...".
     Toda la riqueza y variedad de esta recurrente adjetivación que, como se dijo antes, tiene por finalidad establecer un paralelo entre Salomé y Juan e instaurar así la idea del doble viene como a condensarse y resumirse en la descripción final que hace la princesa, la última repetición, el último reflejo (duplicación) de la analogía: "¡Pero tú, tú eras hermoso! Tu cuerpo era una columna de marfil colocada sobre una base de plata. Era un jardín lleno de palomas y de lirios plateados. Era una torre de plata adornada con escudos de marfil. No había nada en el mundo tan blanco como tu cuerpo".
     La otra parte de Salomé, siempre desde esta concepción de un dualismo esquemático e incluso maniqueo, es por supuesto su inmaterialidad que sólo puede percibir una mirada enamorada con su consiguiente idealización. Se la ha subrayado mediante un símil absolutamente extraordinario: (el joven sirio): "Nunca la he visto tan pálida. Es como la sombra de una rosa blanca en un espejo de plata".Es decir un reflejo en negativo: la duplicación opaca y ciega de la imagen -la sombra- de otro reflejo igualmente mate y neutro, que es el único que puede captar una superficie de plata. Cabe por tanto la pregunta: ¿dónde, pues, está aquí la imagen sino en su sola evocación y su evanescencia?
     También la interdicción de mirar reiterada de manera obsesiva nos recuerda desde luego y en primer lugar la imposibilidad -so pena de anonadamiento- de contemplar el rostro de la divinidad (concepción compartida por gran parte de las antiguas teogonías) pero aquí potenciada y a la vez diversificada por una múltiple imagen especular que va y viene como un reflejo o haz luminoso rebotando de espejo en espejo-esto es, de un personaje a otro- así, el paje de Herodías al joven sirio o Narraboth: "La miras demasiado (a Salomé). Es peligroso mirar a la gente de esa manera. Puede ocurrir algo terrible". Salomé: "¡Qué bueno es ver la luna!" (luego se volverá sobre esta, aparentemente, anodina frase). Juan: "¿Quién es esta mujer que me está mirando? No quiero que me mire". Herodías (a Herodes): "¡No debes mirarla! ¡Siempre la estás mirando!" (es particularmente insistente esta advertencia de la reina hasta volverse francamente abrumadora, como un estribillo). Herodes: "Tu belleza me ha perturbado dolorosamente y te he mirado demasiado". El resto de este parlamento del Tetrarca cierra el círculo del poder de la mirada -equivalente aquí obviamente y en un primer nivel a la posesión-  con la mención intencional del espejo (y de la máscara) que la anula. Y paralelamente no debe olvidarse la referencia expresa a la mirada que se devuelve a sí misma, tan nefasta y peligrosa como la otra, cuando el paje dice de Narraboth que: "le gustaba mucho observarse en el río", en una alusión inequívoca al mito de Narciso, actitud que él igualmente y por idénticas razones le reconvenía. Por último la importancia de la mirada se refuerza asimismo en sentido negativo (primer soldado): "Los judíos veneran a un Dios al que no se puede ver".
     Salomé no se menciona nunca por su nombre en los Evangelios sino simplemente como la hija de Herodías y Filipo. Mateo no la nombra ni aclara qué fue después de ella. Ni Lucas ni Juan mencionan tan siquiera el episodio. Pero sí hay una variante de importancia en Marcos que dice que la muchacha preguntó a su madre qué debía pedir y ésta le respondió que la cabeza del Bautista, lo que, desde luego, cambia radicalmente la historia.
     Para llegar entonces al personaje de Wilde, que de hecho no hace sino reproducir, cargando las tintas, una figura legendaria ya elaborada, juzgada y condenada sin atenuantes como una personificación tan tajante de la sensualidad y la lujuria, la perversidad y la crueldad en estado puro ha sido necesario todo un proceso intermedio, como tantas y tantas veces se ha dado en la historia y muy particularmente en la hagiografía y en las exégesis de las Escrituras. Interpolaciones tardías que acaban usurpando el lugar de un hecho histórico que se va desdibujando cada vez más hasta ser completamente suplantado por la leyenda. Un proceso de estas características es el que describe y explica Robert Graves: "En las iglesias crestianas (sic -Graves distingue entre crestiana y cristiana) como entre los órficos y otras sociedades religiosas, se enseñan las doctrinas secretas sobre todo en forma de drama. Aunque ésta es una forma antigua y admirable de transmitir la fe religiosa tiene sus desventajas cuando los personajes son históricos y no míticos y cuando los adoradores aceptan como verdad literal lo que sólo es invención dramática. Tengo aquí una copia del Drama de Navidad que emplea actualmente la iglesia egipcia (el narrador está hablando en 89-93 d.C.) en que los principales personajes son el ángel Gabriel, María, la madre de Jesús, la prima de María, Isabel, el marido de Isabel, el sacerdote Zacarías, José, el marido de María, tres pastores, tres astrólogos, la partera Salomé, el rey Herodes, la profetisa Ana y Simón el sacerdote" (***). Como se ve aquí la figura de Salomé se ha tornado mucho más positiva pues es nada menos que partera, es decir, la que ayuda a ingresar a la vida (lo que no perdería en modo alguno validez incluso concediendo alguna otra posible confusión, pues no hay que olvidar que hubo otras del mismo nombre, entre ellas, por ejemplo, la hermana de Herodes el Grande y por consiguiente tía de ésta, que es hija de Herodes Filipo).
     En lo que atañe a Tigelino, personaje a todas luces inspirado en el agente de Nerón y por ende anacrónico (ya que reina Tiberio: 42 a.C.-37 d.C. en la época de Herodes Antipas: 4 a.C.-39 d.C.) intriga un tanto su carácter enigmático y elusivo. Figura mantenida en un muy discreto trasfondo sirve sin duda para conferir al texto una mayor verosimilitud histórica (en la misma forma en que, por ejemplo, Juan habla como lo hubiera hecho en los Evangelios). En efecto, interviene brevemente sólo en tres oportunidades y siempre para responder a alguna pregunta de Herodes o a solicitud de éste que así le da pie y parece extraerlo de la sombra (1ª. intervención: condena a los estoicos porque se suicidan; 2ª: aclara el título de salvador del mundo /que usa el César/ y la 3ª es una cuestión que queda en suspenso).
     El Tigelino histórico fue un sujeto de baja extracción, domador de caballos, oficio que le franqueó la entrada a palacio, donde ulteriormente y gracias a su notable apostura llegó a ser amante de Agripina. Así fue escalando posiciones y andando el tiempo, al morir Burro, Nerón lo designó en ese puesto donde prontamente se hizo indispensable en particular como delator y drástico ejecutor de las "soluciones" a conspiraciones reales o supuestas (como las de Plauto y Sila). Se enriqueció enormemente al amparo de Nerón y tras la muerte de éste fue perdonado en un primer tiempo por Galba so pretexto de que estaba muy enfermo de tisis pero luego, con Otón y dado que el pueblo le seguía teniendo un odio implacable, enterado Tigelino de que el emperador lo entregaría se degolló antes de ser arrestado.
     De manera casi insensible pero con una muy inteligente oportunidad que pareciera graduar su intensidad Wilde va acumulando los signos ominosos que prenuncian el drama. En primer término el aspecto de la luna que, como es sabido, es el astro del amor fatal, descrito según la visión de cada personaje; para Salomé es fría y casta, calificativos que también definen a la misma princesa (y que de ninguna manera se oponen a/o contradicen su exaltada sensualidad y su subsecuente pasión -se trata en realidad de un "antes" y un "después") y van marcando su identificación ("qué bueno es verla" dijo antes); también y acaso aquí se ha querido resaltar curiosamente su condición infantil Salomé la compara a "una monedita, una flor de plata". Para el joven sirio es, lógicamente: "una pequeña princesa que luce un velo amarillo y cuyos pies son de plata". Para el paje de Herodías es también lógica y proféticamente: "Como una mujer muerta. Se diría que está buscando cosas muertas". Para Herodes: "Es como una mujer loca, una mujer loca que está buscando amantes por todas partes. Está desnuda, además" (Huelga abundar acerca de este parlamento; no puede ser más explícito). En cambio para el pragmatismo de Herodías: "No, la luna es como la luna, eso es todo". En segundo lugar está el hecho de pisar la sangre y resulta muy significativo que sólo la pisan Salomé y Herodes, que son en definitiva los verdaderos protagonistas de la tragedia (Juan es simplemente el pretexto, tanto para la historia -argumento- en sí como para que pueda reflejarse y proyectarse la imagen de Salomé) los que por sus pasiones desmedidas la van a desatar y concluir. Y queda por último ese denso aleteo que se percibe varias veces y que Juan define como la presencia del ángel de la muerte.
      A toda esta carga morbosamente obsesiva se le añade no ya el deseo sino la 'fijación' demencial de Salomé de besar la boca de Juan, expresada una y otra vez como una letanía: "Besaré tu boca" se transforma luego en: "¡Ah! Tú no me dejaste besar tu boca, Juan. ¡Bien! Ahora la beso. La morderé con mis dientes como se muerde la fruta madura" (Y cuando la besa sufre una suerte de desilusión y exclama que el sabor del amor es amargo y, tras recapacitar: o el gusto de la sangre). Aparte de la enajenación evidente de Salomé lo que se desprende de esta especie de inconsciente crueldad es su infantilismo; el despecho por habérsele negado algo crece en proporción a la no satisfacción: el encaprichamiento que sólo se apaciguará con la obtención -no importa a qué precio ni en qué condiciones- de lo deseado, para sucederle una sensación de triunfo y placer por haberse salido con la suya y conseguido su anhelo. Finalmente la decepción o más bien la pérdida de interés, una vez satisfecho el capricho. ¿No es el caso del niño que hace un berrinche por un juguete nuevo y en cuanto lo consigue lo destruye para saber cómo está hecho o cómo funciona desentendiéndose luego de él por completo? Porque no debe pasarse por alto este hecho decisivo: según la leyenda Salomé sólo tiene 14 años en el momento del drama, lo que explicaría igualmente (pero no, por supuesto, de manera excluyente) lo súbito y desmesurado de su pasión. Cabe, a este respecto, parangonarla con otros destinos igualmente precoces, fulgurantes y trágicos, como fuegos artificiales o, mejor aún, estrellas fugaces, meteoros que ardieron un instante en un puro estallido deslumbrante para extinguirse de inmediato: Julieta o la misma Juana de Arco, entre otras. Cranach captó magistralmente la gratuidad (lo lúdico, lo inconsciente, la atracción por lo prohibido, la indiferencia por el sufrimiento ajeno propios del infans) de este drama, como todos los demás, esencialmente absurdo.
     El cuadro de Cranach muestra a una niña de luminosa belleza que asoma apenas a la adolescencia, ricamente vestida al modo renacentista, sosteniendo sin esfuerzo aparente la bandeja redonda con la cabeza. Está mirando hacia y no al espectador y parece totalmente inconsciente del macabro fruto que porta o, más bien, exhibe; su expresión es profundamente serena e incluso con un aire de vagarosa y distante ensoñación. El contraste resulta francamente impactante: una imagen de la inocencia misma, angelical para emplear con toda propiedad el adjetivo, que fuerza a que se la disocie de su carga o, si se prefiere, que ésta vaya pasando inadvertidamente a un segundo plano a pesar de la importancia central que se supone debería tener en la composición y que aparentemente se le ha concedido, pero, por alguna causa y a poco que se observe con atención sostenida el cuadro va cediendo su dramatismo para llegar casi a confundirse con cualquier otro motivo perfectamente intercambiable -por ejemplo un racimo de uva, un faisán- de una naturaleza muerta convencional.
     Acaso contribuya igualmente a producir esta impresión el hecho de que también el Bautista está mirando al espectador, desde luego con una mirada sesgada pero de inquietante fijeza, no vidriada, acentuada por la boca apenas entreabierta, como si estuviera hablando. No hay horror empero en esa cabeza cercenada porque el pintor supo conferirle una expresión última como de prédica o admonición y como si se la hubiera segado súbitamente y de un solo tajo limpio sin dar tiempo siquiera a la sorpresa. Así se ha escamoteado deliberadamente todo elemento patético -ni angustia, ni horror ni congoja- y se ha reducido el tema a la esencia pura de los personajes: el uno ya más allá pero como y donde siempre estuvo y, en consecuencia, inalterado (también en el texto de Wilde, como se señaló, Juan está como envuelto en una bruma de irrealidad, inasible, como una entidad fantasmática o espiritual que no acaba de materializarse; el hecho mismo de que al principio de la obra esté encerrado en una cisterna sugiere irresistiblemente la idea de que ya está enterrado y que se levanta de su tumba sólo por unos instantes: los necesarios para su intervención en la obra), la otra, una muchacha todavía niña que muestra sin demasiado interés algo que le es ajeno por completo. Y bien puede ya serlo porque es en rigor el motivo pictórico que necesita Cranach -y que, por lo demás, no podría obviamente en modo alguno eludir- para equilibrar su originalísima y heterodoxa composición.
     En el otro extremo de la muy vasta iconografía dedicada a este tema (desde un Luini Bernardini pasando por Delacroix hasta Aubrey Bearsdley) se sitúa la obra, igualmente inquietante, de Pierre Puvis de Chavannes titulada: "Salomé, hija de Herodías, ordenando la ejecución de San Juan Bautista" realizada en 1856. El contraste es total porque aquí la figura de Salomé es de una nítida, vigorosa robustez. Ocupa decididamente el centro del cuadro y para subrayar su impresión dominante una esclava negra arrodillada ordena los pliegues de la caída de su manto mientras ella mantiene alzado un brazo como en gesto de comando que sostiene una bandeja redonda de metal imposible de no asociar en el acto con una pandereta. En el sombrío y tenebroso trasfondo apenas alcanzan a discernirse las otras figuras del drama. Salomé tiene la apariencia de una mujer ya adulta y se dice bien apariencia porque la originalidad de Chavannes consiste en haberla pintado de espaldas. Sólo vemos, por lo tanto, una pose imperiosa y decidida: la figura toda transmite resolución pero es una resolución sorda en su fuerza y además ciega puesto que se nos ha sustraído el rostro. Por consiguiente esta Salomé representada como el mismo destino impersonal e implacable puede ser cualquiera y todas las mujeres.Y ninguna. En resumidas cuentas una encarnación transitoria del erotismo como vía e instrumento de la muerte.
     El drama se cierra -y de manera perfecta- con un acto que resume la extrañeza, la pasión salvaje, incontrolada: la bestialidad, en una palabra, que lo caracteriza y es cuando Herodes -ya sea por despecho, ya sea horrorizado por la monstruosidad de Salomé (en el sentido de fenómeno, de excepción absoluta a la norma) que lo arrastró a dejar al descubierto su propia bestialidad (primero al prometer para satisfacer su lascivia y luego al verse obligado a consentir en la muerte del Bautista) lo que muy difícilmente puede perdonarse, ordena a sus soldados que eliminen a la princesa. Ahora bien, en lugar de traspasarla con sus lanzas o usar sus espadas o dagas o incluso estrangularla o bien emplear cualquier otro método de ejecución convencional éstos rodean a Salomé y la aplastan con sus escudos, exactamente como se elimina de un pisotón a una araña o algún otro insecto dañino. Más allá de la muy relativa realidad histórica que pueda haber llegado a tener alguna vez esta forma de supresión tan particular es evidente que su elección aquí implica la idea de no manchar o contaminar ni manos ni armas o instrumentos  y también y sobre todo despojar la muerte de la princesa del más mínimo vestigio de dignidad y rebajarla, denigrándola hasta el nivel de una plaga o alimaña cuya destrucción es un acto de necesidad que ni siquiera se cuestiona (****).


(*)- de mi libro El Bello Sino de Oro (Fábula Operística en Tres Sueños)- Ed. Alción, Córdoba, Argentina, 2002.
(**)- Una digresión en la digresión: hace ya muchos años, por primera vez y gracias, justamente, a esta obra (en la Ópera de París) se dio el ingreso al fascinante universo de la música de R. Strauss que andando el tiempo iría descubriendo y encantando: los poemas sinfónicos Don Juan, Así habló Zaratustra, Don Quijote, Muerte y transfiguración, A Italia o ya las óperas Arabella, Electra, El caballero de la rosa, Ariadna en Naxos o bien esos deliciosos divertimentos: Capriccio, Las travesuras de Till..., sinfonías La Alpina, La doméstica hasta las endechas de tan exaltada y honda espiritualidad como las Cuatro últimas canciones, definitivo testimonio de esa maestría capaz de llegar a plasmar semejante expresión de un ser que se despide de la vida.
(***)- Robert Graves- Rey Jesús- Ed. Planeta, Barcelona, 1998. pág. 18.
(****)- Después de escritas estas líneas hallé referencias históricas expresas a esta singular forma de supresión. En lo que respecta a Salomé por otras fuentes se conocerá parcialmente su destino (histórico) ulterior (ligado sólo tangencialmente al de su madre y el Tetrarca: la caída y el exilio); su primer y segundo casamiento y su secreto perfil conservado en una moneda al reverso del de su esposo. Con ello y poco más la presunción cada vez más afianzada de la escasa -o nula- verosimilitud del episodio biblíco que la tiene por protagonista.
NB: el texto que se ha seguido y citado aquí: O. Wilde -La importancia de llamarse Ernesto/ Salomé- Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1979.

lunes, 14 de enero de 2013

nacimiento-nacimientos

no surge. pero apenas asoma. volutas de humo, vapores volátiles, nieblas rasgadas. apenas concibe, apenas formula, apenas enuncia. en la indiferenciación se asume, tan poco, tan poco; pero desde ahora debe asumir ese tan poco con que fue equipado, ese torbellino de nada del que ni sale ni entra pero que está en su yo, que es su yo. ¿qué es su yo? pero ese humo, ese vapor, esa niebla. ¿cómo? y percibe, tan poco, tan mal y tan confuso. los demás, las cosas, los seres. ¿cómo? no hay puentes ni vínculos ni nexos o lazos, sólo una intuición  tan remota, una esperanza que tampoco cree ni en su propia trampa, la necesidad absurda de asirse a algo más que su torbellino de nada, que sus remolinos vacuos de nada, que su estar habitado por la nada en una antesala de la nada donde sólo se puede esperar más nada. ¿cómo? y ¿para qué? a veces algo dice, algo que ni está ni deja de estar pero que se expresa en balbuceos, en tropiezos, en gestos invisibles, en gemidos de silencio, ese algo dice, a su modo: hay que llegar, es preciso llegar hasta ¿dónde? hasta la frontera de la piel (¿qué piel?), hasta quizá la palabra misma (no hay sino mudez, abatido callar), hasta los demás en algún sitio, con algún código, con al menos la vislumbre de una cierta intención. pero es que es tan poco, vino tan apocado y en sí mismo ya ausente y colmado de nada, pleno de ausencias, entonces ¿cómo? y espera, hace tanto que espera aunque no sabe qué es tanto ni qué es la espera, qué es mucho, qué es poco, a pesar de ese poco tan mínimo que se siente ser, que quiere ser, ese poco insignificante y perplejo, no, atónito, pasmado en el resentimiento tibio de haber sido llamado para nada, para esta nada, para esta pobreza tan raquítica, tan nula, tan hueca, sí tan llena sólo de huecos, de oquedades por donde se escapa su nada, por donde se cuela su nada yendo y viniendo de la nada y para nada. sí, fue llamado pero no solamente a llenar (sin poder) una nada imposible sino también para tener la percepción de sí sin ser, de sí desleído entre el humo, la niebla, el vapor, de sí sin verbo y sin carne pero rodeado de voces que no puede oír, de pieles que no puede tocar, de carnes que no puede conocer. fue convocado a una reunión consigo mismo de la que él mismo sólo podía estar ausente pero sabiendo al mismo tiempo que no estaba donde debía, que debía justamente su presencia sin poder presentarse no teniendo apariencia, no teniendo ser sino sólo tanta nada, el humo, la niebla. ¿cómo? ¿cómo? y ¿para qué?