martes, 14 de mayo de 2013

Desde el Casiopea riela Casiopea

“¡Morir…,dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término devotamente apetecible! ¡Morir…,dormir! ¡Dormir!...¡Tal vez soñar!”.  (*)

Copenhague significa “Bahía de los mercaderes” pero en realidad ese nombre no evoca tanto lo geográfico o lo comercial  sino más bien una ciudad irreal, envuelta en brumas tenues y un perpetuo claroscuro que resalta las luces mortecinas reflejadas en sus canales. Esto podría quizá leerse en un folleto turístico. No sé si ahí se diría también algo más de su historia, de la potencia que llegó a ser Dinamarca, de los reyes que dio a Inglaterra. Si se dijera todo eso se comprendería entonces porqué el brumoso Hamlet de Shakespeare es danés y porqué el drama transcurre en Elsinor (el calificativo de brumoso corresponde plenamente; ya se sabe que el príncipe va de la razón a la locura aunque se las pretenda fingidas y que la supuesta realidad no es tal si se tiene en cuenta que comienza   con la aparición nada menos que de un  fantasma o sombra y que además hay una obra de teatro en la misma obra de teatro: espejos reflejantes al infinito y como si no bastara un amor imposible con aquella Ofelia ahogada que al flotar tanto recuerda a una sirena, etc., etc.). Pero igualmente se sabría –siempre y cuando entre esos datos estuvieran, insisto, los más relevantes- que Copenhague albergó otro drama tanto o más hondo que el de Shakespeare; el que escribió un escritor extraordinario, esta vez dinamarqués, llamado Hans Christian Andersen. Y que tuvo el detalle genial de disimular ese drama en una envoltura gentil pero muy, muy equívoca: la de los así llamados cuentos de hadas. Y entonces ahora, con tales antecedentes, se comprende porqué La sirenita es una especie de referencia nacional, con su tan conocida estatua y también más allá de Dinamarca –como ya se dijo- el mayor drama que se haya escrito en Occidente después de los trágicos griegos. El mayor, sí, junto con otro -nuevamente inglés- y asimismo disfrazado de cuento infantil (que es simplemente un seudónimo del cuento de hadas): El príncipe feliz de O. Wilde. Algún día se debería intentar un examen detenido de tantos aspectos en común entre ambos. Y de tanta y misma abismal experiencia del hado adverso que exponen y que es justamente la esencial y en verdad única de toda la humanidad. Porque de algún modo tan malhadado fue Andersen como Wilde y por eso pudieron ambos dejar semejantes testimonios. En síntesis y para avivar el recuerdo: una sirena (apenas una niña asomada a la adolescencia) se enamora de un príncipe al verlo a bordo de su barco. Ese barco naufraga y el príncipe es rescatado por la sirena cuando está a punto de perecer ahogado. Ya todos sabemos el resto: el sacrificio atroz de la sirena para tener dos piernas, la ofrenda de su voz –nada menos que de su voz-, el dolor intolerable de bailar, la imposibilidad de tener un alma como los humanos y la imposibilidad conexa de ser amada por el príncipe. Vale decir: un amor condenado al fracaso desde su origen mismo porque las partes pertenecen a dos mundos tan distintos que ni siquiera pueden llegar a reconocerse. Andersen sabía esto por experiencia propia como también lo sabía Wilde.  Como, desde luego, también lo sabe Rosalba Campra que en su notable novela Las puertas de Casiopea (**) recrea el universo de esa Copenhague de sueño y fantasía  espectrales poblada de sirenas.
     En realidad la autora hace más, mucho más: da un nuevo impulso, una suerte de renacimiento al espacio feérico literario pero desde un ángulo tan original como sobrio, completamente ajeno al habitual  y despojado de sus fórmulas corrientes manidas y las más de las veces insípidas. Ciertamente la sombra insoslayable de Andersen planea sobre su visión de Copenhague (explícitamente aludida en la pág. 44 en una síntesis del cuento y subrayada, además, por la referencia a otra imposibilidad afín: “Muy cerca del Casiopea, en el hostal del número 8, donde se alojaban los pilotos de los barcos pesqueros que hacían la ruta de Dragor, se ahorcó aquel noruego silencioso que se había enamorado de un mascarón de proa. Y sí, en forma de sirena”) pero la originalidad apuntada radica más bien en la actualidad  (la historia se desenvuelve en la contemporaneidad pero en realidad no tiene tiempo propio sino diversos tiempos que se van sucediendo e incluso se superponen) de la narración y en un sesgo tan perturbador como atinado: la indefinición constante del texto, la permanente ruptura de cualquier y toda certidumbre que se pudiera haber colado de rondón. En este sentido se sirve de una táctica eficaz empleada sobre todo por Lautréamont, a quien se cita textualmente en un parlamento. Y también en ese marco onírico (la protagonista tiene por oficio nada menos que narrar sueños) es imposible no detectar una nota hoffmanniana. Pero sin duda la influencia mayor  -por lo demás también reconocida paladinamente-  es ese libro singular, tan extraño como inclasificable de Aloysius Bertrand: el Gaspard de la Nuit. Y la primera enseñanza legada por esa obra magistral es la que adopta la autora sin ambages: no hay realidad sino la de los sueños y la fantasía, es decir: la única realidad posible es la de la subjetividad individual (que por definición se supone imposible). La otra, la aceptada y seguida a regañadientes por el común de las gentes para transitar el día a día no es sino una convención (ergo, todavía más ilusoria) que vale sólo para esa vida en sociedad y sus necesidades tan prosaicas como elementales e ineludibles.
Casiopea es, como se sabe, una constelación. Pero en la novela es también un bar. Y aquí, en este simple enunciado, se instala el primer equívoco: ¿porqué el título alude a las puertas de Casiopea y no del Casiopea como se hubiera podido esperar? Otra vez la indefinición pero parece evidente que se refiere a la constelación. Y si se refiere a la constelación ¿porqué las puertas? Sí, porque las puertas son las del bar pero también las que abren a la constelación y, más allá todavía, al universo todo y mucho más allá incluso a esa realidad subjetiva ya mencionada en la que se asienta toda existencia, tanto la personal como la colectiva, la del mundo sensible y con éste, por supuesto, el universo y todos los universos. O sea: el bar es un umbral o puerta (pero puertas a las distintas realidades interiores) que puede ser designado de diferentes modos y por descontado como el Aleph de Borges: “Un universo anamórfico y el Casiopea un punto privilegiado para reducir la distorsión” (pág. 256). Desde el Casiopea riela Casiopea con sus esplendores y entre ellos el más conspicuo: la supernova descubierta por Tycho Brahe  en 1572 y que lleva su nombre (pág. 87).
En paralelo coexiste otro lugar emblemático: el restaurante (es una forma de decir; sólo los marineros que recalan en Copenhague y avezados a todos los extremos pueden degustar sus “especialidades”) Havfruens Hale o “Cola de sirena” donde Nanán –la protagonista- ejecuta esta vez suertes circenses con su cola de sirena hecha de cristales en una enorme pecera y acompañada por una anguila amaestrada llamada Amanda. Como se advierte (y más allá del enfoque ya francamente surrealista y de un delicioso efecto cómico) se continúa ensamblando pieza a pieza ese juego de reflejos especulares que en trasfondo van instalando y afianzando la noción  de la imposible identidad (o teoría de la duplicación pero tramada, como todo en esta novela, desde una perspectiva diferente; ya se volverá sobre esto y por ahora procede dejar planteada la pregunta más obvia; en cada caso –narradora de sueños-falsa sirena, compañero-amante, acólito de Tycho-tatuador-etc., etc: ¿cuál es el original, cuál la copia?). Antes de proseguir cabe acotar que la autora va intercalando aquí y allá como guiños furtivos y cómplices recuerdos de su infancia en las sierras de Córdoba y así, de modo solapado se va instalando también un tercer escenario de fondo, tan brumoso como el del septentrión y al mismo tiempo tan presente. Volviendo a lo anterior: de pronto y en un giro inesperado Amanda aparece flotando enroscada sobre sí misma –obviamente muerta- como un eco grotesco del uroboros o símbolo del eterno retorno y ésta es la reflexión que se desliza al respecto: “Me acordé del entierro que le dedicamos a un canario en el jardín de mi casa, allá, cuando era chica. Entonces toda muerte era respetable. Amanda también merecía un adiós”. (pág. 100). Como es palmario la duplicación no puede ser más sutil y, al mismo tiempo, más manifiesta.
      En esta ciudad -como en otras- existía la costumbre de colocar al lado de las ventanas del primer piso un espejo sostenido por un brazo articulado que podía enfocarse a voluntad y permitía, sin necesidad de asomarse y, a su vez, ser visto, vigilar lo que sucedía en la calle. Aquí se los designa con un adjetivo muy gráfico: “espejos de murmuración”. El que correspondía al Casiopea había desaparecido hacía mucho pero más tarde el lector se entera de que en realidad se lo había utilizado para otros fines; otros fines para nada ajenos a los originales ya que la “misión” y la función eran en el fondo las mismas: el espionaje sólo que aplicado ahora en otra escala mucho menos inocente. En efecto, el conjunto de esa “instalación” recuerda sobre todo al siglo XVIII y su notoria pasión por todos estos artilugios (y en particular por los autómatas que también se mencionan aquí en otro pasaje) y desde luego por los misterios de la alquimia misma pero también cabe entenderlo como otra vuelta de tuerca sobre la idea fundamental ya señalada: el efecto ilusorio de los juegos de reflejos, la ignorancia de quien es observado sin advertirlo (aquí también se puede incluir como deus ex machina tanto a Jean-François, el dueño del Casiopea como al ojo insomne del dios de turno o incluso una anticipación apenas velada de 1984 de Orwell) y por ende ofrece un flanco vulnerable y su contraparte: el poder que confieren un saber o conocimiento secretos y en ese mismo plano los reenvíos infinitos de las imágenes en un universo otra vez duplicado ahora mecánica y artificialmente: “Ahí era donde había ido a parar el espejo-de-murmuración del número 14 de Nyhavn. Ahora formaba el centro de un sistema de espejos de distintos tipos, lentes y tubos acodados que se imbricaban unos en otros hasta perderse en las penumbras del techo. Parecía la recámara de un submarino”. (pág. 117).
En este mecanismo de la duplicación la reiteración es esencial y por eso no puede bastar una simple copia sino que cada supuesto original (y por tal debe entenderse también y en primer lugar al texto mismo) ha de repetirse hasta el vértigo y/o hasta acabar despojado de esa pretendida originalidad y entonces y sólo entonces las series sucesivas tendrán acaso un sentido: precisamente el de señalar la ausencia del origen (del original). Así vemos con sorpresa un Tycho Brahe redivivo que (históricamente) sabíamos muerto desde el siglo XVI; claro, es una copia y tan acabada que hasta lleva la misma nariz de metal precioso que su ancestro homónimo y que, para redondear como es debido la analogía, aparecerá muerto en una confusa situación. Igualmente debe mencionarse al otro personaje principal en esta trama compleja y fascinante: el pianista aristócrata Topsy (¿de la expresión topsy-turvy que sugiere confusión, desorden, caos?) que también muere en circunstancias confusas y que en realidad es de algún modo el alter ego de la protagonista, es decir representa o encarna su aspiración absoluta a una complementariedad no por ideal (o idealizada) menos gravitante. El personaje así sublimado (***) tendrá, por fuerza, su continuidad en un plano igualmente duplicado e ideal: un hijo aún no nacido y concebido en una sirena, vale decir la promesa esta vez casi tangible de la realización final de un amor en principio y aparentemente imposible (y aquí conviene traer nuevamente a colación al príncipe del cuento: aquel que es visto desde el mar en su barco y al que la sirena rescata cuando está a punto de ahogarse pero ahora con la  pertinente y subversiva salvedad: al despertar no ve a una princesa humana extraña que lo socorre sino a su auténtica salvadora y es de ésta que se enamora).
“Ahora es cuando empiezan a desdoblarse, se separan en dos imágenes volanderas perfectamente simétricas y se hace difícil decidir si la imagen duplicada es sólo un engaño creado por un espejo o bien la otra acróbata, la hermana de carne y hueso que al lado de la primera traza los mismos arabescos; más ahora que los espejos se abren y giran enfrentándose; ahora que, gracias a ese juego, innumerables figuras idénticas se ciernen sobre los invitados, se zambullen sobre las cabezas levantadas y vuelven a ascender hacia donde las recibimos nosotros, las estrellas. Todos tienen los ojos prendidos en ellas, absortos en la contemplación de las evoluciones cada vez más complicadas con que el enjambre entra y sale de los espejos”  (pág. 229).

Como se dijo en todo el transcurrir del texto  subyacen diversas improntas. Una no tan ostensible pero que no podía faltar es la de Poe y, en particular, su cuento La máscara de la muerte roja; basta y sobra con repasar la “ambientación” en la escena de la fiesta final de disfraces (párrafo inicial pág. 130 y después pág. 168) para corroborarlo. Y digo “ambientación” porque desde luego no se trata de ninguna cita ni transcripción más o menos textual de Poe sino del “espíritu” de sus obras y, en particular, de ésta. Claro está que como sucede con todos los escritores (y también con los lectores constantes) podrían traerse a cuento infinitas referencias, las más de las veces soterradas, de lecturas añejas o incluso escuchadas en la infancia misma. Porque no cabe duda de que quien puede escribir así  responde a un imperativo ya casi genético, indisociable de su formación y de sus primeras impresiones. Entonces aquí también están por fuerza Verne, Salgari, Sabatini  (inglés a pesar de su apellido), A. Dumas, Stevenson, desde luego La Fontaine, Esopo, Samaniego, Leprince de Beaumont y en primer término los hermanos Grimm y Perrault entre tantos y tantos otros. Por consiguiente lo que nos restituye Rosalba Campra en esta obra es, como ya se precisó, el ámbito feérico pero enriquecido y redefinido por su propia experiencia, por todo ese legado pasado por el tamiz de su propia y libérrima fantasía, de su propia y tan contagiosa convicción respecto a lo que nos cuenta. Y estamos totalmente de acuerdo con ella: las sirenas no son sólo los seres mitológicos que emergen de una tradición milenaria sino seres reales que, junto a tantos otros de su misma condición, acunaron las noches primeras con sus primeras voces encantadas y encantadoras. Esas mismas voces que el talento de la autora ha logrado reencontrar y que nos restituye. Si se sigue pues este hilo de Ariadna se llegará, amigo ***** (los asteriscos significan “lector”) al corazón del laberinto, es decir, al núcleo de este relato parecido a ningún otro y que sí, requiere un algo de esfuerzo (es otro ejercicio de lectura) para adentrarse en él y descubrir su secreto y con él, el premio, premio que consiste nada menos que en poder volver al seno del sueño y de los sueños y saber, al fin, qué nos querían decir durante todo este tiempo que, de ahora en adelante, nos parecerá haber transcurrido entre paréntesis.
“Coyuyos, atiné a decir. Existían cuando yo era chica. Allá. Llegaban al caer de la noche, en el verano del Sur, anunciados por el restallido de los élitros. La luz de los coyuyos no titila como la de las luciérnagas, *****, dos esmeraldas les arden en la cabeza sin consumirse nunca. En este lado del mundo son imposibles” (pág. 140).
Allá vamos pues llevados por un texto sembrado de sorpresas como un campo minado, escrito con un lenguaje cuya definición más ajustada sería la de elegante y no por elegante menos preciso y cuidado. Y así asistimos al descubrimiento del jardín secreto del Casiopea, con sus estatuas, sus fuentes, su laberinto y la enigmática figura sedente de una mujer vestida de negro y con una guadaña con la que siega algas (págs. 153-154). Y en lo tocante al laberinto también lo encontramos en la reseña de la morada fantástica (o castillo subterráneo) que en el corazón de Copenhague se hizo construir Tycho Brahe (pág. 159) en otra nota referencial como un tributo tácito a El fantasma de la ópera.
     La suma de todos estos antecedentes no es una simple y gratuita enunciación sino –una vez reunidos en su compendio final- la clave que permite aprehender y abarcar de un solo golpe de vista el conjunto y, con ello, el propósito de la autora. Y se dice bien, su propósito (lograr, como lo consigue, sostener su tesis inicial lo que es lisa y llanamente un tour de force) porque como en toda obra realmente significativa al término cada lector tendrá su propia versión y se habrá convertido a su vez en otra prolongación de esta indagación singular. Será así una estrella más en la constelación de Casiopea, que ya no es más Andrómeda & Co. (ver págs. 87-88) sino que tiene desde ahora la forma inconfundible de una sirena con su plateada cola y en el rostro flotando una sonrisa extraña, un tanto indescifrable y a la vez simpática que va desde la indulgencia hasta una ironía algo traviesa y divertida al tiempo que nos murmura melodiosamente al oído: “Sumidos todos en el mismo olvidadero, sin nadie que nos sueñe” (pág. 262).



(*)- W. Shakespeare – Hamlet, príncipe de Dinamarca- (Acto III, esc.1ª ), Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1929.
(**)- Rosalba Campra- Las puertas de Casiopea- Ed. del Boulevard, Córdoba, Argentina, 2012.
(***)- El personaje está magistralmente definido en este solo periodo: “Topsy me tomó de los hombros, lo miró de frente, le dedicó una de esas sonrisas suyas que transformaban todo el resto en oscuridad y contestó por mí”. pág. 37.











miércoles, 1 de mayo de 2013

El ruido y el furor


Éste es el título bien conocido de una obra de W. Faulkner (también traducido, entre otras variantes-pero con menos fuerza- como El sonido y la furia)  derivado a su vez  de la más conocida aún (y siempre vigente) sentencia de Macbeth (V, esc.5): “(la vida) es un cuento/ narrado por un idiota, pleno de ruido y de furor/y sin el menor sentido” (*).  Y se traen a colación  estos datos para bosquejar el panorama  de una confusión mayúscula, sí, una más y relacionada en este caso con el mundo de la música, vale decir, con el mundo de la música en tanto que inserto en este otro, el de las mil caras de la ubicua imbecilidad  en el que no sólo nos toca vivir sino que además nos viene impuesto desde siempre. Quien quiera que haya dicho que la vida sin música no tendría sentido tuvo mucha razón y ya es de sobras sabido que los griegos le habían atribuido un origen divino y, como corresponde,  un destino problemático –Apolo y después Orfeo, sus ordalías y un final todavía peor (las Ménades o Bacantes). Pero dejando esto de lado por el momento procede recordar que la música es una actividad –más, una necesidad vital- del ser humano en todo tiempo y lugar; en efecto, no hay etnia, por elemental y primitiva que se la considere, que no haya inventado de algún modo su propio lenguaje musical. Así surgieron todos los folclores (tradiciones-leyendas populares y, por extensión, toda expresión afín) hasta hoy tan característicos del genio singular de una raza, de un país, de un pueblo. Y en Occidente la lenta progresión de los neumas hasta el canto llano, el barroco temprano, el barroco y la ópera incipiente, los periodos clásico, romántico, etc., etc., hasta culminar en la explosión de formas y modos innovadores e iconoclastas a lo largo del pasado siglo. Y a zaga de estos últimos también aparecieron los fenómenos de la denominada música pop, la disco, el rock y sus derivaciones, rock pesado, heavy metal, etc., etc. Estos últimos, en tanto que  producto directo de la subcultura mercantilista y falsaria norteamericana (y a la rastra la inglesa, por descontado) no son música aunque hagan ruido y demasiado. Con muy pocas excepciones son apenas la manifestación pura y simple de la torpeza más gruesa y la estridencia más enferma asistidas por el concurso de medios de alta tecnología totalmente pervertidos y la sólita, infernal maquinaria publicitaria. Ésta es, pues, la novedad que se reitera porque quizá no se haya entendido (a causa, precisamente, de los decibeles): eso no es música, es basura impuesta y vendida a la ignorancia y a la estupidez que creen reconocerse en esa falsa (y pro-sistema) contestación. Y el hecho de que haya contaminado al mundo entero en nada desvirtúa o altera esa verdad. Y no es música por la sencilla razón de que este pueblo primario, menguado de luces para todo lo que no sea el comercio expoliador, la guerra expansionista o la ganancia inmediata y a cualquier precio es incapaz de producir nada que se asemeje ni de lejos a una expresión genuinamente cultural (como, en otro orden pero no tanto,  querer explicar a toda costa los bodrios de Jackson Pollock -dripping o la monomanía extraviada de un lunático alcohólico /y no tengo nada contra los lunáticos alcohólicos siempre que tengan algo de talento; para eso ya estuvo el pobre Poe, cuyo poco envidiable destino lo hizo nacer en esas tierras y en esa época donde vivió, mejor dicho, padeció su vida como el exiliado perpetuo que fue/ mediante la teoría de los fractales; sí, todo vale cuando se trata de  timar al incauto y ese cuento a fuerza de asestarlo una y otra vez acaba calando y queda al cabo como una verdad tan asentada como incuestionable y, lo que es todavía peor, deja entornada la puerta para otras “operaciones” similares que hasta ahora y con éxito dispar se siguen repitiendo en el así denominado mercado del arte). Y lo que se consideraría tal no lo es porque el mismo jazz es de origen claramente afroamericano (léase negro) con aportes latinos si se tiene también en cuenta –y no se puede no- a Nueva Orléans y por consiguiente muy poco y nada wasp (white anglo-saxon protestant aunque también avispa: bicho inútil con aguijón altamente dañino) y lo otro sería la más que mediocre música country, adaptación simple y elemental de diversas músicas populares europeas. Entonces ¿qué queda? Nada, sino lo dicho: la cacofonía delirante, drogada y estruendosa pero que no siendo música obedece empero a un propósito fundamental: cubrir el vacío abismal de este sistema, tapar el vertiginoso silencio de su nada así como los excesos de su arquitectura ególatra y babélica sirven a su vez para disimular (trompe-l’oeil) ese mismo vacío, esa misma nada existencial disfrazada de propuesta de vida (en otra época conocida también como el american way of life o si prefiere extremar la broma de mal gusto: el sueño americano) y como tal impuesta a palos y a golpe de dólar al mundo entero.



 (*)- The Illustrated Stratford – Chancellor Press, London, 1984 (la traducción es mía).