domingo, 6 de mayo de 2012

Jules Janin o la confrontación "frenética" (*)



“Viene a ser como si en cada hombre hubiera una personalidad más allá de la razón y de la locura, una personalidad que contemplase sus acciones sensatas y las insensatas con el mismo horror y la misma sorpresa”. William Faulkner - Mientras agonizo.   

Jules Janin alcanzó en su tiempo una discreta notoriedad: la suficiente, en todo caso, para llamar la
atención de Balzac y, como tantos otros, pasó luego al desván de los olvidados y relegados que en su caso, como asimismo para tantos y tantos otros, fue inmerecido porque categorizar con arreglo a etiquetas del tipo: “autor de segunda línea” no sólo es mezquino sino falaz. Desde luego sabemos hoy que no fue ni Balzac ni Hugo ni Zola ni Flaubert pero en cambio sí fue Janin y es ésta una perogrullada sólo en apariencia. Siendo pues Janin escribió diversas obras de logro e interés dispar (La Confesión, Barnabe, por ej.); ésta, cuyo solo título: El asno muerto y la mujer guillotinada supone una provocación, es, sin duda, la que mejor lo representa en la suma de sus aciertos y defectos –desde su desmesura misma tiende a una rara ambición y resulta tan actual, tan contemporánea que desasosiega. En efecto, a lo largo de una historia en esencia anodina y esquemática: una pasión no correspondida, pintura de costumbres, una más, sin mayor relieve, un asno que simbolizaría un ideal subalterno de la Arcadia, se va gestando, paso a paso y con sostenida insidia, un marco de horror y perversión, morbosidad y cinismo que llega a su paroxismo (no otra vuelta de tuerca sino el ajuste cerrado y definitivo) en el muy notable y curioso capítulo final que escribe Balzac. Esta obra, reflejo y registro fiel de una época conmocionada, en las postrimerías agónicas del Antiguo Régimen, tras sus sucesivos y malogrados intentos de retorno y perpetuación (la Restauración en sus dos etapas: Luis XVIII y Carlos X y luego Luis Felipe 1°) vaciada de contenido axiológico (habida cuenta que al ideal libertario e igualitario del cataclismo de 1789 suceden nada menos que el Consulado y el Imperio) y en plena orfandad y oquedad moral (la analogía con nuestra propia época no puede ser más flagrante), esta obra, decíamos, se propone rastrear el horror procurando acaso descubrir una nueva identidad susceptible de enmascarar el otro verdadero, intolerable horror que es justamente esa indigencia moral. Para ello procede ( y también en esto es contemporánea) por oposición, como reacción a la así denominada a la sazón “nueva escuela poética” que no era en realidad sino una (muy) tardía adopción y adaptación francesas del gótico anglosajón y esa reacción opera mediante la hipérbole, pretendiendo agotar –al menos ése es su declarado propósito y empeño- las múltiples y proteicas expresiones de lo horrible para poner en evidencia el vacío esencial subyacente en esa estética y, por ende, su condición inane e inconsecuente con lo que, en resumidas cuentas, se acaba regresando al punto de partida pero de manera concluyente (una conclusión harto patética) porque ahora la constatación del vacío es doble e inapelable.
     Con el término “contemporánea” se quiere dar a entender aquí esa extraña y curiosa facultad anticipante de los modos y modas del pensar y el sentir que resulta posible (huelga decir una vez descontada la aptitud específica para ello) merced a un desvío radical de los cursos vigentes de esos modos y modas en la propia época. Y si dicho desvío corta además por el atajo de apostar a lo negativo y lo horrendo viene entonces a coincidir de pleno con un tiempo como el actual que ha hecho precisamente de lo negativo y del horror su asiento existencial. Obras como éstas sirven, por consiguiente –y por añadidura- para señalar, como hitos, un momento muy delimitado, preciso y singular que es aquel en el que se opera un cambio rotundo en la percepción, que en este caso conservaba todavía un enfoque que cabría denominar tradicional, esto es, sustentado en valores suprahumanos ( no necesariamente divinos o religiosos sino más bien girando en la órbita de la épica y la heroicidad, de la apetencia y la volición de lo trascendente y que rechaza, por lo tanto, la vida carente de relieve y del afán por la aventura y lo maravilloso) sustituído por la erección del yo como eje cultural, un yo hasta entonces casi insignificante (estrictamente sin significación particular, en contraste con la integración e identificación que venían dadas desde siempre por la inserción comunitaria) y, en términos generales, limitado, obtuso, mezquino y al que desde entonces se ha exaltado de manera demagógica y sistemática hasta que rotas las barreras de toda contención (desde el más elemental sentido común a la ética más primaria) termina por llegar hasta esta hipertrofia caricatural que hoy se toma como medida patrón; Janin describe este proceso, entonces aún en ciernes y sería ocioso volver a insistir en su desconcertante afinidad premonitoria: “Vivíamos tiempos demasiado egoístas como para que nos conmovieran las desgracias ajenas, por lo tanto la piedad respecto de los males imaginarios nos parecía repugnante; satisfacerse con las pasiones del viejo universo poético equivalía a aislar el propio yo de los habitantes de un mundo que, hastiado de los héroes de la historia, no encontró nada mejor para admirar que convictos y verdugos” (Capítulo VI).(**)-

      Al desconcierto provocado por una obra tan extremada se intentó responder acuñando un nuevo apartado, vista la imposibilidad manifiesta de clasificarla en cualquiera de los ya existentes y así nació la subespecie “novela frenética” (el calificativo no puede ser más explícito) de breve y tumultuosa existencia y aunque no haya sido El asno muerto…el único texto ni Janin el único autor comprendidos en ese rótulo (valgan como ilustración somera ciertas incursiones –relatos, novelas, etc., de Pétrus Borel, de D’Arlincourt, del mismo Hugo, en particular ese monumento a la truculencia que es Han de Islandia, del Balzac de La piel de zapa, A la recherche de l’absolu, La fille aux yeux d’or que es precisamente el que escribe aquí el último capítulo -y no el de Eugenia Grandet, Papa Goriot y en términos generales el resto de la Comédie humaine- de Théophile Gautier, de Louis “Aloysius” Bertrand su notabilísimo Gaspar de la Noche, de Eugène Sue, entre otros) sí son y por lejos los que no sólo representan sino que identifican por derecho propio esa categoría tan singular.

     “En medio de esos éxtasis, siempre nuevos, un compañero invisible está constantemente hablando al corazón, una voz misteriosa susurra suavemente en la oreja: no se está solo o, mejor dicho, se está más que solo (Capítulo XXIV)

     El tema del doble aparece manifiesto –en un primer momento- en esa presencia ubicua de un  narrador ignoto cuya única razón de ser parece consistir en ir en pos de esa otra parte suya –Henrieta- por definición inasible y elusiva. Y a la que, apenas hace falta decirlo, no alcanzará jamás. Desde este enfoque la pasión deja de ser tal y se iluminaría con otra luz ese llamativo desasimiento de lo sexual que tanto intrigó a cierta crítica. Más tarde esa mirada –la que narra- se escinde y entonces la parte complementaria pasa a ser vista ya no como objeto del deseo (del deseo del uno por sí mismo) sino extrañada de sí –objetivada ahora- y, lógicamente en tal caso, como un monstruo (el fenómeno que parece cobrar una fugaz autonomía y por ello en el acto se torna aborrecible); así se describe el apareamiento de la prisionera con su carcelero: “Era él –el otro monstruo- el macho, el carcelero” (Capítulo XXII). En otros términos, el doble rechazado por inalcanzable (y habría asimismo que rever bajo esta perspectiva la supuesta misoginia de Janin) se ha vuelto una entidad aparte pero eso no es sino en el fondo otro juego de la ilusión. La idea de la dualidad recorre toda la novela, ya sea de un modo ya de otro, como alegoría elemental: la bella y la bestia (el asno y la doncella en la llanura de Vanves) o un grado más allá la espiritualidad y la animalidad –que en resumidas cuentas vendría a ser lo mismo- o bien, dando un giro “frenético” termina por resolverse en la confusión deliberada del asno y del verdugo (ambos se llaman Charlot) como otra expresión del instinto, del impulso vital e inocente que va ineludible y fatalmente asociado a la destrucción y la muerte.

     Arthur Conan Doyle en un cuento titulado When the world screamed (Cuando la tierra lanzó alaridos) asimila el planeta a un inmenso animal somnoliento que vaga en el espacio y es bruscamente despertado cuando los hombres logran construir un taladro que llega hasta su mismo centro; para Mallarmé una habitación “expira” y es familiar hoy la noción –sobre todo en la literatura de expresión inglesa- de la casa como un organismo viviente. Siempre en ese orden Borges va un poco más allá; en La Casa de Asterión identifica el laberinto con el Minotauro como si se tratara de una entidad prácticamente indisociable y es que, en efecto, sólo Asterión puede habitar esa morada porque fue hecha especialmente para él, como la concha de un molusco o una segunda, fantástica piel desplegada una y otra vez; incluso no está seguro –Asterión no puede recordar- si no la hizo él mismo. Cuando Teseo llega casi no le opone resistencia –lo ve como su redentor- pero la inferencia que se impone por sí misma es que al vencer al laberinto con la estratagema del hilo se ha vencido ya también al Minotauro que es su corazón y quien le da sentido. El original de Apolodoro menciona 14 puertas pero Borges las multiplica al infinito –sin duda así lo autoriza su misma repetición- y lo refuerza con la confusión característica que genera esa reiteración: “Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar” (2). Así, desde la Tierra hasta el artilugio de Dédalo pasando por la casa y la habitación todo vive pero más que meramente vivir piensa, siente y está animado de intenciones. Cuanto más entonces una ciudad que vendría a ser la quintaesencia de la habitación (en el doble aspecto: habitada y construcción) y la edificación errática y circunstancial (destrucciones y modificaciones debidas al hombre o a la naturaleza), ergo, laberíntica por antonomasia. T.E. Martínez, refiriéndose a la ciudad laberinto que es Buenos Aires alude a otra característica esencial: la impresión de escamoteo permanente de personas y sitios, su aparente cualidad intercambiable que acaba por erosionar toda certidumbre instalando en su lugar el desconcierto y la perplejidad (que son las armas propias del laberinto) ante una realidad que es y no es y, peor aún, que aparece y desaparece: “Lo que sucede con las personas sucede también con los lugares: mudan a cada momento de humor, de gravedad, de lenguaje” (3) y después: “Una y otra vez le oí decir, ante el dibujo de la ciudad de Jericó atrapada en un laberinto de murallas y ante el misterioso laberinto sueco de Ytterholmen, esta frase que nada significa: “Si quiero llegar al centro no debo apartarme del costado, si quiero caminar por el costado no puedo moverme del centro” (4). Más tarde se termina de redondear este concepto (paradoja de paradojas que viene a decir la imposibilidad: ni se está en el centro ni en el costado sino en ambos y en ninguno a la vez) incorporando otro aspecto todavía más definitivo en cuanto a esa imposibilidad: “…la forma de un laberinto no está en las líneas que lo dibujan sino en el espacio entre esas líneas” (5). De este modo el laberinto es su idea y esa idea, como todas, concluye por devorarse a sí misma. Si además el laberinto es el Minotauro lo anima entonces un instinto hostil y asesino, luego no sólo tiene pasadizos y recodos sino también cuernos, pezuñas y dientes y su peligro es doble: uno, perderse, el otro, ser encontrado.
     Asimismo en El asno muerto…está claro que el laberinto es, obvia y gráficamente París y su periferia, dédalo infinito, enmarañado y tortuoso de lugares y pasajes sórdidos, siniestros como la Bourbe, la Salpètriêre, la Morgue, el lupanar, el Hospital de Capuchinos, las calles estrechas y sucias con casas que ocultan horrores y no son lo que aparentan, como las que el narrador ve desde su ventana o bien aquella que en su buhardilla alberga el cuarto de disección o incluso la casa del verdugo (con su aire de respetabilidad burguesa) y se trata  de un laberinto letal del que ya se sabe es imposible evadirse, tanto para la joven doncella víctima de su influencia corruptora como para el obrero, el burgués o el noble –como otro Minotauro a medias humana, a medias bestial, la acción deletérea de la ciudad envilece y devora a todos por igual.

     Existe una dilatada, sólidamente asentada tradición literaria relativa al tema asnal, desde aquel famoso Lucio o el asno atribuido a Luciano de Samosata, el no menos célebre El asno de oro de Apuleyo que sigue la misma línea, la Disputa del asno de Fray Anselmo Turmeda (1418) en la que se retoma esta figura emblemática de sapiencia y tolerancia capaz de rebatir en la polémica toda la argumentación de un ser humano y en esa secuencia el diálogo El asno de G. Pontano (también siglo XV) sin olvidar por cierto al borrico de Sancho Panza, tan conocido –y a justo título- como Rocinante, luego el de Sterne (citado aquí por Janin) o aquella burrita que R. L. Stevenson bautizó “Modestine” y que lo acompañó durante su travesía por las Cevenas (el memorable Travels with a donkey) hasta recalar en el tan entrañable Platero y yo de J. R. Jiménez para mencionar sólo unas cuantas de estas obras, entre las más relevantes.

     Lo propio de la fábula, como es sabido, consiste en la personificación o la atribución de características humanas a otros animales; Charlot representaría, como queda dicho, un ideal asaz convencional de la animalidad en estado de gracia pero la imagen se completa, como es obvio, con la doncella que lo monta; ahora bien, en esta proyección quedaría comprendida entonces la suma de las representaciones alegóricas sobre este particular (***).

     El  fenómeno “frenético”se distingue, como se apuntó, por su fascinación en lo atinente al horror pero ejercida desde la realidad, es decir, dejando resueltamente de lado toda connotación sobrenatural al paso que se hace hincapié sólo en los aspectos más sórdidos, cruentos y atroces, creando por consiguiente, en última instancia, otra clase de refugio y evasión de esa supuesta realidad a partir de la cual y en cuyo nombre se arrogaba la representación. Desde este ángulo no correspondería entonces decir que se “inventa” nada; en rigor se trata de una mirada entrenada pura y exclusivamente para percibir y relevar lo negativo y de ahí el valor testimonial de El asno muerto…porque facilita una más cabal comprensión del modo cómo se fue dando el proceso de la incorporación (y aceptación, desde luego: al principio reticente y después ya sin reservas) de lo tenebroso, lo protervo, lo espantoso y lo escabroso hasta venir a culminar en  la actual multiplicidad de sus manifestaciones, tan omnipresentes y reiteradas que ineludiblemente fuerzan a constatar el pasaje de un extremo al otro, habiéndose trocado la excepción de ayer por el lugar común de hoy.


     Resulta distintivo de esta particular estética el uso y abuso –como un leitmotiv- del término melancolía y su derivado melancólico que definen a la perfección el talante predominante en la época (“Tristeza vaga, profunda y permanente. 2) Monomanía en que dominan las afecciones morales tristes”). La voz es mezcla del latín y el griego: bilis negra y curiosamente es la misma formación –con diferente sentido- de atrabilis: cólera negra o acre y fig.: mal carácter.

     Cabe notar asimismo  dos aspectos sobresalientes, ambos estrechamente vinculados entre sí, en lo tocante a esa realidad del horror u horror real propio de la narrativa “frenética”; uno relativo más que a la “desacralización” o la profanación del cuerpo a su degradación lisa y llana al nivel de la más sórdida materialidad utilizando y aprovechando cada partícula de sus despojos (de ahí justamente el título balzaciano: El cortapapeles, fabricado a partir de la tibia). El otro aspecto se refiere al dilatado temor respecto del destino último de ese cuerpo, sobre todo entre las clases más pobres –específicamente que pueda llegar a ser arrebatado y utilizado en hospitales y laboratorios, que es el caso del cadáver de Henrieta. Dicho temor –y esa práctica conexa- atraviesan como un hálito emponzoñado y sostenido la literatura –desde la criatura de Mary Shelley realizada a partir de distintos cuerpos la imagen del ladrón de cadáveres cavando afanosamente en el cementerio por la noche se ha vuelto proverbial. También lo aborda por su parte Eugène Sue en Los Misterios de París,  concretamente cuando la Lorraine ruega a Clémence que interceda para que se la sepulte dignamente y no sea “cortada en pedazos después de muerta” (6) y Théophile Gautier hablaba a este propósito y con toda propiedad de la “novela del osario”, pero donde este tema alcanza sin duda su máxima expresión es en el cuento de R. L. Stevenson  The Body snatcher (El secuestrador de cuerpos) que actuó a modo de reactivo poniendo en evidencia una de las obsesiones más angustiosas y pertinaces del siglo XIX. En efecto, fue primero rechazado de plano por los editores “con justificado disgusto” debido a su extremada crudeza y cuando al cabo se publicó la policía retiró de la vía pública los carteles que lo anunciaban en razón de su carácter “so ghoulish and startling” (“tan repulsivo, truculento y pasmoso”). El mismo Stevenson llamaba a estos cuentos “crawlers” (“hormigueantes”, que dan la sensación de hormigueo pero también “reptil”, “rastrero” con la misma connotación de “crawlier”: pavoroso,espeluznante”) (****).


          Se advierte una marcada exacerbación del humor negro y de la ironía más corrosiva en el debate sobre la pena de muerte (Capítulo XV) cuando se sostiene que los sometidos a suplicio no sufren y por el contrario disfrutan con la naturaleza circundante (el ahorcado que admira el panorama al pie del roble-horca y el empalado que se deleita contemplando el mar en torno a Constantinopla) y otros seudo argumentos de similar tenor como que la muerte por ejecución es indolora y la pena capital en ningún modo equivale a una venganza primaria por parte de la sociedad. En idéntico registro pero ahora de manera expresa resulta notable el alegato contenido en la descripción del último día del prisionero condenado (Capítulo XXV).

     Se ha dicho –y con razón- que El asno muerto…es la novela por excelencia del voyeurismo; un narrador que observa, espía, acecha y que parece absolutamente inmovilizado para todo lo que sea acción (es incluso reconvenido por Silvio a causa de su pasividad) limitándose a contemplar desde lejos la degradación vertiginosa de aquella a la que dice amar. Un ejemplo concluyente de esta inclinación morbosa es la ya mencionada escena entre Henrieta y el carcelero; como se podía esperar el voyeur se presenta casi como una víctima, alguien que no ha podido evitar ser testigo de un espectáculo que por fuerza debe resultarle singularmente penoso: “Yo quería hablar pero no podía, deseaba huir pero mis miembros estaban entumecidos; quise dar vuelta la cabeza pero estaba atascada, encadenada, clavada en su sitio y yo inevitablemente forzado a ser testigo de todo” (Capítulo XXII). A pesar de estas protestas había elegido y se había procurado ese sitio con antelación y de manera premeditada y ello a punto tal que en oportunidad de la susodicha escena había ido en plena noche a apostarse para ver qué sucedía. También cabe recordar que previamente había declarado que su principal ocupación –y solaz- por las mañanas consistía en espiar la vida de todos aquellos que tenía a su alcance desde la ventana.

     Tanto exceso incitó, como es sólito en la historia del arte y la literatura, a otra reacción ahora en sentido contrario y se dio en distintos países una suerte de impulso o tendencia (no corresponde hablar con propiedad de movimiento) “regenerador” cuyos exponentes de referencia serían respectivamente las obras de George Eliot (Mary Ann Evans, 1819-1880) en Inglaterra; El molino junto al Floss (1860), Daniel Deronda y Middlemarch (1871-72) entre otras; Henry Gréville (seudónimo de Alicia Fleury de Durand-Gréville, 1842-1902) en Francia, que pasó la mayor parte de su vida en Rusia y de cuya producción la novela Dosia es quizá la más representativa; Louisa May Alcott (1832-1888) en Estados Unidos: Hombrecitos (1868), Mujercitas (ibid.) entre las más notorias, impregnadas todas de lo que se conoció como Romanticismo puritano, basado en la reivindicación de valores morales firmes, integridad y limpieza de sentimientos junto con planteos filosóficos positivos; en España su figura más destacada fue Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber y Larrea: 1796-1877) con obras de rígido moralismo como Cuadros de costumbres, La Gaviota, Clemencia, etc., y, por último pero en modo alguno menos importante  Emilia Pardo Bazán (1852-1921). Si bien apunta sus dardos en primer lugar al naturalismo la crítica de la autora de Los pazos de Ulloa excede con mucho ese marco y resume de manera ejemplar el “programa” antedicho: “No censuro  la observación paciente, minuciosa, exacta que distingue a la moderna escuela francesa; al contrario, la elogio, pero desapruebo como yerros artísticos la elección sistemática y preferente de asuntos repugnantes o desvergonzados, la prolijidad nimia y a veces cansada de las descripciones y, más que todo…la perenne solemnidad y tristeza” (8). También cabe incluir a Selma Lagerlöf (1858-1940) aunque exista alguna diferencia generacional porque la autora de El anillo del pescador, Los lazos invisibles y sobre todo la leyenda (o saga) de Gösta Berling (que al tiempo que relata las peripecias del sacerdote descastado va recogiendo numerosos elementos maravillosos y sobrenaturales del folclore de Värmland) condensa en El maravilloso viaje de Nils Holgersson todo ese ideario mencionado; el libro es en realidad su verdadera síntesis. También la notable escritora se vuelve aquí personaje al introducirse en la narración; en el capítulo XLIX, al volver a su casa natal, encuentra al liliputiense justo a tiempo de salvarlo de las garras de una lechuza.



Una nota ilustrativa adicional del ambiente imperante a lo largo del periodo considerado (es decir desde fines del siglo XVIII a mediados del siglo XIX aproximadamente) es proporcionada por la indumentaria, tanto femenina como masculina y a tal punto “frenética” en su desvarío precursor que los adjetivos empleados entonces para designarla han quedado registrados con esa acepción precisa; así, un “incroyable” (increíble) durante el Directorio (1795-1799) es un joven vestido de manera sumamente rebuscada y excéntrica y que emplea un lenguaje afectado, sofisticado y una “merveilleuse” (maravillosa) es una mujer elegante del periodo de la Convención y el Directorio cuyos atuendo y tocado reproducían los de la antigüedad griega y romana.

La protagonista (no parece pertinente el término “heroína”) es, a todas luces, la antítesis de la doncella acosada y, por ende, personaje muy poco “romántico” aunque también resulte víctima en definitiva pero a diferencia –y tamaña- de arquetipos como la Justine de Sade Henrieta sucumbe por obra y gracia de la sociedad en su conjunto y no de uno o varios agentes particulares (en este aspecto resultaría más cercana a modelos ulteriores como Nana o La dama de las camelias). Arsène Houssaye vio en ese tratamiento desviacionista y subversivo la índole paradojal de El asno muerto…al que definió como: “una extraña obra maestra que es a un tiempo el alma y la irrisión de la literatura romántica” (9).


     El seducido Balzac no sólo va hasta el final -con lógica implacable- de esta senda ya trazada en la indagación del horror sino que, via facendo, retoma igualmente el tema de fondo, aquel que conforma realmente el eje de la obra y al que ya se ha aludido, es decir, la oposición, aparentemente (y por lo que se va viendo hasta ahora en verdad irreductible) irreconciliable entre los valores fundamentales transmitidos de generación en generación y la introducción de sucedáneos de corto alcance (hoy se han desleído todos y cada uno) al producirse la abrupta ruptura a comienzos de la industrialización. Uno de los resultados inmediatos se ha destacado antes: la sensación de desamparo, de ir a la deriva, el dramático empobrecimiento del mundo espiritual y la búsqueda desatentada y febril de otros sustentos fundacionales susceptibles de paliar esa pérdida. Balzac lo expone con claridad meridiana: “¿Qué habrían dicho de todo esto los antiguos griegos que tenían tanto respeto por los muertos?” “Ellos no hubieran descubierto nunca la máquina de vapor, la circulación de la sangre, el sistema nervioso y así sucesivamente” (Capítulo XXX).




(*) De mi libro: Un oscuro esplendor- El doble y el laberinto en la novela gótica- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2008- págs. 232-248.

(**)- No debe pasarse por alto, para apreciar en toda su medida el alcance y la virulencia de esta reacción, que lo que está “enfrente” no es sólo la Enciclopedia, Voltaire o Rousseau y compañía (con ser tanto) sino que existe todavía -y gozando de muy buena salud, por cierto- una a modo de fila neoclásica de “reserva”, a caballo entre los siglos XVIII y XIX (pero de formación eminentemente dieciochesca) que cuenta con nombres tan  decisivos como disímiles en apariencia. Benjamin Constant es el pendant de Chateaubriand , si se le resta el aporte romántico: la fineza y penetración de sus análisis, la claridad conceptual y expositiva, tan típica del siglo de las luces, la elegante ironía y la aspiración obsesiva hacia un equilibrio sin concesiones hicieron de sus obras, sobre todo de Adolphe, los exponentes por excelencia (en la misma línea Le Cahier rouge y Cécile) de esa generación superviviente y coexistente. Su influencia fue extraordinaria, tanto        como autor de esas novelitas y de obras políticas (y una consecuente trayectoria pública) como por haber sido durante largos años el amante de Mme. de Staël –apenas disfrazada en su narración bajo el nombre de Mme. de Malbée y también, entre otras, de Mme. Récamier. (Cabe anotar asimismo el ascendiente que tuvo sobre Constant Mme. Guyon, de la que hace referencia expresa en Cécile (pág. 230) –representante del “quietismo” cuya célebre disputa con Bossuet –a la que se sumó en defensa de ella el mismo Fénélon-  contribuyó a difundir todavía más esa doctrina heredera lejana del molinismo español. Y se trae a colación porque estos movimientos “espiritualistas” se renovarán andando el tiempo y con otros ingredientes –una vez más el orientalismo pero desde otros ángulos- para acabar repercutiendo de manera bastante sonada al encarnar en figuras como Mme. Blavatsky y su discípula A. Bessant). En una posición afín con la de Constant si bien haciendo abstracción de la orientación religiosa corresponde mencionar a autores como Choderlos de Laclos o G. Casanova; en efecto, se encuentra en ellos la misma claridad y el mismo refinado y sutil escepticismo en el análisis introspectivo y del entorno y particularmente del mecanismo de las relaciones ya amorosas o sociales (1).
(***)- Refiriéndose al centauro Quirón Maquiavelo advierte la verdadera esencia subyacente: “Esta alegoría no significa otra cosa sino que ellos (los príncipes de la antigüedad y Aquiles en particular) tuvieron por preceptor a un maestro que era mitad bestia y mitad hombre; es decir que un príncipe tiene necesidad de saber usar a un mismo tiempo de una y otra naturaleza y que la una no podría durar si no la acompañara la otra” (El Príncipe, cap. XVIII, 457) y lo que vale para el príncipe o el héroe se aplica desde luego a todo el género humano: la imagen mitológica simplemente pasa de la esfera del poder y de la gesta al nivel de la vida anónima común y corriente.

(****)- Para tener una noción todavía más cabal de cuán difundido se hallaba este temor en todas las capas de la sociedad: Chateaubriand prohíbe de manera expresa que se exhume su cadáver (“Qu’on sauve mes restes d’une sacrilège autopsie; qu’on s’épargne le soin de chercher dans mon cerveau glacé et dans mon coeur éteint le mystère de mon être” -/ “Que no se entreguen mis restos a una autopsia sacrílega; que no se procure buscar en mi cerebro helado y en mi corazón yerto el misterio de mi ser”/)(7). Desde luego su motivación no es la misma que la de las clases bajas pero el testimonio de un representante como él del otro extremo social –el pináculo- no deja por ello de ser concluyente al respecto. Anota asimismo
durante su primera estadía en Londres, es decir, el exilio: “/…/ chaque nuit la crécelle du watchman m’annonçait que l’on venait de voler des cadavres” (“/…/ cada noche la carraca del vigilante me anunciaba que acababan de robar cadáveres”) (7 bis). También Mario Praz dedica varios comentarios a J. Janin y su obra en el capítulo III (y notas al mismo) de La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica - Monte Avila Editores, C.A., Caracas, 1969).


 NB: Las vías de la lectura son impenetrables. Habiendo residido largos años en París sin tan siquiera haber oído nunca el nombre de Jules Janin (o, por decir mejor, sin haber reparado en él habida cuenta de que el mismo G. de Nerval le dedicó Lorely, según le precisa a A. Dumas en su introducción dedicatoria a Las hijas del fuego) recibí hace ya tiempo y de manera enteramente fortuita, como suele acontecer (los franceses dicen que “el azar hace bien las cosas”) la bella edición de El asno muerto y la mujer guillotinada que me envió su editor (en el sentido inglés del término) Terry Hale, en la que se reactualizaba una traducción al inglés de 1851.  Como quiera que intentos ulteriores en procura del original francés no tuvieron resultado ahí reside la explicación al hecho –a primera vista un tanto intrincado- de remitir al lector a esta versión en idioma inglés. Pero la saga no termina aquí. Mucho después de haber traducido el libro y de haberme familiarizado con la obra de Janin llega a mis manos una traducción española de la que no tenía noticia y que ahora resulta ya difícil de encontrar (10). Procedo a señalar por lo tanto las diferencias más importantes: en esta última figura un prólogo del mismo Janin pleno de ironía y humor respecto de la crítica y su propia obra que la edición inglesa no incluye; en cambio la española omite y ni siquiera menciona el capítulo añadido por Balzac. Datos éstos curiosos puesto que ambas se basan en la edición –considerada definitiva- de 1842 y el texto de Balzac data de 1830 (más específicamente apareció en Le Voleur el 5 de febrero de 1830). En cuanto al prólogo de Janin aparecía ya en las ediciones anteriores; se trata, pues, a todas luces, de elecciones totalmente arbitrarias. Por último otro detalle: el autor suprimió en la 7ª. edición la segunda parte del título dejando sólo: El asno muerto. A su vez la 1ª. edición inglesa opta por la segunda parte: La mujer guillotinada. Siguiendo en consecuencia el acertado criterio de T. Hale aquí se ha mantenido el título original completo que refleja por sí solo el tenor de la obra.










            G. Casanova- Mémoires- Ed. Gallimard et L.G.F., France, 1967- 4 vols.
            Pierre Choderlos de Laclos –Les liaisons dangeureuses- Ed. Garnier-Flammarion, Paris, 1964.




(1)- Benjamin Constant- Adolphe-Le Cahier rouge- Cécile- Ed. Gallimard, France, 1973.
(2)- Jorge L. Borges- El Aleph- Ed. Losada, Buenos Aires, 1949- pág. 71.
(3)- T. E. Martínez- El cantor de tango- Ed. Planeta, Buenos Aires, 2004- pág. 50.
(4)-  T.E. Martínez- op.cit., pág. 96.
(5)-   T.E. Martínez- op.cit., pág. 221.
(6)- E. Sue- Les Mystères de Paris- vol. IV, pág. 176.
(7)- Chateaubriand- Mémoires d'Outre-Tombe, Ed. Gallimard, Paris, 1964 (2 vols); vol.I, prólogo, pág. 17.
(7bis)- Chateaubriand- op.cit, vol.I, pág. 375.
(8)- De la novela Un viaje de novios, citado por A. Valbuena Pratt en Dicc. Lit. Porto-Bompiani, vol. III., pág.737.
(9)- citado por Terry Hale en su estudio al final del libro: The Dead Donkey and the Guillotined Woman- The Gothic Society at the Gargoyle’s Head Press, Great Britain, 1993- pág. 149.
(10)- Jules Janin- El asno muerto- Ed. Alfaguara, S.A., Madrid, 1978.