viernes, 12 de agosto de 2011

Reivindicación del fracaso

Vengo a declarar (no, no es suficiente) a clamar mi condición



Si el sistema social en el que involuciono desde mi primigenio estado larval tuviera una cara (aunque mejor no -no creo ni por un instante que se pudiera sobrevivir a esa visión) se lo gritaría o como rezaba la anticuada y ya poco usitada fórmula: se lo espetaría al rostro. Y es que esa condición antes mencionada es la sola y única de toda unicidad y soledad que cabe reivindicar ante un sistema que exhibe, como una llaga enconada -y es tan sólo uno de los indicios aparentes de su absoluta y mefítica abyección- la capacidad (por decirlo así: hay que ser capaz) de inventar -convendría más fabricar- un término que es peor y mil veces más lapidario que un insulto, un agravio o cualquier mote ridiculizante por ácido y mordaz que sea porque éste es un verdadero estigma. Sí, se trata del ahora ubicuo y ya casi anodino a fuerza de propinarlo loser: perdedor. En verdad estremece considerar sólo un instante la mentalidad (es preciso emplear algún término para designar eso) capaz de abortar semejante concepto; si este sistema (del que, huelga decirlo, nunca he podido salir -ni tampoco los demás, es decir la casi totalidad -con contadísimas excepciones-que son su base y por serlo justamente ni siquiera lo sospechan) contrapone sus así llamados valores (con su cohorte mundana: éxito, suceso, consideración social y todo ello derivado única y exclusivamente del poder y el dinero logrados -como es o debería ser la obviedad misma- a expensas justamente de los innumerables otros seres humanos utilizados y dejados fuera una vez exprimidos y bautizados con el eufemismo marginados) para fundamentar el anterior "concepto" está claro, una vez más, que la sola actitud que pueda tener algún sentido (aunque por supuesto ningún efecto) es la que se adopta ahora aquí, aquí y ahora, a saber: clamar y vociferar desde los mismos techos que yo también soy un perdedor, un fracasado, un malogrado, un vencido. Y que por serlo y a mucha honra soy solidario de todos los parias de este hipócrita y envilecido régimen de castas y me sustenta un último vestigio de sueño libertario, más aún (y menos ambicioso, al cabo) un último vestigio de algo que en otros tiempos no tan lejanos se llamaba lo humano y que la gangrena amnésica segregada sin desmayo por este sistema ha terminado por erradicar del uso (y del sentido) común.










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