miércoles, 1 de mayo de 2013

El ruido y el furor


Éste es el título bien conocido de una obra de W. Faulkner (también traducido, entre otras variantes-pero con menos fuerza- como El sonido y la furia)  derivado a su vez  de la más conocida aún (y siempre vigente) sentencia de Macbeth (V, esc.5): “(la vida) es un cuento/ narrado por un idiota, pleno de ruido y de furor/y sin el menor sentido” (*).  Y se traen a colación  estos datos para bosquejar el panorama  de una confusión mayúscula, sí, una más y relacionada en este caso con el mundo de la música, vale decir, con el mundo de la música en tanto que inserto en este otro, el de las mil caras de la ubicua imbecilidad  en el que no sólo nos toca vivir sino que además nos viene impuesto desde siempre. Quien quiera que haya dicho que la vida sin música no tendría sentido tuvo mucha razón y ya es de sobras sabido que los griegos le habían atribuido un origen divino y, como corresponde,  un destino problemático –Apolo y después Orfeo, sus ordalías y un final todavía peor (las Ménades o Bacantes). Pero dejando esto de lado por el momento procede recordar que la música es una actividad –más, una necesidad vital- del ser humano en todo tiempo y lugar; en efecto, no hay etnia, por elemental y primitiva que se la considere, que no haya inventado de algún modo su propio lenguaje musical. Así surgieron todos los folclores (tradiciones-leyendas populares y, por extensión, toda expresión afín) hasta hoy tan característicos del genio singular de una raza, de un país, de un pueblo. Y en Occidente la lenta progresión de los neumas hasta el canto llano, el barroco temprano, el barroco y la ópera incipiente, los periodos clásico, romántico, etc., etc., hasta culminar en la explosión de formas y modos innovadores e iconoclastas a lo largo del pasado siglo. Y a zaga de estos últimos también aparecieron los fenómenos de la denominada música pop, la disco, el rock y sus derivaciones, rock pesado, heavy metal, etc., etc. Estos últimos, en tanto que  producto directo de la subcultura mercantilista y falsaria norteamericana (y a la rastra la inglesa, por descontado) no son música aunque hagan ruido y demasiado. Con muy pocas excepciones son apenas la manifestación pura y simple de la torpeza más gruesa y la estridencia más enferma asistidas por el concurso de medios de alta tecnología totalmente pervertidos y la sólita, infernal maquinaria publicitaria. Ésta es, pues, la novedad que se reitera porque quizá no se haya entendido (a causa, precisamente, de los decibeles): eso no es música, es basura impuesta y vendida a la ignorancia y a la estupidez que creen reconocerse en esa falsa (y pro-sistema) contestación. Y el hecho de que haya contaminado al mundo entero en nada desvirtúa o altera esa verdad. Y no es música por la sencilla razón de que este pueblo primario, menguado de luces para todo lo que no sea el comercio expoliador, la guerra expansionista o la ganancia inmediata y a cualquier precio es incapaz de producir nada que se asemeje ni de lejos a una expresión genuinamente cultural (como, en otro orden pero no tanto,  querer explicar a toda costa los bodrios de Jackson Pollock -dripping o la monomanía extraviada de un lunático alcohólico /y no tengo nada contra los lunáticos alcohólicos siempre que tengan algo de talento; para eso ya estuvo el pobre Poe, cuyo poco envidiable destino lo hizo nacer en esas tierras y en esa época donde vivió, mejor dicho, padeció su vida como el exiliado perpetuo que fue/ mediante la teoría de los fractales; sí, todo vale cuando se trata de  timar al incauto y ese cuento a fuerza de asestarlo una y otra vez acaba calando y queda al cabo como una verdad tan asentada como incuestionable y, lo que es todavía peor, deja entornada la puerta para otras “operaciones” similares que hasta ahora y con éxito dispar se siguen repitiendo en el así denominado mercado del arte). Y lo que se consideraría tal no lo es porque el mismo jazz es de origen claramente afroamericano (léase negro) con aportes latinos si se tiene también en cuenta –y no se puede no- a Nueva Orléans y por consiguiente muy poco y nada wasp (white anglo-saxon protestant aunque también avispa: bicho inútil con aguijón altamente dañino) y lo otro sería la más que mediocre música country, adaptación simple y elemental de diversas músicas populares europeas. Entonces ¿qué queda? Nada, sino lo dicho: la cacofonía delirante, drogada y estruendosa pero que no siendo música obedece empero a un propósito fundamental: cubrir el vacío abismal de este sistema, tapar el vertiginoso silencio de su nada así como los excesos de su arquitectura ególatra y babélica sirven a su vez para disimular (trompe-l’oeil) ese mismo vacío, esa misma nada existencial disfrazada de propuesta de vida (en otra época conocida también como el american way of life o si prefiere extremar la broma de mal gusto: el sueño americano) y como tal impuesta a palos y a golpe de dólar al mundo entero.



 (*)- The Illustrated Stratford – Chancellor Press, London, 1984 (la traducción es mía).



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