miércoles, 4 de mayo de 2011

La pasión según San Anónimo















En los últimos tiempos se había llevado varias sorpresas y ninguna agradable. La vida se le había dado vuelta y conoció el mal, que siempre le había parecido una fábula: el mal auténtico, el motor del mundo, no el mal ingenuo y también real de las pequeñas gentes. Y ese conocimiento le había causado un daño incalculable; nadie se asoma a ese abismo y sale indemne. Tenía entonces casi sesenta años y había llevado - hasta ahí- una vida que podía calificarse de satisfactoria, ni tan mediocre ni tan brillante. Y un buen día todo comenzó a derrumbarse en torno suyo y para colmo, siendo un introspectivo, tendía a acusarse de lo que le estaba pasando. Primero perdió a su mejor amigo, una relación de cuarenta años y al decir perdió pluguiera al cielo que hubiera sido porque había muerto, no, hubo una simple discusión, una pelea de las que había habido tantas y por las mismas tonterías. Pero esta vez el mal estaba al acecho. Después supo (y el mismo hecho de saberlo fue otro padecimiento en sí) que su amigo había provocado el inicio del derrumbe, su amigo como instrumento del mal y ello pudo ser porque era una puerta de entrada ideal: egoísta, oportunista y mezquino; después de cuarenta años recién supo quién y qué era su amigo y se maravilló de su propia estupidez, de su ceguera (lo que elegimos no ver se nos cobra a la larga y con creces). Luego su esposa enfermó repentinamente y en un par de meses había muerto. A pesar de la devastación se irguió, se sobrepuso. Apenas unas semanas después uno de sus hermanos enloquecía y sin causa ni razón aparente (aparte del invocado Alzheimer) lo culpaba de innumerables faltas y torpezas que él sabía perfectamente jamás había cometido pero que le era imposible desmentir o refutar por la forma en que el otro las urdía y porque jamás consentiría, así le fuera la vida, en rebajarse a semejante nivel rastrero. Así le fuera la vida en ello. Tampoco había comprendido que el mundo está hecho precisamente de dosis y escalas variables e infinitas del mal y la estupidez (por lo común asociados) y que su anterior concepción era de una ingenuidad, por no decir lisa y llanamente simpleza, patética. Su hermano, a quien había querido entrañablemente y con el que se llevaba con toda cordialidad hasta que enfermó, murió también poco después. Fue el segundo instrumento, otra puerta de entrada. Cuando apenas se reponía un hermano de su esposa, con quien también hasta entonces mantenía una excelente relación, tomó a su turno el relevo. De la noche a la mañana y sin mediar motivo se declaró su enemigo más encarnizado, lo difamó en todos los tonos y registros posibles y en todas partes, lo amenazó de muerte a voz en cuello al encontrarlo casualmente en plena calle una tarde tras insultarlo soezmente y además le inició poco después un juicio sin la menor base legal (o sea uno de ésos que son una bendición para los abogados) por una propiedad que era suya y de su esposa –adquirida por ambos- y de la que su cuñado pretendía ser propietario parcial: el tercer instrumento, por orden de aparición en escena. A todo esto hay que precisar que desde siempre había sido el soporte de estas personas, de esta trinidad (inicial) del mal; había ayudado hasta casi más allá de sus fuerzas y posibilidades al amigo en apuros, había cedido de la herencia paterna lo mejor a su hermano y había pagado la casa en la que vivía desde hacía treinta años y completamente gratis su cuñado. Y éstas eran sólo algunas de las bondades o beneficios que había tenido para con ellos. Tampoco había entendido en su ceguera que cada favor, cada servicio que se hace al prójimo será contabilizado minuciosamente en el debe y el haber del rencor y la ingratitud; que se le pedirán cuentas, antes o después, según convenga, de su insultante generosidad y no se le perdonará jamás esa deuda. Y así se fueron sucediendo otros y otros episodios, algunos tan penosos y malignos como éstos y otros simplemente fastidiosos o sórdidos hasta que una mañana dejó su casa para ir caminando a su trabajo, como siempre, y se desplomó en plena calle.





Cuando despertó se dio cuenta inmediatamente que estaba en una habitación de hospital. Luego supo que había sido llevado inconsciente y al parecer con un pico de tensión arterial agudo que había provocado el desmayo. Sólo estuvo unos pocos días internado en esa unidad de terapia intensiva, como le decían. Conoció al personal, médicos y enfermeros de ambos sexos y lo visitaron algunos parientes y amigos. Pero tuvo mucho tiempo para estar a solas consigo, más de lo que había estado hasta entonces. De los exámenes y estudios que le hicieron resultó nada más esa hipertensión y la recomendación de cuidarla con medicación permanente. Había adelgazado mucho, por todas las penas pasadas y tantas otras de ésas que no se pueden ni transmitir ni exteriorizar, secuelas tal vez y que van royendo adentro, de manera lenta, casi imperceptible. Sí advertía claramente que se había vuelto diferente, más amargo sin duda pero algo todavía peor: por primera vez en su vida odiaba. Odiaba a todos los que le habían causado tanto daño, por comisión o por omisión, vivos o muertos y su rencor era tan ácido como constante. Ahora su mirada no tenía esa indulgencia afable de antes, se había velado; algo en él se había apagado para siempre o por decir mejor había sido apagado.





Ese lugar donde yacía con el suero permanentemente conectado a sus venas tenía la forma de una L; él se hallaba en el sector pequeño, como la base de la L y ahí había sólo tres camas. La suya era la del medio y a los costados había otros dos hombres, uno que se quejaba y gemía sin cesar (después supo que había sido operado del estómago) y el otro, un hombre grueso y tosco, que increpaba a las enfermeras y enfermeros exigiendo ser trasladado a otro sitio pues ya se sentía bien. No le llevaban el apunte y eso lo enardecía más. Él notaba que sus cabellos ya ralos habían crecido –en el trajín de los últimos tiempos no pudo llegarse hasta su peluquería- y también la barba, entrecana. Dormía y pensaba y sobre todo recordaba. Los grandes eventos del día eran las comidas, lógicamente frugales y sosas pero que interrumpían la monotonía rutinaria. Aprendió pronto a conocer a médicos y enfermeros, tanto los hombres como las mujeres; los primeros se limitaban a un paseo apresurado por la mañana y otro al caer la tarde; las enfermeras eran amables, con una amabilidad como máscara pero que reconfortaba aunque se la supiera impostura; los enfermeros eran más jóvenes, algunos estudiaban medicina en la facultad. De éstos le atendían en particular dos: Patricio y Claudio. Patricio era estudiante de medicina; podía hablar con él de diversos temas, era educado, leía y le contaba sus proyectos: una vez recibido partiría con su novia hacia el sur del país, que era como otro país. Lo tenían todo resuelto, al menos en sus sueños y él deseaba que pudieran ser felices. Claudio era otra cosa, más exactamente era el reverso de la medalla; un individuo joven todavía, con un fondo de sadismo y crueldad que su cordialidad hipócrita no alcanzaba a disimular. Mediocre y resentido le costaba mantener con él algún diálogo y le resultaba repelente. Y también estaban, por supuesto, sus dos compañeros de sala, a la izquierda y a la derecha de su cama.





Uno ya no se quejaba y de cuando en cuando intercambiaban algún comentario; el bocón en cambio seguía con su reclamo y lo repetía más fuerte todavía cuando recibía la visita de un sacerdote que resultó ser su hijo. Juntos oraban un momento antes de que el joven se despidiese. El papá era policía ya jubilado –algo que se hubiera podido columbrar por su actitud (estos datos que no le interesaban para nada le llegaban por fuerza a través de las conversaciones vecinas). El día previo a ser transferido a una habitación individual estaba muy oscuro –la poca luz que normalmente llegaba a ese sitio desde un ventanal situado muy alto ya era casi inexistente y no se había encendido aún la iluminación eléctrica –preguntó la hora, sólo las seis de la tarde- pero le aclararon que, en efecto, afuera el día estaba nublado, hosco y amenazaba llover. Se adormeció un rato y cuando despertó en esa penumbra se vio a sí mismo pero desde arriba, como si estuviera levitando sobre su lecho y pudiera verse y ver todo lo demás al mismo tiempo. Y vio la silueta delgada que marcaba la sábana de un hombre envejecido prematuramente, los brazos abiertos a los costados de la cama –en uno continuaba goteando el suero- los cabellos escasos desordenados en la almohada, la barba breve. Y vio también a los otros dos a los costados, al que había bautizado sin intención como el “bueno” y al otro, el “malo”, el policía (con su hijo cura: siempre el sable y la cruz) y esa imagen le impactó profundamente. Porque en otro orden, en otra vida ya tan lejana, cuando era muy joven, había querido ingresar a un seminario y ser él también sacerdote pero al poco tiempo había abandonado esa idea que no era más que romanticismo adolescente. Pero sí recordaba que había vislumbrado entonces en la novedad de su ser un misterio profundo, demasiado profundo que luego había ido olvidando o relegando. Ahora se le renovaba en todo su pavoroso esplendor y ansió con toda su alma poder comprenderlo, más, abrazarlo. Un ansia casi dolorosa que seguía en él mientras “bajaba” y se reintegraba nuevamente a su cuerpo terrestre del que en realidad nunca había salido.























































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