lunes, 2 de mayo de 2011

El auge de la casa de Carlos Gris







“el mal puede existir en aquello que uno va siendo”. (*)








Érase una vez un individuo cualquiera, tan simple e insignificante como el que pueda estar ahora mismo leyendo esta página. Nada lo distinguía del resto salvo, justamente, que se trataba de un resto. O desecho. O la reliquia que los años en vez de respetar se han complacido en colmar de absurdo. Porque este personaje era absurdo; podría también aplicársele a voluntad una variedad de epítetos: grotesco, ridículo, patético, lamentable pero todos vendrían a encallar en éste de absurdo que es el que mejor lo define. ¿Y por qué absurdo? Es decir, ¿por qué más absurdo que cualquier otro? (Porque sólo Dios sabe que hay que merecer tal calificativo en semejante mundo). Y es que en realidad pertenecía a otra especie y ya se sabe que no hay nada más absurdo que lo distinto o diferente. Pero definir esa especie ya es harina de otro costal. No obstante hay que intentarlo y nada mejor para aprender a nadar que zambullirse de golpe y comprobar si uno se ahoga o sale a flote (total lo único que puede perder es la vida) así que para soltarlo de una vez: era un hombre que era una mujer que a su vez quería ser hombre que anhelaba ser mujer y…así sucesivamente. No es tan complicado como parece; lo complicado en verdad es llegar a ser algo así y digo algo sin mala intención ni ánimo de ofender. Hay que pasar toda una vida en esa lucha encarnizada de un adentro que es campo de batalla de tantos contendientes: fisiológicamente hombre, registrado como sexo masculino a los fines civiles y no tan civiles, hasta había cumplido su servicio militar (este solo dato atestigua su provecta edad) y se había casado como Dios manda (aunque Dios nunca se haya casado, que uno sepa) y habían tenido una hija que falleció a corta edad. También sus empleos fueron viriles: administrador de un molino, vendedor de autos y por último jefe de sección en un ministerio: con ese último cargo se jubiló. Su mujer había muerto hacía unos años y Carlos Gris (así se llamaba el protagonista) se encontró solo, requetesolo (si el diccionario admite requetebién no veo razón alguna de privarme de tantos requetes como me vengan en gana) sin nada que hacer y con su casa a cuestas. No tenía amigos y ningún pariente. Al principio pasaba las mañanas en un bar del centro sorbiendo un café tras otro y viendo pasar la fauna pero eso lo aburrió pronto y además tanto café le daba acidez. Comenzó a quedarse en casa pero aunque se aplicaba le era imposible permanecer en cama (como hace tanta gente) más allá de sus rigurosas seis horas de sueño. Es que años y años de rutina habían fijado para siempre su reloj biológico. Así, se levantaba, deambulaba por la casa que no era por cierto ni un palacio ni una mansión: un sencillo departamento en un primer piso con dos dormitorios, baño, cocina y sala. El tedio lo devoraba lentamente. Un buen día entre bostezo y bostezo advirtió (hasta entonces ni siquiera se fijaba en lo que lo rodeaba; comía lo que le enviaban de una fonda cercana y la limpieza la hacía una vez por semana la portera, es decir, la esposa del portero del edificio) una mancha en la pared de la sala. Podía ser cualquier cosa: grasa, pintura, una raspadura, el caso es que algo en él se rebeló violentamente y fue presuroso a la cocina a buscar un trapo para quitarla. Y aunque fracasó en su intento se puede decir que en ese preciso y trascendental momento Carlos se desvaneció y fue reemplazado por Carlota, un ama de casa implacable, incansable e intachable. Y así dio comienzo el largo proceso conocido (sólo por estas dos entidades) como la “guerra carlista”, claro está que doméstica y puertas adentro.






Y con esta nueva personalidad aflorada empezó también la nueva personalidad de la casa, como en una suerte de afinidad. Nueva personalidad que se escindió, fragmentó, multiplicó: en la fregona, la pulidora, la cocinera, la administradora puntillosa, el ama de llaves, la criada, la patrona (personajes todos, huelga decir, que tenían la misma apariencia anterior y anodina de Carlos). Todo fue comprar productos para cada cosa imaginable; ceras y perfumes para el baño, la cocina, los muebles, el parquet, las alfombras. Adquirir compulsivamente bibelots y fruslerías, vajilla fina, cristalería mejor y desinfectar, limpiar una y otra vez y limpiar sobre lo limpio y pulir y abrillantar hasta que vidrios, espejos, muebles cegaban con sus reflejos. Y una tarde, agotada, Carlota se sentó en la sala tras quitar por enésima vez un imaginario polvo al sillón y contempló satisfecha su obra. Ese instante de abandono le fue fatal. El artero Carlos constantemente al acecho lo aprovechó para estrangularla firme y silenciosamente y así quedó él sentado en el sillón, contemplando a su vez la insólita transformación de la casa. De pronto se miró las manos y notó surcos y pronunciadas venas que no estaban ahí hasta hacía poco. Fue al baño y miró atentamente su rostro: no cabía duda, había envejecido pero más que eso había cambiado, algo se había instalado en su cara y en sus ojos y ese algo era decididamente muy feo. Mejor dicho empezaba a ser muy feo. Con un encogimiento de hombros desechó esa inoportuna e incipiente revelación y se paseó por el transformado departamento. Y, asombrado, se le ocurrió de repente que para qué todo eso: no tenía a nadie a quien mostrarle semejante cambio, a nadie ante quien pavonearse con un legítimo orgullo de la elegancia y pulcritud de su morada. Perplejo se preguntó una vez más qué significaba todo eso; entendió, aunque no quiso admitirlo, que era sólo para él, para sí mismo o misma, poco importaba. Y en lugar de aceptar algo tan obvio se dejó vencer por una vanidad hasta entonces desconocida pero ahora imperiosa y dio en la peregrina ocurrencia de ofrecer una cena como marco propicio para ese despliegue. El problema y no menor por cierto era a quién o quiénes invitar; desesperadamente rebuscó en su sesera a los eventuales convidados.






Tras arduas deliberaciones, planteos, cabildeos y negociaciones consigo mismo (en el trasfondo siempre la airada y dominante ama de casa) decidió que intentaría con un grupo de escritores/as que hacía muchos años había traído a casa su extinta esposa (la que se creía poetisa, como se decía entonces y que indudablemente en su caso era mucho más acertado y que había publicado –a su costo, claro está, o sea a costa del marido- un libro de poemas que no hubiera podido ingurgitar y mucho menos digerir el mismo Vargas Vila así hubiera revivido sólo para eso); todos habían formado parte de un “taller” –a la sazón muy de moda- literario, dirigido por una marimacho cordobesa que había logrado algún suceso con un par de novelas históricas y de tema folclórico. Así el ansioso Carlos se puso en campaña y logró que aceptaran cinco, dos mujeres y tres hombres (lo que no sabía el inocente es que en este gremio basta decirle a alguno que a tal evento concurrirá tal o cual de sus colegas para que acuda de inmediato, de miedo a perder la oportunidad de opacar al otro –o, mejor todavía, a los otros- y además de saborear semejante triunfo yantar también gratis porque siempre está la sombra de Quevedo y su buscón detrás de estos personajes). Y de las dos mujeres una era profesora universitaria, condición que reivindicaba en todo momento y de los hombres uno era su amante, que no tenía ciertamente nada de profesor ni de universitario y cuyo único título para estar ahí era el ya apuntado. Y aquí sucedió otro curioso fenómeno: las dos partes se pusieron al unísono a la tarea, por primera vez complementarias y aunadas en un objetivo común: tanto Carlos como Carlota querían que la velada y la cena fueran un éxito absoluto. Y es tanto más digno de consignar porque fue la primera y última vez que sucedió y sobre todo porque demuestra que la co-existencia es posible y la convivencia también, siempre y cuando se den las condiciones mínimas. Pero ése es ya otro asunto. Así pues Carlos se encargó de las compras; Carlota de la organización y realización. La noche señalada el departamento esplendía de luces, arreglos florales, destellos de cristales y platería en la mesa suntuosa y regocijaba la vista el conjunto variado y feliz de entremeses y bebidas dispuestos en la sala. Ya se da por descontado que tratándose de este país (como hubiera dicho y muy bien dicho como todo lo que dijo el insigne Mariano José de Larra en alguno de sus no menos insignes Artículos tan injustamente olvidados hoy) nadie llegó a la hora fijada y tanto Carlos como Carlota se paseaban mordiéndose las uñas y arreglando ora una flor en este ramo, ora una vela inclinada en el candelabro o ya llevando y volviendo a traer de la cocina esto o aquello o asegurándose por centésima vez que no faltaban el salero y el pimentero, etc., etc. Una hora después de la convenida se presentó el primero, seguido poco después por otro. Al cabo de dos horas ya estaban todos y se procedió a servir los aperitivos mientras se entonaba un coro de alabanzas y de lugares comunes a las excelencias poéticas y personales de la ex dueña de casa. Carlos asentía a todo, sin tener la menor idea de lo que decían y brindaba de buena fe una y otra vez. Lógicamente se sentía bastante apocado ante semejante asamblea y casi no se atrevía a decir ni sí ni no. Pasaron al cabo al comedor y dio comienzo la cena. Hubo de nuevo elogios entusiastas dirigidos esta vez a la elegancia de los manteles, platería y cristalería y demás detalles y también a los sucesivos servicios de comida lo que hinchió de orgullo y satisfacción tanto a Carlos como a Carlota y otra vez coincidieron tácitamente en que todo el esfuerzo, gasto y nervios habían sido bien empleados. Pero de pronto algo no estuvo bien, la armonía hasta entonces reinante acababa de ser vulnerada por un comentario sarcástico de un convidado dirigido, al parecer, a la obra de otro de los presentes. En un momento y para el indecible horror de los anfitriones (representados por Carlos, huelga decir) la cena degeneró en un campo de batalla donde se cruzaban artillería gruesa con acerados puñales y venenos renacentistas y las pullas y ataques subían de tono y acidez auxiliadas por el consumo desenfrenado de vinos y licores. En particular un venerable anciano de largos cabellos blancos, delgado como un asceta y que sólo había hablado de cosas tales como la superación del yo, de la vanidad estéril y la falta de verdaderos valores trascendentales comenzó ahora a extenderse de forma abrumadoramente prolija sobre su propia producción, que era igualmente abrumadora. En efecto, había publicado más de treinta libros (¿hace falta aclararlo? todas ediciones costeadas por él mismo) en los que trataba de todo y de todos pero en primer lugar de sí mismo auto-adjudicándose títulos como el “escritor más original de la ciudad” y otras modestias por el estilo, muchas bastante más burdas y lastradas por la misma egolatría pestilente. Claro está que fue inmediatamente blanco de los demás y se entabló una gresca digna de cualquier feria o mercado al aire libre entre verduleras y pescaderas. Carlos y Carlota estaban desconcertados y abatidos, no sabiendo que ésa era cosa común en el gremio y se tomaban muy en serio las agresiones y agravios y tanto que llegaron a lamentar su iniciativa. Una nueva e inesperada diversión calmó por un instante las aguas y es que un ruido bastante insólito predominó de pronto sobre los demás: el refinado caballero amante de la profesora había caído en un sueño profundo y con la cabeza echada atrás y la boca abierta roncaba ruidosamente y muy a su placer. Al cabo la asamblea de inmortales se dio por enterada de la avanzada hora de la madrugada y con modales un tanto destemplados se fueron despidiendo del atribulado dueño de casa como si éste hubiera sido el responsable de un desenlace tan lamentable y debido a algún avieso complot de parte suya. Cuando Carlos y Carlota cerraron la puerta tras la última dama literaria sabían sin necesidad de decirlo que ahí acababa de morir para siempre toda veleidad futura en relación con lo social.






A la mañana siguiente, es decir, unas pocas horas después, Carlos se levantó con un agudo dolor de cabeza. Lentamente recorrió el pasillo hasta el baño echando al pasar un vistazo a la sala en la que se advertían los vestigios de la bacanal nocturna. Cuando se miró en el espejo retrocedió espantado: sus cabellos le parecieron más blancos y ralos, las profundas ojeras ahuecaban los ojos y la mirada era turbia y apagada, el color de la tez amarillento y se había como apergaminado, las arrugas eran más y más ostensibles. Pero en realidad era el conjunto lo que impresionaba: destilaba una fealdad extraña, maligna y muy patente. Desazonado y asustado decidió acostarse nuevamente. Claro está que al volver a despertar la furia o arpía había a su vez aprovechado el periodo de debilitamiento y descuido: Carlos había sido a su vez asfixiado con la almohada y Carlota era la que se levantaba y ya se arremangaba enérgicamente el pijama para empezar a poner orden y concierto en el devastado departamento.






Y a partir de entonces la hostilidad fue declarada y no hubo ya ni treguas ni gracias. La casa recobró pronto su anterior brillo, la limpieza y la higiene imperaban y el soterrado Carlos asistía desde sus profundidades como testigo sin voz ni voto a la exasperación de todas las manías imaginables. Por cada nuevo producto que se aplicaba sobre los bronces otra línea le surcaba el rostro, por cada nuevo invento para abrillantar todavía más la platería otro mechón de pelo se hacía más blanco, amarillento y escaso. Por cada nueva limpieza a fondo de los sanitarios (y eran varias por día) un halo cada vez más brillante realzaba las facciones ya francamente demoníacas. Sólo podía esperar su próxima oportunidad aunque parecía poco probable. Y aunque se diera ¿qué emergería esta vez del binomio como si se tratara de él?






Y como se replegó la casa en sí misma así se replegaron –o se replegó- sus o su dueño. Y pasó el tiempo, un tiempo indiferente como todo lo que pasa y un buen día el portero del edificio, alertado por los vecinos, alertó a su vez a la policía y a los bomberos. Que entraron en el departamento del Sr. Gris a quien, según los mismos vecinos, hacía mucho no se veía, con sólo forzar la puerta sin necesidad de hacer grandes destrozos. Sí, había un olor, más bien un hedor pero no era eso lo que llamaba la atención sino otro olor como por encima de éste y dominando todo el ambiente, un olor indefinible y que era sin duda rancio pero también de algún modo agradable, como de especias y esencias raras y que en cierta medida atenuaba al otro. Si alguno de los presentes hubiera tenido la imaginación y el conocimiento hubiera dicho que así debió sentir (en lo olfativo y en lo espiritual) Howard Carter cuando entró en la tumba de Tutankamón: un olor hecho de tiempo, de voluntad evidente y ciega de preservación pero no de la vida humana sino de lo que da testimonio de esa vida, un aroma en cierto sentido augusto y en cierto sentido inmortal, es decir, como debería oler la inmortalidad si nos fuera concedida. Los hombres avanzaron cautelosos y un tanto impresionados: el silencio era absoluto y hasta retenían la respiración y no sabían que la retenían para no manchar el aire, a tal punto era impecable, impoluto todo. No había una sola mota de polvo, a través de la débil iluminación que se filtraba por las persianas cerradas se percibía el destello de los vidrios, en los cuadros, en la vitrinas, cómo refulgían las copas y demás cristales, los objetos de adorno, hasta la madera de los sillones tapizados. Ni en la cocina o en el baño había la más leve mancha ni señal alguna de que se hubieran utilizado nunca; refulgían los azulejos, la grifería, los pisos. Y aquí el olor omnipresente se entremezclaba con el más identificable y ya evanescente de la lejía, los desodorantes de ambiente, los distintos desinfectantes. Finalmente en el armario del pasillo, largo y poco ancho como el pasillo mismo y que se destinaba a guardar y ordenar los utensilios y productos de limpieza se dieron con un espectáculo tan extraño como desolador: ahí, en el piso, sobre una estera mezquina yacía Carlos Gris o lo que había sido él; una especie de momia amortajada en un viejo ropón, reducida casi a esqueleto, a su lado un plato, un vaso y cubiertos de hojalata con restos de galleta y agua y un poco más allá una bacinilla también de hojalata con señales de haber servido por última vez hacía ya tiempo. Pero lo que verdaderamente inmovilizó a los agentes y bomberos fue el rostro de la criatura casi momificada: una máscara espantosa, de una fealdad sobrecogedora y en la que todavía era perceptible la malignidad más extrema, el auténtico horror del mal. Sobre todo en los ojos, abiertos de par en par y en los que ahora se reflejaban en un juego de reciprocidad los destellos deslumbrantes de los vidrios y cristales pulidos hasta el último aliento.









(*)- Oscar Wilde – De profundis – Edicomunicación, S.A., Barcelona, 1999- pág. 103.













































































































































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