sábado, 11 de junio de 2011

En el consultorio dental


“Dios no podía estar en todas partes y por eso hizo a las madres” (*)




Sentado en el sillón escuchaba con la boca abierta su incesante parloteo. La razón no podía ser más simple: era su sillón, su consultorio y ella, la dentista (ahora odontóloga) trabajaba en uno de mis dientes. Y su charla, amena, era motivada, por supuesto, por la delicada tensión de esa desigual relación de fuerzas y el obligado silencio al que yo estaba reducido. De tema en tema su monólogo fue derivando hacia las personas que no pueden dominar su temor ante la perspectiva inmediata de un tratamiento o, peor aún, de una extracción y sobre ello a una experiencia reciente que calificó de curiosa. Yo parpadeaba para expresar mi interés. El caso en cuestión comenzaba con un individuo que llamó a su puerta un sábado por la noche. Como no era obviamente ni día ni hora de consulta ella lo atendió desde el balcón; el hombre explicó que era amigo de fulano, quien lo recomendaba y que se disculpaba pero estaba muy dolorido y necesitaba un medicamento que lo aliviara. En resumidas cuentas una emergencia y dado que las explicaciones y la mención del amigo común la convencieron le franqueó su puerta y después de un rápido examen le extendió una receta para la farmacia. El hombre agradeció y se marchó. En adelante y para nuestros fines lo llamaremos sencillamente Adalberto. Pasaron unos cuantos días y la anécdota había ya quedado totalmente olvidada cuando llamó por teléfono al consultorio una señora que solicitaba un turno para un paciente. Al mencionar su apellido la dentista un tanto sorprendida le preguntó si tenía algún parentesco con el tal Adalberto y la señora respondió que sí, que era su madre. La dentista (ya es hora de que le pongamos por nombre Mercedes) colgó bastante extrañada. Y no era para menos puesto que el individuo de la urgencia sabatina tenía entre sesenta y setenta años y por lógica su madre debía ya ser muy mayor.


Pero lo insólito no hacía más que empezar. A la hora señalada se presentaron ambos y, en efecto, la mamá era una anciana pero dotada de grandes reservas de energía lo que se advertía ya desde el tono de su voz y Adalberto parecía un poco más viejo y desgastado que la vez anterior. Mercedes quedó atónita cuando, tras haber hecho pasar y sentar al paciente la mamá se instaló a su vez en el consultorio cuando se daba por sentado que aguardaría en la recepción. Ante la mirada y la expresión de la dentista Adalberto con una sonrisa afable y tímida explicó que si no era molestia prefería que su madre estuviera allí, a su lado, puesto que le daba miedo –más aún, pánico- la mera idea de encontrarse solo frente al peligro. Mercedes tartajeó a regañadientes su conformidad y comenzó la delicada operación. Pero para su mayor asombro e incluso ya franca irritación la madre, en el momento en que se disponía a efectuar la extracción, se levantó rauda y fue a tomar la mano de su hijo, así, de pie ante el sillón. Mercedes le pidió entonces que se retirara porque la molestaba pero ella se negó rotundamente y cuando la dentista vio su expresión prefirió ceder y proceder. Terminado el trabajo el paciente se levantó y se arrojó en brazos de su madre, llorando y quejándose como un niño desconsolado. Ella le daba palmadas en la espalda y le susurraba tiernas frases para reconfortarlo. Al cabo ambos se marcharon tomados de la mano.


Ahora bien, antes de proseguir con otras consideraciones cabe acotar que Adalberto no era –no es- en modo alguno ni lelo ni retrasado ni padece ninguna otra forma de deficiencia o minusvalía que no sea esta notable dependencia respecto de su madre. Mercedes continuó diciendo que también y según había llegado a sus oídos por conducto de otra paciente que los conocía de larga data (de lo que se infiere fácilmente que un consultorio odontológico es en realidad un mentidero y que la supuesta reserva que se debería observar en relación con las historias particulares y privadas de los pacientes no es más que un mito) el hijo no había trabajado nunca y se había dedicado –eso sí de manera asidua y consecuente- a jugar a los naipes todas las tardes siendo parroquiano de uno de los más antiguos bares del barrio. En vida del padre éste costeaba la vida del hijo; muerto el padre los dos sobrevivientes vivían de la pensión de la mamá. Ciertamente la dependencia filial es tan vieja como la especie misma; el apego, la sumisión o la adicción al vínculo parental tiene mil caras y es asimismo tan ubicuo como la especie pero que en el seno de una sociedad determinada, con determinados patrones de conducta y determinados valores (todo ello muy relativo pero que, se quiera o no y hasta la irrupción de otra forma más idónea o menos negativa, conforma el marco necesario en el que se desarrollan y desenvuelven los individuos) se dé un caso de esta índole, tan extremadamente caricatural y flagrante pasa a ser ya absolutamente único. Ahora, apartándonos por un momento de todos los condicionamientos enumerados o para decirlo lisa y llanamente de la normativa social y descartando otras derivaciones (el manido complejo de Edipo pero ya llevado a un grado tal que autorizaría una interpretación incestuosa: no tanto Yocasta-Edipo sino más bien Nerón-Agripina) ¿no podría cederse a un generoso optimismo y decirse –total para el caso tanto vale una opinión como otra- que estos dos seres encontraron en esa relación tan estrecha y mutuamente dependiente que a nosotros se nos antoja (desde fuera y desde el preconcepto y el prejuicio borreguil) enfermiza una fórmula perfectamente válida para simplemente vivir, seguir viviendo de modo si no pleno y maduro sí satisfactorio? (lo que después de todo y bien mirado no es poca cosa cuando hay que estar en este mundo y se es imbele). En resumidas cuentas consigno pues la historia por su sesgo curioso pero prefiero abstenerme tanto de la condena como de la mofa. Adalberto y su madre siguen y seguirán así tanto como puedan y nada nos permite concluir que ese binomio (mejor: esa simbiosis) no sea tan exitoso al fin y al cabo como cualquier otro que la mirada social –tan adiestrada y condicionada para eso- sí admira o aplaude.




(*)- Lewis Wallace- Ben Hur- Ed. Alfaguara, Buenos Aires, 2006. pág. 241. (Concepto bastante curioso si se tiene en cuenta que proviene nada menos que de un rabino).

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