Así se denomina una práctica médica para evaluar la salud visual.
A medida que se envejece (sí, se envejece aunque la época no lo
crea y haya decretado que no existe la vejez, ni la enfermedad ni
mucho menos la muerte. Todos esos muertos por infinitas causas
que se ven a diario en las noticias no son tales sino meras noticias
y veraz información y los que de entre nosotros mueren tampoco
son muertos sino simplemente ausentes hasta nuevo aviso) estos
exámenes se van haciendo más frecuentes y aunque rutinarios no
fastidian menos debido a la aplicación de cierto líquido que dilata
la pupila. Ese fondo de ojos lleva en realidad un nombre más que
pretencioso y nada cierto pero como tantas otras cosas seguirá sin
duda con esa denominación. Porque como ya decimos los ojos no
tienen fondo, son abismos abiertos a último momento por el pulgar
de Dios en el rostro arcilloso de Adán y su función consiste en que
el cuerpo y la mente tengan no uno sino dos agujeros negros para
poder evadirse, justamente, del cuerpo y de la mente. El problema
es lo que hay –o no hay- en esas oquedades vertiginosas: nadie lo
ha podido averiguar hasta ahora y se ha preferido seguir viendo a
los ojos como “espejos del alma” y otras obviedades por el estilo.
Son, en cambio, umbrales a dimensiones diferentes, a espacios de
la locura y el horror pero también de liberación y recreación. Hay
que aprender a usarlos y es éste un largo, tedioso aprendizaje que
nunca está cumplido ni nunca se acabará. Lo que aprendimos ayer
hoy ya no sirve ni lo de hoy mañana. Entrenar a los ojos, al fin de
cuentas, es simplemente tenerlos abiertos pero lograr que no vean.
(*)- De mi libro Fondo de ojos - Ed. Amarna, Córdoba, 2009.
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