viernes, 29 de junio de 2012

Aun antes de nacer (*)

Aun antes de nacer te llevaba dentro, antes de nacer sabía de tu existencia y sin embargo viniste al mundo mucho después que yo, cuando ya era tarde (pero siempre fue tarde). Y crecí, si aumentar de tamaño el cuerpo es crecer y estabas siempre ahí, a mi lado, sin hablar y acaso sin siquiera verme, pero yo sí te veía y a veces incluso te hablaba, sin palabras, en silencio y con el mismo mudo dolor de ahora. Y así crecí y crecimos, sabiéndonos ambos y en total ignorancia mutua hasta que un día entre todos te encontré encarnado. Y supe. Noramala. Y con esa tu manifestación externa acabaste de quedar ahí dentro, entre mis huesos, como un meteorito que se incrusta en la tierra y todo lo aniquilaste a tu paso pero ¿qué era todo? ¿Qué era yo, qué tenía hasta que llegaste o mejor dicho decidiste duplicar el tormento reproduciéndote ahora entre los vivos? Nada, dos veces nada, tal como ahora sólo que ahora es una nada multiplicada por su propia congoja; es una nada que ya no se resigna y que sabe empero que debe pasarse de ti, estar sin ti, vivir ¿vivir? sin ti y que tampoco podría llegar a ser contigo simplemente porque yo te sé y en cambio en ti todo es dichosa ignorancia, todo criminal inocencia. Desde antes de yo nacer estabas ya en mi costado y cuando nací fuiste adnato y cuando crecí un monstruoso tumor, una llaga tan penosa como la misma historia del ser humano, como la suma total y concentrada del sufrimiento de toda la especie y de todas las especies. Tenerte conmigo fue y es la condena universal en uno solo, en mí, porque ni siquiera tú estabas en mí (tanto como estabas) para compartir tanta tribulación. Y ya no quiero saber de ti –quisiera ser el desollado y tú la piel a mis pies y que el dolor estuviera al fin expuesto en carne viva –no por eso más lancinante- pero al menos sin ti, pero al menos contigo fuera. Y sé que si llegara por fin a no saber más de ti y conociera la extrañeza de no padecerte sería por un instante todo lo dichoso que el género humano pudo llegar a ser jamás en su conjunto y en su mayor júbilo y alborozo y también sé que un instante después de ese instante me desintegraría en la explosión de mi soledad huérfana en la imposible orfandad de ti y en la inconcebible oquedad de mí. Sin ti pero contigo –dioses! Y yo ¿dónde estoy? ¿dónde estuve siempre? ¿dónde estuve nunca? Sí, a la vera de tu belleza, al margen de tus manos, en la lejanía más recóndita de tu mirada.



Desde antes de nacer se me ha dado esta condena (ignoro la razón como ignoro la razón de tanto daño inicuo ubicuo) y para cumplirla con tanto rigor y tanta atroz eficacia un verdugo como tú (creado por mí y por aquello que me creó) tan ausente de nosotros (aquello, yo y tú mismo) como la paz de mi espíritu. Y tampoco eso sé de cierto: si espíritu hay en mí está sin duda también en tus manos. Déjame al menos la muerte, el olvido, deja que pueda llegar a creer la ilusión más vana entre todas: que un día me habré librado finalmente de ti en el puro y pleno gozo de tu presencia real y de tu amor amante.




(*) De mi libro Nacer cada mañana - Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2009.


No hay comentarios:

Publicar un comentario