lunes, 6 de agosto de 2012

En el principio fue Dante (*)

Al rastrear los orígenes del género gótico lo primero que acude a la mente es el periodo histórico en el que precisamente floreció este estilo arquitectónico con sus correspondientes derivaciones (caligrafía, mobiliario, entre otras). Asimismo se ve prosperar en esta época un bestiario exuberante del imaginario popular que se perpetúa en las ilustraciones miniadas y esculpido en la piedra (quimeras, grifos, dragones, gárgolas, etc.) que al ser retomado por Dante alcanza su paroxismo en La Divina Comedia. Apenas un siglo más tarde sus máximas expresiones encarnarán en las obras portentosas de Jerónimo Bosch (o el Bosco) y Brueghel el Joven y este legado tan específico constituirá la base, física y psíquica (piedra y humus) sobre la que se levantará el inconfundible y espléndido edificio de la novela gótica. Ahora bien, atendiendo a las características propias del periodo debe tenerse muy presente su particular clima intelectual y cultural que propende a un ordenamiento fundamental y definitivo del mundo. Nadie lo representa y expone mejor que Dante. Su obra es la materialización de una concepción cósmica estructurada en un sistema de categorías prácticamente estratificadas, sin grietas ni fisuras, esto es, sin dudas y cerrada en sí misma como remate y perfección últimos (la misma interrogación constante a lo largo del poema, dirigida ya a Virgilio, a Beatrice o bien a las sombras y a las luces espirituales puede también ser entendida como un pretexto para afirmar y reafirmar una y otra vez una verdad que ya de antemano se tenía como incuestionable) conforma el equivalente –y valga aquí el poco original símil- de la catedral gótica en su desmesura controlada, en su acabamiento precioso, en esa a modo de convicción indeleble que lleva estampada de expresar –más, proclamar e imponer- la única y absoluta verdad. Parece ocioso, en efecto, señalar que no se emprende la construcción de la catedral de Chartres o la de Colonia o la de Notre-Dame de París sin tener una certidumbre inconmovible en la obra que se lleva a cabo y resulta todavía más obvio advertir que sólo así fue posible que se llegaran a alcanzar tales extremos de refinamiento, gracia y maestría. Como tampoco hubiera sido factible, sin esa misma monolítica fe, edificar La Divina Comedia. Y llevando todavía más lejos el paralelismo cabe acotar que así como la catedral hunde sus raíces-cimientos en el pueblo no sólo en lo que a la devoción se refiere sino más concreta y terrenalmente en lo tocante a peones, albañiles, herreros, talladores, maestros de obra, vidrieros y tantos otros necesarios, indispensables participantes (las cofradías o hermandades especializadas –por oficios- que darían lugar ulteriormente a las distintas expresiones de la masonería) para elevar sus torres y agujas al empíreo, así, de manera deliberada, la obra de Dante se basa y nutre en y de la lengua vulgar o del pueblo (no sólo en el caso del poema mayor –fundacional de la lengua italiana- sino en lo que atañe a todo el soporte teórico: El Convivio es el primer ensayo escrito en la lengua popular. La concepción de Dante, tal como la expuso justamente en su singular estudio: De la lengua vulgar se tradujo en una coherencia y rigor ejemplares) para de ahí subir –como la catedral contemplada desde abajo- hasta los círculos beatíficos pero pasando antes por el filtro purificador de la filosofía, la teología, las ciencias y la historia. La Divina Comedia es así también una catedral gótica incluso en un sentido todavía más restringido y riguroso por puramente físico; en efecto, su estructura contiene el subterráneo-laberinto: cripta (los círculos del infierno), la nave central y las laterales (purgatorio) y las torres y agujas (cielo) (**).

Asimismo se le debe a Dante (y el género gótico, en particular, le debe en lo que atañe a la noción del doble) el haber instalado definitivamente, ya de una vez para siempre, el patrón de un “protagonista” flanqueado por un a látere –fórmula cuya fortuna en la literatura occidental ha sido tal que exime holgadamente de toda demostración. Así, el par o la pareja servirá como ilustración gráfica de la dualidad: naturaleza terrestre-naturaleza espiritual, con todas sus derivaciones; una parte que al tiempo que hace las veces de contraste realza y explica a la otra. Dante, empero, va todavía mucho más allá ya que Virgilio es, como se sabe, su propia proyección y esta característica tan determinante instaura a su vez el tema del doble que informará igualmente –de modo soterrado y subconsciente- las expresiones literarias más diversas y elaboradas. A este respecto y desde otro ángulo cabe incluso advertir una connotación manifiestamente ambigua en esa relación Dante-Virgilio y ello tanto más habida cuenta de un factor esencial: Virgilio no es la parte espiritual de esa entidad sino el elemento todavía terreno y sensible –sensual- que promueve el movimiento hacia, la apetencia de la elevación. Es decir: aún no lo es pero eventualmente sí lo será (como Beatrice desde luego sí lo es pero ya en un plano más allá de todo vestigio terrenal o sensual: tan espiritual que es sólo idealización pura) si bien mientras tanto la suya es una naturaleza absolutamente
indefinida en todo sentido ya que participa de los opuestos sin pertenecer resuelta y definitivamente a ninguno: ni pagano del todo ni cristiano, ni terrestre ni celeste, ni réprobo ni elegido (una proyección similar se percibe de modo más notorio aún en pasajes como el del sueño del águila y el efebo –o el rapto de Ganímedes por Zeus- en el canto nono del Antepurgatorio: “parecióme ver entre sueños un águila con plumas de oro suspendida del cielo, con las alas abiertas y preparada a bajar y creía estar allí donde Ganimedes abandonó a los suyos cuando fue arrebatado a la celestial asamblea” y resto del periodo).


Lo que antecede en cuanto al tema del doble de tanta significación y consecuencia ulterior, pero ello no debe opacar o hacer perder de vista esa otra vertiente del legado dantesco, de tanta o mayor significación; la oposición o, para emplear un término actual más procedente (y hasta no hace mucho reprensible galicismo): la contestación. En efecto, sería una parcelación muy errónea minimizar su ahincado proyecto político: su partidismo gibelino se ha vuelto ya una obsesión que desemboca en esos curiosísimos y encendidos ejercicios especulativos, por llamarlos de algún modo: De la Monarquía que procuran, situados siempre entre la razón y la verdad revelada, ora apoyándose, como queda dicho, en la argumentación filosófica y científica que la época ofrece, ora solicitando directamente a las Escrituras o la mitología, según convenga (un ejemplo ilustrativo entre mil: sobre la salvación –“La razón humana no puede comprender cómo esto sea justo pero puede hacerlo si es ayudada por la fe” (3). Asimismo recurre a Virgilio, a los autores griegos y romanos; trae a colación el duelo de Dios que emplea como argumento incontrastable {también existía el juicio de Dios equivalente en cuanto a los efectos prácticos. “El “juicio de Dios” es una costumbre bárbara, pero la Iglesia la admitía en el siglo XII y acababa de aplicarla, precisamente, a mujeres de Colonia y Estrasburgo sospechosas, con razón, de catarismo. La prueba consistía en asir con la mano desnuda una barra de hierro al rojo vivo: únicamente se quemaban los mentirosos y los perjuros” (4)} y la victoria de David sobre Goliat se vuelve también prueba irrebatible) procuran, decíamos, investir al Imperio y al pueblo romanos con el beneplácito divino para enseñorearse del mundo y hacer de la figura del emperador, en este caso Enrique VII (***) el delegado directo de Dios por encima del Papa (la deposición de Saúl por Samuel) que era la verdadera cuestión de fondo. Y a este respecto no puede caber duda alguna; Dante denuncia reiteradamente a la Iglesia y al papado y muy en particular en el explícito parlamento de San Pedro (Canto 27°, cielo 8°, Paraíso). Esta parcialidad política le hace empero incurrir en algunas contradicciones flagrantes como en el Canto 34° -Infierno- donde lleva el encomio de Catón al punto de designarlo como guardián del Purgatorio (recuérdese que se suicidó en Utica para no sobrevivir a la pérdida de las libertades romanas tras el entronizamiento –por llamarlo así- de Julio César). ¿Cómo se concilia luego esto con el hecho de reservar el peor sitio del Infierno –las fauces mismas de Lucifer- para Bruto y Casio, al lado, nada menos, que de Judas si no a la luz, justamente, de esa parcialidad? Si se ha examinado con alguna prolijidad este aspecto es porque forma parte substancial
 del legado; la contestación y en numerosos casos la subversión misma tan propias de las obras adscritas a la vertiente gótica. De todos modos y en conclusión importaba a los fines de este análisis dejar claramente sentados todos estos antecedentes pues, como ya se precisó, constituyen los fundamentos mismos del género en su conjunto. (****).


(*)- de mi libro Un oscuro esplendor - El doble y el laberinto en la novela gótica- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2008. págs. 44-50.

(**)- Por cierto no es Dante la única figura determinante en este movimiento singular aunque sí desde luego la más representativa. J. Burckhardt describe así ese proceso evolutivo del lenguaje: “En los días áureos de la Edad Media, la nobleza de todas las naciones occidentales procuró afianzar el uso de un lenguaje “cortesano”, tanto para el trato corriente como para la poesía. Así, también en Italia, cuyos dialectos se disgregaron tan pronto, había en el siglo XIII un estilo llamado “curiale” que era común a las cortes y a sus poetas. Pero el hecho decisivo es que procuró hacerse de él, con consciente empeño, el lenguaje de todas las personas educadas y el lenguaje literario al mismo tiempo. En la introducción a las Cien novelas antiguas, compuestas antes del 1300, se confiesa abiertamente este propósito, con la circunstancia de que el lenguaje es aquí tratado explícitamente como elemento emancipado de la poesía; lo supremo es la expresión espiritual y bella en breves discursos, réplicas o máximas, que suscita un culto como acaso sólo lo haya tenido entre los griegos y los árabes” (1). Y en lo tocante a la influencia del mismo Dante así se expresa Barbara W. Tuchman: “Los escritores contemporáneos eran bien acogidos y muy conocidos. En vida de Dante los herreros y muleros cantaban sus versos; cincuenta años después, en 1373, la intensificación de la lectura hizo que la Señoría de Florencia, a petición de los ciudadanos, ofreciese un curso anual de lecciones públicas sobre la obra de Dante, por las cuales se pagó al conferenciante, quien debía hablar a diario salvo en los días festivos, la cantidad de cien florines de oro, que se reunió por suscripción general. La persona elegida fue Boccaccio, que había escrito la primera biografía de Dante y había copiado toda La Divina Comedia para regalarla a Petrarca” (2).
(***)- en particular Epístolas V y VII.

(****)- También se encuentran antecedentes –y notables- en Chrétien de Troyes. Algunos episodios como el de la capilla, el caballero muerto y la mano negra; el de los guerreros que asedian a Gorneman y que muertos en combate por la tarde regresan al día siguiente al campo de batalla (5) o el del huerto cerrado por un “muro de aire infranqueable” con la hilera de yelmos lucientes sobre las cabezas clavadas en
estacas (Erec et Enide) (6) son otros tantos ejemplos de esa temprana tendencia.



(1)- J. Burckhardt- La Cultura del Renacimiento en Italia- Ed. Losada, Buenos Aires, 1942. pág. 305.
(2)- Barbara W. Tuchman- Un espejo lejano- J. Vergara Editor S.A., Buenos Aires, 1980- pág. 75.
(3)- Dante- De la Monarquía y otros textos (De la lengua vulgar- El Convivio- Epístolas- De la forma y lugar de los elementos)- Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1984.
- Dante -El Convivio- Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1948.
- Dante- La Divina Commedia- Elrico Hoepli Editore, S.p.A, Milano, 1979.
- Dante- La Divina Comedia- Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1957.
(4)- Dante- De la Monarquía- Libro segundo, VII.
(5)- Chrétien de Troyes- Perceval ou le roman du Graal- Ed. Gallimard, Paris, 1974.
(6)- Chrétien de Troyes- Romans de la Table Ronde- Ed. Gallimard, Paris, 1975.









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