viernes, 29 de abril de 2011

La oficina





“Lo único que siempre he sostenido es que la naturaleza humana es la misma en todas partes, ya sea en este pueblito o en una capital. Sólo que en el primero hay más ocasiones y se dispone de más tiempo para observarla con mayor detenimiento”


Miss Jane Marple





Reinaba un ambiente de magnos acontecimientos en las oficinas de la empresa “Uróboros S.A”. En efecto, se despedía al Sr. Primus que durante más de diez años había sido jefe del personal. Muy emocionado el Sr. Primus recibía el saludo de sus colegas, superiores y subordinados. Se hallaban presentes las mecanógrafas Angustias Redoma y Socorro Melindres, la secretaria Mercé Chanel, el plantel ejecutivo: las Sras. Alba Pura Complacenti y Delmira Dentales, los Sres. Restas, Sefredo, Rocadán, Ansar y Renza y, ascendiendo en la jerarquía, el director Sr. Margón y hasta el mismísimo presidente de la empresa, el Sr. Senbol, a quien sólo se veía en esas ocasiones excepcionales. Con palabras sencillas pero no desprovistas de un toque de sensibilidad el Sr. Margón despidió al Sr. Primus deseándole la mayor ventura en su vida de jubilado y luego, con palabras igualmente sencillas designó al Sr. Restas reemplazante interino hasta tanto se nombrara al titular.



Se advertía una viva agitación en el pequeño reino de Traductaria, ínfima porción del vasto imperio de Brumosaletalia. En la capital, Porterilia, la población se había congregado en las calles para dar su último adiós al extinto rey Hegberto VII. Encabezaban el cortejo fúnebre don Recóndito (provisionalmente a cargo de la Regencia), doña Bragarana (ex favorita de Hegberto), doña Plácida, camarera principal, doña Concilio, dama de la nobleza y de compañía de doña Urraca que con el duque de Claroscuro eran los pretendientes al trono; los barones de Peñalidia y de Cala-Traba, maese Reaco, el alquimista y Monoca, el bufón. Concluida la solemne ceremonia y dispersada la multitud el cortejo regresó a palacio donde un enviado (venido expresamente de Culeducién, la capital del imperio) del emperador Mañafrico I confirmó a don Recóndito en la dignidad de regente hasta tanto se zanjara (en principio) el problema de la sucesión entre doña Urraca y el duque de Claroscuro.



Después de haber regado con agua hirviente la bella planta que el personal había ofrecido como regalo de despedida al Sr. Primus y que éste, en la confusión de su partida, había olvidado, Angustias, con su eterno cigarrillo en los labios y contemplando con una mirada vaga la pared dialogaba con Mercé: “Tengo el presentimiento de que este Restas nos dará mala vida”. “Mientras me mantenga en la secretaría lo demás me importa poco”. “Sí, ya se verá, pero como eras la protegida de Primus en tu lugar yo no estaría tan tranquila. Restas siempre le tuvo gran inquina a Primus y no me extrañaría que hayas heredado una buena parte”. Mercé, con una risita nerviosa, replicó: “Si me causa problemas no tengo más que hablar con el Sr. Margón que lo pondrá rápidamente en su lugar”. “Puede ser” musitó con un dejo dubitativo Angustias.



Doña Bragarana, vestida de luto riguroso. Con ella doña Plácida: “Tenga Vuesa Merced mucho cuidado y procure granjearse el favor de don Recóndito, que ya sabe cuán poco quería a nuestro rey Hegberto. “A pesar del duelo que me aflige no creas que no me preocupo –contestó doña Bragarana- pero si don Recóndito intenta perjudicarme sé que puedo contar con maese Reaco”. “Quizás, dijo doña Plácida, pero no olvide Vuesa Merced que maese Reaco se cuida en primer lugar de su propia situación”. “Nunca me faltaría, estoy segura” afirmó doña Bragarana. Doña Plácida, la mirada prendida en el tapiz que ornaba el muro, nada respondió.



En los estudios de la MGM (Myth G-r-ave Money) el famoso director Federico García Bellinni comenzaba una nueva versión de la clásica película: “Idos en un viento” basada en la novela de Edgar Calvino Buendía: “Ciclos de apogeo y decadencia de la casa de los destinos cruzados”. Todos los actores se encontraban ya en el lugar de la filmación y verdaderamente el elenco, de nivel internacional como convenía a una coproducción de esa magnitud, era excepcional: Shelley Winters, Louis de Funès, Lon Chaney, Divine, Lilian Gish, John Wayne, Cantinflas, Stewart Granger, Peter Lorre, Claude Reins, Joan Crawford, Vincent Price, Lolita Llores y Christopher Lee. El director, valiéndose de un megáfono, pidió atención: “Como vds. saben es ésta una empresa muy difícil y por eso solicito de todos la mayor colaboración; les recuerdo que esta película hubiera debido realizarla el malogrado Jacques Tati y ello representa para mí una responsabilidad todavía más grande”. “No estoy para nada conforme con mi papel” graznó Joan Crawford. “Pero querida, opuso la suave voz de Lilian Gish, todos tenemos la misma importancia en la distribución”. “Me parece, berreó John Wayne, que en una película de esta calidad habría que suprimir a ese monstruo”. “¿Qué monstruo?” preguntó agresivamente Joan Crawford. “Divine, por supuesto”. “Dejen en paz a Divine, intervino Shelley Winters, hará muy bien lo que se espera de ella”. “O de él, dijo Peter Lorre, nunca se ha sabido a ciencia cierta”. “Basta, Peter, protestó Lon Chaney, ya cansa tu manía de decir disparates”. Claude Reins propuso: “¿Si nos calláramos y dejáramos al director darnos sus instrucciones?”.










“Los he convocado para comunicarles las nuevas directivas que se aplicarán de ahora en adelante. Se me consultará para todo y no se tomará ninguna decisión que yo no autorice previamente”. Los Sres. Rocadán y Sefredo exclamaron al mismo tiempo: “Pero, Sr. Restas, antes…”. Con una voz temblorosa de cólera: “Antes era antes: ahora las cosas han cambiado”. “Algo debe cambiar para que todo siga igual” murmuró el Sr. Ansar, lo que provocó la reacción fulminante del jefe interino: “¡Cállese, Ansar! Estoy harto de sus bromas y comentarios estúpidos”. La Sra. Delmira y el Sr. Renza intervinieron a su vez: “Disculpe Vd. Sr. Restas pero si es necesario consultarlo para todo es obvio que se entorpecerá y demorará el trabajo”. Con una expresión hosca el Sr. Restas replicó: “Basta de objeciones. Será como he dicho y ni una palabra más. Ahora pueden retirarse; en caso necesario Mercé los volverá a convocar”. Salieron cabizbajos del despacho de la jefatura. Caminando al lado de Delmira, Alba Pura comentó: “Este hombre es monolítico. No hay manera de razonar con él”. Delmira: “No te inquietes, durará muy poco”. “Ojalá y esperemos que lo reemplace una persona eficaz”. “¿En quién estás pensando?” preguntó Delmira irónicamente. Rocadán, congestionado, hablaba con Sefredo: “Inaudito, intolerable…”. Sefredo, muy calmo: “Es lo que podía esperarse de semejante individuo”. “Sí, pero es sólo el comienzo. ¿Hasta dónde llegará?”. “Hasta donde pueda o más bien hasta donde lo dejen” replicó Sefredo. “Pues entonces que no lo dejen mucho” respondió, todavía acalorado, Rocadán. “esperemos que el Sr. Senbol nombre rápidamente al titular”. “Esperemos, aunque ya sabemos que en esta empresa las cosas pueden ir para largo”. “Sería dramático, dijo Rocadán, y más aún si se piensa que con un hombre idóneo –mirando fija e intencionadamente a Sefredo- todo podría ir muy bien”. Sefredo se limitó a repetir:”Esperemos”. Dejándolo Rocadán fue a ver al Sr. Margón. Después de saludarlo con el mayor respeto (que cualquier observador poco experimentado habría calificado de servilismo) “se permitía distraer su tiempo, indicó, animado por la sana intención de sugerir algunas iniciativas susceptibles de mejorar el funcionamiento de la oficina”. Margón: “Lo escucho”. “Lo primero, a mi juicio y salvo su mejor opinión, señor director, es desembarazarse de esa inútil secretaria. Convendría que insistiera Vd. al respecto para que el Sr. Restas…” “Pero, cortó Margón, Mercé no ha dado hasta hora ningún motivo de queja”. “Perdón, no está Vd. bien enterado, persistió Rocadán, esa mujer no sabe trabajar y no hace más que complicar las cosas. Si no hubiera sido por la incomprensible protección del Sr. Primus, aunque incomprensible…en fin, no quiero insinuar…”. “En todo caso, respondió secamente Margón, lo tendré en cuenta y consultaré con el Sr. Restas”. Comprendiendo que la entrevista había terminado Rocadán, después de volver a saludar reverentemente salió y se topó en el pasillo con el Sr. Renza: “Ah, ¿ha visto? Entre Restas y Mercé esto será un verdadero caos”. “Quizás no sea para tanto”. “¿Cómo que no? Peor todavía: hay que echar de inmediato a Mercé y lo ideal sería que Restas no durara mucho”. “Tal vez lo confirmen”, insinuó Renza malignamente. Escandalizado y sujetándolo de un brazo Rocadán lo miraba de hito en hito: “¡Confirmarlo, confirmarlo! ¡Qué disparate! Cuando hay gente como Sefredo y Delmira –o incluso yo mismo- mucho más calificados para ese puesto”. “Sí, pero en última instancia ya sabe que la decisión no la toma Margón sino el Sr. Senbol, que es imprevisible”. “Ya lo sé, pero ¿no se podría hacer algo?” “No lo creo, replicó Renza, lo mejor es dejar que las cosas sigan su curso normal”.



En la sala del trono se habían congregado los cortesanos. Don Recóndito levantó una mano trémula pidiendo silencio. “Desde ahora, anunció, cambiarán las cosas en Traductaria. Como sabéis mi salud no ha sido muy buena estos últimos tiempos y siguiendo el sabio parecer de Maese Reaco he decidido que cuando yo no pueda asistir el barón de Cala-Traba me sustituirá en las reuniones del Consejo”. En todas las caras se pintó el estupor y en algunas incluso la indignación. Se oyó la voz estridente de doña Urraca: “Pero ese honor corresponde a las personas de sangre real”. “Es cierto, apoyó el duque de Claroscuro, ¿por qué conferirlo al barón de Cala-Traba?” “¡Silencio! rugió don Recóndito, es ésa mi voluntad y la habéis de acatar”. “Es una voluntad enfermiza”. “¡Calla bufón, amenazó don Recóndito, o tu castigo será terrible!” El barón de Cala-Traba, arrodillándose: “Doy gracias a Vuestra Grandeza por tan insigne y señalado honor pero creo que les corresponde legítimamente a doña Urraca o al duque de Claroscuro”. “Señor barón, aquí no hay otro derecho que el que me place, será como lo mando y basta. Os podéis marchar todos, estoy fatigado”. El barón de Peñalidia llevó aparte a maese Reaco: “Y ¿qué haréis con doña Bragarana? Esa mujer no puede quedar en la corte, debíais desterrarla”. “Nada hay en su contra y después de todo era la favorita del rey Hegberto”. “Justamente, dijo el barón, y por ello seguirá ejerciendo su nefasta influencia. Mucho me temo que el mismo regente, tan impresionable…” “No lo creo, otras personas tienen un mayor ascendiente en lo que atañe al regente y además no hay que olvidar que don Recóndito no la tiene en muy alta estima”.



Stewart Granger y Lolita Llores se miraban tiernamente. Ella, con mucho recato, le rogaba: “No me mires, igual que a otras miras…”. Pero él seguía mirándola arrobado, primero, porque así estaba escrito en el guión y luego porque no comprendía una sola palabra de español. Vincent Price confiaba a Cantinflas: “Estoy harto de mis papeles de villano”. “Sí, mano, pero lo hace Vd. tan bien; créame, es mejor eso que pasarse la vida dando vueltas al mundo”. “Y ¿por qué viaja Vd. tanto?” “Porque me invitan y recibo honores en todas partes y no puedo negarme, eso me encanta”. “¿Qué clase de honores?” “Sobre todo los doctorados honoris causa. Los colecciono. Verá Vd., es muy simple. Hace años le confirieron uno a un actor amigo mío y yo me dije: si se lo dan a éste que es poco más que un figurante ¿qué no puedo pretender yo? Le pedí que me diera una copia de su discurso y desde entonces pronuncio siempre ese discurso en cada universidad; por supuesto hay que tomar la precaución de cambiar los nombres”. “Ya veo, no está mal. Pero ¿nadie se da cuenta?” “Qué va, nadie escucha nunca una sola palabra”. “Y ¿cuántos doctorados lleva coleccionados?” “Unos 600, más o menos”. “¡Es una enormidad!” “Sí, pero hay muchos repetidos. Es como si fuera una enfermedad contagiosa, mano; en cuanto una universidad se entera que otra confirió un diploma honoris causa no quiere ser menos y ya le llega a Vd. la invitación; con el tiempo se olvidan y vuelven a llamarlo para darle otro doctorado y en alguna oportunidad dije mi discurso ocho veces en el mismo día y me vi en un aprieto porque ya no sabía ni siquiera de qué universidad se trataba y por fuerza metí la pata agradeciendo al rector Claudio Fello de la Universidad de Censoria cuando en realidad era el rector Dr. Rudo Galán de la Universidad Nonpresta Asidenatura”. Se oyó la voz del director: “Todos a sus sitios, por favor; comenzamos con la escena de la muerte de Louis de Funès (resonó un iracundo “¡merde!” en el estudio) y su sustitución por Lon Chaney. Diálogo entre Shelley Winters y Divine”. “Ahora que ha muerto tu protector tendrás muchos problemas para conseguir contratos”. “Bah, ya me las arreglaré, por algo soy Divine, la única”. “De todos modos desconfía de Lon Chaney que siempre le tuvo envidia a Louis de Funès”. “¡Corten! Diálogo entre Joan Crawford y Lilian Gish”. “¿Me pregunto si se dan cuenta de lo que representa mi presencia en esta película?” “Sin la menor duda, querida, dijo Lilian Gish, puesto que es un homenaje al séptimo arte y es lógico que figure tanto lo mejor como lo pésimo. Es lástima que ya no puedas encarnar a la heroína, cuestión de edad…” “No comprendo que tenga ese papel una actriz desconocida y en cuanto a la edad…” “Pero parece que en su país es célebre y hay que reconocer que es un poco más joven que…” “En su país quizás, pero ¿quién los conoce, a ella y su país?” “Dicen ellos mismos que es el culo del mundo” apuntó Peter Lorre y Vincent Price: “Pero Chiloé es muy conocido”. “No es Chiloé, mano, puntualizó Cantinflas, es Buenos Aires”. “¡Ay, Buenos Aires, cuánto querría volver!, se dolió Lolita Llores, ¿saben que en un tango se habla de la nostalgia de Buenos Aires? Lo canté tantas veces…” “¿Con esa voz? preguntó dubitativa Joan Crawford, creía que el tango era un género más bien fuerte”. “Y también lacrimógeno” dijo Peter Lorre. La voz del director impuso silencio: “Todos a sus sitios, por favor, para la próxima secuencia”.



Escuchándose a duras penas entre el tableteo de las máquinas de escribir Angustias y Socorro intercambiaban comentarios cuando entró, agitadísima, Mercé. Callaron las máquinas. “¿Saben ya la noticia?”. “No”, respondieron a coro las mecanógrafas. “Tenemos nuevo jefe”. “¿Quién es?” “Un tal Sr. Arrupe”. “No lo conocemos”. “No, el Sr. Senbol lo contrató cuando estaba trabajando en otra empresa y llegará mañana”.



Don Recóndito, al que rodeaban el duque de Claroscuro, doña Urraca y los barones de Peñalidia y de Cala-Traba miraba con desconfianza un pliego que acababa de recibir. Hizo llamar a maese Reaco para que lo descifrara. “Es de Su Majestad el emperador Mañafrico I. Comunica a Vuestra Grandeza que mañana llegará a Porterilia el duque de Devueltas, príncipe de la sangre y Grande de Brumosaletalia, que será coronado rey de Traductaria”. “No lo conocemos”, exclamaron los nobles. Doña Urraca y el duque de Claroscuro: “Se pisotean nuestras personas y derechos. Esto es obra de una pérfida intriga. Debemos informar al emperador para que vuelva sobre su decisión y remedie antes de que sea demasiado tarde”. Y mientras don Recóndito, conteniendo apenas su despecho y sus sollozos abandonaba el recinto se oyó la voz de Monoca: “Cabe aquí trastocar el refrán: más vale bueno por conocer que malo conocido” pero ya don Recóndito había desaparecido y ninguno de los cortesanos, todavía impresionados con la nueva, festejó la ocurrencia del bufón.



“Aparición del héroe” clamó García Bellini. “¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué dice?” preguntó ansiosamente John Wayne. Su asistente (cuya tarea principal era empujarle su silla de ruedas) le gritó al oído: “¡Que ésta es la escena en que aparece el héroe!” “Ah, entonces debo prepararme”. “¡No, Sr. Wayne!” “¿Cómo que no? ¡Siempre he sido el héroe!”



“¡SILENCIO!”- Vincent Price a Lon Chaney: “Tu papel llega a su fin, Lon, pronto estará aquí Christopher Lee”. El taimado chino, mirándose las larguísimas uñas de mandarín, comentó: “Ése no fue nunca más que un pobre vampiro”. “Si recuerdo el guión se enamora de mí, dijo Lolita Llores, pero prefiero a Stewart Granger”. “¿Cómo? preguntó Shelley Winters ¿Todavía no sabes bien el guión?” “Es que como está escrito en inglés…y además ahora no está mi mamá que siempre me ayudaba a aprenderlo de memoria”. “Pues más vale que le vayas pidiendo a Lilian…” “No estoy aquí para ocuparme de principiantes”, cortó por lo sano Lilian Gish. “No soy una principiante”, protestó indignada la heroína y Joan Crawford: “Claro que no, cualquiera se da cuenta”.



Ante el personal el Sr. Margón, con sencillas palabras agradecía su gestión (interina) al Sr. Restas. Y a continuación presentó al Sr. Arrupe: “El nuevo jefe de personal. Espero que todos le prestarán su colaboración y que no habrá ningún problema”. El Sr. Arrupe lo interrumpió, arrogante: “No habrá problemas, ya me encargaré yo de que no los haya”. “Excelente, dijo un poco ofuscado el Sr. Margón, pero si hubiere cualquier inconveniente recuerde que estoy a su disposición”. “Muchas gracias, Sr. Margón”. Después de la breve ceremonia el Sr. Arrupe llevó aparte al Sr. Restas. “Dado que ha dirigido Vd. con tanta eficacia los asuntos de la oficina le quedaré muy reconocido si tiene a bien asesorarme cuando lo necesite”. “No faltaba más, respondió Restas, haré cuanto pueda y le diría desde ya que todo lo que no pude hacer yo como interino sería bueno que lo hiciera Vd. que es titular”. “¿Qué, por ejemplo?”. “Pues despedir a Mercé, que es una incompetente”. “Lo pensaré”. “Luego cuídese Vd. mucho de los Sres. Sefredo y Rocadán así como de la Sra. Delmira, pues todos ellos aspiraban a la jefatura y tratarán de ponerle trabas”. “Comprendido, los vigilaré”. “Y no tenga Vd. la menor confianza en el Sr. Margón, que es individuo retorcido”. “Lo tendré también en cuenta. ¿Algo más?”. “No, es todo, por el momento”. “Y ¿qué me dice Vd. del Sr. Renza?” “No tengo nada en contra”. “Bien, siendo así dispondremos que cuando yo me ausente quedará Vd. como jefe interino y si Vd. no puede entonces se hará cargo de la jefatura el Sr. Renza”. “Pero eso planteará muchos problemas; lo sé por experiencia propia. Los otros creen que tienen prioridad”. “No importa, que protesten, se las verán conmigo”.



Doña Plácida y Sanchica. “¡Qué oigo! El duque de Devueltas decidió que el barón de Cala-Traba presidirá el Consejo cuando él se ausente”. “¡Jesús! ¡Esto traerá cola!”. “Como dices y para mí está la mano de don Recóndito en el asunto. Sólo hubiera querido verles las caras a doña Urraca y al duque de Claroscuro” dijo con un tono burlón y dirigiéndose al muro doña Plácida. “Es una pena que hayan desterrado de por vida a doña Bragarana. La existencia debe serle monótona, allá en Zooburgo” se lamentó Sanchica. “Al menos está con los suyos y eso es ya un gran consuelo” contestó con una sonrisa de satisfacción doña Plácida.



“Es mucho menos atractivo sin los colmillos, pensaba Lolita Llores, aunque reconozco que si los tuviera me daría miedo”. Christopher Lee, con una voz de ultratumba, le declaraba su amor y en las miradas de Stewart Granger y de John Wayne destellaban reflejos asesinos.



“La productividad ha caído en un 30%, bramó el Sr. Arrupe ante los ejecutivos que no osaban levantar los ojos; además se han producido ciertos hechos que no vacilo en calificar como verdaderos actos de sabotaje. Vd., Sr. Rocadán, después de la renuncia del Sr. Sefredo no ha hecho más que difundir rumores atacándome personalmente. Y como si eso fuera poco su trabajo deja mucho que desear”. “No tiene Vd. fundamento para acusarme, replicó furibundo Rocadán, y si he de decir las cosas como son, es Vd. el incapaz y desde que llegó aquí ya sabía yo que no se podía esperar nada bueno”. “¡Eso es insubordinación, chilló enfurecido Arrupe, y tendrá la sanción que merece. Ahora retírese!” Rocadán obedeció a regañadientes y al salir embistió a cuantos se hallaban en su camino. “Es una persona difícil” comentó Ansar. “Hablando de individuos difíciles, Sr. Ansar, considero que su trabajo también es insatisfactorio”. “¿Cómo mi trabajo? Si yo ya no trabajo más”. “¿Cómo así?” “Pues ¿cree Vd. por ventura que faltándome apenas dos meses para jubilarme voy a continuar sacrificándome?” “No tiene Vd. el menor sentido de la responsabilidad; el asunto no quedará así, por cierto. Haga el favor de retirarse”. Y dirigiéndose a los demás: “Espero no tener que volver a llamarles la atención. Tengan presente que en cualquier momento les puede suceder lo mismo que a Mercé: a la calle de un día para otro. Y sepan que, a partir de ahora, tomaré las medidas necesarias para que la productividad no sólo recupere su nivel anterior sino que lo sobrepase”. Al salir Alba Pura comentó a Delmira: “Es un stajanovista”. “Querrás decir más bien un esclavista, porque para lo que él hace…”.



Sentado en el trono el duque de Devueltas descargaba su ira en los atemorizados cortesanos. “Después que el duque de Claroscuro murió en torneo sé que vos, doña Urraca, con la complicidad del barón de Peñalidia, habéis osado tramar contra mi persona”. “No es cierto, Majestad” respondieron al unísono doña Urraca y Peñalidia. “Extraños torneos tenemos agora en los que se muere con una flecha clavada en la espalda”. “¡Silencio, maldito bufón! Y en cuanto a vosotros sabed que os tengo por responsables de cuanto pudiera acaecer”. El barón de Peñalidia llevó la mano a la empuñadura de su espada: “Señor, si no fuerais quien sois os pediría reparación”. “Y vos, señor barón, replicó el duque de Devueltas, si seguís por tan insolente camino vais a vuestra pérdida”. “¡Cómo ha de ser, si nunca se encontró!” “¡He dicho silencio, bufón del demonio!”.



“¡SILENCIO! ¡SILENCIO! A sus puestos”. Vestida de negro Lolita Llores llora amargamente la muerte de Stewart Granger mientras Christopher Lee, con el rostro crispado: “Mi tolerancia y paciencia tienen límites; ya he esperado demasiado”. “Respeta mi dolor, él era el amor de mi vida”. “¡No! gritó exasperado García Bellini, pero ¿ésta no aprenderá nunca el guión? Lo que tiene que decir es: “A rey muerto rey puesto” y abrazar a Christopher Lee”. “Pero, balbució Lolita Llores, yo lo amaba, lo amaba”. Shelley Winters, en un llanto entrecortado por hipos se compadecía: “Pobrecita, pobrecita…” mientras Joan Crawford y Divine estallaban en carcajadas.



El Sr. Margón se dirigía (nuevamente) al personal reunido para despedir al Sr. Arrupe (que había optado por la jubilación anticipada). Con sencillas palabras agradeció los servicios prestados, le deseó una venturosa vida en esta nueva etapa y designó como interino al Sr. Restas hasta tanto el Sr. Senbol nombrara a un nuevo titular.



Tras la hecatombe, es decir el juicio sumario y expeditivo ajusticiamiento de doña Urraca y del barón de Peñalidia, el duque de Devueltas había muerto envenenado misteriosamente. Maese Reaco leía un pliego enviado por el emperador Mañafrico I en el que se nombraba regente a don Recóndito hasta tanto se resolviera el problema de la sucesión al trono.



En los estudios de la MGM el extenuado Federico García Bellini hablaba con el productor: “Renuncio, no puedo más, esto es superior a mis fuerzas”. “Sr. García Bellini, reconozco que se han presentado muchos problemas pero el estudio no puede permitirse suspender la película a esta altura. ¿Qué pasó con la actriz principal?” “Tuvimos que mandarla de vuelta a Buenos Aires y hubo que darle una fotografía autografiada de Stewart Granger para lograr que subiera al avión. Y eso no es nada, las relaciones entre los demás son catastróficas”. “¿Y si buscáramos otra heroína?” “No sé, no sé, respondió el abrumado director, en este momento no se me ocurre nadie”. “Tengo una idea, se entusiasmó el productor, en lugar de Stewart Granger y de Christopher Lee contratemos a Michel Simon y para reemplazar a la Llores ¿quién más indicada que Margareth Rutherford?” “Pero…los dos han muerto” objetó estupefacto García Bellini. “Esto es el cine, respondió con una extraña mirada el productor, y Vd., mejor que nadie, debería saber que un actor no muere o, más bien, que no existe fuera de la pantalla y la memoria del público. ¿Acaso no hay en el elenco actual más de un fantasma?” “Sí, es cierto, ahora que lo dice, no me había dado cuenta”.



En las oficinas de la empresa “Uróboros S.A” el Sr. Margón agradeció al Sr. Restas su gestión interina. “Tengo el placer, prosiguió ante el personal reunido, de presentarles a su nuevo jefe, que nuestro presidente, el Sr. Senbol, acaba de nombrar. El Sr. Primus, a pesar de su relativa juventud, tiene ya una vasta experiencia debida, en gran parte, a sus vínculos familiares (que todos conocemos) y por haber asimismo trabajado en otras importantes empresas y creo, por lo tanto, que podemos augurarle una larga y exitosa permanencia en la nuestra”.








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