jueves, 27 de diciembre de 2012

El niño de la puerta doble (*)

¿Con qué podría compararse hoy aquello que los antiguos conocían como el furor sagrado? Aquella descontrolada y transitoria insania que se apoderaba de los integrantes del tiaso o cortejo de Dionisos (y tan certeramente caracterizado en sus componentes esenciales desde los mismos calificativos: Ménades violentas, Bacantes alborozadas y Tíades impetuosas). Aparentemente las religiones monoteístas ulteriores no han conocido tales transportes; los medios de alcanzar el éxtasis son distintos (acaso la noción misma de éxtasis también) ya se trate de la pura contemplación y el inmovilismo o de los derviches danzantes, de la mística o del martirio, incluso en los casos en que se haya podido llegar hasta la auto-inmolación (1), en tanto que la flagelación, el cilicio, las disciplinas y los métodos afines de mortificación de la carne se situarían de hecho en el extremo más opuesto. Todo eso parece en efecto tener muy poco y nada en común con este furor dionisíaco o sagrado. Por otra parte existieron, es verdad (y aún existen) cultos y prácticas rituales que posibilitaban salir de sí para pasar a un estado extático -el chamanismo o la misma brujería medieval, por ejemplo, entre otros -pero tampoco son éstos, ni con mucho, fenómenos asimilables. Y no procede establecer comparación porque estaría faltando, amén de la exaltación y la desmesura que en última instancia bien pueden ser comunes, una como fusión inmediata y absoluta, puramente animal y primaria con el mundo natural (las potencias que lo rigen) que sería la determinante del sentido real de la ofrenda, del sacrificio y el anonadamiento (en dicho mundo) y que desde luego es ajena por completo y desconoce incluso hasta la noción de trascendencia o la voluntad de llegar a formar parte -por ínfima y desdeñable que se pretenda- y mediante la entrega, cualquiera sea la modalidad que ésta adopte- (lo que no deja de ser, en el fondo, una negociación: do ut des) de la esencia divina. En otras palabras: lo que distinguiría entonces al furor sagrado de otras formas de éxtasis (o cualquier símil y denominación de esta enajenada exaltación tan particular) sería precisamente y valga la perogrullada el furor mismo, compendio de esas características explícitamente formuladas antes: la violencia, el alborozo y el ímpetu que desembocan en el arrebato y el acceso que se traducen a su vez en el estado furibundo, extremado y henchido del frenesí, del estallido de la pasión desorbitada y la pérdida de toda facultad de raciocinio: en otros términos la locura más vertiginosa y desenfrenada.
     Sirva lo que precede como una somera introducción, más bien presentación apenas esbozada pero imprescindible para adentrarse en tema tan complejo y fascinante. El pretexto lo brinda (con mayor detalle y otro sesgo) el poema de Catulo sobre Atis (nº 63), composición notable en más de un concepto, que se abre bruscamente sobre el extraño e impresionante episodio en la floresta cuando el joven acometido súbita y precisamente por dicho furor se automutila (2). De manera harto sorprendente y cuando tan sólo acaba de cometer ese acto contra sí mismo  el poeta inmediata y automáticamente lo transforma en mujer: "Entonces, al sentir su cuerpo privado de la virilidad y la tierra manchada con su sangre aún caliente, ella tomó apresuradamente en sus manos de nieve el ligero tamboril..."; a partir de este momento y de tan arbitraria decisión le asignará indistintamente uno u otro sexo. No deja tampoco de llamar poderosamente la atención esa atribución instantánea de rasgos femeninos (ya que es de todo punto forzoso que antes de la castración -un minuto antes- Atis tuviera -licencia poética aparte- esas mismas "manos de nieve") que se va reiterando y reforzando a lo largo del poema. Catulo se cuida asimismo de dejar constancia expresa de otro factor no menos perturbador: Atis no se emascula por amor a Cibeles (diosa que preside, como Dionisos, estas celebraciones de las fuerzas elementales cósmicas y su renovación periódica, particularmente en sus aspectos terrestre y subterráneo. De paso cabe señalar que el episodio de la castración de Urano por Cronos está también estrechamente relacionado con este culto) sino por un "odio excesivo hacia Venus".
     Es entonces éste un repudio frontal y definitivo tanto del amor físico como de la mujer objeto del deseo, ya que Venus preside y representa ambos aspectos. Pero ¿a qué obedece? ¿O surge de la sola gratuidad? Sea como fuere lo indudable es que la mutilación tiene lugar para indicar que no sólo se rechaza a la mujer (hubiera bastado con apartarse o evitarla) sino que también y por sobre todo se renuncia expresamente a la condición masculina. Se aspira, ergo, a un estado asexuado, lo que  de ningún modo implica la abolición del deseo ni la extinción de la pulsión erótica. Se ha pasado -tomando prestada su terminología a la botánica- de la condición de fanerógamo a la de criptógamo. Por otra parte, ya se lo ha dicho, el culto mismo exige este sacrificio tan excepcional. Quizás porque es lo máximo que se pueda ofrendar, abstracción hecha de la vida misma. (Y es muy probable que se trate de un vestigio o reminiscencia subyacente de la homofagia inicialmente asociada con el culto de Dionisos que se ampliará y corroborará luego a la luz de otros ejemplos). El estado furibundo, ese trance frenético y demencial impulsa a la comisión y deja así una criatura que ya no es ni hombre ni mujer -siempre, huelga decir, desde el punto de vista morfológico- pero que nada tiene tampoco en común con determinadas costumbres y prácticas observadas un poco en todas partes que van desde la institución de los eunucos en distintas culturas y para diversos fines (del serrallo a los castrati) hasta los cantantes de ópera en China y Japón o bien incluso usos análogos entre las tribus amerindias (3), esto es, sea la ablación de los atributos de la virilidad o si no la supresión de su apariencia ya para anular al hombre (física y funcionalmente se entiende) o bien la sola imagen masculina y poder, en consecuencia, asignarle una función y papel (supuestamente) femeninos con objeto justamente de prescindir de la mujer pero rehuir al mismo tiempo todo reconocimiento de homoerotismo. No es éste el caso de Atis y sus compañeras (así se designan en el poema otros hombres que procedieron de idéntica manera) que no procuran transformarse en mujeres impulsados por una inclinación homoerótica. Pareciera más bien que el factor decisivo es una voluntad de acompañar (y completar) la asexualidad con la deserotización. Pero Catulo va más allá: "Tan pronto como Atis, mujer de sexo incierto, hubo animado a sus compañeras con estas palabras...". ¿Qué significa referirse a un hombre como mujer de sexo incierto? En verdad es una pirueta fantástica que da la impresión de que se intenta agotar la interminable gama de la indefinición porque es de todo punto imposible aceptar sin más que un hombre, aun emasculado y concediendo incluso la orientación homosexual, deje por ello de ser un hombre. Si bien no es menos cierto que una actitud parecida subsiste en nuestras sociedades actuales, las cuales, mediante una suerte de pase de prestidigitación se obstinan en reconocer (en seguir reconociendo) sólo la apariencia: un travesti por ende se asimila preferentemente al género femenino y un transexual es considerado ya prácticamente una mujer. ¿Cómo disimular la coartada implícita y flagrante?  Dejando de lado -que ése es ya otro asunto- la aspiración de la persona individual (que por lo demás está igualmente determinada por una sanción sociocultural) lo que se advierte es cómo, de esta manera, se reafirman y apuntalan los valores tradicionales más elementales. En efecto, al decretar que ya no son hombres se abren de par en par las puertas para que puedan devenir objeto erótico para otros hombres que, muy curiosamente, buscan estos sucedáneos y no a la mujer misma (pero por supuesto se hace caso omiso de esta evidencia tan gruesa como de tantas y tantas otras y se la pasa por alto con el mayor desenfado). Desde luego que Atis no es mujer y su sexo, por incierto y no explícito que se quiera sigue de todos modos estando. Catulo intensifica gradualmente esa aparente femineidad: "Pero cuando se acerca (el león de Cibeles) a la húmeda ribera blanqueada por la espuma de las aguas y contempla a la tierna Atis junto al marmóreo piélago, la ataca; ella enloquecida huye hacia las salvajes forestas (sic). Allí, por siempre mientras vivió, fue esclava". Su destino se resuelve pues en una fórmula tan neutra como subordinada (recóndita, por tanto escamoteada; esclava, destituida luego de toda estimación social) que culmina en la negación última y absoluta de sus posibles funciones y papel no quedando a su alcance ninguno que pueda sustituirlos con cierta eficacia. Viene así a encallar en una segunda castración -ésta no visible- que anula ya totalmente hasta la proyección misma de cualquier realización sexual. En otros términos se nos está diciendo que las posibilidades eróticas y sexuales son poco menos que infinitas pero están recortadas y reducidas drásticamente por un imperativo cultural que decide legitimar unas pocas y sólo éstas y condena todo el resto al goinjang (4). Y así como no existe ni puede existir condición heterosexual absoluta sí existen en cambio alternativas múltiples para ese curioso ser único y demediado que es el hombre-mujer. Se va retornando pues al comienzo si se postula que la sexualidad es parangonable con la locura (o, para el caso, que tanto da, la convencional cordura) porque ¿quién y cómo determina las fronteras? (5).
     Atis carece de finalidad y objeto; ha pasado por diversos estadios (pero no por todos) y topa al término con la pura negación de una sentencia que lo excluye pero porque en definitiva no es reconocible socialmente.
      Y de entonces acá no hemos progresado en un solo paso: siguen siendo los otros quienes determinan la sexualidad. La mirada del otro confiere o niega su valor a la condición sexual, la estima y la tasa. Y con arreglo a esa valoración o depreciación (que en nada difieren de las asignadas a otros bienes comerciales o de trueque en ferias y mercados) se darán las oportunidades y con ellas la plenitud, la mediocridad o la miseria de esta otra vida paralela.
     Con acento plañidero y desolado Atis resume sus metamorfosis sucesivas y aunque -lógicamente- habla desde su condición presente ésta es la única que no nombra (por la simple razón de que no tiene ningún término válido para ella): "¿Qué clase de figura existe que yo no haya revestido? He sido mujer, he sido adolescente, he sido efebo, he sido niño, he sido la flor del gimnasio y fui también destacado atleta". Así pues se sabe todo lo que fue pero se ignora qué es ahora. La mirada ajena (social) se ha apartado, vencida: no puede reconocer lo que está viendo y por ende es impotente para atribuirle un valor, un precio, una categoría. Acaba, por tanto y como cabía esperar por relegarlo como a todas las demás zonas de la sexualidad y el erotismo que su limitada visión no puede clasificar a ese mismo goinjang, es decir en la ocurrencia a la más densa profundidad del bosque y del olvido. Con claridad meridiana la fábula advierte, entonces, que más allá de la mera capa superficial sólo hay ignorancia, error, ceguera y confusión. Dicho de otro modo: que no es posible conocer si no cambia la mirada.
     El mito ejemplar de Eros y Psiqué ilumina mejor y complementa este concepto. De manera más poética y con mayor intensidad aún refuerza esa noción central: no es posible conocer la verdadera cara -naturaleza- del amor-sexualidad  (porque en cuanto Psiqué /alma, espíritu, mente/ ve al dios dormido /deseo-sexo/ lo pierde para siempre) sino a través de la libre, directa e incondicional aceptación de todas y cada una de sus manifestaciones por extrañas que puedan parecer e incomprensibles que puedan resultar en un momento y época determinados. Dice más, por cierto, pero ahora interesa resaltar su indudable y marcada analogía con el nacimiento de Dionisos. Sémele (la luna) embarazada por Zeus y siguiendo el malévolo consejo de la celosa Hera importuna a su divino amante para que se le muestre bajo su verdadera forma. Éste, finalmente irritado, se manifiesta al cabo como una pavorosa tormenta de truenos y rayos en la que Sémele perece consumida. La enseñanza es hasta aquí y salvando detalles secundarios exactamente la misma. El mito prosigue con la oportuna intervención de Hermes (divinidad que invariablemente tiene un sentido positivo) quien salva al niño seismesino extrayéndolo del cadáver de su madre e introduciéndolo en el muslo de Zeus, cosiendo luego la abertura para que madure los tres meses restantes. Ésta es la razón por la que se lo conoce como "el nacido dos veces" o "el niño de la puerta doble" (¿y no nace acaso dos veces quien, como Atis, cambia su forma?). Pero los Titanes, a instigación de la implacable Hera, despedazan al recién nacido y cuecen los pequeños trozos en un caldero (indicio manifiesto del canibalismo ritual señalado antes); esta vez lo rescata y reconstruye su abuela Rea (relación transparente con el mito de Osiris). Al llegar a la edad viril nuevamente aparece Hera y lo enloquece dando así comienzo al ciclo del furor dionisíaco (vinculado igualmente y muy evidentemente con la invención de la vid y el vino y su consecuencia: la embriaguez). Otro rasgo adicional que confirma la antropofagia del rito arcaico es aquel de las hermanas extraviadas convertidas en sus adeptas: Alcítoe, Arsipe y Leucipe, cuando esta última ofrece a su propio hijo en sacrificio y entre las tres lo despedazan y devoran. Por último Dionisos desposa en Naxos a Ariadna que había sido abandonada allí por Teseo y corresponde mencionar asimismo su carácter menos conocido como conquistador y codificador, particularmente de la India. Tras múltiples avatares, azarosa y errabunda existencia Dionisos termina por ganar su lugar entre los dioses (6). Se han reseñado estos aspectos sobresalientes del mito dionisíaco para poner de relieve esa constante de exaltación y total desmesura a lo largo de la trayectoria del dios y porque explican a su manera aquello que excede la comprensión y alcance humanos: el mecanismo que mueve a las potencias de la generación y la regeneración y entremezclado íntima e indisolublemente con ellas ese goce sin límites ni fronteras y de una intensidad y desenfreno tales que sólo puede desembocar en la destrucción y el anonadamiento (la supresión del instrumento o medio del goce). Volviendo a Eros el mito órfico de la creación acaba de revelar lo que ya se podía intuir: "La Noche de alas negras, una diosa por la que el propio Zeus siente un temor reverente, fue cortejada por el Viento y puso un huevo de plata en el seno de la Oscuridad; y /.../de este huevo salió Eros y puso en movimiento el Universo. Eros era bisexual y tenía alas de oro..." (7). (Quede planteado incidentemente el interrogante ineludible: si Eros es bisexual ¿cuál es entonces la verdadera condición de Psiqué?).
     Según otra versión -y la más difundida- Eros es el hijo de Afrodita y de Hermes o sea de la diosa del amor físico y la belleza y de uno de los dioses más hermosos e inteligentes: el inventor, entre otros, de la lira y la flauta, de la escala musical, de los pesos y medidas, de la astronomía y del cultivo del árbol por excelencia: el olivo. Es también el mensajero y escriba de los dioses. Gobierna asimismo todo el orden civilizado y artístico y además el saber críptico y vedado. Estas características que son suma y compendio de lo mejor y más amable, a saber: la hermosura, sexualidad plena, ingenio, sabiduría, refinamiento, disposición para el placer y el juego se transmiten naturalmente a Eros. Esta pareja singular también engendró a Hermafrodito pero tal vez éste no sea más que otro nombre de Eros. De lo que se sigue por tanto que el hermafrodita o andrógino es la representación más cabal de la perfección (y no por otra razón los griegos le atribuyeron tales padres: calipedia). Se basta a sí mismo; puede amarse, poseerse y auto-fecundarse y dar a luz -realmente a luz- (en un acto tan gozoso como el de su propia cópula consigo) a otro sí mismo. En este triste y miserable bajo mundo pasa por un monstruo y sin duda lo es en cuanto excepción radiante. Porque el colosal y trágico error del ser humano fue el de querer (y continuar queriendo) a toda costa profundizar la separación y acentuar la negación de su otra parte. Nada puede ser más aberrante,en efecto, que un hombre que no reconoce a la mujer que hay en él ni una mujer que niega al hombre que hay en ella. Los auténticos monstruos, pues, los deformes y lisiados por dentro y por fuera son (somos) éstos que se quieren absurdamente cada vez más diferenciados y no el andrógino que irradia su perfección completiva. Ya se expresó que Atis en realidad se castra para renunciar expresamente a la condición masculina y ahora se puede añadir: para no ser más un hombre semejante. Su gesto significa inequívocamente: si no puedo ser todo entonces no quiero ser y mucho menos lo que soy. Si he sido privado de una parte de mi sexualidad, de su mitad complementaria, ya no quiero seguir padeciendo la verdadera mutilación que es ésta que se me ha infligido desde un comienzo (8). Ésta es la sobrecogedora revelación de Atis y esto es lo que la mirada monstruosa y deformada del ser humano no puede comprender ni aceptar.



(*)- De mi libro:  El Bello Sino de Oro (Fábula operística en tres sueños), Ed. Alción, Córdoba, Argentina, 2002.

(1)- Para apreciar hasta dónde llega la diferencia conviene tener presente el origen etimológico que no puede ser más revelador: mártir, del término griego que significa "testigo" o sea aquel que da testimonio. La muy considerable distancia que va de esa mirada a lo que vio y presenció porque estuvo presente (que es lo que registra y lega) comparada con la enajenación dionisíaca que prácticamente se desintegra (la ya lábil estructura anterior del yo cesa ahora por completo en la indiferenciación) en la fusión constituye la diferencia.
(2)- Desde una perspectiva religiosa cristiana el caso de Klingsor, según lo expone Gurnemanz en el Parsifal de Wagner sería exactamente el opuesto: "...siendo impotente para matar en sí mismo el pecado/con mano criminal mutilóse".
(3)- "En esta batalla se tomó preso un hermano de Torecha en hábito real de mujer que no solamente en el traje, pero en todo lo al (lo demás) salvo en parir, era hembra". Francisco López de Gómara -en: Escritores de Indias, Ed. Ebro, Zaragoza, 1981- vol. I, pág. 118.
(4)- En los monasterios (budismo tántrico o vajrayana) se reserva "una habitación pequeña y oscura en un rincón solitario, en cuya tétrica tiniebla se suspenden grandes pieles y los dientes y pezuñas de animales, así como los restos de víctimas sacrificadas o de enemigos muertos, con sus armas y armaduras". Estas habitaciones destinadas a los habitantes del mundo demoníaco se llaman goinjangs.
(5)- No debe asombrar por consiguiente (aunque sea preciso hacer hincapié tantas veces como cuadre) que justamente la locura y la sexualidad sean los ámbitos en que menos se ha avanzado (y ya decir avance es excesivo) en Occidente en relación con los progresos espectaculares en otras muchas disciplinas científicas y la razón no puede ser más clara y contundente: ésta es la zona de la interioridad por excelencia y aquí no valen los métodos y enfoques empíricos usuales.
(6)- Ahora bien, ese niño nonato que nace una primera vez y luego una segunda como adnato de Zeus; que en la primera nace de la muerte misma (el cadáver de Sémele) y en la otra del muslo, es decir de la región inferior más animal y rijosa del cuerpo (en franco contraste con el nacimiento de Palas Atenea) de donde se deriva justamente esa denominación ya apuntada de la "puerta doble" es también y a todas luces una transposición alegórica del ciclo terrestre de la semilla que nace de la oscuridad, crece y es triturada a su vez para volver a nacer transmutada en alimento.
(7)- Robert Graves- Los mitos griegos, Ed. Hyspamérica, Buenos Aires, 1985.
(8)- Afrodita, como es sabido, nace de la espuma oceánica. Pero como lo especifica Hesíodo en su Teogonía esa blanca espuma es la que expide el miembro viril cortado de Urano (que fuera emasculado, como ya se mencionó, por Cronos). A ello se debe entonces que uno de los nombres de la diosa sea Filomedes (Mêdos designa a los genitales masculinos). Este aspecto (aunque desde luego con un tratamiento mucho más detenido) podría acaso completar el círculo del episodio de Atis.
También interesa recordar muy brevemente la diferencia expresa que Pausanias establece en El Banquete entre la Afrodita celeste -Urania- diosa primigenia, arcaica y sin madre, hija de Urano y la otra más joven, hija de Zeus y de Dione, conocida como Pandemos (popular) y los distintos tipos de amor que ambas inspiran.
Por último resulta asimismo reveladora la interpretación "racional" de Diotima que identifica a Eros como un demonio o entidad intermediaria entre los dioses y los hombres (y viceversa). En esa misma línea se lo considera hijo de Penia (la Pobreza) y de Poros (el Ingenio). Finalmente conviene tener presente que en griego, como es bien sabido, la misma palabra designa al dios: Eros y también al sentimiento del amor.

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