martes, 9 de abril de 2013

La mirada inocente (*)

  Hace ya bastante que somos conscientes de que el género policial (o policíaco) no es un género menor (si tal cosa existe en literatura) y los que no sólo lo frecuentamos sino que hemos sido (y seguimos siendo) adictos desde siempre conocemos varias obras excepcionales entre esa ingente masa de distracciones fabricadas con arreglo al recetario básico. Uno de los grandes creadores de este universo singular fue Georges Simenon y el calificativo se aplica en todo su alcance, no sólo por el talento sino por la increíble producción y la propia vida misma también experimentada en demasía. Pero como sucede con (casi) todo este género cuando uno se hace con uno de sus títulos no espera sino novelas policiales, alguna mejor otra menos, alguna que agrade más, otra menos. Por eso y comprensiblemente a medida que iba leyendo con un interés creciente esta obra me extrañaba -más aún, me desconcertaba-la absoluta ausencia de los elementos de rigor en la materia y me preguntaba cómo y cuándo acaecería el (o los) asesinato(s) porque no había el menor indicio de tal cosa. Y bien podía no haberlo porque al cabo pero no tan al cabo según va avanzando esta escritura perfecta se va cayendo en la cuenta que ésta, entre todas, no es una novela policial ni nada que se le parezca. Ni nada que se parezca a nada que ya se haya leído, en cualquier rubro que sea, salvo, salvo quizá y como un eco muy lejano y en sordina  El Principito de Saint-Exupéry. Y esa impresión se confirma (se insiste: relativamente) un tanto más con el título original que la traducción (en este caso bastante mediocre) al español, para variar, pervierte : Le petit saint vale decir El santito. (Es cierto que carece de todo efecto y resulta un poco ñoño pero con el mismo criterio se podría haber suprimido El Principito por Le petit prince).  Entonces Simenon no fue sólo el inspector (o comisario) Maigret en sus múltiples apariciones literarias -y cinematográficas- sino igualmente este otro autor de un libro único y no digo original sino -y reitero- único. Se trata, en esencia, del retrato de una vida, de la vida de un pintor que suponemos impresionista o próximo -cronológica y temáticamente- a esta escuela. Y va, como cumple y cuadra, desde su nacimiento en un barrio a la sazón pobre (en realidad todo este periodo -desde fines del siglo XIX hasta la década de 1960- transcurre en la famosa rue Mouffetard y el mismo libro está dividido en dos secciones: la primera con este título: El chiquillo de la rue Mouffetard y la segunda: El chiquillo de la Rue de l'Abée de l'Épée) hasta su consagración tardía en un París que todavía era el centro cultural de Occidente.

     Todo está mirado desde los ojos del niño, desde que puede recordar y lo que puede recordar incluso a sabiendas de las trampas de la memoria; todo está dicho del modo más directo y natural posible: enunciados fácticos mínimos y más que modestos en los que no hay juzgamientos, críticas o la menor mala fe; en realidad no hay nada sino la limpidez casi imposible -inimaginable- del niño que no sufre, que pasa por todo sin malicia, que soporta las burlas e incluso las agresiones de sus compañeros de colegio (es muy bajo para sus años) con una sonrisa enigmática y benevolente. Y el cuadro a él externo no es por cierto el jardín de las delicias; son cuatro hermanos y una hermana que duermen hacinados en jergones en una sola habitación dividida en dos por una sábana colgada del techo -del otro lado la cama de la madre donde todas o casi todas las noches hay hombres distintos. Desde luego el padre se esfumó hace siglos sin dejar ni un mal recuerdo. Y con la misma economía de medios y la misma escritura perfecta se describe el mundo del mercado de abasto (Les Halles) donde la madre y la abuela van a comprar todas las mañanas antes del alba la fruta y verdura que transportan luego en pesados carretones para venderla en la rue Mouffetard. Y desfila  también el mundo  que rodea al niño, el mundillo de esa misma calle con sus colores y olores particulares, con sus habitantes y cómo todo eso va cambiando aceleradamente tras la Primera Guerra con la llegada del gas (iluminación doméstica y alumbrado público), del tranvía, del metro, del tren, del primer auto, de las bicicletas, de los buques a vapor, etc., etc. Y este ser casi simple, tan apartado del mundo y sin embargo tan inserto en él -merced a una empatía tan absoluta como impresionante- apenas cambia, física, mental o espiritualmente. Permanece idéntico y fiel a sí mismo y logra sobrevivir y vivir y logra cumplir su sueño, expresarse -o algo así- a través de la pintura, como ya se dijo. Y el libro se cierra con este ser ya anciano pero siempre mismo, con la misma luz en los ojos y la misma sonrisa apacible y un tanto divertida. Sí, sin duda la sonrisa que tendría un ángel. Esa misma sonrisa que todos quisiéramos tener al momento de cerrar el libro de todos los libros.


                                                                                                                                                  
(*)- Georges Simenon -La mirada inocente- Ed. ABC, S.L., Barcelona, 2004. 











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