jueves, 25 de marzo de 2010

El tiempo de los libros

No, no se trata de una admonición apocalíptica sobre el fin del libro. Es otra clase de tiempo: un tiempo de sazón. Para los que hemos aprendido a leer en los papiros de Egipto y en las tablillas cuneiformes de Babilonia y no precisamente como arqueólogos (con esto quiero decir que hay que tener cierta edad o más bien una edad cierta y más cierto aún que ella nos tenga, que es lo propio) pareciera que llega un momento, una etapa quizás, en que se nos revelan ciertos libros (no, no las Escrituras) que, sin embargo, estuvieron ahí casi desde siempre y que por una u otra razón fuimos postergando, aplazando hasta que de pronto -y me han ocurrido varios casos últimamente- se imponen sin más y como a Alicia con el hongo de crecer y menguar (o para los más adustos otra referencia: la célebre mención agustiniana del tolle, lege) dicen desde la estantería (y es de notar: tras toparme con ellos por puro accidente o azar o no pero sin habérmelo propuesto deliberadamente) tómame, léeme. Y algo en uno, en nosotros, se inclina y accede de buen grado porque sabe, ahora sabe que es el momento indicado. Y estas lecturas tan especiales jamás decepcionan; por el contrario, cada una es una confirmación adicional de ese misterio (si osara tanta molicie y desvergüenza me valdría del símil más socorrido: el de los buenos vinos) por el cual existen en nuestras vidas libros que algo en algún instante remoto decidió dejar madurar y añejar en una biblioteca ignorada del espíritu, sin duda la más exigua pero también sin la menor duda hoy la más cabal y completa.

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