domingo, 28 de marzo de 2010

Los clásicos de un clasicista

No hace mucho una escritora me preguntaba extrañada si existía en español la expresión "tengo para mí" (en el sentido de "me parece", "en mi opinión", etc.). No menos extrañado le respondí que sí y digo no menos extrañado porque me consta es persona de vasta y varia lectura pero lo que entonces me estaba diciendo ingenuamente con su pregunta es que no había leído nunca Don Quijote, ya que Cervantes emplea varias veces esa locución. Y no es por cierto un caso aislado. Por qué las gentes de letras (me gusta ese arcaísmo) o escritores y demás lectores no leen a los clásicos ha sido siempre para mí un verdadero enigma. Sé bien que existe y de vieja data una especie de prejuicio que los anatematiza como aburridos, que leer el Quijote es tedioso y por supuesto esa misma prevención se extiende a los griegos y a los latinos. Y también a Shakespeare, a pesar de toda su vigencia actual. Un principio de explicación sería la obviedad de que no hay tiempo para leerlo todo y que ya basta y sobra con la producción contemporánea que puede ser -y sin duda lo es- más "rentable" en beneficios inmediatos que la frecuentación de los clásicos. Otro elemento a tener muy en cuenta es la ilusión consistente en que se cree saber porque existe toda una trama en torno, legendaria y falaz, en virtud de la cual las personas, aún las cultivadas, creen que saben porque en la imaginería popular y hasta en el inconsciente colectivo ha quedado fijada de manera indeleble la estampa de un esmirriado y ridículo caballero andante loco rematado que va a sus aventuras no menos peregrinas acompañado por un simplón tan orate como él. También se sabe -siempre con esa misma sabiduría- que Hamlet fingía su locura y se cita a tontas y a locas el celebérrimo monólogo asociándolo a una calavera (éste es un legado cinematográfico imputable en primer lugar, al menos por su repercusión, a Laurence Olivier sosteniendo el cráneo de Yorick para lograr mayor efectismo pero que nada tiene que ver con la obra en la que esa escena figura justamente en el cementerio y donde el príncipe se dirige a su antiguo bufón y compañero de juegos); igualmente todo el mundo cree que conoce La Ilíada o La Odisea porque sabe en líneas generales de qué tratan o hilando un poco más fino a Virgilio, a Horacio u Ovidio o a los trágicos griegos. Pero no los han leído y no los leen. Como tampoco a Dante y el poema de los poemas La Divina Comedia. Aquí también suponen vagamente de qué va y tienen nociones más o menos confusas (más que menos). Pero vayamos a un ejemplo reciente que ilustra de qué modo opera la instauración y permanencia de ese "conocimiento": en la película Troya (2004, del director Wolfang Petersen) se cometen auténticas tropelías argumentales; a fin de que "cierre" el guión y para tener a toda costa un happy end y una moraleja "reparadora" se hace morir a Agamenón al término del sitio porque se trata, sin duda, de un personaje poco simpático si no ya francamente odioso; no se menciona para nada a Hécuba, la reina, esposa (una, la principal) de Príamo ni a Casandra y lo que es todavía peor ni siquiera se alude a la lucha paralela y especular que sostienen los dioses olímpicos por uno u otro bando y que es la verdadera clave del poema homérico. ¿Tiene esto alguna importancia? Y bien, si se elimina a Agamenón de la manera dicha se suprime nada menos que su regreso a Micenas, su asesinato en el baño a manos de Clitemnestra y Egisto y la consiguiente reparación de Orestes y Electra -en una palabra se suprime La Orestíada de Esquilo y toda una rama de la tragedia griega. Es lo mismo que si se hubiera decidido que Ulises o Eneas perecieran en el sitio de Ilos o Ilión (la fortaleza) o Troya (la ciudad): nos hubiéramos ahorrado pura y simplemente nada menos que La Odisea y La Eneida. Éstos son algunos de los peligros de la divulgación falseada y los riesgos de contar con autores de guiones poco escrupulosos o poco informados que no leen los textos como deben ser leídos. Pero en términos generales la gente se va satisfecha y convencida de que se le ha mostrado La Ilíada de manera fidedigna y así se ahorró la (que cree) tediosa lectura y desde ahora está calificada para opinar. No hay nada más errado ni alejado de la verdad porque redunda una vez más en más de lo mismo: la creencia gratuita y nociva de que los clásicos no valen la pena, es decir, no valen el esfuerzo de una lectura atenta, personal y no vicaria. (Con ese calificativo final estamos aludiendo asimismo a la mayor fuente actual de este tipo de "lectura": Internet). Y por último tampoco puede desconocerse la realidad histórica oculta detrás de la misma etiqueta: en efecto, clásico era aquel autor que se leía en clase y obviamente se trataba de un aprendizaje árido y duro: de ahí también deriva, seguramente, esta noción tan ampliamente difundida y deformada al respecto.
NB: a pesar de la "descalificación" de Internet que se hace más arriba en este contexto corresponde señalar, con todo, que uno de los esfuerzos más encomiables y logrados por acercar desde ángulos originales y amenos algunas de las obras más conspicuas -entre las cuales las que aquí se mencionan- es el que desde hace tiempo viene llevando a cabo Martín Cristal en su blog El pez volador.

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