miércoles, 31 de marzo de 2010

De los dioses únicos

La aparente antítesis del título no es casual; en efecto, ha habido y hay muchos dioses únicos y no porque cada uno lo sea, a su manera y para sus adeptos sino porque todos se han proclamado (esto es, otra vez, sus adeptos habida cuenta de que los dioses no pueden proclamarse por sí mismos, siendo en esencia meras proyecciones nuestras) únicos, con exclusión absoluta de los demás. No hemos de insistir en una cuestión tan conocida y que adolece de tantos ribetes de vodevil (si no mediara el detalle de que ha sido responsable directa o indirecta de más muertes y horrores que cualquier otra plaga, por atroz que haya sido) pero sí procede examinar un caso a título de ejemplo, de los muchos que hay sirviéndonos del que nos cae más cerca, por razones tanto culturales como geográficas. Hubo una vez en Egipto, hacia mediados del 1.300 a.C. para ser un poco más precisos, una verdadera revolución religiosa pero que involucró a todo el país, desde la heteróclita casta sacerdotal y el trono mismo hasta el último labriego. Y ello porque, insistimos, fue una verdadera revolución. Que consistió, ni más ni menos, en el abandono y repudio al panteón vigente y dominante y su reemplazo por un solo dios, único -el disco solar Atón- y ulterior y consecuentemente el abandono también de la misma capital, Tebas, para trasladar la nueva (Aketatón) a un sitio casi desértico en Tell-el-Amarna. Porque estamos hablando, obviamente, del faraón Amenhotep IV o Amenofis IV después conocido como Akenatón y de la teología que procuró implantar y de la suerte que corrió pero también de cómo, a la postre y por una de esas piruetas impredecibles e irónicas de la historia ese supuesto fracaso y derrota acabó traduciéndose en un triunfo de alcances portentosos y ello por vías en verdad impenetrables y oblicuas, como suelen serlo las de toda divinidad.


Como es bien sabido existen diversas teorías (incluída la del propio S. Freud) que hacen de Moisés (aunque haya muy poco o nulo asidero histórico aparte de la pura leyenda y para otros el episodio sucedió mucho después, en época de Ramsés II pero aun admitiendo esta última hipótesis en nada desvirtúa la conclusión final) un egipcio seguidor de Akenatón y de su dios solar Atón y que fue expulsado o huyó después de la caída del régimen de Amarna. Sea como fuere éste es el comienzo del judaísmo monoteísta claramente expuesto en el Antiguo Testamento (Génesis, Éxodo) y las similitudes del Jehová o Yahvé mosaicos (exceptuando el amor y la mansedumbre) con el dios solar único dador de luz y vida son innegables. Como igualmente innegable es la trayectoria que se va delineando a partir de entonces: Cristo hereda la tradición judía, la refunde y adapta y recobra para su dios aquella noción egipcia del amor, la paz y la compasión. Y desde hace dos mil años Occidente (ya se sabe: etimológicamente el que mata) vive inmerso en la religión y el legado de un faraón que en su momento sucumbió -como el mismo Cristo después- reprochando amargamente a su deidad que lo hubiera abandonado.

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