martes, 20 de abril de 2010

La enfermedad de la inmortalidad literaria

La famosa anécdota según la cual Paracelso, sabiéndolo muy mal, le escribe a Erasmo de Rotterdam poniéndose a su disposición para intentar curarlo y éste le responde que está tan ocupado con sus escritos y lecturas que no tiene tiempo ni para enfermarse ni para morir. Y lo que desde luego se infiere (tras descartar como altamente improbables la ironía o la humorada) es que si una mente tan privilegiada, aunada a un temperamento también tan singular, se rehúsa a aceptar una realidad tan obvia y se refugia en semejante argumento ¿qué cabe esperar entonces para el individuo del común si no actitudes que recorren todo el inacabable registro de la aberración? Pero ése es apenas un ángulo del asunto y el menos interesante. El otro es que Erasmo enuncia, de algún modo y por increíble que pueda parecer, una verdad. O algo que es tenido por tal, lo que viene a ser lo mismo: lisa y llanamente está diciendo que no se va a morir hasta que termine su trabajo en curso y ese trabajo (aunque eso él no lo diga) no tiene una fecha límite: como todo proceso de creación puede culminar esta misma noche o arrastrarse durante años. En el fondo del pensamiento de Erasmo está, por supuesto, esta última esperanza: que la obra demore años. Pero no es el único ni mucho menos en profesar semejante credo; aunque la inmensa mayoría de sus colegas plumíferos (en sus distintas categorías y anteriores y posteriores) no lo reconozca también participa de esa esperanza. Y ello porque la médula, alma y esencia del trabajo literario radican en la ilusión de no morir -acaso por una suerte de decreto providencial especial- hasta dar término a la creación personal (sea lo que fuere que se entienda como tal). Y con éste e íntimamente ligado está el otro delirio ya más declarado y reconocido: sobrevivirse a lomos de esa creación (con independencia de lo que pueda valer porque después de todo si no se valora hoy seguramente mañana se le hará justicia: como se ve el cuadro no tiene fallas). Se trata en verdad de una curiosa enfermedad a la que no se le ha prestado la debida atención pero que la historia de la literatura (escritores y poetas aunque tampoco son demasiado ajenos los pintores, músicos y demás artistas) revela casi paso a paso y caso por caso, a excepción de muy pocos que tal vez sólo han tenido un talento particular para disimularla mejor. En efecto, cuando se escribe una novela o un poema se ha ingresado en un marco como encantado y suspendido en un tiempo y un espacio únicos que nada tienen que ver con el de la realidad prosaica (en la ocurrencia nada menos que la enfermedad y la muerte). Si el creador padece y sufre en su proceso (éste es el estereotipo) no se trata menos de una pasión aceptada y aún querida porque mientras está enajenado en ella, sustraído, por así decir, a la condición común, sabe y siente que su tiempo es de gracia y que durará tanto como su pasión. Aunque se muera un segundo después, dejando inacabada la obra. (Y aunque entre tanto deba apearse para aterrizar solicitado por los imperativos terrenales que no admiten evasivas ni dilaciones pero eso sólo dura lo que dura e inmediatamente después se regresa al vientre de la creación). Sí, es tristemente cierto: los cementerios están llenos de estos maravillosos y dementes lunáticos y los desvanes y baúles de sus textus interruptus.

No hay comentarios:

Publicar un comentario