lunes, 5 de abril de 2010

Poderoso caballero

El gran monarca francés Luis XIV dejó un país empobrecido y endeudado hasta las cejas, producto de su lúcida política (y de la no menos lúcida ingerencia morganática y senescente de Mme. de Maintenon y su camarilla, tan lúcida y provechosa como lo sería luego la de María Antonieta aunque no con resultados tan espectaculares). Siendo menor su sucesor el también (después) esclarecido estadista Luis XV, se encargó la regencia a otro insigne prócer, el duque de Orléans. En ese ambiente, ese momento y con personajes tan propicios llegó a Francia procedente de Amsterdam el prófugo asesino escocés (en su país había matado a un hombre en duelo) John Law (ya se sabe que law significa en inglés ley, derecho, jurisprudencia y el azar no hubiera podido ser más irónico). Este individuo, que había analizado y muy bien asimilado la experiencia holandesa en la materia, logró llegar hasta el Regente al que convenció de fabricar papel moneda y acciones -vale decir promesas- como medio de sacar al país de su marasmo. Así se creó no sólo la corporación financiera nacional más importante (no la primera porque, se insiste, se inspiraba en el ejemplo holandés) la Compañía del Mississippi (entiéndase la Luisiana, o tierra de Luis, así denominada por Cavelier de la Salle en honor del aludido Luis XIV y que otro gran hombre de Estado que adolecía de similar lucidez llamado por más señas Napoleón Bonaparte vendería después, en 1803, a los Estados Unidos y aún se jactaría de haber hecho un negocio brillante) sino también el primer Banco, a cuyo frente se puso al susodicho Law pero lo que es todavía más siniestro e imperdonable fue que de esa aventura nació el dinero. Tanto el gobierno como el genio en economía se dedicaron al primer festival de emisión que duró lo que duró y en cuyo transcurso todos los franceses fueron felices hasta que comenzó la inflación (muy pronto hiperinflación) producto del exceso y el mañoso proceso se descontroló. Y tanto el gobierno como Law y el Banco fueron a la bancarrota arrastrando consigo a todo el país en una de las más increíbles y mayores estafas de todos los tiempos. Huelga decir que el Regente no sólo quedó libre de toda culpa y cargo sino fortalecido y mucho más rico que antes mientras que Law tuvo que huir a Venecia. Y la moraleja ya la sabemos de memoria: pagaron los platos rotos los incautos y codiciosos ciudadanos.
Es muy comprensible que el mundo (éste es un término abusivo: se trata, en rigor, de un mundillo y de un mundillo cada vez más restringido y selecto) de las finanzas, que desde entonces viene repitiendo una y otra vez esta misma jugada con escasas y pobres variantes pero con los mismos o mejores resultados no haya querido nunca reconocer en Law a su verdadero progenitor: es decir un asesino y delincuente. Pero no debería extrañar de semejante progenie negación tal, máxime teniendo en cuenta que en su ya tan dilatada y feliz trayectoria no ha hecho sino clamar a gritos su ascendencia en cada nueva estafa y en cada nuevo delito. Para concluir: "Madre, yo al oro me humillo..." comienza la celebérrima letrilla satírica de Quevedo que da título a este apartado. Cierto, ahí se trata de oro y plata y otros recursos de trueque y eso es lo que el autor llama dinero. Pero con todo y su ácida reconvención estaba todavía muy lejos y no sólo en el tiempo del verdadero dinero de Law, que después nosotros, las varias generaciones subsiguientes, tuvimos la (muy cuestionable) fortuna de heredar.

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