domingo, 25 de abril de 2010

Hombre muerto caminando

Esa frase del título a primera vista absurda y contradictoria es, sin embargo, totalmente cierta, tan cierta en la medida en que semejante aberración puede serlo. En efecto, es la fórmula prescrita para la ceremonia de ejecución de un reo condenado a la pena capital en (algunos de los Estados de) los Estados Unidos; mientras la siniestra procesión avanza por el pasillo hasta la cámara -ya sea la de gas, la silla eléctrica o la "civilizada" inyección letal, un ujier o un sórdido personaje que desempeña esas funciones va proclamando Dead man walking: literalmente hombre muerto caminando. Que el ser humano se haya arrogado y se siga arrogando la calidad de evolucionado y/o civilizado no deja de ser una especie de fraude macabro y farsa de muy mal gusto; que la sociedad, por llamar de algún modo al conjunto de enfermos mentales, sea capaz de concebir y llevar a cabo algo como lo descrito antes excede la imaginación más morbosa y desbordante, ergo, más enferma y social. Y además que se lave luego las manos y se auto exonere pretextando que se ha hecho justicia no es sino añadir un último toque de humanidad (la dentellada de gracia de la bestia) al asesinato anónimo y colectivo. Ciertamente la barbarie no es nueva ni éste es el único ejemplo; con todo es quizás el hallazgo más atroz que se haya dado en cualquier tiempo y lugar: mantener a alguien en prisión año tras año mientras se "diligencia" su causa, hacerle pasar incontables veces por la agonía renovada del que se aferra a un hipotético perdón de último instante para culminar, al cabo, en un crimen (agravado por el suplicio) que en su glacial cinismo no tiene ni siquiera la excusa de la pasión o el rapto frenético reconoce, sin duda, raros antecedentes si es que reconoce alguno. Y se comete, reiteramos, en las (así llamadas) avanzadas sociedades actuales. (El caso emblemático por excelencia: Caryl Chessman). Hubo un momento, allá por los albores de la segunda mitad del siglo pasado, en que se vislumbró una débil llama de esperanza cuando tras tantas e insistentes campañas abolicionistas (también se llamaron así las que combatían la esclavitud y ya vemos de qué manera ha desaparecido en los hechos: tan sólo ha cambiado de ámbitos geográficos y de sistema) muchos países abolieron la pena capital. (Indudablemente también pesó -y no poco- la mala conciencia imperante después de la Segunda Guerra Mundial). Pero ese proceso quedó luego interrumpido, como en compás de espera y en algunas partes incluso se la volvió a instaurar y en otras se está siempre oscilando entre uno u otro extremo y en los mismos Estados Unidos existe diversidad. Desde luego (y albricias por la noticia) no vivimos en una sociedad civilizada, ni por sociedad ni por civilización y me refiero al mundo occidental, que es el que me toca padecer de cerca. Vivimos, sí, debatiéndonos permanentemente en dilemas falaces, en opciones que no son tales, compelidos a elegir siempre entre lo malo y lo peor. Sociedad supone una noción de evolución y progreso, una escala de valores respetada y aplicada, una convivencia hasta donde pueda ser factible armoniosa. Y civilización supone un arduo proceso de desarrollo de las cualidades y la condición menos siniestras del ser humano; civilización supone precisamente una cierta trascendencia de lo humano respecto a su índole más primaria y bestial. Etimológicamente: "sacar del estado salvaje a un individuo, a un pueblo..." y sus derivados: civil, civilidad, etc. Si un conjunto de individuos agrupados -hacinados- en lo que se llama desenfadadamente sociedad y encima civilizada es capaz de consentir y autorizar y más aún apoyar activamente la pena de muerte está claro que dicho conjunto no ha sobrepasado ni de lejos el más primario de los estados. Que se castigue un asesinato es admisible; que las partes afectadas clamen venganza es comprensible aunque lo ideal sería que pidieran reparación; pero el criminal nace y se hace y es producto justamente de esta madrastra -la sociedad- que después lo elimina en su invariable lógica de anular el efecto y no la causa; que los Estados invoquen el derecho a la vida cuando monopolizan a discreción la vida y la muerte no es solamente irónico, es de una perversidad abismal pues ese mismo Estado (sociedad) que envía a la cámara de gas o a la silla eléctrica a un reo por haber matado a un semejante es el mismo que lo obliga (no hay opciones) a ir a guerras que promueve constantemente por causas que no osan decir su nombre (aunque desde luego se enarbolan fines "humanitarios" o de defensa o religiosos o de "asistencia democrática" o lo que venga más a cuento, total, todo vale para el caso: nuestros dilemas falaces) y que lo condecora y rinde honores en proporción directa a cuantos hombres haya matado en el cumplimiento de su elevada "misión". Sí, nosotros los enfermos vivimos en jaulas mentales regidas por esos falsos dilemas y supuestas opciones que emanan de los verdaderos asesinos de la vida y cada vez que adherimos, por comisión u omisión, a estas prácticas aberrantes (y tantas y tantas otras en las que ya ni siquiera reparamos por su reiteración deliberada, obsesiva y sin desmayo) somos, todos y cada uno, hombres y mujeres muertos caminando.

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