jueves, 28 de julio de 2011

El escritor fantasma

Así se denomina en inglés, como todos ignoran y sólo saben los que lo saben a aquellos buenos escritores que trabajan en la sombra de un nombre consagrado (ghost writers). Y hablando de sombra resulta más lapidaria y gráfica todavía la denominación francesa de esta clase de galeotes de las letras porque los llaman nègres. Pero la historia que sigue no está directamente relacionada con esta categoría de moderna esclavitud y explotación sino que simplemente toma prestado ese nombre para, a partir de allí, procurar bosquejar el proceso de una locura, sí, una más y que sin la menor duda quedará anegada en el océano de la insania universal en donde creemos vivir pero que de todos modos se consigna aquí por el puro placer de ir contra la corriente (a modo de ejemplo ilustrativo: el clásico cuadro del náufrago en una isla ignota y solitaria que milagrosamente ha encontrado una botella de vidrio y consigue, tras ímprobos esfuerzos, escribir un mensaje solicitando auxilio. Lo introduce en la botella y lleno de júbilo se dirige hasta la única palmera que hay en la isla y con todas sus fuerzas la estrella contra el tronco. Acto seguido baila como un poseso sobre los añicos).



Y érase que se era una vez, en un país que ya no existe y en un mundo también irreal un escritor. Ya desde pequeñajo le gustaban las letras, el habla y leer y sentía gran admiración por los autores famosos y se empeñaba en conocer sus obras y no hay que olvidar que era así de pequeño aún y sin embargo ya leía a los clásicos y en verdad todo lo que caía en sus manos en forma de material impreso. Y este niño creció, que eso es lo que suponemos sucede con los niños (porque crecer es un término muy ambicioso y en su misma ambición muy equívoco) y se transformó en un adolescente que adolecía de todo menos del amor por la literatura. Y siguió así leyendo y leyendo y un buen día –para su sorpresa, deleite y terror- se sorprendió escribiendo un breve relato. ¡Tan luego él! Claro, el infeliz no sabía ni podía haberlo sabido que el leer no sólo seca los sesos sino que induce fatal, insidiosa e ineluctablemente a escribir. No, no se lee con impunidad y este escritor en ciernes lo aprendió a su costa. ¡Y vaya si fue costa de alto costo! y dejó allí su torturada ánima, que no alma y sus tripas mismas. En efecto escribía durante las noches y leía durante el día y por una y otra penuria no vivía ni supo nunca qué cosa fuera vivir (ni tampoco en esto era muy diferente al resto. Sólo que el resto -como ya se insinuó- cree que vive). Ni se le daba un ardite por eso (lo que resulta comprensible si se tiene en cuenta que, como se acaba de decir, no tenía la más remota noción de lo que se trataba). Y escribía y escribía soñando con las merecidas fama y gloria mundanas y la eternidad literaria que suele serles aneja. Pero tampoco había comprendido aquello que sus venerados autores le decían una y otra vez de manera oracular y/o velada en esas historias tan cautivantes y que era a modo de una advertencia implícita sobre ese arriesgado oficio que recompensaba mal o nada y casi siempre tarde, demasiado tarde. Además, en el caso de este plumífero que ya había publicado algunas cosillas sin mayor trascendencia (salvo para él) el asunto se agravaba de manera perversa por una circunstancia que no habían ni afrontado ni padecido los ilustres (o no) predecesores y que consistía nada menos que en una reñida competencia universal desatada a no dudar por demonios de muy reciente data, novísimo cuño e insondable malignidad. Tampoco, como cabe inferir, se percató de ello y siguió con tesón y rigor ejemplares su formación de lecturas y lecturas y algunas escrituras. Así pasaron algunos años, varios años y después, como suele acontecer, bastantes años (antes de llegar a ser muchos) y todo iba tal como era entonces, en el país de nunca jamás y en un mundo hecho de la tramposa materia de los sueños. Y hete aquí que tras tanto esfuerzo Suetonio Escriba (hay nombres predestinados, sin duda) publicó -¡por fin!- su primera novela. Trémulo y palpitante, más, acezante, esperó el momento de su consagración. Sí, vaya que esperó. Y esperó. Y todavía seguiría esperando. En verdad el escupitajo de un grajo (no sé si escupen pero me gustó la rima áspera de ambos nombres) en la mar océana hubiera sido de más momento que la novela de este cuitado héroe titulada: “De cómo Aquiles no murió debido a su talón traspasado sino por haberse atosigado con setas –como Claudio- agravado el cuadro clínico por una oclusión intestinal y cuando ya había cumplido los noventa y ocho años de edad” y ambientada con un esmerado cuidado y una prodigiosa erudición que pasaron tan inadvertidas como todo el resto. Despechado y ya olfateando que algo no estaba bien en su composición de las cosas y su interpretación del mundo Suetonio se dedicó a examinar con mayor atención su propio entorno. Y aquí –poco a poco y paso a paso (era un tanto tardo) llegó a comprender al cabo la perversa jugarreta que le había gastado el destino. Porque, como se dijo antes, había varias circunstancias y una en particular que eran de todo punto inéditas y que ninguno de los grandes (ni de los medianos ni de los menores ni de los más, que ni rastro han dejado) de antaño había tenido que confrontar. Y esta especie de hada Carabosse, de tan siniestra influencia a la hora de inclinarse sobre la cuna de Suetonio, no era sino un artilugio llamado computadora (u ordenador) y gracias al cual en esos días todo el mundo, pero lo que se dice todo el mundo, escribía. Y a tal punto que escribían los ciegos, los paralíticos, los sin manos, los campesinos, los analfabetos, los niños, los decrépitos y hasta los muertos y nonatos! Qué escribieran importaba poco; todos, sin excepción, tenían algo que decir y en general (y en particular) eran sartas y sartas de estupideces y de inepcias pero las publicaban tan orondos en las así llamadas redes (sí, como las de Pedro pero éstas no atrapaban almas sino la pura oquedad mental de la especie humana y por lo tanto siempre subían vacías) y otros –del mismo nivel intelectual y cultural, claro está- las leían (cuando sabían leer, que no era tan frecuente) y a su vez respondían y aún añadían ingenio y arte de estilo de su propia cosecha. Este escenario apocalíptico ya fue demasiado para el desventurado Suetonio. Con honda amargura se determinó, en un gesto de hidalguía y arrojo supremos, a abandonar las letras. Y ello tanto más porque a lo ya dicho se agregaba, como reza la elegante expresión consagrada, la cereza del postre: todo lo que el mistificado Escriba había aprendido dejando cada neurona y los ojos en sus infinitas y voraces lecturas tampoco valía nada porque ahora cualquier tierno infante desde su propia cuna o la centenaria abuela desde su mecedora , ambos con sus laptop, accedían a la misma información y adornaban y sazonaban sus escritos con citas y referencias ya no cultas sino tan crípticas que ni el mismísimo Góngora hubiera osado delirar conocer y mucho menos emplear. Poco importaba (como todo el resto, valga la reiteración) que muchas veces, sí, muchas veces –acaso demasiadas- dichas citas y referencias carecieran de fundamento, no hubieran sido debidamente verificadas o se tratara de auténticos dislates; como prácticamente todo el mundo se hallaba a un nivel de conocimiento y cultura equiparables a nadie se le daban tres higos por ello y allá era todo citar a Platón y Heráclito o a Leibniz o a quien fuera, que para el caso daba igual. Así pues, volviendo: Suetonio renunció a las letras pero por descontado eso tampoco tuvo el efecto previsto: nadie, absolutamente nadie se dio por enterado. Y entonces, habiendo sorbido el cáliz hasta las heces, el desdichado escritor al que nadie había leído (porque es muy de presumir que ni su editor, a quien sólo le interesó cobrar la costosa y abultada edición de la enciclopédica novela histórica se había siquiera notificado ya no del tema sino del título y en lo que atañe a los pocos, muy pocos que antes le habían publicado en revistas y semanarios algunos poemas y textos sin mayor enjundia que tampoco nadie había leído se habían enterado a su vez de la renuncia de Suetonio ni del abortado parto de su novela ni de nada por la sencilla razón de que ya habían desaparecido, largo tiempo hacía, del panorama literario: muertos o acabando sus desastradas vidas en tabernas de mala nota como copias caricaturescas de Poe) y que, en consecuencia, puede con toda propiedad ser tildado de escritor fantasma comenzó en su hórrida buhardilla balzaciana a amontonar sus innumerables libros y libracos, de mayor a menor, como una enorme columna que alcanzó al cabo las vigas del ennegrecido y dickensiano techo; acto seguido y con ayuda de una sólida cuerda izó hasta la cima un pesado y capaz recipiente de querosene y munido de fósforos trepó penosamente hasta el último libro sobre el cual, haciendo equilibrio, se pasó la soga al cuello, encendió un fósforo, pegó candela al conjunto tras haberlo rociado generosamente y de una patada derrumbó el tramo de libros que lo sostenían y quedó colgando así, en un bailoteo grotesco y con la lengua afuera y las llamas consumiéndolo junto con todo lo demás. Pero cabe señalar, por mor (y, ya se dijo, tardío reconocimiento) de su memoria, que la lengua afuera no era en realidad un efecto del cuello descoyuntado: al parecer, el gesto fue intencional y significaba: “Al carajo con la literatura, con el mundo y sobre todo con las computadoras!”. Al menos así lo entendieron sus coetáneos (basándose en el testimonio de algunos vecinos que presenciaron los últimos instantes del drama) y eso es lo que reza la lápida que en el cementerio (en tierra no consagrada, faltaría más) de la ciudad irreal del país de nunca jamás se colocó sobre su tumba. Lo que, bien mirado, no deja de ser paradójico porque ¿para qué una tumba para un escritor fantasma?

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