lunes, 25 de julio de 2011

El universo desplegado de la crítica (*)



En otra parte de este mismo espacio (Plúmbea mediocritas) me referí a la condición de la crítica literaria en un medio tan poco idóneo si no ya francamente inepto por sus características de inmadurez, desconocimiento o ignorancia, improvisación y banderías tan primarias como burdas. Aquí, como una derivación natural, siguen estas reflexiones sobre esa cuestión pero en un marco que, desde luego, trasciende esos límites meramente cantonales.



“La crítica se quedará al margen de la verdadera creación estética si no toma en cuenta este sentido de la literatura moderna. No se trata ya de hacer una crítica sobre autores sino sobre obras y textos. Detrás de cada autor lo que hay es un lenguaje, no un yo”. Guillermo Sucre.



Trasquilar al crítico



Comienzo por esta parodia de T.S. Eliot en una intención aclaratoria, necesaria por la naturaleza del objeto mismo que se ha de comentar y más necesaria aún por la ya crónica deficiencia de ese oficio desvirtuado entre nosotros que es la crítica. Un pasaje de Michel Foucault constituye una descripción ajustada de la situación por la que esta crítica (o la usurpación de tal función) atraviesa: “Parece ser que algunos afásicos no logran clasificar de manera coherente las madejas de lana multicolores que se les presentan sobre la superficie de una mesa; como si este rectángulo uniforme no pudiera servir de espacio homogéneo y neutro en el cual las cosas manifestarían a la vez el orden continuo de sus identidades o sus diferencias y el campo semántico de su denominación. Forman en este espacio uniforme en el que por lo común las cosas se distribuyen y se nombran una multiplicidad de pequeños dominios grumosos y fragmentarios en la que innumerables semejanzas aglutinan las cosas en islotes discontinuos; en un extremo ponen las madejas más claras, en otro las rojas, por otra parte las que tienen una consistencia más lanosa, en otra las más largas o aquellas que tiran al violeta o las que están en bola. Sin embargo, apenas esbozados, todos estos agrupamientos se deshacen, porque la ribera de identidad que los sostiene, por estrecha que sea, es aún demasiado extensa para no ser inestable: y al infinito el enfermo junta y separa sin cesar, amontona las diversas semejanzas, arruina las más evidentes, dispersa las identidades, superpone criterios diferentes, se agita, empieza de nuevo, se inquieta y llega, por último, al borde de la angustia” (1). No de otro modo opera la crítica convencional: de acuerdo siempre con una idea pre-establecida de la obra (un ángulo de la mesa) agrupa, como el afásico, en base a criterios que van desde lo afectivo y emocional hasta lo ideológico procurando la defensa a ultranza de un código estético cuya nota fundamental, de esta manera, no puede ser sino la arbitrariedad (nucleamientos discontinuos de las diferentes lanas). Como en el caso del afásico llega también a la angustia cuando una obra se presenta irreductible a su sistema y, por ende, lo desmorona. Y su angustia se traduce, fatalmente, en agresión: la desvalorización del texto propuesto o bien un silencio harto elocuente en su impotencia. Esta enfermedad es reconocida; una de sus causas más importantes es la carencia de un “espacio crítico” como lo señalara Octavio paz (2), es decir, la instauración de una atmósfera propicia y sobre todo sostenida y continuada (amén, huelga decirlo, de la indispensable solvencia intelectual) que supusiera la verdadera plataforma de la obra de creación, sola capaz de restituir al creador –y a sus lectores, que son la segunda fase de esa creación- su propia obra. Tras estas consideraciones liminares y a renglón seguido se procede a una revisión –si bien por fuerza somera y parcial- de sus distintos apartados.



Lenguaje y cosmos: la mímesis



De pronto la poesía ha cesado de ser. De las inexactitudes de esta afirmación debe deslindarse: no de pronto sino gradualmente –grados que van (una vez más: arbitrariamente) de Góngora a Baudelaire, de San Juan a Michaux o Auden, de los simbolistas a los concretos. Y el “ha cesado de ser” debe entenderse obviamente como una idea de la poesía ha cesado de ser. En efecto el poema no es más la representación del conflicto entre el creador y el lenguaje. Mallarmé, según es sabido, descubrió –o puso de relieve- el silencio acechante en el lenguaje, un “metasilencio” y pretendió llegar a él. Pero llegar ahí –en poesía- sería equivalente a nombrarlo, ergo, una dialéctica que se agota en sí misma. En consecuencia Mallarmé renunció y su renuncia implicaba el reconocimiento de esa imposibilidad. Pero algún otro postulado bizantino puede argüir que, justamente, la renuncia es el silencio mismo –la renuncia esplende de significación- sin parar mientes en el hecho de que esa renuncia –seudo silencio- no se releva sino porque se habló antes ya que sin un parlamento anterior dicha renuncia sería lo único existente. De nuevo, la renuncia sirve para destacar al silencio pero ni se confunde con él ni lo interpreta: “nos dice nada, que no es lo mismo que nada decir” (3). Pero decir nada, con todo y decirlo, no es lo mismo tampoco que todo decir (la puntualización no es ociosa si se recuerda que Mallarmé, como la reina madrastra de Blancanieves, rompió el espejo poético por no poder todo decir). A esta situación conflictiva de la poesía que se prolonga en una reiteración enervante: “agua que en un viejo estanque se resigna” (4) viene ahora a proponerse una derivación oportuna. Sin encallar en la irreductibilidad del lenguaje –y reconociéndola, desde luego- el postulado propuesto no busca ceñir el silencio ni neutralizarlo, simplemente lo integra y en esa integración logra reflejar una totalidad: de pronto la poesía es todo. De las exactitudes de esta fórmula se desprende: 1) el lenguaje tomado objetivamente es objeto, no reemplazante sucedáneo. ¿Extinción del complejo adánico de nominación? Sí, en poesía, que se vuelve anómica (en sus dos acepciones: falta de ley o de regla, desviación de las leyes naturales. Imposibilidad de dar a los objetos su denominación adecuada: el barroco) y anónima, intercambiable como todo lo anónimo; en consecuencia el objeto y el nombre que lo designa son lo mismo. Las mayúsculas se suprimen festivamente: “El paso ontológico que el verbo SER aseguraba entre el hablar y el pensar se ha roto; de golpe, el lenguaje adquiere un ser propio. Y es este ser el que detenta las leyes que lo rigen” (5) y 2) si todo se confunde con la mediación verbal ésta ya no es más mediación –no es más aislable como tal- un poema, elemento verbal, queda solamente elemento. Desjerarquización y con ella identificación cósmica. (Cosmos: orden). Sirio y Venus: la estrella. El poema que contenga a Sirio y Venus: la estrella. El poema que contenga muchas estrellas: galaxia. Macro y microcosmos: las estrellas serán cualquier nombre, todos los nombres.



La ciencia del cielo puebla el espacio sideral con transformaciones, metamorfosis que la simbología del juego-ludo-rito remite otra vez a la tierra en una relación continua. Escritura, danza, mitología, poesía, interpretación, fonema, todo es intercambiable: el universo, como místicamente intuyera William Blake, vuelve a desplegarse en el hombre.



La mímesis absoluta no es sino el intérprete que se confunde con lo interpretado, el rostro vuelto máscara, la máscara viva que suplanta el rostro: la muerte del intérprete-escriba. (Sí, fue un artículo de fe del movimiento surrealista y en particular de André Breton). Pero también debe señalarse aquí el componente lúdico: mímesis o capacidad de olvido de la propia personalidad, pérdida momentánea o permanente de identidad, abolición del yo cultural: el mimético contempla una hoja que tiembla y un progresivo temblor lo acomete (entre otros ejemplos aproximados el del olonizado (6)). Asimismo la mímesis es la condición del niño, en el sentido de esa capacidad imitativa que luego será mutilada y aniquilada por el proceso ulterior de su devenir: ludo, infans no significan otra cosa que aquello que se llama equívocamente magia. En este itinerario, de modo natural, de estricta lógica el tratamiento desemboca en el mito, receptor y perpetuador por excelencia de la manifestación mágica pero, por sobre todo, indicio irrefutable de la vigencia mimética.



Barroco



“No hay pluralidad de sentir, porque no hay yo: sólo hay pluralidad de estados, variedad en una única sensibilidad” (5bis).



La infinita nominación acaba aboliendo el infinito azar. Trasladada esta idea a otro plano un cuentista imagina el empleo, en un lamasterio, de una serie de computadoras de altísima complejidad con las que los lamas consiguen descifrar, por eliminación progresiva, el verdadero nombre de dios. Cuando ese nombre es identificado por las computadoras todas las estrellas se van apagando una a una. Esto es el barroco que procura el agotamiento del lenguaje para descubrir el lenguaje. Pero esta voluntad de agotamiento lleva (también aquí) a la confrontación de su imposibilidad y la reiteración perpetuada no hace sino poner en evidencia el vacío, aquel último resquicio que no puede ser colmado (recuérdese que el motto que define al barroco es, justamente, el horror vacui). Se trata, por lo tanto, del “objeto parcial” –que se define por ausencia- y que deriva a una interpretación en un contexto de rendimiento que sanciona la “vanidad” de la obra barroca. Y en esta interpretación vuelve a ponerse de relieve el componente lúdico: “La constatación del fracaso no implica la modificación del proyecto sino, al contrario, la repetición del suplemento; esta repetición obsesiva de una cosa inútil (puesto que no tiene acceso a la entidad ideal de la obra) es lo que determina al barroco en tanto que juego en oposición a la determinación de la obra clásica en tanto que trabajo” (7).



El humor ácido de Cocteau disponía un camaleón sobre una manta de colores y concluía en su muerte por extenuación –en sus extremos ambas proposiciones se concilian: lo mimético acaba aboliendo la manta de colores y la falsa identidad de las lanas teñidas de la crítica.


Por consiguiente la intención estriba en poner de relieve la otra cara: detrás del lenguaje los infinitos lenguajes –las sucesivas capas, la suma o la aproximación a todos los significados. Eliminar –aunque sea de modo transitorio y veleidoso- los compartimientos estancos del lenguaje en los lenguajes; los así denominados filosófico, científico, tecnológico, las terminologías constituidas en provincias: jergas –la economía, la política, la sociología, la publicidad, la prensa, el cine, la informática, etc. Tender entonces a recuperar el patrimonio lingüístico en su integridad, rechazando sólo el “modismo de la moda”: lo más efímero y justamente desechable.


No resultará entonces sorprendente que siguiendo esta trayectoria y para ampliarla a nuestro ámbito –que es desde donde hemos partido- establezcamos términos de comparación y paralelismos con el pensamiento singular de Macedonio Fernández; una atenta relectura de su obra permite identificar puntos de contacto y acaso algunas influencias pero haciendo desde ya la salvedad de que se trata de dos procesos independientes que se caracterizan por la nota común de haber sido cumplidos con un equiparable y “obstinado rigor”.


En efecto para M. Fernández (8) el mundo es un “almismo”, el ser es un almismo ayoico, la negación del yo como categoría metafísica; el ser como sensibilidad ininterrumpida, el ensueño y la vigilia como un único estado (diferente graduación de intensidad). Puntos de contacto con el esoterismo (entendido en su sentido más lato y englobando a la poesía): anulación de la diferencia establecida por la metafísica tradicional de las dos categorías del que conoce-sujeto y lo conocido-objeto para reafirmar, con el esoterismo, la no diferenciación al negar el yo reconociendo sólo la existencia de la sensibilidad que conoce sintiendo (por pasión) o la fórmula ya mencionada: el mundo como un almismo-ayoico. La poesía sigue un itinerario afín en cuyo transcurso recoge este legado pero confiriéndole otras resonancias más acordes con los distintos y progresivos periodos que el autor de El museo de la novela de la eterna hubiera suscrito sin reservas.


Valga lo que precede como una aproximación somera (apenas una indicación y un aporte) a un ámbito que, como ya se dijo, debe explorar las múltiples posibilidades del universo literario pero no quedar confinado al mismo en la estrechez superficial de la convención y el diktat del día sino por el contrario incorporando con audacia innovadora todos aquellos elementos susceptibles de orientar y enriquecer ese ejercicio, desde el término coloquial hasta las grafías más diversas, desde la obra oportunista hasta la iconoclasta y en esa ardua empresa señalar un rumbo tan nítido como inconfundible. En esa estela rectora podrían entonces reconocerse, sin duda y por fin tanto aquellos que comienzan su propia indagación como los que se encuentran desconcertados (su nombre y su número son legión) por la confusión imperante en el laberinto literario y poético y, huelga decirlo (una vez más) en el de la crítica (o su ausencia o la bufonada mimética que la usurpa como tal).





(*)- Este texto, ahora modificado, iba en origen destinado a otro propósito, carente ya de sentido. Por lo tanto esta versión es la sola definitiva y válida.




(1)- Michel Foucault- Las palabras y las cosas- Ed. Siglo XXI, México, 1968.


(2)- Octavio Paz- Corriente alterna- Ed. Siglo XXI, México, 1967.


(3)- Octavio Paz- El arco y la lira- Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1956.


(4)- Stéphane Mallarmé –Hérodias.


(5)- M. Foucault- ob. cit., pág. 289. (corresponde señalar que el traductor incurre aquí en un error porque emplea detentar que significa literalmente retener sin derecho, usurpar como si fuera sinónimo de poseer, ejercer, etc.).


(5bis)- Macedonio Fernández- No toda es vigilia la de los ojos abiertos- Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1967; pág. 120.


(6)- Ernesto de Martino- Le monde magique- Ed. Marabout, Paris, 1971.


(7)- Severo Sarduy- El barroco y el neobarroco en América Latina en su literatura, Siglo XXI y Unesco, 1972.


(8)- M. Fernández- Papeles de Recienvenido –Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1966.


M. Fernández- Selección de escritos- Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1968.


M. Fernández- Adriana de Buenos Aires- Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1974.






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