viernes, 15 de julio de 2011

Las manos de Cicerón o cómo se llega a ser Augusto (*)

Octavio u Octaviano (después César, después Augusto) debió su oportunidad en la hora más crítica al favor de Cicerón y no sólo entonces sino en otras varias y señaladas ocasiones lo había apoyado el prócer hasta que el virtuoso joven pudo volar por sí mismo y, como es sabido, lo primero que hizo fue aliarse con Lépido y Marco Antonio.


Convinieron de inmediato entre los tres quiénes debían ser eliminados para allanar el camino; así lo cuenta Plutarco: "La composición y compensación fue de esta manera: César hizo el sacrificio de Cicerón, Lépido el de su hermano Paulo y Antonio el de Lucio César, que era tío suyo de parte de madre" (éstos fueron sólo algunos de una larga lista) y no puede abstenerse de añadir: "Hasta este punto la ira y el furor les hizo perder la razón, no dejando duda de que el hombre es la más cruel de todas las fieras cuando a las pasiones se une el poder".


Describe más adelante el execrable ensañamiento; (el esbirro): "Cortóle por orden de Antonio la cabeza y las manos con que había escrito las Filípicas, porque Cicerón intituló Filípicas las oraciones que escribió contra Antonio".


Así se repite una y otra vez la misma lección: un gran hombre que muere de manera indigna a manos (por orden) de un despreciable aventurero. Pero detrás del ejecutor visible suele ocultarse otro todavía más abyecto porque, como en este caso, desconoce incluso hasta un mínimo sentido de reconocimiento a su benefactor y sobre ese cadáver asciende en su ambición.


Sin embargo ésta es una tan sólo de las infamias y torpezas que distinguieron a Octavio, el mismo que nos propone la historia como ejemplo insigne, al que los romanos divinizaron y cuyo nombre ha quedado, además de en la memoria colectiva y cotidiana (nuestro mes de agosto) como sinónimo de elevación, majestad y grandeza.


Ninguna fecha conmemora a Marco Tulio Cicerón.





(*) de mi libro Faustos fastos -Ed. Amarna, Córdoba, Argentina, 2009 -pág. 17.

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