lunes, 31 de octubre de 2011

Sobre Escribas y Meretrices (*)



Acaso la única finalidad admisible (es decir cometido útil) de un prólogo radique en la advertencia que debe –o debería- transmitir. En este caso preciso y para no traicionar o eludir ese propósito se advierte desde ya: ésta es obra ardua, de difícil lectura. En efecto, ha sido elaborada para responder a una ambición rayana en la insania: pretende, nada menos, desvelar el mecanismo erótico. Más –y peor- aún, se propone, a través del ejercicio poético, la liberación de la servidumbre sexual. A partir de tales enunciados puede calibrarse el temerario riesgo que asume (y al que se expone y nos expone) Horacio Herrera. Se observará ciertamente que otros, a lo largo de la historia, también han intentado, con diversa fortuna, semejante tarea y justamente en esos antecedentes se apoya Herrera al abordar su empresa.


Ahora bien, existe una diferencia inmensa, inconmensurable casi con tales antecesores, a saber, la herramienta de que se han servido. Aquellos todos tuvieron, según los casos, un impulso suficiente ya en el lenguaje en sí o ya en la inmediatez (una percepción inocente, un goce elemental) para con el sujeto en cuestión. Aquí, hoy, en cambio, se intenta cernir ese mismo complejo, elusivo enigma pero a partir de un lenguaje que ha estallado (y que debe, por consiguiente, ser repensado, reinventado y recompuesto a cada paso) y desde una distancia cultural que lo ha vuelto ya casi invisible.


El poeta entonces, forzosamente, dejará constancia de una ausencia como definición primera de su objeto: “Si disecas el amor, verás/ que su centro es el vacío”. Intentará acto seguido acotar materialmente ese mismo objeto procurando siempre su reducción: “Fugaz simpatía entre dos cuerpos que,/ con exquisita amabilidad dejan afuera/ los espíritus como quien se descalza/ en la puerta de la tienda”. Y en ambos enfoques la comprobación resulta idéntica (pues ¿qué es, si no, dejar fuera el espíritu?). Ahora, de manera más absoluta y pasando resueltamente a un plano metafísico insiste: “En otros tiempos, salí a buscar/ la eternidad. Con las manos vacías/ sólo resta esperar la muerte”. Tercera instancia ésta que alumbra con mayor intensidad aún la inanidad del intento.


¿Qué queda sino volverse (volver una vez más) a lo que parece más tangible (o menos intangible)? Se interroga entonces con una (admirable, irritante) pertinacia, contumaz y obsesiva la mecánica de ese deseo que constituye el núcleo del ser en el mundo y que siempre remite al otro (el ser mismo no lo puede apurar) en la esperanza –una vez más- de una respuesta o, al menos, de alguna forma, por ínfima y poco inteligible que sea, de recepción del llamado. Ni qué decir tiene que sólo se obtendrá, invariablemente, el eco.


Y es que de toda la gama de sensaciones y experiencias la sexual es la única que saca al ser humano de sí mismo, por un solo instante, cierto, instante del goce pero un instante fuera de sí, un fugaz asomarse –con deslumbramiento tal de relámpago que impide ver- a la alteridad (a lo otro tan ajeno que es en esencia inasible a pesar de toda la ilusión de todos los juegos malabares que escientes elegimos confundir con esa realidad) no ya como concepto o postulado sino como vivencia. Es ésta, en el fondo, la comunión que tiene con la muerte (que será sin duda la eyaculación /de eyacular: lanzar con rapidez y fuerza //el contenido// de un órgano, cavidad o depósito/ total y definitiva): breves , fulgurantes atisbos de la fusión (fundirse con abandonando la con-fusión actual del ser vivo) y la promesa exaltante y exultante de salir al fin (como de una muda ya inútil) del infierno atroz, éste sí el verdadero, de la irreductible mismidad. De todas las posibles experiencias del hombre la sexual es la única que le ofrece un indicio de la arrebatadora, inconcebible liberación de sí.


Herrera parte en un viaje iniciático hacia otras culturas en remotas edades –tal vez en algún momento el ser humano fue más que el impulso erótico y la satisfacción de esa urgencia- tal vez en algún momento logró ver lo que el erotismo escamotea (“¿Si el deseo pudiera contagiar,/ traspasar al ser deseado?”). De ahí también ese interés fascinado por la prostitución, tanto la sagrada como la profana; si se repiten permanente, incansablemente los nombres de la divinidad se acaba aboliendo el azar y es posible llegar a la visión del rostro; si se consumen los cuerpos, uno tras otro, permanente e incansablemente ¿no acabarían revelando el cuerpo? (Así como en el mundo de la magia simpática aquel que ingiere a un individuo o animal determinados participa de sus características y virtudes).


Al lenguaje sacralizado (aunque describa incestos, violaciones y demás temas conexos) de las Escrituras Herrera opone, en contraste, la terminología científico-médica (jerga hubiera convenido mejor) y a ambos el lenguaje cotidiano, inmediato y callejero. Amén de relevar así tres distintos enfoques de lo mismo -¡y tan distintos en apariencia!-lo que consigue evidentemente con ello es dejar al descubierto –desde otro ángulo, cierto- esa índole inasible del erotismo. No ha vacilado en servirse de los elementos no menos poéticos a priori sino los más antipoéticos que puedan darse, esto es, como ya se indicó, la jerga científico-médica y la expresión más vulgar. Pero este recurso se revela al cabo tan estéril como el lenguaje culto o convencional (para apurar ya lo obvio: el Cantar de los Cantares): lo nombrado –y de tantas formas- sigue siendo tan elusivo. Se tiene entonces la impresión de que se planteara la cuestión: llamar al pan pan y al vino vino ¿comunica más, transfiere acaso algo de ese pan y de ese vino?


Éste es, a grandes rasgos, el recorrido transitado ejemplarmente por Herrera. Si antes se señaló que su lectura era difícil (como todo texto tiene también, es obvio, su otra lectura llana) cabe ahora relevar la oportunidad del esfuerzo que pueda entrañar. Tanto más porque se trata de una deriva harto significativa en la muy coherente y sostenida construcción de su obra (Conjeturas -1981-, Fragmentos del exilio -1997- y Notaciones -1999-) que, huelga decirlo, habrá que tener muy presente.


Una última acotación para nada extemporánea. Como es bien sabido Afrodita nace de la espuma oceánica. Herrera recoge y transforma diestramente esa referencia vuelta ya lugar común: “¡Ay, ay, ay! Luz que renace/ como Anadiómena/ en la espuma de tu deseo”. Pero el inquisitivo y ameno Hesíodo consigna en su Teogonía que esa blanca espuma procedía en realidad del miembro viril seccionado de Urano, emasculado por su hijo Cronos. De aquí que uno de los nombres de la diosa sea Filomedes (Mêdos designa a los genitales masculinos). Por su parte otra fuente –concretamente el parlamento de Pausanias en El Banquete- establece una expresa diferencia entre esta Afrodita celeste o urania –diosa primigenia, arcaica y sin madre- (hija, como queda dicho, de Urano) y la otra ulterior, más joven, hija de Zeus y de Dione, conocida como Pandemos (popular).


Dos formas del amor (Eros) se derivan claramente de esta distinción. Pero, por sobre todo, una advertencia (como la de un prólogo) no desvirtuada a través de las edades: dar la vida significa resignar la propia virilidad y a su vez el principio femenino surge y se desarrolla gracias, justamente, al sacrificio de esa sexualidad amputada.


El texto de Horacio Herrera viene a sumar su propia, inconfundible claridad en esa tan larga, interminable noche oscura del cuerpo.



(*)- H.F. Herrera- Escribas y Meretrices- Prólogo de Carlos Culleré- Ed. Alción, Córdoba, Argentina, 2001. Este texto corresponde a la serie de rescates de mi libro en elaboración: Pecios.

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