jueves, 3 de noviembre de 2011

Grecia: ¿principio y final?


Hay que salvar a Grecia. Hace meses que se nos viene repitiendo y asestando esta cantilena. Porque Grecia resultó ser la fámula díscola y mal agradecida (pequeño país, nula importancia política o económica, sólo turismo y folclore). Y ahora, para colmo, respondona. Sus patrones –tan nobles y generosos que hasta le concedieron una quita de su deuda (que, como en tantas y tantas otras partes del planeta nadie investiga ni se sabe cómo se originó ni cómo se multiplicó de manera tan extraña y astronómica)- no están satisfechos para nada con esta doméstica que hasta se permite convocar un referéndum sobre ese mismo asunto, el de la deuda, que ya se sabe sólo atañe a las pirañas, tiburones y demás depredadores políticos y financieros –esto es, los especialistas- y de ningún modo a los pueblos. Bueno, sí, sí les atañe en última instancia porque serán –como es natural- quienes terminen pagando. Los patrones mencionados son quienes dan lecciones de ética y de administración ejemplar a nivel mundial: el FMI, en primer término, calificado como el que más en ambas materias aunque sus recetas económicas están llevando –ya lo han hecho, de hecho-el mundo entero al caos y al desastre pero eso no es más que un mero detalle; a su vez su patrón directo, los EE.UU, con la deuda más sideral de la historia, también da lecciones de cómo no vivir por encima de los propios medios y la Unión Europea, con países tan ejemplares como Gran Bretaña o Irlanda o Francia o Italia o España…y la lista es demasiado extensa y no vale la pena repasarla. Lo que sí vale la pena, en cambio, es resaltar algo que por lo demás debiera ser ya obvio: esta seudo civilización comenzó con Grecia –sería, por ende, una ironía, una paradoja y una justicia poética que fuera esa misma Grecia la que, a la postre, terminara arrastrando en su caída a todo el sistema. Empezó con Grecia, termina con Grecia: a todas luces, una ecuación perfecta. Claro está que hay de por medio muchos interrogantes y además errores conceptuales mayúsculos creados y sostenidos deliberadamente. Porque, en primer lugar Occidente no es Grecia, no es heredero de Grecia sino de una Grecia pasada por el tamiz de Roma, lo que es muy distinto. Occidente es, sí, el legado de Roma una vez que ésta desvirtuó y envileció –a su imagen y semejanza- el legado griego. Porque sin idealizar a la Hélade cabe la distinción: ésta no fue el Imperio romano; la Atenas de Pericles no tuvo ni siquiera un intento de pobre remedo en Roma, (el foro no es el ágora) que pasó de la monarquía a la República y luego al Imperio; Roma no tuvo ni filósofos ni trágicos; sólo deformadas y tardías copias en los estoicos y en la comedia en vez de un Aristófanes tuvo a Plauto y Terencio. Virgilio, Ovidio y Horacio no son los equivalentes de Sófocles, Esquilo o Eurípides ni mucho menos de Homero así como Séneca no es ni en sueños el equivalente de los presocráticos ni mucho menos de Aristóteles o Platón. La mitología griega fue directamente importada por Roma, que careció por completo de la originalidad o el genio para reformarla y ni siquiera para re-crearla; lo que sí es indiscutiblemente romano es el legado cristiano: no es casual que esa religión haya podido prosperar en semejante entorno y no es casual tampoco que Constantino la instituyera religión oficial del Imperio al tiempo que trasladaba la cabeza a Bizancio. Ni es casual que otro personaje igualmente dudoso nos legara dos siglos después ambas cosas groseramente amalgamadas: nada menos que esa suma del absurdo que se denomina el derecho romano (con la dimensión –ahora católica- incorporada) es decir, el código de Justiniano (que mucho después, siempre en Occidente, llevaría a su punto de perfección otro aventurero preocupado-como todos estos benefactores- por la legalidad: Napoleón). Y mucho menos casual es que el Vaticano, desde sus mismos orígenes, se haya enquistado en Roma. Nada tiene todo esto que ver con la cultura y la civilización helénicas: la de Fidias, la de Praxíteles, la de Parménides, Heráclito, Zenón y Sócrates. Por otra parte tampoco Julio César es Alejandro (como, en otro contexto pero siempre tratándose de Roma Aníbal – en realidad el partido de los Bárcidas - no fue vencido por Escipión el Africano sino por la propia élite de Cartago que dio pruebas de una miopía y torpeza prodigiosas. Lección que hoy convendría refrescar a más de uno). Y aquí procede una digresión aunque pertinente: Grecia no fue un imperio (de ahí la desvalorización en Occidente con respecto a Roma). El mismo Alejandro era un bárbaro (a pesar de su preceptor y su frecuentación de Homero) y a Macedonia ni siquiera se la consideraba griega. Las ciudades-estado tenían una verdadera y auténtica individualidad: Atenas, Esparta, Tebas, Micenas, Corinto, etc., que en conjunto sí colonizó pero de otro modo y el resultado fue lo que se denominó la Magna Grecia. Por eso sólo se puede hablar del imperio –efímero- de Alejandro. La confusión se instala con toda intención a partir (probablemente aunque por fuerza hubo otros antecedentes) de Dionisio de Halicarnaso que pretende que los romanos descienden directamente de los griegos; falacia reforzada por Virgilio en La Eneida, ya que Eneas es, como se sabe, hijo de Príamo; el otro propagandista mayor del Imperio, Tito Livio, abunda en interpretaciones tendenciosas y distorsionadas encaminadas a fomentar las bases “históricas” romanas y en mayor o menor medida lo hacen también Tácito y Polibio, entre otros. Así se va instaurando una noción muy particular que desembocaría, por fuerza, en otra igualmente fantasiosa: la sucesión del imperio, que conlleva, obviamente, la justificación occidental de sus propios orígenes. Y esto viene a colación porque está directamente relacionado con ese otro delirio de Occidente: el Sacro Imperio Romano Germánico, pomposo título que la mayor parte del tiempo encubría apenas nada y que en su origen procede de la megalomanía de Carlomagno y de su imperio, ése sí, carolingio. Luego se intentó reconstituir los restos en esa especie de fórmula poco afortunada, es decir, la continuidad de lo mismo pero añadiéndole la nota religiosa. Su único momento de verdadero auge –también efímero- fue con los Habsburgo y Carlos V (la prolongación, el austro-húngaro fue sólo eso: una prolongación y, una vez más, es muy revelador que todos estos personajes y otros sus semejantes se dieran a sí mismos el título de César: o Káiser o Zar que son lo mismo (*)). En resumidas cuentas y para no abundar ya en lo evidente y volver al punto de partida: por todo lo expuesto si por ventura este simulacro desnaturalizado que llamamos la civilización occidental viniera a desplomarse y el detonante fuera Grecia entonces, reiteramos, se cerraría de manera perfecta uno de los más penosos paréntesis en la historia de la humanidad.




(*)- La transcripción fonética española no es ni siquiera aproximada. El carácter cirílico no existe, por supuesto, en los idiomas de alfabeto latino pero los franceses e ingleses lo han restituido con mayor propiedad al hacer Tsar, que sí está mucho más acorde con la pronunciación rusa.


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