sábado, 7 de julio de 2012

La piedra roja (*)

Ferdinand Cheval era cartero y además aspiraba a la gloria literaria. Pero ha pasado a la posteridad gracias a la increíble construcción –el Palacio Ideal- a la que dedicó buena parte de su larga vida. Como él mismo dice en una carta un día tropezó con una piedra de extraña y bella apariencia y en ese mismo instante, en el instante en que la recogía y la envolvía cuidadosamente en su pañuelo nació la idea del palacio. Recorrió unos 30 kms. diarios, más o menos (más que menos) a lo largo de casi unos treinta años de servicio. Y cada día recogía y transportaba sus piedras. Quería probar su capacidad y su talento y sin duda los demostró con creces al culminar solo y sin la menor ayuda esa disparatada y descomunal estructura precursora y casi contemporánea de los más frenéticos sueños surrealistas. Para completarla añadió su propio monumento funerario. Pero una mañana neblinosa Ferdinand vio algo inusual en el camino y acercándose comprobó que era una piedra, totalmente distinta a todas las que hasta entonces había encontrado. La levantó y sopesó admirado de los destellos que aun en medio de la niebla despedía: todos los matices del rojo desfilaban a la pálida luz y con una intensidad pasmosa. El cartero, trémulo, guardó ese verdadero tesoro y prosiguió su ruta en un estado lindante con el encantamiento.



Como encantado. Porque ahí acababa de empezar otra historia o, mejor dicho, otra etapa de la vieja historia, la última: cuando el sueño va derivando poco a poco hacia la pesadilla.

Ya casi había concluido su propia tumba, tan delirante, barroca y fastuosa como el resto de la construcción. Y día tras día se preguntaba dónde pondría esa piedra roja: era de tamaño bastante apreciable y tan perfecta y bella que no resultaba fácil encontrarle un lugar apropiado. Menos aún por su color, que detonaría en cualquier sitio del edificio en el que predominaban los tintes blancos y grisáceos. También le resultaba evidente que esa auténtica gema sólo tendría sentido como remate y por ende era impensable colocarla en cualquier parte indiferente. Tras mucha duda y atormentada reflexión decidió que iría a adornar el centro, el corazón mismo de su Taj Mahal (erigido en conmemoración perenne a su amor por sí mismo) en miniatura pero aún esa solución se reveló al cabo inviable: donde fuera que imaginara o pusiera la piedra probando sus efectos ésta destacaba de tal modo que opacaba y echaba a perder todo el conjunto de la decoración tan costosamente elaborado y conseguido. En consecuencia Ferdinand Cheval no podía resolverse ni a incluirla ni a descartarla y la hermosa piedra roja permanecía al lado de su cama, sobre la mesita de noche, refulgiendo mágicamente a la luz de la lámpara de petróleo. Cierto, mientras la contemplaba extasiado le llevó a muchos sitios y a muchos sueños diferentes, extraños unos, maravillosos otros, agitados o pesadillescos los más. Pero también le hizo olvidar por completo su palacio y con ello el sentido y cometido de su vida. Al cabo el cartero murió una noche aferrando la piedra contra su corazón y en el instante en que él expiró ésta dejó de brillar. Fue como si se hubiera apagado también. Después de las ceremonias fúnebres y el entierro la piedra continuaba sobre la mesita de noche pero opaca. Una mañana al ordenar una vecina la habitación la vio y asomándose a la ventana llamó a su pequeño hijo y le dio la piedra para que jugara con ella. Cerca había un puente donde solían reunirse a jugar los niños del lugar y ahí se dirigió el hijito de la vecina. Sus compañeros miraron sin mayor interés la piedra y propusieron pronto un nuevo juego. El niño viéndose entorpecido por su carga sin pensarlo dos veces tiró la piedra roja al río donde casi se enterró por su peso y al poco tiempo fue cubierta por otras piedras y barro que acarreó una crecida.




(*) de mi libro Nacer cada mañana (ya citado en este blog).



















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