lunes, 9 de julio de 2012

Árbol genealógico (*)

Al nacer Clarisa Harlowe fue inscrita en el registro civil como Saturnino García García. Su trayectoria (sin duda penosa, cruel y ardua) culminó en un desenlace si no ya banal sí desprovisto hoy hasta del menor viso sensacional. Tras su operación solicitó su cambio de identidad civil, que le fue concedido y desde entonces actúa en espectáculos de poca monta y menor nivel artístico. Huelga decir que jamás tuvo relación íntima con ninguna mujer ni tal idea se le cruzó siquiera por el cerebro; es más, si alguien se lo sugiriera se sentiría –y a justo título- escandalizada.




Una joven pareja perece en Australia en un accidente automovilístico y su hijo –un niño apenas- con ellos.



Un norteamericano de 30 años que jamás quiso engendrar decide retirarse del mundo y marcha a un lamasterio donde se recluye habiendo renunciado, entre otras muchas cosas, a su sexualidad.



Un matrimonio chino pierde a su único hijo en las copiosas y devastadoras inundaciones que asolaron su provincia. El gobierno les concede una autorización excepcional para tener un segundo hijo que al cabo de pocos años perece en un incendio.



Una bióloga francesa resuelve no ser madre asqueada (paradójicamente) por los procesos de la reproducción, con sus intercambios y trasvasamientos de fluídos, órganos y funciones repugnantes una vez considerados fuera del encandilamiento pasional.



Juana e Ingrid viven juntas desde hace años. Se bastan a sí mismas y no necesitan en modo alguno un hijo (adoptivo) que complique su situación (por ahora) ideal.



Y así podría alargarse la lista hasta el infinito, con casos diversos, únicos o bien comunes y adocenados. Mención aparte merecen aquellos que decidieron obedeciendo a un elemental imperativo de conciencia no traer hijos a un mundo semejante. Su número es ya legión.



Los miles de millones de seres que desde la noche de los tiempos fueron necesarios para producir cada uno de éstos y tantos otros ejemplares han venido a encallar en un término definitivo y absoluto. ¿No supone esto un fracaso colosal de la naturaleza? Como si a tanto empecinamiento y ciego tesón en la procreación absurda se le viniera a oponer -en menor número, cierto, pero en un grado espiritual mucho más elevado- un espejo deformante que reflejara nítidamente todo el horror y la estulticia que sustentan y nutren a esa ilusión por excelencia: la de la autoperpetuación a través de un remedo que al cabo se revelará la misma (y distinta) copia fallida.




(*) de mi libro (ya citado en este blog): Nacer cada mañana





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