viernes, 11 de noviembre de 2011

La lucidez de la agonía y la agonía de la lucidez


Según ciertas teorías atendibles el momento más lúcido en la vida de todo ser humano es el que precede inmediatamente a su muerte. Para una inmensa mayoría es, tal vez, el único momento lúcido en toda su vida. Que, como es lógico, llega demasiado tarde. En efecto, parece extraño –y lo es, de hecho- que se pueda ver la vida como realmente es justo en el instante en que se la debe abandonar. Y parece y es extraño porque desde que venimos a este mundo (con muy poco agrado por cierto para no decir de muy mal talante) se nos condiciona sin tregua ni pausa para no ver la vida, para asistir a una representación (sí, pieza de teatro dentro de la obra de teatro como en Hamlet) que, como todas, es ilusoria y ficticia y a la que no obstante terminamos aferrándonos porque es la única que creemos tener. (Ni tampoco la tenemos como no tenemos nada; muy por el contrario todo nos tiene, que es harto diferente). Así se nos imbuye de supuestas ideas, preconceptos, nociones desvirtuadas, consejas y demás futesas que son el árbol que impide ver el bosque. Y, en consecuencia, el bosque nos resulta así tan sobrecogedor que es simplemente imposible soportar no su visión sino ya la mera noción (aunque la preclara María Zambrano, entre otros, nos haya dejado algunos valiosos indicios (*)). De ahí vienen pues esas colosales imposturas que acaban haciéndonos (no somos ellas, pero estamos hechos de ellas). Como es evidente las hubo siempre y desde siempre; desde el primer chamán o el primer iluminado o embaucador que pintó –re-presentó- en las grutas prehistóricas. Y desde entonces –cualquiera haya sido ese primer entonces hemos visto cientos de dioses, todos con un mensaje trascendente (es decir irreal). Los egipcios, babilonios, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, chinos, hindúes, africanos, polinesios, mayas, toltecas, aztecas, incas, etc., etc., tuvieron su panteón y como es natural masacraron (galicismo por asesinar en masa) y exterminaron a cuantos no creían en él o simplemente eran distintos: otras etnias, otras costumbres. Aquellos que sostienen que las religiones han hecho más daño que todo lo demás imputable a la humanidad, por atroz que haya sido ese demás, están, desde luego, en lo cierto. En particular y en lo que nos atañe en este ámbito nuestro que la historia (o sea la fabulación y el asiento por excelencia de la ilusión lisa, llana y mal intencionada) nos presenta como el ciclo más logrado y sin comparación posible con cualquier otro, a pesar de la evidencia misma, no ha habido facción más carnicera y bestial que las distintas iglesias cristianas, con la católica en primer término. Huelga decir que sus adeptos no reconocerán jamás algo tan obvio por la sencilla razón apuntada antes: el condicionamiento implacable y sin desmayo encaminado a escamotearnos la realidad y que nos priva de la magra ventaja (pero ventaja al fin) del entendimiento. Y siempre en relación con lo precedente: estas gentes ¿verán en verdad en el momento de agonía, que es –será- su único momento de lucidez? (Al pasar corresponde relevar, por constituir la excepción misma, que la única religión que no se haya impuesto por el filo de la espada es el budismo, en sus diversas expresiones. Pero claro está: apela a las facultades de la intelección y al arduo trabajo personal en la superación de la miserable condición que tanto nos limita y aflige. No es por tanto una verdad revelada a seres totalmente primarios privados de juicio propio y que, encima, los exime (anula por prohibición expresa) de antemano de cualquier veleidad en ese sentido). Y en esa misma línea todas las batallas, las hecatombes, la bestialidad intrínseca del humano, la maldad, el daño gratuito y por ende doblemente repulsivo, son nuestros arquetipos erigidos en ejemplos edificantes: ni qué decir tiene que ni uno solo resistiría el menor examen elementalmente objetivo- Pero ese trampantojo, ese decorado de utilería tan tosco y barato que abruma de humillación por su mismo sostenido éxito a pesar –y a causa- de su grosera basteza se desvanece y cae de golpe, al parecer, en el último instante y el agonizante, tanto el ser individual como cualquier civilización (la celebérrima expresión de Valéry: “Ahora, nosotras, las civilizaciones, sabemos que somos mortales”) ve y comprende o intuye al mismo tiempo el engaño, la celada, la estafa descomunales que le vedaron la vida, que le sustrajeron desde el comienzo con malas y arteras artes su posibilidad de ser (que no está de más precisar no era ya en sí ningún regalo fastuoso pero por comparación hubiera supuesto un edén) y ya no hay remedio y es otra víctima, una más entre los miles de millones a lo largo de las eras que es inmolada en el altar de la imbecilidad humana, de la pobreza humana y de la necesidad humana de asentarse en algo que pueda –y asume que elige- creer perdurable aunque sepa que –sea lo que sea ese algo- está condenado a la caducidad desde su misma concepción. Sí, esa lucidez (recuérdese la etimología tan reveladora: brillo, resplandor además de claridad conceptual) se paga muy cara y es más que probable que tanto la persona como la civilización que muere hubieran preferido –si se les hubiera concedido el don- no ver, seguir en la misma ceguera y pasar su tránsito como pasaron su inexistencia. Y para concluir pero con un sesgo un tanto menos solemne aunque no menos verdadero traemos a colación un par de anécdotas asaz ilustrativas y que resaltan también esa otra tara conexa: la manía de registrar las frases póstumas, las palabras memorables –y por descontado imperecederas o yendo al paroxismo de la cursilería: inmarcesibles- de los próceres de toda laya y ralea para seguir apuntalando el agrietado y destartalado edificio del culto al vacío ornado de la nada. Una la consigna Chateaubriand en ese monumento testimonial –a su manera- que son las Memorias de Ultratumba; la otra procede del elegante humor satírico de Daniel Samper Pizano (no recuerdo –cito de memoria- en cuál de estas dos obras suyas pero sin duda en una de ellas: A mí que me esculquen o Llévate esos payasos). Una vieja marquesa estaba ya en sus últimos momentos y los parientes y amigos rodeaban su lecho. Para pasar el tiempo y también distraerla de algún modo se pusieron a charlar sobre una creencia, entonces en boga, según la cual si una persona, hallándose en los umbrales de la muerte, se esforzara en concentrarse con todas sus energías en aferrarse a la vida, sin descuidarse ni un segundo, entonces resultaría imposible morir. En esto la marquesa abrió los ojos y dijo: “Lo que Vds. están diciendo es muy cierto pero me temo que ahora mismo tengo una distracción”. Y expiró. Por su parte Samper narra la anécdota sobre un general colombiano también en su lecho de muerte. A su alrededor se agolpaban todos los próximos ansiosos de escuchar las últimas palabras del gran hombre para legarlas a la posteridad. En el postrer instante el general abrió los ojos, miró a todos y dijo muy alto y claro: “Ahí les dejo su mundo de mierda”. Esta perfecta despedida sirve como corolario también perfecto de la presente divagación.



(*)- María Zambrano- Claros del bosque- Ed. Seix Barral, Barcelona, 1977. Y en la misma dimensión aunque con otros acentos no olvidar otros hitos: Djuna Barnes –El bosque de la noche, Rafael Alberti –La arboleda perdida…Y en ámbito distinto al poético y filosófico aunque no tanto repasar (o ingresar, según el caso) la obra única de Wilhelm Reich supone un ejercicio de desintoxicación bastante recomendable.







No hay comentarios:

Publicar un comentario