domingo, 27 de noviembre de 2011

El príncipe de arena o el sueño de una mañana de verano



“Pero ¿vendrás conmigo? ¿Te desgarrarás por la mitad esa cola gruesa, lisa, negra y brillante para transformarla en pies que te lleven a las altas planicies junto a mí?” (*)




A L.G., a modo de adiós



Tu nombre desconocía. Y de tu vida, todo. Todo, salvo esa fugaz visión de la mañana. Surgías de improviso a contraluz, deslumbrante y te llamé, para mí, el príncipe de arena. Ahora estabas y ya no estabas, cualquier brisa apenas podía dispersar la magia de tus ojos en la opalescente mañana de verano y entonces mi único recurso era guardarte en la memoria arrobada, celarte ahí donde no llega el mundo, ahí donde agonizaban mis éxtasis. Tal era tu magia y tal sigue siendo. Y en mi desamparo de tu mirada tomé prestado tu otro nombre, para mí tu otro nombre (el propicio): Oberón. Y soñé, tantas mañanas de verano soñé que por gracia de tu belleza y piedad de mi laceria me auxiliaba otro Puck u otro elfo con aquella misma flor mágica cuya savia frotada en los párpados del durmiente hace que, cuando despierte, se enamore del primer ser que ve. Sí, sé bien que si este delirio o ensueño se cumpliera entonces yo sería el príncipe de la noche que verías despertando pero tendría cabeza de asno (aquélla del tejedor Bottom) y –créeme, créeme- no sería una máscara. Cierto, también la muy refinada Leprince de Beaumont escribió sobre esta tragedia o su sosías pero su bestia estaba encantada y la diferencia, la insondable, insalvable diferencia es que ella (o él: la bestia o el bestia) podía deshacer el hechizo rescatándose por el amor pero yo, en parecido lance, en vez de liberarme quedaría más subyugado todavía. Cierto (una vez más) despertarías y me amarías asno pero ¿cómo podría amarte yo dejándote que me amaras así? Y se resolvería también al cabo –pues eres Oberón- con el contra-hechizo y te devolverías a Titania, quien quiera que sea ésa, tu reina y reina de la bienaventuranza pues (¡qué duda puede haber!) te tendrá y la tienes y yo encallaría ya apartado del sueño pero soñando en él con la tenacidad exasperada y desesperada del náufrago suberoso regresado a mi lóbrego pesebre cuya única luz es tu imagen, tu imagen ésa en la que agonizan mis éxtasis. Príncipe de arena que estás en todas partes, como el desierto interminable y que como él mudas de aspecto y de talante con la noche gélida y el caliginoso día, el sol ciego y blanco de ardor y los vientos bravíos que ondulan y recrean una y otra vez, una y otra vez tu epifanía dorada, príncipe más allá de mi condición y de mi sino, astro de otras constelaciones, lucero esquivo y fugaz de algunas, de tan sólo algunas mañanas señaladas de verano: ahora sé tu nombre y supe cuando lo supe que te perdía y la fuerza en mí que te guardaba ya inclinaba abatida su cabeza por saberte, adivinarte más y más ausente a cada instante a partir de ese instante. Por eso y antes de que se apague para siempre la memoria viva y en su encono acre, en su llaga punzante y terebrante viva, de tu aleteo matutino lo quiero estampar aquí indeleble, aquí en este vacío y esta transparencia, aquí en la pura nada colmada hasta rebosar de mi atribulado sueño veraniego mientras escucho al lenitivo Kairos (por otro nombre Mendelssohn) y sumo así la magia a la magia, el dolor al dolor y van surgiendo de mis manos cuádruples estas hadas de arena, este bosque feérico en tu nombre plantado (palmo a palmo, brote a brote) y por amor de tu nombre que me extingue donde sé también empero que jamás pondrás el pie para que pueda al fin arrodillarme y en la pasión clavar sin lamento y sin lágrima pero socarrada de acongojado silencio mi frente, mi frente marcada a fuego con la luz acerada de tus ojos sobre tu inasible huella de toda imposibilidad imposible, para siempre y para nunca.



…y habré amado…de aquella llamarada apenas efímera moscella…






(*) Doris Lessing –Instrucciones para un descenso al infierno- Ed. B.S.A., Barcelona, 2007, pág. 43.

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