jueves, 24 de noviembre de 2011

Vivo (?) en Alta Córdoba

Vivo en Alta Córdoba. Mejor dicho vivía en este barrio. Porque hasta hace no tanto era un barrio, un barrio de gentes de clase media, con algunos sectores más holgados que otros pero en líneas generales sin extrema pobreza ni su sordidez ni la opulencia ostentosa y su insolencia y por lo tanto el paisaje urbano era más bien amable aunque sin pretensiones: de una dorada medianía (ver: Plúmbea mediocritas en este mismo blog). Recuerdo muy especialmente el perfume de los paraísos en primavera: eran una nota distintiva. Ya quedan muy pocos y siempre menos. Y cuando dije vivía quise significar justamente eso: que ahora sobrevivo. Porque sólo se puede sobrevivir en un entorno que se ha vuelto peor que hostil: se ha vuelto neutro, indiferente, extraño. Unos veinte años atrás uno iba al almacén, a la verdulería, al kiosco de diarios, al videoclub, a la farmacia, a la celebérrima Cabaña santiagueña en la calle Lavalleja, a la panadería Córdoba también en Lavalleja; todos nos conocíamos más o menos, nos saludábamos, comentábamos sobre esto y aquello. En verano al caer la tarde los vecinos sacaban sillas y sillones plegables a la vereda. Aunque no fuéramos en verdad amigos sí se trataba a casi todos los habitantes de la cuadra y a muchos otros en la cercanía. Hoy ya casi no conozco a nadie, las casas han sido (y siguen siendo) demolidas una tras otra, reemplazadas por edificios y más edificios en los que no se oye tan siquiera un buen día: se han instalado el anonimato y la desconfianza; no que no existieran antes pero eran la excepción al paso que ahora son la norma –la despersonalización se ha vuelto ubicua y con ella todos sus efectos secundarios más indeseables. El añejo encanto del barrio se ha desvanecido y hoy es indiscernible de cualquier otro sector igualmente uniforme y globalizado de cualquier ciudad, intercambiable y en serie: un perfil urbano que podría estar en Buenos Aires o Chicago o Tokio o San Paulo. Y el tráfico, la proliferación metastásica de autos, ómnibus y motos, el estruendo y la estridencia, a todas horas del día y de la noche. Recuerdo que cuando yo venía a pasar un par de días con mi abuela, en el mismo departamento que ocupo ahora, sólo se escuchaba de tarde en tarde el rumor apagado de un auto o más apagado todavía el inconfundible sonido metálico del tranvía que pasaba por la calle Bedoya. Y otro tanto sucede con la plaza; la plaza Rivadavia con su fuente y el monumento a Mariano Fragueiro (algunos pretenden que es obra nada menos que de Lola Mora). Era lugar apacible, vecinal, convivial si este término intruso sigue teniendo algún sentido; se reunían los viejos y las comadres en las tardes y los niños jugaban. Después se instalaron los artesanos, después la versión autóctona de la comida chatarra: los infaltables carros de choripán; después los ponys y los autitos para los niños y después se terminó de aniquilar la plaza; proliferaron los boliches, las discotecas, los bares, los restaurantes. El clásico café de la esquina (Fragueiro y Baigorrí) –renovado- es el solo vestigio de otras épocas; ahora la vieja plaza está asfixiada por un tráfico infernal, por los altos edificios en Saráchaga, Baigorrí y Urquiza; las bellas casonas de otrora fueron transformadas en restaurantes o discotecas y otras simplemente demolidas para levantar más y más torres. Actualmente sólo puedo pasar de largo por la plaza y ni soñar con sentarme un rato a descansar: el tumulto y la vocinglería imperan. Sé bien que lo que digo sobre mi antigua Alta Córdoba puede decirse de muchos otros barrios que ya no lo son; los condenó su proximidad al centro, su relativa seguridad (ya también extinta), su relativa holgura y condición socioeconómica. Lo que ahora se llama -se sigue llamando- Alta Córdoba no es más que una extensión penosa y desalmada de la depredación inmobiliaria que sumerge y desvirtúa toda veleidad de diferencia o distinción; ser de tal o cual barrio carece ya de sentido como muy pronto carecerá de sentido ser de tal o cual ciudad (pero no de tal o cual país: los designios no van precisamente en ese sentido) en este mundo cada vez más uniformizado –en lo físico y lo mental (no se me pasaría siquiera por el magín emplear la noción de espiritual en semejante marco) que destruye sistemáticamente las diferencias y la individualidad bien entendida (es decir el desarrollo de la personalidad y no la exacerbación del egocentrismo) para instalar en su lugar una capa de plomo tan gris como neutra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario