lunes, 6 de febrero de 2012

Un libro singular

Decir un libro distinto apenas transmite algo; decir un libro único tampoco sería exacto. Tal vez un libro singular. No distinto porque distinguirse no presume ni de calidad ni de condición superior alguna y no único porque se inscribe, este libro (*) y de manera inequívoca en una larga tradición. Y dentro de esa tradición sí, se destaca. Y tanto. La primera parte es un largo poema en prosa; la segunda es la narrativa propiamente dicha aunque en sus últimos tramos se resuelva en el mismo lenguaje poético, el único posible, por lo demás. ¡Y qué lenguaje! Acaso es la principal –y primera- característica: la solvencia y el refinamiento en el manejo de un lenguaje no solamente poético, con todo lo que eso ya implica de por sí sino cargado de tensión, hallazgos y fulgores. Y, sobre todo, de sombras. Y aquí volvemos, por un atajo, a lo anterior: la tradición porque Eva en el espejo es, en realidad, una guía iniciática. De ahí esa notable exigencia en la expresión, el fulgor cierto pero acompañado siempre por la precisión. Iluminaciones en esa noche oscura del alma asistidas por la lacerante –y tenebrosa- certidumbre del místico, del iluminado. No sabe de qué habla pero sí sabe que debe decir eso que dice; María del Carmen Suárez sí sabe de qué habla las más de las veces; otras, en cambio, es evidente que cede, que simple y sabiamente se abandona a algún dictado ignoto, enigmático. De ahí sin duda ese título: Eva en el espejo, que es una paradoja. Porque la primera Eva no podía tener espejo alguno pero la segunda, la expulsada y fulminada sí, seguramente. Ésa ya conocía su desnudez y plantarse frente al espejo sólo podía significar una comprobación tan menguada como devastadora, esto es, un viaje muy penoso, un derrotero interior (un descenso ad inferos más bien) a un pasado edénico y adánico (aquí los ancestros de tierras inmemoriales –dálmatas y gitanos- con sus ritos, sus aldeas, sus bailes –bailes de posesión también porque la alusión a los derviches que giran no es gratuita- y asimismo su exilio, su peregrinar incierto hasta encallar en este último puerto, esta última tierra prometida que es, justamente, esta Eva, el cuerpo de esta Eva–o Miriam- que se mira atribulada en un espejo) y a las consecuencias –y causas- de su caída de la gracia. Porque en realidad es ésta una obra esencialmente religiosa, en el exacto sentido de volver a unir, volver a atar: lo de arriba y lo de abajo o, más precisamente, lo de adentro y lo de afuera y más arduo todavía: la ambición de reconciliar lo vivido con el presente y el futuro pero lo vivido como la suma de lo que efectivamente fue, de lo que la mente atesora y cree que fue y las infinitas posibilidades otras que hubieran podido ser y que al cabo concluyen amalgamadas en una sola, indiscernible composición de tono tan sepia como las fotografías de los muertos y entonces todo ese cúmulo transferirlo al presente –menuda empresa- para de ahí, de aquí cargar la noción de futuro con todo ese lastre o esa esencia o, en última instancia, esa nueva y definitiva posibilidad. Sólo que la autora crea su propia doctrina, sus propios dogmas, su propio culto: su religión es esta travesía aludida, no de introspección –el término es amén de inexacto grandilocuente- sino de verdadero re-conocimiento de sus orígenes, de su evolución, de sus miserias sucesivas, de sus amores y sus rechazos, de todo lo que hace en definitiva a un ser humano, de todo lo que lo hace pero que no es sino que es más allá y más acá, siempre, de todo lo que le accede –accidente- y de lo poco que existe –es-en ese devenir tan patético, tan solitario, tan desamparado.


Lo que precede es tan sólo un esbozo, una señal apenas de todo lo que este texto (novela poética, poema novelado, poesía y narrativa entrelazadas, percepciones como fogonazos propias del ensayo, alumbramientos súbitos de la mística, reflexiones ocasionales y atinadas sobre el mundo circundante y la naturaleza humana) brinda. Ahora quiero dejar hablar a la autora -siempre a través mío, por supuesto y por fuerza habida cuenta de que seleccioné estos ejemplos pero que aun a pesar de ello, es decir, de la subjetividad inevitable pueden dar una idea más cabal de lo que se intentó transmitir en ese bosquejo precitado:


“El camino recorrido quedaba en el hueco de una ventana, en ese vacío purificador que cambia los rumbos”. (p.31).


“La abeja recaló en la flor. Un instante perfecto. Luz crepuscular en haces crecientes. Detención del tiempo. Fragancia del despertar en un campo soñado. El sentido de la vida. La naturaleza portando un manto de placidez sobre la alfombra del mundo. Verdes y naranjas, resplandores en el juego del paroxismo. La quietud brotó como un manantial inesperado”. (p.50).


“Reunía a sus muertos en una estrella fugaz. El cielo le devolvía imágenes de infancia”. (p.60).


“El deseo, lo sabía, era la tensa certidumbre de la necesidad, un castigo, una razón de esperas y sueños. Un abrazo bien podía ser una condena”. (p.96).


“¿Qué era lo más importante de su relación? El tacto, esa presencia cerca, sentir la piel como un erizo, el cuerpo como una caótica vibración. Tocarse, pensó, era mover el mundo”. (p. 113).


“Era el desgarro, la obturación, la nada, el alumbramiento desde la oscuridad, como si la redención fuera posible aun después de ver los laberintos oscuros del pecado y la traición. Volver al nacimiento, a lo no dicho, a la luz primera del asombro sin peso del recuerdo, la memoria y la culpa”.(p. 172).


Y como conclusión una frase que encierra todo el sentido tan hondo y auténtico de este libro, una verdadera declaración de intenciones pero a guisa de corolario y que explica de manera meridiana la ambición, alta y ardua, de María del Carmen Suárez. Una ambición proyectada en esta obra y en esta obra cumplida. Y a plena satisfacción:


“No pude dejar de cruzar esos pasadizos oscuros, evitarlo hubiese sido no cumplir el deseo de comprender”. (p. 178).




(*)- María del Carmen Suárez – Eva en el espejo- Ed. Gárgola, Buenos Aires, 2004.


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