jueves, 8 de septiembre de 2011

El demonio de la analogía (*)




IGITUR o la locura de Elbehnon




En un breve y fascinante texto: Le Démon de l’analogie (1) que comienza así: “¿Cantaron acaso en vuestros labios desconocidas palabras, jirones perversos de una frase absurda?” Mallarmé va siguiendo la trayectoria (desde el significado y la musicalidad) –aparentemente errática- de una frase oída de manera puramente fortuita: “La Pénultième est morte” (“La Penúltima ha muerto –está muerta”) y gradualmente, a fuerza de interrogaciones y asociaciones (con palmas de flores y alas) encalla en su repetición obsesiva y mecánica con la esperanza de silenciar y abolir así su sonoridad y sentido –o sentidos- (deteniéndose particularmente en su estructura, su cadencia y en el “nervio” central: el núcleo “nul” / “nulo”/ ) hasta que de pronto se sorprende ante la vidriera (reflejado en ella) de la tienda de un violero que vende instrumentos antiguos y donde percibe además palmas amarillas y pájaros polvorientos. La simple repetición de una frase totalmente anodina acaba así por abrir la puerta al umbral de lo sobrenatural: “Pero donde se instala la irrecusable intervención de lo sobrenatural y el comienzo de la angustia en la que agoniza mi espíritu…”.




Esta aproximación del poeta simbolista que tanta predilección sentía por el Vathek de Bedford se desarrollará luego y alcanzará su expresión más plena en una exploración de ambición y sentido muy diferentes: su extenso poema en prosa Igitur o la locura de Elbehnon, pero antes de proseguir es menester tener bien presente que la lectura que aquí se propone es, obviamente y por fuerza más convencional, más “lineal” –por así decir- que la glosa o la exégesis propias a la obra poética; se trata, por consiguiente, de una lectura al margen y aquende de la poética porque su interés enfoca centralmente la inspiración “gótica” de este texto, el evidente propósito de Mallarmé de lograr de algún modo la fusión del cuento con tales características (una narración: es decir, una historia al cabo) con este particular tratamiento poético –su música inconfundible y única y su visión que opera al azar de relámpagos súbitos, fogonazos intermitentes que no anulan por cierto la tiniebla que rasgan sino que la complementan y acaban de conferirle su existencia específica.



En esa visión, justamente, radica la médula del conocimiento poético que, a diferencia de los otros, es un don (para la tradición romántica sobre todo: el inmediato predecesor W. Blake, Goethe, Baudelaire, Nerval, Shelley, Byron, Novalis, Hölderlin, etc.) demoníaco debido a la singular aptitud que exige a sus iniciados y adeptos para una percepción y un conocimiento no convencionales, subversivos incluso y preferentemente. Don que se sirve de un sistema mágico de relaciones descubriendo así puntos de contacto remotos e insospechados, similitudes y afinidades ocultas, subterráneas y escandalosas (en la acepción estricta del término: reveladoras): pensamiento analógico, pues, opuesto por definición al pensamiento analítico y es entonces este “demonio de la analogía” el que mutatis mutandis revela al vástago último de un linaje antiquísimo (cuya esencia parece consistir –como la de la humanidad toda- en la precariedad y la fugacidad transitoria; de ahí sin duda ese nombre: Igitur o “mientras tanto”, “por ahora”) el verdadero mundo de los suyos, más allá de este físico (pero no, por cierto, “metafísico” como categoría filosófica) que no obstante se manifiesta por alteraciones y perturbaciones ya sutiles o atroces de ese mismo orden físico. Por lo tanto cuando ya no queda nada más susceptible de ofrecer una explicación plausible de la descomposición y trastocamiento inadmisibles y aterradores que percibe la mirada desde el fondo del espejo (que es mirada a su vez por otra mirada) entonces sólo cabe aceptar y afrontar la irrupción de lo sobrenatural: “où , lorsqu’expira le heurt, et qu’elles se confondirent, rien en effet ne fut plus ouï: que le battement d’ailes absurdes de quelque hôte effrayé de la nuit heurté dans son lourd somme par la clarté et prolongeant sa fuite indéfinie” (“donde, cuando expiró la conmoción y ellas se confundieron nada en efecto se volvió a escuchar: sino un aleteo absurdo de algún huésped asustado de la noche embestido en su pesado sueño por la claridad y prolongando su huída indefinida” (pág. 48).




Ese reducido y acotado espacio físico que es una habitación se convierte pues en otro mundo -¿el otro mundo?- al ser investida por la extrañeza y el desconocimiento. No se puede expresar más cabalmente la entidad que ha adquirido (hablar de personalidad, como en otros casos, no sería excesivo) que con la sola palabra que emplea Mallarmé para indicar que cede y sucumbe bajo una opresión intolerable (como cualquier organismo vivo): “dans une épouvantable sensation d’éternité, en laquelle semblait expirer la chambre” (“en una espantosa sensación de eternidad, en la cual parecía expirar la habitación”- pág. 53. el subrayado es nuestro). Una habitación que expira. Aquí está condensada, de manera magistral, la relación fundamental y característica del género gótico con la morada humana, que es mucho, mucho más que simbiótica: es una identificación absoluta. De ahí el efecto tan logrado y que tiene su asiento en esa necesidad atávica y primaria: el abrigo, el techo, el espacio físico que resguarde y ponga a cubierto de la hostilidad acechante y asechante del mundo exterior y la naturaleza (no la que los cultores del género romántico exaltaban: ésa sublime, grandiosa, imponente o amable en contraposición con la negación y exclusión del clasicismo sino la otra, ingobernable, imprevisible y ciegamente destructora: pánica) y a este respecto traemos ahora a colación un pasaje que puede parecer a primera vista extemporáneo; sin embargo contiene la verdadera esencia (ese recóndito engranaje psicológico) de esta noción que acabamos de exponer: “Tratamos de encontrar una explicación a este hecho curioso y llegamos a la siguiente conclusión: nuestra conciencia no tenía en absoluto el hábito de asociar una guarida de bambú cubierta de hojas de palma y plátano con un viaje en el mar. No había una armonía natural entre el rodar imponente del océano y la cabañita tejida de palma que danzaba sobre el mar; por consiguiente o bien la cabañita parecía enteramente fuera de lugar entre las olas, o éstas estaban más que fuera de lugar alrededor de la cabañita” (2). (el subrayado es nuestro). Esto en cuanto al aspecto psicológico del hábitat: la casa, la morada –cómo es independiente de la estructura física misma y depende en cambio casi enteramente de la re-creación que se hace en la mente; la reflexión de Heyerdahl resulta ejemplar al describir cómo percibían ellos la balsa con su cabina de mimbre desde el bote de goma y cómo cuando se hallaban a bordo. Aquí queda pues en evidencia ese puro efecto psicológico porque se lo ha reducido a su mínima expresión. Y junto a ese aspecto reconfortante y de refugio o abrigo que brinda esa minúscula choza, a pesar de todo (pues difícilmente haya nada más precario que una estructura de hojas entretejidas y además en medio del océano) está esa doble mirada tan acertadamanete expuesta –la de la exigua superficie (la balsa) que la percibe como la casa aunque en situación tan anómala, dislocada (rodeada de agua) y la que la ve desde el agua, más incongruente y extraña todavía. El secreto de la fórmula gótica en relación con la morada y su largo y sostenido éxito tienen ahí su explicación: la mirada que de pronto desconoce su lugar (refugio) natural y habitual, ése mismo que comienza a mutar y por su sola mutación se vuelve hostil, extraño. La choza en medio de las aguas es la única protección de los nautas, empero, en cualquier instante puede derivar a otra cosa: irse a pique, ser barrida por las olas, volverse una trampa espantosa y mortal, volverse el horror mismo, en una palabra convertirse en la habitación que expira.



“-para que la sombra última se complaciera mirándose en su propia mismidad y se reconociera en la multitud de sus apariciones comprendidas en la estrella nacarada de su nebulosa ciencia sostenida en una mano, y en la chispa de oro del cierre heráldico de su volumen, en la otra; del volumen de sus noches; tales, ahora, viéndose para que ella se vea, ella, pura, la Sombra, vistiendo su última forma a sus pies hollada, tras ella acostada y extendida, y luego, delante suyo, en un pozo, la extensión (copia) de capas de sombra, devuelta a la noche pura, de todas sus noches parecidas aparecidas, capas para siempre separadas de ellas y que sin duda ellas no conocieron –que no es, lo sé, sino la prolongación absurda del ruido del cerrojo de la puerta sepulcral de la que la entrada de este pozo recuerda la puerta.”-



-sombra última: el doble definitivamente constituído.


-multitud (foule) – hollada (qu’elle foule).


-volumen (volume) : cuerpo material de un libro –volumen : 2) corpulencia, bulto de una cosa.


-acostada (couchée) – capas (couches /d’ombre/).


-extendida (étendue) – extensión (l’étendue).


-la copia (cantidad- multitud) de capas de sombra; las sucesivas sombras que al ir viviendo va siendo y dejando de ser el ser.




Ahora se modifica bruscamente el clima –se intensifica todavía más- al pasar de la 3ª. a la 1ª. persona (je): “dans une épouvantable sensation d’éternité, en laquelle semblait expirer la chambre, elle m’apparût comme l’horreur de cette éternité. Et quand je rouvrais les yeux au fond du miroir, je voyais le personnage d’horreur, le fantôme de l’horreur absorber peu à peu ce qui restait de sentiment et de douleur dans la glace, nourrir son horreur des suprêmes frissons des chimères et de l’instabilité des tentures, et se former en raréfiant la glace jusqu’à une pureté inoüie,- jusqu’à ce qu’il se détachât, permanent, de la glace absolument pure, comme pris dans son froid”; (“en una espantosa sensación de eternidad, en la cual parecía expirar la habitación, ella se me apareció como el horror de esa eternidad. Y cuando volvía a abrir los ojos en el fondo del espejo, veía el personaje de horror, el fantasma del horror absorber poco a poco lo que quedaba de sentimiento y dolor en el espejo, alimentar su horror de los supremos estremecimientos de las quimeras y de la inestabilidad de las tapicerías, y formarse rarefaciendo el espejo hasta una pureza inaudita –hasta que se desprendía, permanente, del espejo (hielo) absolutamente puro, como apresado en su frío”-pág. 53.- Se ha procurado restituir –siquiera de manera aproximada- el juego de palabras: espejo-hielo ya que en francés “glace” designa tanto uno como otro y, más aún, para mayor confusión y resonancia poética, también “cristal” o “vidrio”, amén de otras acepciones). Las quimeras aludidas –y esto dicho con toda la debida precaución pero es evidente que Mallarmé de cuando en cuando echa un ancla o un cable a tierra- son las talladas en los muebles (¿qué otra cosa se puede esperar en un mobiliario gótico?) pero se está ya lejos, en realidad, de tales detalles meramente circunstanciales. Conviene más advertir el nuevo personaje que está haciendo su aparición; en efecto, el narrador ha pasado al “otro lado del espejo” y desde su fondo mira –mira la habitación que se transforma pero es a su vez mirado por su doble que acecha desde el mismo fondo del espejo: doble formado por el puro horror (ya que ha suprimido absorbiéndolos el sentimiento y el dolor, es decir los vestigios –la esencia- de la presencia humana captados por la superficie reflejante a lo largo de su permanencia en el cuarto y se nutre de la temblorosa y frágil vida de los objetos –es decir de lo que queda todavía reflejándose) el horror transparente y helado de todo lo exterior (lo extraño) a Igitur.



Nuevamente, tras haber instalado el horror, Mallarmé marca una detención, simula volver a la realidad primera y primaria mediante frases tranquilizadoras como ésta: “rendu instable par la maladie de l’idéalité” (“vuelto inestable por la enfermedad de la idealidad”) o un periodo que también parece restituirlo todo a un comienzo (cualquiera haya sido ese comienzo. Pero en realidad lo importante es fijar la idea de cesura con el proceso desencadenado, no descontrolado –justamente instaurar la noción de que quien narra tiene el poder de controlarlo): “Y cuando cree haber vuelto a ser él, mira fijamente desde su alma el reloj; cuya hora desaparece por el espejo, o va a ocultarse en las cortinas, rebasando en exceso, no dejándolo ni siquiera al tedio que implora y sueña. Impotente del tedio”; como se ve otra vez la diferenciación –la mirada parece haberse recuperado y regresado a su normalidad, lo que desde luego no es más que una tregua engañosa pero necesaria para que al regresar el horror su irrupción sea todavía más desconcertante y aterradora.




Todo este itinerario que va del ser a sí mismo en el marco de una simple y banal, común y corriente habitación, y es ésta su notable originalidad –prescindir del castillo o la morada señorial o la abadía, el cementerio, las ruinas incluso, etc., como los solos lugares donde se pueda manifestar y asentar el horror- llevarlo así desde su apoyatura física a un fenómeno puramente psicológico sin, empero, ceder a la explicación racional (como lo hace, por ejemplo, W. Collins en su cuento Una cama terriblemente extraña que transcurre igualmente en un cuarto pero que acaba resolviéndose por medio de un narcótico y un mecanismo asesino. Por lo tanto, la analogía que queda más inmediata, cercana y obvia es desde luego El Horla de Maupassant). La mirada que se desdobla (“y desdoblada por el equívoco explorado”) él y su Sombra (o el doble) ve entonces la habitación convertirse en un universo distinto que abre a otra(s) realidad(es) y que le revela asimismo sus múltiples y desconocidas personalidades (fases del ser, sombras de la sombra) ya inquietantes, extrañas o francamente aterradoras. Antes y gracias a la duda, al rechazo de la seguridad y la certidumbre (“la abertura de duda nula”) se fue instalando, como se ha visto, el clima propicio: “No me gusta este ruido (¿las pulsaciones de su propio corazón?): esta perfección de mi certeza me incomoda; todo es demasiado claro, la claridad muestra el deseo de una evasión; todo es demasiado luciente, quisiera volver a entrar en mi Sombra increada y anterior y despojar por el pensamiento el disfraz que me ha impuesto la necesidad, de habitar el corazón de esta raza (que escucho latir aquí) solo resto de ambigüedad”.



Las diferentes fases –metamorfosis, revelaciones- del ser representan así el laberinto de la interioridad, los múltiples recodos y revueltas que no conducen a ninguna salida sino hasta que haya sido posible (si llega alguna vez a serlo) identificar e inmovilizar al doble real, es decir, al último (o última sombra), por otro nombre, la muerte: “d’un personnage dont la pensée n’a pas conscience de lui-même, de ma dernière figure, séparée de son personnage par une fraise arachnéenne et qui ne se connaît pas: aussi, maintenant que sa dualité est à jamais séparée, et que je n’ouïs même plus à travers lui le bruit de son progrès, je vais m’oublier à travers lui, et me dissoudre en moi” (“de un personaje cuyo pensamiento no tiene conciencia de sí mismo, de mi último rostro, separado de su personaje por una membrana aracnoide y que no se conoce: entonces ahora que su dualidad está separada para siempre y que ni siquiera escucho ya a través suyo el ruido de su progreso, me voy a olvidar a través suyo y disolverme en mí”).


El poema llega a su término ahora que el último vástago de su raza inmemorial (cada hombre, en sí mismo, a la hora de su muerte) se ha re-conocido definitivamente y está pronto a confundirse con su linaje que lo aguarda; cesa el equívoco y cesa la gratuidad (IV. Le coup de dés: o un présago ensayo exploratorio del experimento mayor que será con idéntico título): “Il ferme le livre –souffle la bougie,- de son souffle qui contenait le hasard: et, croissant les bras, se couche sur les cendres de ses ancêtres” (“Cierra el libro –sopla la vela- de su aliento que contenía el azar: y cruzando los brazos, se acuesta sobre las cenizas de sus ancestros”) y “(V)- Se acuesta en la tumba /…/ Sobre las cenizas de los astros, aquellas indivisas de la familia, estaba el pobre personaje, acostado, después de haber bebido la gota de nada que le falta al mar. (La redoma vacía, locura /”fiole vide, folie”./ ¿todo lo que queda del castillo?). La Nada ausente, queda el castillo de la pureza”.




Igitur ha llegado al término de la locura, la locura de querer descifrar el mundo y a sí mismo, la del alquimista y el mago o la del propio poeta. Queda pues consignada esta señera trayectoria resuelta al cabo en la disolución y la reintegración (“el castillo de la pureza”) y al mismo tiempo, por un sesgo acaso tangencial o paralelo pero no menos significativo el intento conexo valioso y aleccionador que revela y releva de manera deslumbrante el extraordinario potencial de este credo estético gótico susceptible de ser plasmado en tan otras y varias vertientes y formas de expresión.






(*)- de mi libro: Un oscuro esplendor - El doble y el laberinto en la novela gótica- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2009, págs. 131-136.


(1)-Stéphane Mallarmé –Igitur- Divagations- Un coup de dés- Ed. Gallimard, France, 1976


(2)- Thor Heyerdahl- Kontiki- Ed. Jackson, Buenos Aires, 1952- pág. 169 (el subrayado es nuestro). .


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