Adam está bastante nervioso. Va caminando a paso vivo por las calles de Nueva York, teme llegar retrasado y no es para menos –la ocasión es excepcional: los padres de su novia Helen, estudiante de medicina como él, lo han invitado a
Tras los saludos y formalidades de rigor todos se ubican en sus asientos. Comienza la introducción y casi de inmediato el joven se siente embargado por una emoción desconocida que se va intensificando gradualmente hasta una dolorosa angustia. Como Puccini en Londres él no sabe absolutamente nada de italiano pero puede seguir la obra desde su pura sensibilidad y con el auxilio de los mínimos antecedentes proporcionados por su novia; por lo demás tampoco es de una complicación excesiva.
La protagonista, una muy joven geisha de 15 años llamada Cio-Cio San y conocida como Madama Butterfly se casa (al menos ella así lo cree) con un oficial de la marina norteamericana que la abandona poco después. Tiene un hijo cuya existencia ignora el desaprensivo marino. La acción transcurre en 1897. Tres años después regresa el oficial pero ahora con su nueva esposa norteamericana y enterados de la situación deciden hacerse cargo del niño. Es la propia mujer la que se presenta para solicitarlo; la joven geisha accede al cabo a entregarlo vencida por el argumento de que ellos podrán proporcionarle una vida mejor que la que le podría ofrecer ella. Cio-Cio San, que había esperado durante tanto tiempo ese regreso con la pasión que sólo una adolescente puede sentir se ve entonces privada de pronto de su amante –al que hasta ahora creía su esposo- y de su hijo. Se despide de este último tras un desgarrador conflicto consigo misma y acto seguido se suicida con la ceremonia ritual del harakiri, en un final tan conmovedor como espléndido desde el punto de vista estético y musical.
Pero desde esa noche algo muy sutil, hondo e inquietante se fue instalando insidiosa y tenazmente en la vida de Adam. No consigue olvidar a esa muchacha, a esa casi niña y su destino trágico aun diciéndose y repitiéndose que se trata tan sólo de un personaje operístico totalmente ficticio; le acometen pesadillas y sueños angustiosos. Sobre todo las últimas palabras de despedida al niño le rondan constantemente, hay algo en ellas que es como un remolino vertiginoso que lo atrae y lo mantiene en su vórtice. En ocasiones y súbitamente cree que el sentido o que un sentido está a punto de revelarse pero luego todo se oscurece de nuevo. Ha preguntado a un compañero de facultad hijo de italianos qué significan esas últimas palabras; Mario se las traduce aproximadamente: “Ve, juega, juega”. Pero esto no significa nada. Al cabo se le ocurre, iluminado por una especie de intuición oscura y recóndita, preguntar a su padre cómo es en japonés esa frase. Y cuando éste, un tanto extrañado, se la dice y la repite el joven siente un vahído y un estremecimiento visceral; en su memoria se acaba de encender una señal lejanísima y confusa. Pero su conmoción es tal que ya no puede dudar: ahora sabe, con total certidumbre sabe que con el tiempo llegará a conocer por fin la causa de su desasosiego. Cio-Cio San sigue ocupando su mente y la frase se vuelve más y más familiar; en ocasiones y con un relámpago repentino recuerda cuándo y en qué circunstancias la oyó siendo un niño de apenas tres años de edad. Entonces Adam Pinkerton resuelve que algún día, no muy lejano, partirá a Japón porque allá algo o alguien lo está esperando desde hace mucho y sólo conocerá la paz y el descanso cuando él esté finalmente a su lado para despedirse, esta vez consciente y definitivamente.
(**)- de mi libro: Nacer cada mañana, Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2009. págs. 25-27.
No hay comentarios:
Publicar un comentario