jueves, 22 de septiembre de 2011

Homenaje a María Callas (en dos fases).

-I- Frente al mar los rasgados ojos mientras una tenue brisa anima apenas la pared de bambú y papel de arroz encerado; en un biombo un dragón de oro se despereza en su lecho de laca negra; la luna se anticipa en un farol impasible y redondo, gruesas lágrimas ruedan por las empolvadas mejillas de Madama Lucía Mariposa (*) y se deslizan por el cuello del suntuoso kimono en plata y carmesí dejando a su paso finas estrías enharinadas; tintinean las gotas de cristal que adornan los complicados alfileres que ornan y sujetan la masa de endrino pelo dispuesta en tortas sucesivas como una pagoda fantasiosa, humea pausado en la estancia un incensario y tras los ventanales de par en par abiertos canta melancólico el mar e insensiblemente su canción se va confundiendo con el gemido de un violín que aumenta hasta el umbral de la estridencia y repentino desciende hasta apenas la insinuación y la melodía brota y la mujer que mira el mar comienza también a cantar y detrás de la miel, del decorado de cartón, el amaneramiento y los despuntes de sensiblería surge un verdadero, auténtico quejido del ser que perdió su parte complementaria de unidad y se duele ahora de esa escisión. Y como en toda cosmogonía y todo mito su desolación va derivando hacia la esperanza de reintegración un día y hasta él, hasta que alumbre esa aurora bienaventurada nos damos a la muerte abreviando fatigas y sinsabores (va, gioca, gioca): ¡TUNK! La última palabra para el acerado puñal y su magnífica nota al rebotar en el piso.






(*). de mi libro El Bello Sino de Oro, Ed. Alción, Córdoba, Argentina, 2002. pág. 185. El nombre Lucía Mariposa es el de la heroína (por Lucía de Lamermoor y Mma.Butterfly).




II- Ve, juega, juega (**)



Adam está bastante nervioso. Va caminando a paso vivo por las calles de Nueva York, teme llegar retrasado y no es para menos –la ocasión es excepcional: los padres de su novia Helen, estudiante de medicina como él, lo han invitado a la Opera. Así que luciendo sus mejores galas y apresurándose se pregunta inquieto qué papel hará durante la velada ya que jamás en su corta vida (21 años) ha visto una ópera. “Lo mejor –se dice- será permanecer callado, responder sólo cuando se me dirija la palabra y sobre todo no arriesgar comentarios”. En realidad Adam es un estudiante neoyorquino bastante atípico ya que se caracteriza por una generosa dosis de sentido común y temperamento reflexivo heredados por línea materna. En efecto, su madre, a la que no conoció, era japonesa. Ese tipo de mestizaje –su padre es norteamericano de origen inglés- sería, andando el tiempo, bastante común; entonces, en 1918, lo es mucho menos. Adam sólo tiene algunas nociones vagas de su propia historia: sabe que su madre murió al darlo a luz y que su padre regresó con él a los Estados Unidos inmediatamente después. Al poco tiempo volvió a casar con Kate, una compatriota y la única madre que Adam conoció. Nunca se explayaron demasiado respecto de sus viajes y estadías en Japón ni Adam tampoco sintió mayor curiosidad. Pero esta noche sí hubiera querido saber algo más de su tierra natal, su familia materna, las costumbres, tradiciones, etc., porque ello le hubiera permitido lucirse un poco ya que la ópera, según Helen, se basa justamente en un tema japonés (o, al menos, transcurre en ese país). Ella leyó en un periódico que un músico italiano llamado Puccini, estando en Londres en 1900, vio una obra de teatro de un tal Belasco que lo conmovió profundamente y eso a pesar de que no sabía prácticamente ni una palabra de inglés. Esa obra fue pues el punto de partida para la composición de esta ópera que se estrenó en Milán en 1904 y tres años después se representó con gran éxito y la presencia del propio Puccini en el (o la, que sería más apropiado) Metropolitan Opera House, que es justamente adonde se dirige ahora el apuesto y preocupado Adam.






Tras los saludos y formalidades de rigor todos se ubican en sus asientos. Comienza la introducción y casi de inmediato el joven se siente embargado por una emoción desconocida que se va intensificando gradualmente hasta una dolorosa angustia. Como Puccini en Londres él no sabe absolutamente nada de italiano pero puede seguir la obra desde su pura sensibilidad y con el auxilio de los mínimos antecedentes proporcionados por su novia; por lo demás tampoco es de una complicación excesiva.




La protagonista, una muy joven geisha de 15 años llamada Cio-Cio San y conocida como Madama Butterfly se casa (al menos ella así lo cree) con un oficial de la marina norteamericana que la abandona poco después. Tiene un hijo cuya existencia ignora el desaprensivo marino. La acción transcurre en 1897. Tres años después regresa el oficial pero ahora con su nueva esposa norteamericana y enterados de la situación deciden hacerse cargo del niño. Es la propia mujer la que se presenta para solicitarlo; la joven geisha accede al cabo a entregarlo vencida por el argumento de que ellos podrán proporcionarle una vida mejor que la que le podría ofrecer ella. Cio-Cio San, que había esperado durante tanto tiempo ese regreso con la pasión que sólo una adolescente puede sentir se ve entonces privada de pronto de su amante –al que hasta ahora creía su esposo- y de su hijo. Se despide de este último tras un desgarrador conflicto consigo misma y acto seguido se suicida con la ceremonia ritual del harakiri, en un final tan conmovedor como espléndido desde el punto de vista estético y musical.




Pero desde esa noche algo muy sutil, hondo e inquietante se fue instalando insidiosa y tenazmente en la vida de Adam. No consigue olvidar a esa muchacha, a esa casi niña y su destino trágico aun diciéndose y repitiéndose que se trata tan sólo de un personaje operístico totalmente ficticio; le acometen pesadillas y sueños angustiosos. Sobre todo las últimas palabras de despedida al niño le rondan constantemente, hay algo en ellas que es como un remolino vertiginoso que lo atrae y lo mantiene en su vórtice. En ocasiones y súbitamente cree que el sentido o que un sentido está a punto de revelarse pero luego todo se oscurece de nuevo. Ha preguntado a un compañero de facultad hijo de italianos qué significan esas últimas palabras; Mario se las traduce aproximadamente: “Ve, juega, juega”. Pero esto no significa nada. Al cabo se le ocurre, iluminado por una especie de intuición oscura y recóndita, preguntar a su padre cómo es en japonés esa frase. Y cuando éste, un tanto extrañado, se la dice y la repite el joven siente un vahído y un estremecimiento visceral; en su memoria se acaba de encender una señal lejanísima y confusa. Pero su conmoción es tal que ya no puede dudar: ahora sabe, con total certidumbre sabe que con el tiempo llegará a conocer por fin la causa de su desasosiego. Cio-Cio San sigue ocupando su mente y la frase se vuelve más y más familiar; en ocasiones y con un relámpago repentino recuerda cuándo y en qué circunstancias la oyó siendo un niño de apenas tres años de edad. Entonces Adam Pinkerton resuelve que algún día, no muy lejano, partirá a Japón porque allá algo o alguien lo está esperando desde hace mucho y sólo conocerá la paz y el descanso cuando él esté finalmente a su lado para despedirse, esta vez consciente y definitivamente.








(**)- de mi libro: Nacer cada mañana, Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2009. págs. 25-27.


































































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